El Club Hotel de la Ventana
Sierra de la Ventana, Provincia de Buenos Aires
por Fernando J. Soto Roland

Introducción

Abandonado, saqueado, incendiado.

Sólo quedan de él sus paredes de ladrillo, desgastadas por el sol, la lluvia y el viento de las sierras bonaerenses. También unas pocas postales y fotos que tomaron algunos visitantes en su momento de esplendor y de crisis.

Sólo eso. Postales y ladrillos. Por ese motivo, de los cuatro hoteles antiguos que analizamos en este trabajo, el Club Hotel de la Ventana es el que corrió la peor suerte de todos. Pero a pesar de su decadencia, todavía es factible detectar en sus ruinas (nunca mejor dicha esta palabra) los tímidos esbozos de su boato normando o de las suntuosas y elegantes fiestas que allí se celebraron.

Nos queda el recuerdo y la nostalgia, ambas acompañadas por una sensación de impotencia difícil de traducir con palabras.

Ya no queda nada de su emblemática torre-mirador, ni de sus dos plantas de 6400 metros cuadrados. Mucho menos del parquet de roble italiano, de sus arañas de bronce o de los majestuosos ventiladores que funcionaban a alcohol.

También se desvanecieron su gran hall de entrada, su sala de recepción y la galería solarium con sus hermosos ventanales de vidrios que permitían a sus huéspedes relajarse cómodamente en sillones de mimbre almohadillados. Igual suerte corrieron la cancha de golf, el casino y el fabuloso parque diseñado por el arquitecto y paisajista Carlos Thays.

Ruinas.

Sólo eso perdura. Por ese motivo resulta difícil reconocer, ante esos afligidos restos, que el Club Hotel de la Ventana haya sido alguna vez el emprendimiento que dio origen a un pueblo y uno de los hoteles más importantes de América del Sur.

Como el aire que respiramos, el Club Hotel fue durante décadas desatendido y olvidado. Sólo cuando su deterioro se hizo irreversible y las llamas lo consumieron una noche de 1983, se reconoció (como en un tango) la importancia que había tenido. Recién entonces muchos buscaron en él la identidad que gobiernos, empresarios y concesionarios no supieron encontrar en esa «Maravilla del Siglo», como lo calificó Julio Argentino Roca el día de su inauguración.

Fue un símbolo de una época y de un país que jamás atendió su propio pasado. La materialización de la desidia, incompetencia y corrupción que llenan las páginas de nuestra propia historia. 

Germinal

(1911-1920)

Como muchas otras empresas, la que culminó con la construcción del Club Hotel de la Ventana, empezó con una charla entre amigos y terminó en un negocio millonario en el que se entremezclaron los intereses del imperio británico con los de sus socios y gerentes de la oligarquía vernácula.

Ejemplo claro de esa simbiosis entre “la gente conocida” y los “civilizados señores del norte europeo”, la historia del Club Hotel queda enmarcada dentro de un contexto general en el que el imperialismo, con sus inversiones y contradicciones internas, no era resistido por nadie, convirtiéndose así en el modelo civilizatorio que “debía” imitarse, aún a costa de ser arrastrados por problemas que podrían no haber sido nuestros. La herencia colonial de América latina tomaba así forma en un remoto y aislado rincón del sur bonaerense y se maquillaba con la apariencia de un hotel de lujo, demiurgo de un pueblo y toda una época.

Según se explica en el libro de Stella Maris y Sergio Rodríguez[1], fue a instancias de un reconocido médico de la época —especialista en afecciones pulmonares— llamado Félix Muñoz, que se planteó la construcción, en “un lugar higiénicamente recomendable”, de un establecimiento hospitalario en el que se pudiera combatir el flagelo de la tuberculosis, que tantas víctimas se cobraba en la época y tanto terror despertaba entre la población.

Eran los primeros años del novel siglo XX y todavía no se avizoraban los dramas que sacudirían a la centuria. La confianza en la ciencia y en la tecnología soportaron todo el peso de aquella propuesta inicial y fue un poderoso terrateniente, Manuel Lainez, representante de los intereses de la oligarquía conservadora de aquellos días, el que agilizó los trámites cediendo 70 de las 3000 hectáreas que conformaban su estancia “La Vertiente”.

Lainez entra entonces en contacto con su amigo británico Percy Clarke, quien era gerente de la empresa inglesa Ferrocarriles del Sud, y le formula el humanitario proyecto de invertir un cierto capital en el hospital soñado por Muñoz. Pero lo crematísticos intereses del inglés produjeron un cambio sustancial de la idea preliminar y la proyección de seguras ganancias terminaron reconvirtiendo el futuro nosocomio en un hotel casino para los funcionarios jerárquicos de la empresa ferroviaria (que por entonces se dedicaba al tendido de rieles no sólo en Argentina, sino también en Brasil. Paraguay y Bolivia).

El hospital para tuberculosos se transformaba así en un lugar de relax y lujo para el enclave británico y sus admiradores socios argentinos. Muñoz, Lainez y Clarke quedaron satisfechos. Las antiguas y redondeadas sierras bonaerenses se convertirían en un reducto de prevención y tranquilidad para los privilegiados de siempre.

Inmediatamente el proyecto se puso en marcha.

En 1903 la empresa británica construyó la “parada de Sauce Grande” hasta donde llegaron las vías y los vagones cargados de insumos y material para levantar allí —lejos del mundo— las viviendas que irían a habitar los obreros y el personal directivo que construirían el hotel. Tres arquitectos y un ingeniero tomaron a cargo la obra[2] y para 1909 se crea la Compañía de Tierras y Hoteles de Sierra de la Ventana, presidida (como era de esperar) por un inglés, Samuel H. Pearson. Ya para esa fecha la compañía era dueña de unas 140.000 hectáreas de campo.

Pero había un inconveniente. Levantar un hotel, proyectado tan lejos de todo y de un tamaño tan descomunal, requería de muchísimos ladrillos y era claramente antieconómico trasladarlos hasta el emplazamiento.

Una vez más, las amistades y contactos —entre ingleses y sectores poderosos de estas pampas—entraron a funcionar y fue un reconocido hombre de negocios, Ernesto Tornquist, el que alivió el problema firmando un convenio para instalar, en medio de las sierras, parte de una fábrica de ladrillos que había comprado en Checoslovaquia, y que por entonces funcionaba en la joven capital de la provincia de Buenos Aires (La Plata).

Con todo organizado, el Club Hotel de la Ventana empezó a construirse.

Dos años más tarde, una monumental estructura de hierro, con paredes de mampostería y techos de zinc, emergía a 550 metros sobre el nivel del mar, compitiendo con los cerros vecinos al exhibir sus 6400 metros cuadrados de superficie cubierta de claro y rancio estilo normando.

Las primeras fotos lo muestran como un islote de pura cepa europea en plena “pampa salvaje”, levantando su torre-mirador hacia el cielo, orgullosa de su origen, por encima de un terreno pelado y sin árboles. Orientado hacia el Este, siguiendo igual que el Eden Hotel de La Falda la dirección del plegamiento montañosos más cercano, el Club Hotel tenía la forma de una «U» y todas comodidades imaginables para la época.

Aireado, de ambientes amplios y enormes ventanales, era el sitio ideal en donde recluirse evitando las aglomeraciones y “malos humores” de las grandes ciudades. Era paradójico: Argentina recién empezaba a urbanizarse y ya deseaba emprender el «regreso al campo». Una típica moda venida del otro lado del Atlántico.

Pero no era aquel un «campo» cualquiera.

El Club Hotel concentraba todos los beneficios de la ciudad (y más).

He aquí el listado de ellos.

  173 habitaciones (4 en suite)

  58 baños completamente equipados

  Un gran Hall Comedor, decorado en estilo Luís XVI y muebles de origen inglés

  Una sala de fiestas, con 150 butacas, en la que se proyectaron las primeras películas mudas del país y solían acudir reconocidas figuras del ambiente teatral

  Un bar perfectamente equipado con todas las bebidas de moda

  Dos salas de enfermería

  Una farmacia

  Dos peluquerías

  Un gimnasio cerrado

  Biblioteca

  Sala de música y conciertos

  Una inmensa cocina de 300 metros cuadrados

  Tres salas de casino (estilo imperial): dos de punto y banca y una para la ruleta, todas con pisos de mosaicos, revestidos con polvo de marfil

  Un night club, instalado en el único entrepiso del hotel

  Una sala de recepciones gigantesca, con columnas de hierro y lámparas de gas

  Dos escalinatas de mármol de Carrara, construidas especialmente por un maestro italiano, Antonio Grillo.

Además de todas estas comodidades, la última tecnología estaba también a disposición de los huéspedes que podían pagar por ella.

  Una usina, con dos generadores Westinghouse de 1500 rpm, iluminaba artificialmente todo el complejo y debió haber sido la magia de la electricidad la que lo convirtió en un templo maravilloso del siglo que se iniciaba

  Dos caldera Zweibruken a vapor, con 500 caballos de fuerza, trasportaba el agua caliente a todo el hotel

  Una estación de bombeo, a 550 metros del edificio, conducía agua de vertiente a cada canilla del Club Hotel, desde el arroyo Las Piedras.

Para aquellos que deseaban disfrutar de actividades al aire libre y solazarse con el paisaje serrano, poseían:

  Un parque de 126 hectáreas, organizado en estilo inglés por el paisajista Carlos Thays, con más de 10.000 especies (pinos, abetos, cedros, eucaliptus, sauces, aromos, acacias y ligustros)

  Una cancha de golf de 18 hoyos

  Canchas de fútbol, polo, tenis e hipismo

  Una pileta de natación  junto a un río cercano

  Una flotillas de vehículos (carrozas, volantas, landós, sulkys) y caballos

  Un trencito de trocha angosta, inaugurado tras la apertura del hotel, para llevar a los huéspedes desde la Parada de Sauce Grande hasta la puerta misma del complejo (después de recorrer unos 19 kilómetros en menos de 40 minutos).

Y para completar su autonomía se había dispuesto:

  Un molino harinero que no sólo servía de fábrica de pan y fideos, sino también como depósito de granos

  Una carpintería, a cargo de maestros ebanistas dedicados a la fabricación y restauración de muebles, ventanas y puertas

  Granja propia

  Huerta

  Un pabellón para el personal permanente del hotel, que contaba con 16 habitaciones, 6 baños, cocina, despensa y salón comedor.

  Una capilla de sólo un ambiente, con un altar de roble, levantada al pie del cerro más cercano.

El Club Hotel era un mundo cerrado en sí mismo que abrió por primera vez sus puertas —oficialmente— el 11 de noviembre de 1911 con una fiesta inaugural que dejó hablando a las oligarquía argentina durante largo tiempo.

Hubo 1300 invitados entre argentinos y extranjeros. Llegaron al hotel en un tren especial, directamente desde Buenos Aires, gozando de todas las comodidades y confort que disponían los vagones de entonces.

Debió ser interesante ver a toda la oligarquía reunida en el mismo lugar al mismo tiempo. No faltó nadie. Ni siquiera el obispo de La Plata, Nepomuceno Terrero, o el embajador de Inglaterra, seguramente orgulloso de su «raza». También asistió el ex presidente Roca y el expeditivo Manuel Lainez, en representación del gobierno nacional. El presidente de la compañía constructora, Samuel H. Pearson, hizo de anfitrión y el banquete del que todos disfrutaron fue literalmente pantagruélico y servido en vajilla de plata. Una verdadera y descarada orgía de exhibicionismo, riqueza y poder.

El hall principal el Club Hotel vio pasar a personajes que portaban apellidos de peso. Eran los mismos que habían organizado la Argentina a su medida, que se la habían repartido y controlaban con mano firme e ilustrada. No faltó nadie. estaban los Unzué, los Alsina y los Alvear, los Anchorena, los Madero, los Ayerza y Becar, los Belgrano, Blaquier, Roca y Guerrero, los Udaondo. Los Figueroa Alcorta, Leloir y Martínez de Hoz, los Montes de Oca y Uriburu, entre otros.[3]

Pocas veces en un solo recinto las oligarquías provinciales se daban cita todas juntas, a no ser —claro— en el Congreso Nacional.

Un mes y medio más tarde, el Club Hotel de la Ventana daba por iniciada su primera temporada de verano (enero/febrero de 1912). Fue todo un éxito. Más de 300 huéspedes confraternizaron en sus instalaciones. Las perspectivas de futuro eran halagüeñas. Sólo tenían por delante buenas perspectivas. El paraíso terrenal se había materializado una vez más y puesto a disposición de unos pocos.

Pero desde muy temprano, el siglo XX los empezó a decepcionar.

En 1912 una nueva ley electoral —la Ley Sáenz Peña— abría el juego político a sectores sociales que desde 1890 venían proponiendo un cambio. Planteaban una democracia participativa para todos y criticaban la corrupción del “Régimen” que los gobernaba desde los días de la organización nacional. Con la nueva legislación vigente, el voto se volvió universal, secreto y obligatorio y, de ese modo, el fraude electoral (principal herramienta de los conservadores para detentar y “legitimar” el poder) se hizo impracticable. La elite perdió las riendas y en el cuarto oscuro una nueva generación de ciudadanos de clase media colocó, en 1916, al primer presidente radical de la historia: Hipólito Yrigoyen.

La «chusma» ocupaba el sillón de Rivadavia y, desde ese mismo momento, la oligarquía nunca más pudo detentar el control del ejecutivo político por medio de las elecciones libres. Cuando lo hizo, lo consiguió a través de los golpes de estado y las promesas falsas del menemato.

El paraíso tenía que compartirse. «El país ya no era lo que era antes» y muy pocos estuvieron de acuerdo con las medidas «populistas» del caudillo radical.

Habían perdido el enclave y el discurso nacionalista de Yrigoyen molestó a más de un extranjero. Pero los radicales no fueron revolucionarios. Argentina siguió siendo un país agroexportador y la base del poder de las elites se conservó, ejerciéndolo ahora únicamente con sus gruesas billeteras.

En 1914 estalló la Primera Guerra Mundial y el flujo de turistas europeos mermó, casi hasta desaparecer. Los números del Club Hotel empezaron a dar saldos en rojo y las proyecciones a futuro se enturbiaron.

Poco menos de tres años más tarde, en 1917, el gobierno radical sancionó una ley que prohibía los juegos de azar y la nacionalización de los casinos. Ése fue el tiro de gracia.

Al término de ese mismo año, el casino del hotel clausuró sus mesas de juego. A los tumbos logró mantenerse un tiempo más, pero el 14 de marzo de 1920 el Club Hotel de la Ventana, a sólo seis años de la inauguración, cerró por completo sus puertas para siempre.

Un gigante vacío

(1920-1943)

Por un lapso de 23 años, el Club Hotel de la Ventana congregó en sus colosales instalaciones únicamente a diez personas. Sólo una decena de cuidadores encargados de mantenerlo en condiciones, conservando el patrimonio invertido todo el tiempo que fuera posible. Fue un verdadero hormiguero de habitaciones y dependencias, salones y parques vacíos, recorridos sólo por diez almas abnegadas cuya única misión era no resignarse ante el paso del tiempo y la decadencia. Les pagaron para ello y consiguieron cumplir el cometido llevando a cabo las tareas de mantenimiento con diligencia y eficacia. Seguramente, sus pasos debieron retumbar con fuerza en los pasillos del hotel y el eco de sus voces intentaron remedar la vida que la situación internacional y las leyes del radicalismo le habían quitado.

Durante algunos veranos, los familiares y ejecutivos de la «Compañía de Tierras» lo visitaron de a ratos y disfrutaron de ese gigante en hibernación permanente, como los pájaros disfrutan de una casona abandonada. De todos modos, el Club Hotel conservó su aire imperial y a pesar de parecer un museo reluciente y poco transitado logró mantenerse en buena condiciones. Claro que ya no llegaban a él las toneladas de correspondencia de las buenas épocas y que la medida solicitada por la Dirección de Correos de rebautizar dos pueblos cercanos resultó totalmente vana.[4]

Semihabitado, el Club Hotel consiguió vencer con hidalguía casi dos décadas y media de relajada existencia. Todo gracias al empeño de dos de sus encargados: el señor Augusto Dufaur y (tras su fallecimiento) el señor Bernardo Ferrero, quienes a lo largo de las década del ’20 y del ’30 fueron sus privilegiados y solitarios residentes.

Pero ellos también envejecieron junto con el hotel y de a poco, el olvido de sus genuinos propietarios obligó a que se empezara a vender parte del mobiliario de la sala de Juegos (sillas, ventiladores, sillones, cuadros, arañas) para poder solventar los gastos de mantenimiento que el hotel requería. Así todo, el hecho de que se eligiera empezar por el ex-casino demuestra que, en el fondo, existía la esperanza de poder resucitarlo en el futuro.

Pero sus destino ya parecía estar signado.

En 1939, la «Compañía de Tierras y Hoteles de la Ventana» se disolvió y con ella la posibilidad de una reapertura medita o inmediata. Los escasísimos y ocasionales huéspedes dejaron de visitar el hotel en época estival y Bernardo Ferrero se vio ante la amarga misión de sostener sobre sus espaldas a un monstruo de ladrillos que empezaba a desgatarse con el paso del tiempo y los ya inexistentes fondos.

El cuidado parque, organizado por Carlos Thays en sus comienzos, fue el primero el sublevarse. Yuyos, raíces y ramas sin podar devoraron todo diseño de paisajismo y la naturaleza, antes domesticada, se salió de cause, devolviéndole a las especies traídas de allende los mares algo que nunca habían tenido en esas sierras bonaerense: la más absoluta y caótica libertad para crecer y reproducirse. En tanto, el hotel resistía simulando ser la última trinchera del Progreso humano. La pampa indómita reclamaba —de a poco— ese terreno que le habían usurpado con el auxilio de la tecnología.

Un año después de la disolución de la compañía, en 1940 el gobierno de la provincia de Buenos Aires pensó en levantar en el sitio una colonia de vacaciones para alumnos y docentes. Fue el primero de los tanto proyectos que fracasaron. En esa ocasión por un trámite judicial inconcluso que postergó la transferencia del edificio por espacio de tres años. Recién en 1942 la hija de uno de los principales accionistas de la antigua compañía, vendió el Club Hotel y éste fue entregado la provincia el 30 de noviembre. Bernardo Ferrero fue quien concretó el traspaso de la propiedad al estado provincial.

Las esperanzas se reeditaron, pero el país experimentaba demasiados altibajos y el mundo estaba inmerso en una Segunda Guerra Mundial que muy pronto alcanzaría a aquella aislada región serrana del sur bonaerense.

Ya con el hotel en su poder, los funcionarios de turno dieron inicio a un saqueo sistemático que empezó por la bodegas y sus miles de botellas de vinos finos y terminó con sus lámparas de bronce, Mobiliario y vajilla. El Club Hotel se convirtió en el botín de unos pocos políticos. Era sin duda el principio del fin. Pero en los últimos meses de 1943 una medida de carácter oficial le imprimió a la historia renovados aires.

Todo provino de un desastre ocurrido en la desembocadura del Río de la Plata, unos años antes, cuyo protagonista fue un famoso acorazado de bolsillo llamado Graf Spee y su tripulación de jóvenes soldados de ideología nazi.

Altos, rubios y con zapatos negros

(1943-1946)

En diciembre de 1939, a sólo tres meses de haberse iniciado la Segunda Guerra Mundial, el acorazado de bolsillo alemán Graf Spee fue sorprendido en la desembocadura del Río de la Plata por tres buques británicos (Exeter, Achilles y Ajax), liberándose la única  batalla de toda la contienda en las puertas mismas de la ciudad de Buenos Aires, conocida hoy como «la batalla del Río de la Plata».

El barco alemán, gravemente tocado por las descargas inglesas, buscó de inmediato refugio en el puerto neutral de Montevideo, salvando el pellejo. Pero no por mucho tiempo. Los uruguayos, siguiendo las leyes internacionales, no podían retener al Graf Spee en sus dársenas por más de 72 horas. La neutralidad del país en el conflicto lo obligaba a ello. Pero el capitán alemán, Hans Langsdorf, aprovechó el tiempo disponible para despachar a toda la tripulación en tierra firme y acondicionar su acorzado para el último viaje hacia el fondo del río. Tras numerosas especulaciones, el buque abandonó el puerto y a poco de internarse en la desembocadura, explotó a causa de una serie de cargas activadas a bordo. Se fue a pique ante los asombrados ojos de los británicos. Así quedaba sellado el destino del Graf Spee, que prefirió desaparecer en las turbias aguas ribereñas antes de caer en manos de sus enemigos. Pocos días después el capitán Langsdorf se pegada un tiro en la cabeza, haciendo honor a sus inclaudicables ideales de marino del Tercer Reich.

Los jóvenes marineros y oficiales (cuya mayoría que no excedían los 19 años de edad) fueron traslados a Buenos Aires y con fecha 19 de diciembre de 1939 el presidente de la Nación, Roberto Ortiz, emitió el decreto 50.826 por el cual se ordenada que los comandantes, oficiales y marineros del buque alemán fueran internados en la Capital Federal, quedando sujetos a las autoridades policiales, tras la promesa expresa de no ausentarse sin permiso especial escrito. De más está decir que Argentina también era neutral en la guerra.

Un total de 1046 tripulantes fueron sometidos a la internación.

La Policía Federal Argentina fichó a cada uno de ellos y los ubicó en el vetusto Hotel de Inmigrantes del puerto porteño. De inmediato la comunidad alemana asentada en el país abrió una cuenta con fondos para el mantenimiento de sus conciudadanos y un tal Kart Arnold, organizador del Partido Nazi en Argentina, dispuso que sus compatriotas pudieran acceder libremente a diversiones, al menos un día por semana, amén de ir y venir por Buenos Aires como se les antojara.

A partir de entonces, la internación se prolongó por espacio de 6 años y en poco tiempo unos 140 tripulantes huyeron del país para reintegrarse al frente de batalla que se libraba en Europa. Esto provocó una aireada protesta del gobierno inglés y francés, quienes a través de sus embajadas presionaron sobre Ortiz reiteradamente. La presencia de los marinos resultó una serio problema para la Argentina y ese fue el motivo por el cual el ministro de Relaciones Exteriores decidió dividir a la dotación en varios grupos para enviarla lejos de la capital.

El embajador alemán, von Thermann, insistió —junto con su agregado naval— que los marinos vistieran uniforme y quedaran bajo la disciplina alemana. Argentina rechazó el pedido y les hizo saber que según las resoluciones internacionales, los internados debían quedar libres de la subordinación de cualquier poder beligerante y que debían ganarse la vida trabajando. Por esa causa, el gobierno argentino se puso de inmediato a buscarles empleo en la zona de Buenos Aires.

Pronto muchos de ellos pudieron se ubicados en fábricas y empresas de origen germano o alojados por familias alemanas residentes. Pero en el interior el trabajo era escaso y la llegada de los extranjeros despertó muchas quejas y protestas por parte de los sindicatos. Las fricciones no tardaron en aparecer.

Para enero de 1940, la embajada nazi había conseguido 350 empleos y un mes después el número ascendió a 586.[5]

Fue entonces que el cuerpo diplomático inglés levantó otra vez la voz en fuerte queja, vaticinando sabotajes por parte de los alemanes contratados. Se quejó también de la lentitud del gobierno argentino de enviar a los marinos al interior del país, tal como había prometido.

Ante estas circunstancias apremiantes, en mayo de 1940, el gobierno de Ortiz apuró los trámites e inició el anunciado reparto. 100 hombres fueron trasladados a Mendoza, 152 a Córdoba, 50 a San Juan y grupos de 100 enviados a Santa Fe y Rosario respectivamente. 177 permanecieron en Buenos Aires y 236 confinados en la isla Martín García.[6]

 El traslado estuvo muy mal organizado. Los alemanes fueron recibidos con frialdad y apatía en lugares donde no tenían nada de lo prometido (trabajo, sitio donde vivir). Además la hostilidad se hizo manifiesta en varios lugares, como por ejemplo en Mendoza. Sólo en Córdoba se los recibió de manera más cordial por el gobernador abiertamente nazi-fascista Amadeo Sabattini, quien se alegró públicamente de recibir a representantes de “tan buena raza”.

Bajo estas circunstancias era claro que las fugas no tardarían en producirse. Se escaparon uno a uno con la ayuda de espías y colaboracionistas nazis. En abril de 1940, por ejemplo, faltaban 45 oficiales y 5 marineros técnicos (requeridos por el Reich).

Esta situación de descontrol, más las riñas y peleas que se produjeron entre alemanes y locales en el interior, provocaron que el Poder Ejecutivo ordenara por decreto 59.459 que todos los oficiales y suboficiales fueran internados en la isla Martín garcía. El 16 de abril de 1940 fueron todos enviados a ese lugar, sumando así un total de 240 internos, ubicados en el derruido hospital de la localidad, en escuelas y bungalow, todos bajo la vigilante mirada de soldados argentinos.

En la isla las condiciones eran desastrosas y los reclamos no tardaron en estallar.

Por esos días, la Guerra Relámpago llevada a cabo por Hitler arrasaba con todo Europa y el ánimo de los aliados estaba por el piso, tanto allá como en Buenos Aires. Por otro lado, el presidente Roberto Ortiz, casi ciego a causa de una larga enfermedad, debió renunciar y su vice, Ramón Castillo, un ultra conservador pro-germanófilo, se hizo cargo del gobierno nacional.

De inmediato, Castillo se encolumnó detrás de una tendencia autoritaria y en ese contexto se volvieron familiares las fugas de los marineros del Graf Spee. Los internados siguieron escapando a cuenta gotas. Algunos vía Chile, Paraguay y Brasil, y otros en barcos de bandera española y japonesa.

Pero como indica Ronald Newton en su bien documentado libro:

“Las filas de enrolados en el Graf Spee consistían sobre todo en conscriptos de 18 y 19 años. En la Argentina, años de ocio y soledad en tornos pocos familiares, el acoso de los rigurosos encargados de la disciplina naval y las arengas huecas de los ideólogos nazis (ellos mismos alejados y a salvo del rugir de los cañones) obraron sobre muchos jóvenes hasta erosionar sus sentimientos patrióticos a medio formar; en muchísimos casos, el adoctrinamiento en manos de las organizaciones juveniles nazis resultó efímero. Después de la partida de los últimos oficiales y suboficiales competentes a principios de 1942, el liderazgo del grupo del Graf Spee fluctuó entre lo errático y lo despótico. Los jóvenes crecieron y no pudieron dejar de sentirse atraídos por la vida más libre de la Argentina.”[7]

La diplomacia inglesa, indignada por el descuido de las autoridades vernáculas, redobló sus quejas y el presidente R. Castillo ordenó que los internados quedaran concentrados en un punto específico del interior. Aquí es en donde entra en escena el Club Hotel de la Ventana, elegido como el lugar de residencia obligada de los alemanes.

R. Newton dice al respecto:

«Grupos de hombres del Graf Spee fueron enviados a alojarse en el Hotel Sierra, un enorme elefante blanco gubernamental ubicado en un sitio de descanso y de juego en Sierra de la Ventana. El «agregado legal» del FBI en Buenos Aires apuntó con la alarma de costumbre que el hotel estaba en una zona de estancias de propiedad alemana: “San Carlos” de Lahusen; “Ramón Díaz” y “El Pantanoso” de Staudt & Co.; “El retiro” de Diego Mayer; la gigantesca propiedad de Funke, empleada por la organización popular nazi como centro de convalecencia y hogar para desocupados, con una extensión de más de 130.000 acres. El Hotel, temían los norteamericanos, se convertiría en un cuartel nazi, sin embargo no parecían saber bien en cuartel de qué».[8]

A fines de 1943 y por decreto 13.690/43-M71 se ordenó que los internados fueran finalmente traslados al Club Hotel y confinados en él bajo el control militar argentino.

Con la llegada de esos 350 «hermosísimos pedazos de jóvenes» —como los calificó el gobernador cordobés Sabattini— el viejo hotel revivió, recuperando gran parte de su antiguo esplendor. Pero no era lo mismo. Aún así, no tardarían en surgir comentarios y comparaciones que contrastarían a la barbarie y desidia sudamericana con el civilizado empeño y emprendimiento de los germanos. La «buena raza» volvía a reeditar el choque entre salvajismo y progreso. Esta vez en clave genética.

Según se indica en el libro de Stella M. Rodríguez, los internados llegaron al Club Hotel en un tren especialmente despachado desde Buenos Aires. Arribaron al pueblo de Pringles y desde allí, en camiones del ejército argentino, hasta los portales mismos del complejo hotelero.[9]

Toparse con semejante construcción en medio del paisaje serrano debió impresionarlos gratamente.

Uno de los sobrevivientes del Graf Spee apellidado Tillman, expresó:

«Cuando llegamos, no terminábamos de recorrer el hotel. Eso sí, estaba todo muy abandonado y sucio. Pero nosotros inmediatamente nos pusimos a limpiar y a poner todo en funcionamiento. Nunca había visto un lugar tan lujosos (…). Aquí no había bichos como en la isla (Martín García).”[10]

A poco de instalarse se iniciaron las reparaciones en la usina, la toma de agua y los jardines. Todos conocían —mal o bien— algún oficio y en muy poco tiempo el Club Hotel no sólo empezó a funcionar como centro de internación en época de guerra, sino como verdadero centro de descanso de muchachos jóvenes dedicados a pasar bien los años que le quedaban al conflicto europeo. Jugaron al fútbol, al ping-pong, al tenis, tocaban música y bebían cerveza, en tanto sus compatriotas —seguidores del Führer— morían a mansalva en el frente ruso y occidental.

«Teníamos una buena orquesta —relata Rudolf Stefanowsky—. Los sábados y domingos realizábamos fiestas. Cada uno llevaba su cajón de cerveza y venían conocidos de la zona.”[11]

En esas reuniones muchos de los marineros se enamoraron, incluso algunos se casaron con chicas de la zona y sus descendientes aún viven en la región[12].

Nada mal, teniendo en cuenta la realidad que se vivía en los campos de batalla del Viejo Mundo. Muchos de los fugados en los primeros años debieron arrepentirse. La vida en Sierra de la Ventana era casi una delicia irónica: el hotel construido con capitales del enemigo (ingleses), les dio cobijo y la posibilidad de sobrellevar el peor conflicto del siglo XX lejos de las balas (y muchas veces con el amor y cariño de una argentinita).

Resguardando sus vidas, el Club Hotel recuperó la propia.

En abril de 1945 Argentina le declara finalmente la guerra a Alemania y unas semanas más tarde la Segunda Guerra Mundial terminaba con la rendición incondicional del Tercer Reich. Se abría así una nueva etapa para los internados, llena de ansiedad, idas y vueltas. Primero se habló de repatriar a todos los tripulantes. Más tarde se firmó una orden de expulsión, pero por falta de barcos no pudo ser ejecutada. Finalmente en enero de 1946 el Almirantazgo Británico envió un barco a Buenos Aires para trasladar a los internados a la Europa liberada. En el ínterin muchos tripulantes del Graf Spee se fugaron del Club Hotel, señala Ronald Newton.[13] Otros, teniendo en cuenta que el gobierno había dispuesto que los marineros casados estarían exentos de la repatriación, apuraron los trámites y se casaron. Fueron tantos que el gobierno prohibió las bodas y decidió cortar por lo sano: todos los hombres del Graf Spee serían enviados a Alemania.

Los reunieron en Campo de Mayo y el 15 de febrero de 1946, a bordo del buque inglés Highland Monarch, partieron para Europa.

El Club Hotel de la Ventana perdía a sus inquilinos. Una vez más quedaba vacío.

Se dio inicio entonces a la peor y más decadente época del señorial complejo serrano.

Un fénix fallido

(1946-1983)

Desde 1946, el Club Hotel no hizo otra cosa que venirse abajo.

Fue abandonado y saqueado durante por lo menos 15 años más. La falta de mantenimiento lo fue deteriorando. Ya no estaban ni Dufaur ni Ferrero para cuidarlo. La humedad, las lluvias, los cambios de temperatura empezaron a resquebrajarlo y los animales de la zona encontraron (como los alemanes) refugio en él. Poco a poco la gente de la comarca se fue llevado parte del mobiliario, de la dura y cara madera de sus pisos, de sus objetos de bronce. El gobierno provincial contribuyó al desguase y muchas de las piezas emblemáticas del Club Hotel terminaron adornando las dependencias de otros edificios públicos, en La Plata y Necochea (sin considerar los living privados de algunos funcionarios). El abuso fue total y la depredación propia de buitres. Pero a lo largo de los años sucesivos fueron apareciendo diversos proyectos que anunciaban la esperanza de recuperar el viejo hotel y volver a darle la vida que había tenido. Lamentablemente fueron sólo amagues.

En 1961, por ejemplo, la Congregación de los Padres Salesianos tomó el edificio en concesión. Tenían pensado instalar allí un centro recreativo para niños y una escuela agraria. Los curas lo acondicionaron un poco, pero la licencia no fue renovada y tuvieron que devolverlo a la provincia.

Dos años después, en 1963, la Facultad de Agronomía de La Plata se hace cargo de las instalaciones. Todo parecía indicar que el lugar era ideal para formar allí a los futuros ingenieros agrónomos. Una vez que tomaron posesión arreglaron un poco el edificio, pero el aislamiento pudo con ellos. Al poco tiempo dejaron el hotel, abandonándolo —una vez más— a los elementos.

El Club Hotel se resistía a renacer de sus cenizas.

Durante la década de los ’70, aquel rincón de paz en medio de las sierras no estuvo ajeno a la violencia que desangraba al país por entonces. Los tiros, maniobras y órdenes militares volvieron a escucharse en sus alrededores cuando el Comando V del Cuerpo del Ejército lo ocupó para realizar sus operaciones y jueguitos de soldados.

En 1974 se corrió la noticia de que el hotel iba a ser entregado a los sindicatos. Perón, ya viejo y a punto de morir, lo había anunciado a través de su gobernador en la provincia de Buenos Aires. Pero la iniciativa tampoco prosperó.

Con la llegada de los dictadores de facto al poder, en marzo de 1976, una serie de «iluminados funcionarios de uniforme» amenazaron con tirarlo abajo. Ajenos siempre al pasado (a no ser que tenga que ver con gloriosas batallas) el subsecretario de Asuntos Agrarios de entonces sugirió la demolición en 1978. Seguramente el Mundial de Fútbol debió distraer un poco la medida y las topadoras no llegaron. Al año siguiente, de improviso, un grupo —autorizado por el gobierno militar— empezó a talar los árboles que Carlos Thays había pacientemente plantado en 1911. Entonces sí cundió la rabia de los vecinos y las protestas no dejaron de oírse. La familia del benemérito Ernesto Tornquist fue quien más levantó la voz y el desmonte se frenó. Pero la ideología privatista de la dictadura siguió centrando su atención en el hotel abandonado y, finalmente, en febrero de 1980 se lo vendieron a la empresa Frigorífico Guaraní, de Horacio Pallas.

Los proyectos renacieron de nuevo.

Pallas aseguró que tenía intensiones de volver a darle al Club Hotel de la Ventana el lujo y esplendor de sus primeros días, convirtiéndolo en un atractivo turístico que iba a combinar paseos de compra, restaurantes, camping, piletas de natación, deporte y hospitalidad al más alto nivel. Para ello solicitó un crédito al Banco de Italia y empezó con la restauración del edificio. La cifra a invertir rondaría en los 5 millones de dólares.

Todo iba viento en popa. Se arreglaron los techos, se pintó el frente, se acondicionaron los sectores más derruidos. El viejo gigante ya estaba maquillado como para entrar en una nueva fase de explotación y crecimiento.

Pero una vez más, la tragedia signó su futuro.

En la noche del 8 de julio de 1983, el Club Hotel de la Ventana se incendió por completo.

El fuego se devoró todo, dejando únicamente los fuertes soportes de hierro y las paredes calcinadas de ladrillos.

Era imposible que algo resurgiera de las cenizas.

Sólo un juicio nació de todo ello. A principios de los ’90 el Banco que había otorgado el crédito a Pallas le ejecutó la deuda, pero la fiscalía de Estado impidió el remate. Tras años de litigio, se anunció que lo que quedaba iba a pasar otra vez a manos de la provincia de Buenos Aires, pero el traspaso fue frenado por un grupo de abogados que vieron sus honorarios impagos.

En esas condiciones, los pocos ladrillos remanentes del Club Hotel inauguraron el siglo XXI.

Fernando J. Soto Roland

sotopaikikin@hotmail.com


BIBLIOGRAFIA

· Newton, Ronald C., El Cuarto Lado del Triángulo. La “amenaza nazi” en la Argentina (1931-1947), Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1992.

· Rodríguez, Stella Maris y Rodríguez, Sergio, Club Hotel de la Ventana. Historia de un Gigante, ediciones de autor, Municipio de Tornquist, año 2001, Pág. 51.

· Scandizzo, Delfor, “Los Avatares del Club Hotel”, en Todo es Historia, Nº  439, Febrero 2004, Buenos Aires, pág.50-51.

Notas:

[1] Véase: Rodríguez, Stella Maris y Rodríguez, Sergio, Club Hotel de la Ventana. Historia de un Gigante, ediciones de autor, Municipio de Tornquist, año 2001.

[2] Nota: Los arquitectos, todos venidos de Europa, fueron: Charle Fowler, George Lawson Johnston y William Sheperd. El ingeniero se llamaba Emile Sangford.

[3] Scandizzo, Delfor, “Los Avatares del Club Hotel”, en Todo es Historia, Nº 439, Febrero 2004, Buenos Aires, pág.50-51.

[4] Nota: La confusión que generó el nombre del hotel —Club Hotel de la Ventana— hizo que las cartas que se despachaban hacia él terminaran depositadas en el pueblo de Sierra de la Ventana, ubicado a 27 kilómetros del complejo hotelero y no en la estación de Sauce Grande, desde la que había un tren directo hasta la puerta misma del hotel. Por ese motivo se decidió un cambio: el pueblo de Sierra de la Ventana pasó a llamarse Saldungaray y Sauce Grande adoptó la nueva denominación de Sierra de la Ventana. Todo un enroque nominal.

[5]  Newton, Ronald C., El Cuarto Lado del Triángulo. La “amenaza nazi” en la Argentina (1931-1947), Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1992, Pág. 320.

[6] Newton, R. op.cit. Pág. 321.

[7] Newton, R. op.cit. Pág. 327.

[8] Newton, R. op.cit. Pág. 331.

[9] Rodríguez, Stella Maris y Rodríguez, Sergio, Club Hotel de la Ventana. Historia de un Gigante, ediciones de autor, Municipio de Tornquist, año 2001, Pág. 51.

[10] Ibíd., Pág. 51.

[11] Ibíd., Pág. 52.

[12] Bajo las disposiciones del decreto 13.888 del 15 de junio de 1944, se permitió que un internado casado, capaz de sostener a su familia, siguiera viviendo aparte del resto; exigiéndosele únicamente que se presentara cada 15 días ante las autoridades militares.

[13] Newton, R., op.cit. Pág.335.

Por Fernando Jorge Soto Roland 
Profesor en Historia 
por la Universidad Nacional de Mar del Plata
Email: sotopaikikin@hotmail.com

 

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