El bosque "Árboles,
árboles, millones de árboles, masivos, inmensos, que trepaban hacia lo alto (...). Le hacía sentirse a uno muy pequeño, muy perdido"
Joseph Conrad, El Corazón de las Tinieblas, 1902, pág. 65. “La
historia no es más que una perpetua
crisis, una quiebra de la
ingenuidad”. E. M.Cioran, Adiós a la Filosofía, pág. 140.
Si
una ingeniosa máquina del tiempo nos permitiera algún día viajar a la
Europa de principios de la Edad Media, nos encontraríamos con un paisaje
extraño, muy diferente al actual; y, seguramente, lo primero que nos
llamaría la atención serían sus bosques. Árboles
por doquier. Extensísimas áreas cubiertas por montes cerrados, oscuros,
enmarañados; “selvas” pobladas por animales y seres fantásticos
que terminaron instalándose en el imaginario de todos nosotros y que, por
siglos, convirtieron nuestras noches en los escenarios propicios al miedo,
la inseguridad y la imaginación más desenfrenada. El
lobo, el ogro, la bruja, los dragones, son algunos de los principales
protagonistas de decenas de cuentos infantiles que hallan en el medioevo
su primera transmisión oral; luego escrita, en parte gracias a los
folkloristas del siglo XIX. Europa
era por entonces un dilatado manto vegetal, sólo interrumpido esporádicamente
por “islas” taladas en las que se levantaban las villas, abadías,
burgos y fortalezas que luchaban contra el aislamiento y los elementos de
una naturaleza que no dominaban por completo. Una
ardilla que se subiera a un árbol en España podía llegar a Rusia sin
tocar nunca el suelo. Por
ello, el bosque es el protagonista en tantos documentos de la época y el
espacio dominante en numerosos cantares, leyendas, mitos e historia
locales del Viejo Mundo. Fue también un extraordinario caldo de cultivo a
experiencias maravillosas, místicas y horrorosas. “Laboratorio
propicio para el imaginario”[1],
el bosque enmarcó, en su ambiente extraño y poco accesible, muchos de
los miedos y sueños de Occidente, gestando la producción de cientos de
testimonios escritos o plásticos que, por lo menos desde la Edad Media,
muestran las ambivalentes actitudes del hombre europeo frente a la densa
espesura de la floresta. Como
espacio económico, de refugio o de prueba, el bosque aparece como el
lugar ideal para la alteridad y
lo fantástico[2]. A él se han trasladado miedos y anhelos, monstruos,
pesadillas y aspiraciones de riqueza fácil o vuelta a la naturaleza.
Por momentos cobraba vida propia, premiando o castigando a sus invasores
por intermedio de seres y/o personajes que la secularización racionalista
del siglo XVIII convirtió en supersticiones sin fundamento; pero que ese
mismo Iluminismo no desechó del todo. Sus límites señalan el fin de un
mundo y el inicio de otro, en el que la vacilación intelectual y los
sentidos le conferían al hombre un lugar subalterno; un rol en el que la
vieja premisa bíblica de ser “Rey de la Creación” se desvanecía,
retrotrayéndolo a una situación holística en la que el hombre se advertía
como una parte más del entorno y descubría su situación de
inferioridad ante una “Creación” que lo dominaba y convertía en el más
débil de sus vasallos. El
bosque y lo desconocido entablaron por siglos una relación muy estrecha
que perdura y se agiganta cuando cae la noche, la otra incondicional
aliada de la floresta imaginaria. El bosque, la noche y lo ignoto
construyeron una barrera difícil de franquear que, como señaló Marc
Bloch, atrajo y repelió al mismo tiempo las interferencias humanas en su
entorno[3]. Bosques
reales e imaginarios pueblan toneladas de documentos y obras literarias;
producciones que supieron movilizar las vertientes románticas desatadas
en el siglo XIX, con sus claroscuros y contornos misteriosos. El
bosque demarcó, sitió los espacios civilizados y recreó conflictos;
transformando los miedos subjetivos de las comunidades en acciones
concretas de crueldad ofensiva, contra
aquellos que vivían, trabajaban o simplemente disfrutaban de la densa y
solitaria conglomeración arbórea. El
bosque, como espacio referencial del imaginario colectivo en perpetua
elaboración, ha conservado a lo largo del tiempo una de las características
esenciales, que el racionalismo hizo a un lado: la plausibilidad.
Dentro de sus límites todo puede ser posible. Comarca ambigua por
excelencia, sus escenarios encierran supuestos hechos inusuales que, raras
veces, quedan resueltos en la mentalidad popular (o que no quieren ser
resueltos)[4]. No
podemos negar los peligros objetivos que las bosques encierran. Aquellos
que van desde la simple desorientación hasta las amenazantes presencias
de animales salvajes, muchos de los cuales han contribuido a la construcción
de esas “otras bestias” —las imaginarias— que desde hace
centurias apuntalan los temores del inconsciente colectivo de variadísimas
sociedades a ambos lados de los océanos. Pero,
a pesar de la desacralización que los bosques han sufrido dentro de la
cultura occidental, siguen empleándose, para describirlos, adjetivos que
mantienen aquella cosmovisión animista
de antaño y que aún perdura en las muchas comunidades aisladas. El
bosque sigue siendo “inmenso”, “vacío”, “difícil de
penetrar”, “inhóspito” y “secreto”, “misterioso” y “mágico”.
Un lugar “en el que el hombre abandona todas sus empresas profanas”[5]. Los
seres y comarcas maravillosas que han poblado —y pueblan— los bosques
extrajeron sus fuerzas de la imaginación; participando en nuestra
historia de forma extendida y duradera. El catálogo es inmenso, tanto en
número como en variedad. Desde el “Hombre Salvaje” del
medioevo —representado una y otra vez en las catedrales y manuscritos
europeos— hasta el “Bigfoot” o “Pie Grande” —de
la moderna leyenda urbana canadiense y norteamericana— la alteridad
se instaló siempre más allá de las fronteras conocidas. Cuanto más
lejos más raro. Hadas
y enanos; duendes o númenes protectores de la naturaleza; tribus perdidas
o ciudades inalcanzables de oro y plata, encontraron en lo opaco de los
bosques (y selvas) un refugio seguro; sólo perturbado en las
extravagantes aventuras relatadas por novelas, tradiciones orales o
diarios de viajes de románticos exploradores. Entre
sus árboles también era posible retrotraerse a los “Tiempos
Primordiales”, a lo primitivo; a un mundo sin restricciones ni tabúes,
revelando así ocultas, inconfesables y reprimidas pulsiones. El bosque
participó en la creación de un mundo paralelo y original, en donde la
salvación (material y espiritual) se mezclaba con la perdición del alma
y del cuerpo, gestando un sin fin de personajes y actitudes que iban de lo
sublime a lo profano. Hoy
nos paramos ante el bosque con cierta nostalgia. Nos sabemos responsables
de su diaria destrucción y, quizás, sea ese el motivo por el cual
solemos tomar este sentimiento de culpa como ejemplo de crítica a
la moderna y contaminada sociedad industrial. El antiguo rechazo a la
naturaleza “bruta” y a lo
“no urbano” (tan propio del siglo XIX)
ha mutado en seducción y atracción. Y el bosque, divinizado,
explotado, arrasado, contaminado o idealizado, continúa siendo el
reservorio ideal para un imaginario de estructuras
duras, capaz de crear efervescencias en la imaginación del más
desencantado de los hombres. Por
lo tanto, la noción de bosque, como parte constitutiva del paisaje, designa, ambiguamente,
dos cosas distintas a la vez. Por un lado, un lugar material determinado
y, por el otro, una representación
figurativa, una construcción imaginaria, en la que participan los
valores morales y estéticos de una época. Así pues, la relación entre
los hombres y el bosque se inscribiría dentro de una historia
de larga duración —una historia
de las miradas— en la que espectador y escenario se relacionan
combatiendo la conciencia de ruptura
que separa al hombre de la naturaleza; y en la que el sujeto
construye, según su propia mirada,
el paisaje que tiene delante. Analizados
de esta forma, no sólo el bosque, sino también la montaña, el desierto
o la selva, quedan impregnados de un significado muy profundo y paradójico.
Profundo,
porque las descripciones que se hacen del paisaje nos hablan más de la
sociedad que los describe, que del paisaje mismo. Paradójico,
porque sus caracteres básicos fueron construidos desde la ciudad. Como
bien señala Fernando Aliata, “el paisaje es un producto del
saber urbano que esconde la nostálgica antinomia entre la ciudad y el
campo”[6].
Es así que, nostálgicos ,siempre regresamos al bosque. Referencias: * la excelente pintura que ilustra este artículo pertenece a la artista y periodista francesa Magdalena Campomennosi [1] Véase Boia, Lucian, Entre el Ángel y la Bestia, Editorial Andrés bello, 1995. [2] Le Goff, Jacques, Lo Maravilloso y lo Sobrenatural en el Occidente Medieval, Editorial Gedisa, Barcelona, 1994. [3] Bloch, Marc, citado por Le Goff en op.cit., pág. 32. [4] Colombres, Alfredo, Seres Sobrenaturales de la Cultura Popular Argentina, Editorial del Sol, Buenos Aires, 1984. [5] Roupel, Gastón, Histoire de la Campagne Francaise, Edición 1974, Cáp. III, pp.91-110. [6] Aliata, F., y Silvestri, G., El Paisaje en el Arte y en las Ciencias, CEAL, Buenos Aires, 1994. |
por Fernando
Jorge Soto Roland
Profesor
en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata
email: sotopaikikin@hotmail.com
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Jorge Soto
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