Apostillas a la historia del Gran Hotel Viena
por Fernando Jorge Soto Roland

El secreto, la historia y los pactos de silencio 

En los últimos años «el secreto» se convertido en objeto de estudio para los historiadores y no es de extrañar que, siguiendo sus cauces, la Historia como disciplina (u oficio) haya incursionado en temáticas poco frecuentes para aquellos que siguen asociándola con lo puramente político. Es así que hoy podemos toparnos con trabajos que van más allá de las fechas y héroes tradicionales de las efemérides para encontrar investigaciones que ahondan en el significado de la masturbación, del miedo, de las prácticas sexuales y otros temas de los cuales la gente no habla abiertamente (menos que menos cuando nos sumergimos en el pasado de siglos impregnados de moral burguesa y católica).

Es sorprendente la cantidad de cosas de las que las que no hablamos.

Ya sea por temor, vergüenza o conveniencia, existen ciertos tópicos sobre los cuales se tienden mantos de silencio y olvido premeditado. Los países mismos suelen editar su pasado de acuerdo a ciertas conveniencias ideológicas y políticas. Hasta no hace más de treinta años, en el nuestro, los estudiantes de secundaría desconocían que hubiera existido un Arturo Illia o —incluso— un Juan Domingo Perón. Todos los programas se detenían en los inicios del siglo XX y lo único que perduraba dando vueltas en aquellas juveniles «conciencias» era un cúmulo (muy ordenado por cierto) de fechas, batallas y nombres, tratados y artículos de tratados, que —a la postre— terminaban siendo olvidados veinticuatro horas después de un examen.

Las dictaduras que coparon sucesivamente la Casa Rosada se encargaban de «purificar y objetivizar» el pasado de los argentinos. Sólo importaban los «hechos», y cuanto más guerreros y heroicos, mejor. Los uniformados eran eso: héroes de bronce. Impolutos, desinteresados, patriotas al extremo, en una país donde los problemas sociales no existían.

Guardaban secretos. Secretos que humanizaban a esos protagonistas hasta convertirlos en políticos muchas veces corruptos, en detractores declarados de la Constitución, protectores de determinados intereses de clase o torturadores convencidos de actuar por la gracia de Dios y los altos valores de la civilización occidental y cristiana.

No decían todo. Se guardaban lo más importante.

Censuraban el pasado como censuraban a la gente. Eran bien concientes de que, como decía George Orwell en su novela 1984, «Quien controla el pasado, controla el presente». Y fueron consecuentes con esos valores que defendían. Así surgieron historias de titanes y no de hombres. Historias oficiales.

A nivel regional pasó lo mismo. En esos casos, cada pueblo o localidad del interior alimentó la figura de los «pioneros», quienes, como «demiurgos desinteresados», proyectaron sus acciones siempre en pos del progreso y la prosperidad, el orden y bien común (con la venia siempre de Dios, claro). Estos «fundadores» se convirtieron en modelo de hombres. Arquetipos, en un mundo que exaltaba al individuo que se hacía a sí mismo. Luchadores, emprendedores, afectos al trabajo y por completo probos. En pocas palabras, «personajes míticos» que prestigian los orígenes, convirtiéndolo en una verdadera «Edad de Oro».

Es casi un esquema mítico y, como todo mito, sagrado[1]. ¡Que nadie ose desacreditar a los dioses!, a menos que quiera ser caratulado de hereje y perseguido como tal. Porque eso es lo que sucede cuando la «oficialidad pueblerina» (narrada, contada y expresada en clave positivista) es puesta en duda o mostrada desde una perspectiva más amplia. La «historia oficial» —tan propia de la alta burguesía pionera— siempre nos brinda una mirada unidimensional de los procesos históricos, de ahí la resistencia que muchas veces encontramos al buscar de nuevo en el pasado de la comunidad. Obstinación que se exacerba especialmente cuando esa comunidad es pequeña. Hasta podría decirse que se establece una especie de regla matemática: «cuanto más chico es el pueblo, más secretos se evitan de expresar a viva voz». 

“¿De qué proviene que en la vida la rebelión tenga

 algo de falso, mientras que la resignación da siempre

la impresión de lo verdadero?.”

Cioran, Adiós a la Filosofía,

Ed. Alianza, Bs As, 1994, Pág. 133

Siempre es difícil hablar del pasado reciente evitando la unidimensionalidad criticada. Y hay motivos para que así sea. Muchos de sus protagonistas o descendientes directos (esposas, hijos y nietos) aún viven; además, faltan desclasificar fuentes oficiales que podrían confirmar o desmentir las hipótesis planteadas. El estado y las familias se convierten así en bastiones casi inexpugnables, incapaces de revelar datos que, como investigadores, debemos buscar por otros lados. Por lo tanto, muchos y variados aspectos de esas historias locales permanecen en una nebulosa de incertidumbres y sospechas, que sólo el tiempo y la democrática voluntad de los archiveros de turno, podrán dilucidar convenientemente.

Así todo, el oficio del historiador se alimenta de «indicios». Con ellos rellenamos —al menos provisoriamente— los huecos que aparecen al reconstruir intelectualmente el pasado.

Claro que hay mucho por conocer, confirmar o descartar. Eso es lo que nos estimula a seguir indagando. Muchos «misterios» aguardan una solución definitiva y los del Gran Hotel Viena, en la localidad de Miramar (provincia de Córdoba), no son una excepción a la regla. A setenta años de haber terminado la Segunda Guerra Mundial, todavía esperan ser develados.

Hay indicios.

«Coincidencias» dicen algunos.

Pero las coincidencias no existen. Al menos cuando éstas se repiten una, dos, tres y más veces, dejan de ser actos fortuitos para convertirse —como reza un viejo dicho de la Inteligencia británica— en «acción del enemigo».

Me dejé llevar por aquella antigua premisa. Lo que sigue es el resultado de ese accionar.

 

«EL PASADO QUE CONDENA»

La inconclusa historia del Gran Hotel Viena está llena de secretos que aún faltan develar; de personajes enigmáticos de los que muy pocos quieren hablar y de archivos que los ignoran.

Aislado, imponente y fuera de contexto, en un pueblo perdido al noreste de la provincia de Córdoba —frente al Mar de Ansenuza o Laguna de Mar Chiquita—, la inmensa edificación, construida entre 1940 y 1945 por el empresario alemán Máximo Palhke, acicatea la curiosidad y genera en torno suyo un vacío de dudas y preguntas que escasos vecinos están dispuestos a dilucidar; convirtiéndose así en los ¿voluntarios? custodios de un pasado en el que, seguramente, se mezclan la realidad con las fantasías y alguna que otra teoría conspirativa.[2]

Desde su origen, el Gran Viena estuvo asociado a la presencia de capitales nazis; criminales de guerra fugitivos; croatas ultracatólicos, dirigentes de campos de concentración en la ex-Yugoslavia y, por supuesto, de impunidad. Pero muy pocos hablan de todo ello. Una especie de pacto de silencio parece haberse sellado en el pueblo y «queda mal preguntar sobre ciertas cosas». Mucha gente elude los interrogatorios o niega conocer algo sobre el pasado del hotel, a pesar de las «coincidencias» que encontramos cuando la información se entrecruza.

Incluso, existen versiones contradictorias sobre un mismo hecho, permitiendo que las dudas subsistan sin respuestas claras.

Es natural que eso ocurra.

La historia del Gran Viena se está armando únicamente con tradiciones orales, con dichos y recuerdos de los vecinos, con anécdotas e historias personales, que carecen de cualquier tipo de sustento escrito. El motivo de tal ausencia es de por sí sospechoso: Palhke se llevó los archivos del hotel (absolutamente todos) al momento de marcharse de Miramar, en marzo de 1946.

No quedó nada. A no ser un relato que sostiene que, en dos camiones, los trasladaron a La Cumbrecita (localidad ligada a la historia de la inmigración alemana —legal e ilegal— en la Argentina).

Hasta hace sólo tres meses, ni los planos del hotel existían. Hoy, por un golpe de fortuna y gracias a las investigaciones de Patricia Zapata (guía local y miembro de la Asociación Civil Amigos del Gran Hotel Viena), han resurgido del olvido; pero a ellos nos referiremos en líneas posteriores.

«Gran Hotel Viena. Un secreto frente al mar». Así reza el anuncio publicitario que desde hace unos años incita a los turistas a que lo visiten. Una excelente síntesis conceptual ya que recorrer el devenir de este emprendimiento hotelero significa tropezar con individuos cuyas historias son poco o nada definidas. Meros indicios de vidas que pasaron mayormente al olvido; muchas veces reducidas a meros chismes pueblerinos, a voces anónimas que nos llegan del pasado y que debemos certificar —de algún modo— su existencia.

Empecemos por una de ellas.

 

 MÁXIMO PALHKE

Empresario alemán y propietario del Gran Hotel Viena. Gerente de la filial argentina en el barrio de Avellaneda de la multinacional Tubos Manesmann, con casa matriz en Alemania; famosa por la fabricación y distribución de caños de acero preensamblados sin costura en todo el país. Esta firma estuvo ligada al nacionalsocialismo alemán y hacia el final de la Segunda Guerra Mundial fue señalada como «propiedad enemiga» y puesta en la nómina de empresas dependientes de la Dirección Nacional de Industrias del Estado, tras la declaración de guerra que la dictadura del general Farrell se vio forzada a emitir por expresa presión de los Estados Unidos.[3]

Casado con la austríaca Melita Fleishesberger, Palhke tuvo dos hijos, Máximo e Ingrid. El mayor de ellos, según cuenta la «historia oficial», sufría de soriasis y encontró su cura en las aguas salinas y barro terapéutico de la laguna de Mar Chiquita. En justo agradecimiento, su padre invirtió el equivalente actual de 25 millones de dólares en la construcción de un hotel que se mantuvo abierto sólo desde su inauguración en diciembre de 1945 a marzo de 1946.

Todos se preguntan qué extraña operación financiera se esconde detrás de semejante monto de dinero y para qué se construyó un hotel tan enorme en un pueblo que por entonces no tenía más de 1400 habitantes, aislado de cualquier ruta comercial y por tan poco tiempo.

Suspicacias aparte, muchos son los que rechazan la «fábula de la soriasis». Incluso un miembro de la familia que visitó el hotel hace unos años confirmó que Máximo (hijo) jamás había tenido esa enfermedad. ¿Qué hubo, entonces, detrás de esa monumental inversión de capital?  Muchos no dudan en afirmar sin preámbulos que la construcción del Viena no fue otra cosa que un simple y llano lavado de dinero del Tercer Reich.

Y no es del todo descabellado pensar de esa manera. Tras la finalización del conflicto y el suicidio del gran Führer alemán, Máximo Palhke se llevó toda la documentación relacionada con el inmueble y regresó a su Alemania natal para nunca más volver. «Su» propiedad fue prácticamente abandonada, quedando bajo la vigilancia de un jefe de seguridad apellidado Krüegger (o Krüger). Posteriormente, su hijo —que permaneció en Argentina estudiando medicina[4]— entregó el edificio a diferentes emprendimientos, no reclamando un solo peso de la fortuna invertida. Hasta el día de hoy, la familia Palhke se mantuvo al margen del Gran Hotel Viena, y el edificio pasó, desde hace unos años, a manos de la Municipalidad de la ciudad de Miramar.

Máximo Palhke (P) falleció en la región germana de la Selva Negra en 1964. Se desconoce si tuvo una efectiva afiliación al Nacionalsocialismo de Hitler, a diferencia de los propietarios del Eden Hotel de La Falda, amigos personales de Palhke, nazis declarados y dueños de una casa de vacaciones a sólo ciento cincuenta metros del Gran Viena. Así todo, su mayor obra está signada por la sombra de la esvástica.

¿Es todo eso real o simplemente es el producto de una afiebrada imaginación lugareña?

Una serie de hechos levantan serias sospechas sobre la filiación ideológica del hotelero; y el nombre mismo del hotel puede convertirse en un camino interesante a la hora de etiquetar al empresario.

En realidad, lo que Palhke hizo fue rebautizar una antigua pensión preexistente (La Pensión Alemana, propiedad de doña Ana María Scorchuber de Trenetzberger), que el teutón adquirió definitivamente en 1939, tras una corta sociedad con su antigua dueña. Ya para 1938 —mientras doña María era su socia— Palhke renombró la pensión, que pasó a llamarse Pensión Viena, en honor a su esposa que, como ya dijimos, era austríaca.

Se ve que Don Máximo era un hombre lleno de simbolismos. Primero invirtió 25 millones de dólares en honor a la salubridad de la laguna y después bautizó su hotel con el nombre de la capital del país natal de su mujer. Era un sujeto, sin duda, muy agradecido y enamorado. De seguro tampoco ignoraba que ese mismo año (el 12 de marzo de 1938) Adolf Hitler llevaba a cabo su famosa Anschluss —o anexión de Austria al Tercer Reich— y que sus soldados de la Wehrmach desfilaban triunfalmente por Viena, exaltando el sentimiento nacionalista de todos los alemanes del mundo.

 

MARTIN KRÜEGGER O CARL MARTIN KRÜEGGER

 

Cuando el Gran Viena fue abandonado por Max Palhke en marzo de 1946, la propiedad quedó enteramente bajo el cuidado y vigilancia de su enigmático Jefe de Seguridad, conocido por los vecinos más ancianos de Miramar bajo el nombre de Martin Krüegger.

De todos los personajes que están relacionados con la historia del hotel es más misterioso y el que mayor cantidad de preguntas sin respuesta suscita  hasta el día de la fecha. No tenemos siquiera una sola fotografía que nos ilustre cómo era, pero si nos dejamos llevar por las descripciones que circulan en la tradición oral, podemos decir que era un individuo alto (más de un metro ochenta), de fríos y celestes ojos, siempre impecablemente vestido con un traje gris y sus zapatos muy lustrados. En una palabra, era el estereotipo de teutón ario del que nos habla la mitología racista del nazismo; altero, poco sociable y distante. Al respecto, la señora Luisa “Chichi” Zambelli (vecina de Miramar y ligada desde chica a la historia del hotel) sostuvo —en un video documental producido en Córdoba— que «Era seco, era malo… Ni los perros lo querían. Perro que ladraba, perro que moría».[5]

Leal a sus funciones de «vigilante», Krüegger permaneció en el hotel hasta marzo de 1948, fecha en la que su cuerpo inerte apareció envenenado en una de las habitaciones que hay sobre las cocheras. Se adujo suicidio y su cadáver fue remitido, tras un corto velorio organizado por tres compasivas vecinas al hotel, hasta la localidad de Balnearia, donde fue enterrado. Actualmente no existe ninguna lápida que señale en dónde descansan sus restos. Hace un tiempo, La Voz del Interior argumentó que ante la falta de familiares directos que reclamaran el cuerpo y transcurridos los años establecidos por las normas del cementerio, sus huesos fueron desenterrados y enviados al osario municipal, mezclándose así con los otros (hoy) anónimos vecinos de la región.[6]

Krüegger se llevó sus secretos a la tumba. Todo lo que se sabe de este sujeto es incierto. Incluso muchas personas indican que jamás existió (¿o quieren hacer creer que nunca existió?).

¿Qué otros datos tenemos del Jefe de Seguridad del Gran Viena? ¿Hay pruebas materiales de su paso por el hotel, más allá de los testigos que dicen haberlo conocido?

La respuesta es, desde hace escasos dos meses, su rotundo.

En el transcurso de una investigación que llevé a cabo en archivos porteños, llegué a una conclusión provisional que deseo expresar claramente en estas líneas.

Según los datos de la tradición oral miramarense, Martín Krüegger (alias “El Ingeniero”) había nacido en Berlín y tenía el grado de coronel, siendo condecorado en la Segunda Guerra. Pero hasta la fecha no había ningún documento escrito que así lo confirmara. En setiembre de 2009, consultando en los archivos del CEMLA (Centro de Estudios Migratorios Latinoamericanos) en la ciudad de Buenos Aires no encontré que ningún «Martin Krüegger» haya ingresado al país. Lo qué si revelaron los archivos es la presencia de un «Carl Krüeger» (con una sola «G»), ingeniero, soltero, de 46 años al momento de entrar a la Argentina el 30 de octubre 1925, en el barco Ornia y nacido en Alemania en la ciudad de Polzin. Este nombre aparece tres veces con fechas de ingreso diferentes en años sucesivos, (28 de setiembre de 1928 y  16 de noviembre de1930) probando que salió del país y volvió a ingresar en sucesivas ocasiones en el buque Cap-Polonio, procedente de la ciudad de Santos, Brasil.

Unos días antes de consultar la base de datos de CEMLA, hice un viaje relámpago a Miramar. Existía un motivo de peso para ello: tras casi 70 años de olvido y búsqueda infructuosa, Patricia Zapata había encontrado, en posesión de un vecino del pueblo, los planos originales del Gran Hotel Viena.

De ese modo, y tras un viaje de 13 horas en micro, me instalé en el hall de entrada del viejo hotel y desplegamos las enormes láminas sobre el piso; accediendo así a un universo bidimensional al que muy pocos tenían acceso desde hacía décadas..

Allí estaban las firmas estampadas de los arquitectos e ingenieros, de las empresas contratistas, del propio dueño del hotel y de los carpinteros que se encargaron de disponer los placares y puertas en toda la obra. Fue una sensación reconfortante confirmar que la mayor parte de la información recabada del «boca a boca» era cierta. Por ejemplo, que la empresa alemana Gruen-Bilfinger (la misma que levantó el obelisco de Capital federal) era la responsable de la primera parte del complejo.[7] . También nos enteramos de que el Ingeniero Civil E. Pinasco, de la empresa Geppel y Pinasco SRL, había sido el quien puso el hormigón armado de las columnas (Obra Nº/2-Plano Nº 25/VII/44) y que la obra de ampliación, practicada en 1944, era responsabilidad del constructor Ángel F. Stamati (plano con fecha julio 15/44). Así mismo, la empresa Utting & Trovato de la ciudad de Rosario, había instalado el sistema de calefacción y calderas en 1943.

Pero no fueron esos planos los que nos llamó más la atención, sino uno dibujado con lápiz, a mano alzada y algo desprolijo.

No es un plano “oficial” (de esos que se tienen que presentar en los municipios para que se los acepte). No tiene el nombre de ninguna empresa constructora. Es un plano “casero” que hace referencia a nuevos tanques de agua fría y caliente, eventualmente a colocar en el edificio. Pero lo más importante es un sello (con una firma encima) colocado en el ángulo inferior derecho. Un sello algo corrido y despintado que dice;

«CARL M. KRÜEGER- 1947»

A primer vista la «M» parece una «H», pero analizada y ampliada con una lupa se observa claramente que es una «M» (seguramente  la «M» de Martin).  Por su parte, el año señalado (1947) indica que ya para entonces Palhke no estaba en Miramar y que el Gran Viena se encontraba bajo el cuidado del “Ingeniero”. Es el primer documento en el Krüeger  (con una sola G) aparece. Con esos datos fui posteriormente hasta el CEMLA.

De ser la misma persona que está en los archivos, Krüeger no era berlinés, ni entró al país en 1943[8], sino antes, y sus condecoraciones debieron haber sido ganadas en la Primer Guerra Mundial, no en la Segunda como dice la tradición oral.[9] Por otro lado, el hecho de que haya sido ingeniero (no panadero, agricultor o artesano) también permite suponer que el conocimiento con Max Palhke haya venido a través de la Empresa Tubos Manesmann, en la que el último era gerente.

De acuerdo a los testigos que aún viven, Krüger debería tener entre 60 y setenta años al momento de morir; dato que coincide también con la información de los registros del CEMLA: si en 1925 —al momento del primer ingreso— contaba con 46 años de edad, en 1948 tenía 69 años. Los dichos vuelve a concordar con los escasos documentos que pudimos hallar.

De todas formas «El Ingeniero» sigue siendo algo elusivo.

Con el objeto de confirmar su edad exacta al momento del deceso, Patricia Zapata escarbó en los archivos del cementerio de Balnearia (ciudad vecina a Miramar) y para nuestra sorpresa, no encontró a ningún Krüger (con una o dos «G») registrado en ese camposanto. Ni siquiera en fechas tan alejadas a su muerte como lo es 1954.

¿Dónde fue efectivamente enterrado? ¿En qué parte están los datos de un suicida (algo que supongo poco común en un pueblo tan pequeño)? ¿Acaso pudo no haber sido anotado? ¿Lo llevaron a otro cementerio de la región o está en Miramar bajo una lápida sin nombre?

La exhaustiva recorrida que hiciéramos con Zapata en dicha necrópolis, durante el mes de julio de 2009, no reveló ninguna tumba con su nombre y apellido.

Si la renuencia a hablar en el pueblo no fuera una traba, de seguro confirmaríamos más cosas, pero soy optimista al respecto. Intuyo que finalmente encontramos la huella que nos guíe y oriente en la búsqueda. Los pasos se vuelven más y más seguros con el transcurso de los días.

¿Habremos acorralado, después de 61 años sin información, al señor Krüeger (o Krüegger)?

El tiempo lo dirá.

Estamos bien encaminados.

 

 ANTE  ELEZ

 

Bajo un árbol no demasiado añoso, encontramos su tumba en el cementerio de Miramar.

La lápida, de granito gris oscuro, con forma de «L» acostada y una placa de hierro algo corroída en los bordes, es escueta. Dice muy poco sobre el hombre que allí descansa en paz. Sólo su nombre, su apellido y fecha de fallecimiento:

                                                                                                                       ANTE ELEZ

                                                                                                                       Q.E.P.D.

                                  23 – VII – 95                

Elez era de nacionalidad croata y llegó a la Argentina el 1 de abril de 1947, a bordo de un barco llamado Philippa, de bandera panameña, que había zarpado del puerto italiano de Génova el 5 de marzo.[10] Un inmigrante más entre tantos que probaron suerte en estas lejanas tierras; y todo parece indicar que él la tuvo. Fue un reconocido vecino de la comunidad y propietario de un hotel (El Copacabana) de famoso prestigio en el balneario, durante la década de 1960. Vivió tranquilo, aunque de seguro debió angustiarse bastante cuando su hotel terminó sumergido bajo las aguas del Mar de Ansenuza, como consecuencia de las inundaciones sufridas entre 1977 y 1985.

¿Quién era este singular personaje, que sin importar el clima se paseaba siempre de sobretodo y sombrero por la costa de Miramar? ¿Qué hacía es ese recóndito rincón del planeta? ¿Qué lo movilizó a dejar sus tierra natal y convertirse en un inmigrante?

Para responder estas cuestiones es necesario cruzar el Atlántico, hacer el camino inverso de Elez, y ubicarnos en la parte oriental de Europa, más concretamente en Yugoslavia, un país nuevo por entonces, creado en las mesas de negociaciones que se organizaron tras la derrota alemana en la Primer Guerra Mundial (1918).  De allí vino «don Antonio», como lo llamaban, españolizando su nombre de pila. Claro que, con toda seguridad, se hubiera incomodado mucho al ser etiquetado de «yugoslavo». No debió estar cómodo con esa identidad. Él era y se sentía croata. Detestaba cualquier asociación que se le hiciera con ese país artificial que abominaba, como la mayoría de los croatas asilados en Argentina.

 

Líder Croata del partido Ustacha, Ante Pavelic

con la bandera del partido por detrás. 

“Los verdaderos criminales son los que establecen

una ortodoxia sobre el plano religioso o político, los

que distinguen entre el fiel y el cismático”.

E.M. Cioran, Adiós a la Filosofía, Pág. 8

El reino de Yugoslavia no fue bienvenido al momento de su creación, tras la Gran Guerra de 1914-1918. La nación croata, católica y rodeada de pueblos ortodoxos y musulmanes (una verdadera joya para el Vaticano), se negó desde el principio a ser parte integrante del nuevo Estado y bajo el liderazgo de un fanático nacionalista llamado Ante Pavelic se fue gestando un partido político ultracatólico, conservador y anticomunista, denominado Ustasha, Ustacha o Ustasa, según las distintas nomenclaturas.

La Ustacha reclamaba lisa y llanamente la independencia de Croacia, para concretar el gran sueño de establecer un país ciento por ciento católico y ajeno a cualquier otra «raza impura» que pudiera contaminarlos. Con ese fin en mente, Ustacha lanzó en Yugoslavia (gobernada por el Rey Alejandro) toda una campaña de acciones terroristas que terminaron con el asesinato del monarca en 1934. Unos años más tarde, el régimen de Adolf Hitler (con quien simpatizaban) invadió el país, lo disolvió y lo repartió entre sus aliados. Ante Pavelic pasó de esa manera a ser el nuevo Pogalnik (Führer) de una Croacia independiente, el 10 de abril de 1941.

Fanáticos y violentos, los miembros de Ustacha desplegaron un programa de aniquilación sin precedentes. Inauguraron varios campos de concentración y de exterminio e iniciaron la esperada «limpieza étnica». Como resultado de ella, se estima que 32.000 judíos, 40.000 gitanos y 250.000 servios ortodoxos perecieron en manos de los hombres de Pavelic. Fueron peor que los nazis, y eso es decir mucho.

Hay testimonios de oficiales de las SS que se “horrorizaron” por las salvajadas que los croatas practicaban en sus campos. En el mes de agosto de 1941 el general Edmund Glaise von Horstenau, representante del ejército alemán en Croacia, informaba a Berlín de que 200.000 servios habían «sido víctimas de los instintos animales desatados por los líderes de la Ustasa».[11] En otro informe dirigido a Himmler, los agentes nazis notificaban que los ustasi «cometían aquellos actos de una manera bestial, no sólo contra los hombres en edad militar, sino especialmente contra los ancianos, mujeres y niños indefensos. El número de ortodoxos que los croatas han asesinado y torturado sádicamente hasta la muerte es de unos 300.000».[12] Los cálculos estimativos totales alcanzan la tremenda cifra de 700.000 seres humanos aniquilados entre 1941 y 1945.

¿Qué hizo la Iglesia Croata y el Vaticano ante semejante monstruosidad practicada por un régimen católico? ¿Cómo reaccionó?

La Sede de San Pedro actuó con gran “diplomacia” y “espíritu conciliador”. Hizo poco y nada. El Papa Pío XII no condenó las políticas raciales criminales de nazis ni ustachas, pero tampoco les dio un apoyo manifiesto. Simplemente, miró para otro lado. Pecó por omisión y especuló con que esos anticomunistas acérrimos pudieran en el futuro frenar el avance de la atea Unión Soviética[13]. Mientras tanto, decenas de miles de personas eran degolladas, ahorcadas, quemadas vivas, descuartizadas, molidas a golpes o abandonadas a la inanición en campos de concentración como el de Jansenovac.

La Iglesia Católica Croata, por el contrario, dejó los hábitos y se calzó directamente los uniformes ustachas para regentear los campos de exterminio. Sacerdotes y frailes católicos se lanzaron a perseguir y exterminar judíos y curas ortodoxos con saña y virulento fanatismo.[14] Tenían razón sus colegas criminales de Alemania: «eran bestias».[15] Entretanto, Ante Pavelic, seguía codeándose regularmente con el Papa, su secretario y otras dignidades de Roma.

Pero en mayo de 1945 la situación cambió. Hitler se suicidó y Alemania se rindió sin condiciones ante los aliados. Los ustachas se quedaron solos y ante el avance soviético desde el este y la amenaza de los partisanos del Mariscal Tito en el interior, Pavelic y un grupo importante de criminales croatas, empezó a organizar la fuga de Europa, no sin antes apropiarse de un buen botín en oro y divisas, derivado de las expropiaciones realizadas a sus víctimas.

Como era de esperar, el Poglavnik de Zagreb (capital de Croacia) recibió ayuda. La misma venía del Vaticano y de un sacerdote en particular, el padre Krunoslav Draganovic, amigo personal de Pavelic y coronel de la Ustacha.

Draganovic era fraile franciscano y secretario del arzobispo de Sarajevo, Aloysius Stepinac, representante de la Cruz Roja Croata. Considerado como «el mayor traficante de nazis del Vaticano después de la guerra», Draganovic era —desde 1943— el director del Seminario de San Girolamo, en Roma, a donde había sido promovido por sus buenas acciones mientras era empleado del Ministerio de Colonización Interna de Croacia (encargado de la expropiación de propiedades y tierras a todos los servios ortodoxos). Por otra parte, su hermano trabajaba en la embajada Croata de Berlín. El fraile estaba bien conectado.

El seminario que regenteaba —San Girolamo— era una inmensa propiedad de monjes croatas que servía de refugio a centenares de criminales de guerra (nazis y ustachas) antes de que éstos encontraran los medios para escapar de los tribunales aliados. Por allí pasaron célebres asesinos, entre ellos el propio Pavelic quien, tras escapar de su país en 1945 y pasar una temporada bajo la protección británica en Austria, había recalado en Roma, hacia 1946. Un tiempo más tarde, terminó por zarpar hacia la Argentina, adonde llegó el 11 de noviembre de 1948. En nuestro país una delegación muy numerosa de ustachas lo esperaba.[16] Ex-ministros, generales y simples torturadores (bien protegidos por el régimen peronista) aguardaban el arribo del líder; quien de inmediato organizó el Gobierno Croata en el exilio y puso gran parte del dinero (tesoro) robado en desestabilizar el gobierno de Tito, en la reunificada Yugoslavia de la posguerra.

En aquellos días, Ante Elez ya tenía casi un año residiendo en nuestro país.[17] Sus datos figuran en la Dirección General de Migraciones, portando el pasaporte 231133 y aduciendo ser colono croata. Pero lo que ese expediente no dice es que Elez había sido oficial del ejército de Pavelic y teniente del campo de exterminio de Jasenovac, además de subordinado del criminal croata Dinko Sakic.[18] Las autoridades yugoslavas reclamaron su captura desde una fecha tan temprana como 1946. Pero fue en vano. Todo un inmoral aparato de ocultamiento, desidia y complicidades hizo que don “Antonio” Elez terminara instalándose como hotelero en el pueblo de Miramar y encontrando su lugar en mundo, donde vivió tranquilo hasta el día de su muerte en 1995, muy cerquita del Gran Hotel Viena.

Según me comentaron vecinos del pueblo, el viejo ustacha solía jactarse de haber sido parte del grupo que rescatara al dictador Benito Mussolini del Monte Sasso con asistencia de los nazis (de seguro una exageración) y de haber liquidado a judíos y curas ortodoxos durante sus días de patriota.

Actualmente, de toda esta historia tan llena de baches, sólo queda una desgastada lápida en el cementerio de Miramar.

Pero eso no es todo.

Hay más.

Las coincidencias siguen acumulándose en torno del Gran Viena.

Los turistas que hoy tienen la suerte de recorrer sus instalaciones, convertidas en «Museo de Sitio», no dejan de sorprenderse al observar, desde el segundo piso del denominado «sector de clase media» o desde la terraza misma del hotel, cómo, y a menos de trescientos metros del edificio, se eleva por entre las copas de los árboles el campanario de una singular capilla abandonada, conocida con el nombre de San Antonio (que, por supuesto, no tiene nada que ver, ni hace referencia directa, al homónimo de pila del oficial ustacha que se escondió en el pueblo).

San Antonio es lo que queda de un antiguo hogar franciscano, construido con capitales croatas a principios de los ’50, «(…) sobre un terreno donado por un viudo (sin hijos), propietario del Hotel Mendoza, de una talabartería y un criadero de faisanes en Miramar».[19] El viudo se llamaba Martín Hum y era también de nacionalidad croata.[20]

Levantada como parte de un hogar que acogía a niños huérfanos, hijos de refugiados de guerra, la capilla es una estampa más propia de la campiña croata que de las dilatadas pampas que se extienden a orillas del Mar de Ansenuza. Hoy en manos privadas, cerrada a la feligresía y sin la posibilidad de ser recorrida por nadie, San Antonio se suma a los muchos temas pendientes de investigación que tiene el pueblo.[21]

Su historia está íntimamente ligada a la de un sacerdote croata, que recaló en la Argentina en los años posteriores a la derrota del Tercer Reich: el Padre Lino Pedisic (1918-1989), quien fuera hasta el momento de su muerte Director Espiritual Nacional de la colectividad croata en la República Argentina y Superior de la Comunidad Franciscana Croata. Su nombre sigue siendo recordado en Miramar y de seguro más de un huérfano le debe una buena cuota de cariño y contención.

Lino Pedisic era sacerdote franciscano, nacido en la isla de Pasman y ordenado cura el 22 de octubre de 1944, en pleno régimen del ustacha Ante Pavelic. Eran aquellos días de gloria para el catolicismo croata que, a fuerza de voluntad y sacrificio, imponía su credo sobre judíos y servios ortodoxos. Cabe preguntarse —y es lícito hacerlo— qué pensaba el Padre Lino de todo eso o qué formación había recibido en el seminario que lo lanzó a la vida pastoral.

La historia oficial (unidimensional y en este caso ultracatólica) nos indica que Pedisic “caminó” junto a otros colegas hacia Austria, el 7 de mayo de 1945, «alejándose de los guerrilleros comunistas que se ensañaban contra ellos y pretendían extirpar la religión católica y la fidelidad a Roma que profesaba la mayor parte del pueblo croata».[22] Ese peregrinaje lo terminó depositando en el campo de refugiados británico de Villach, donde residió por espacio de casi un año, adoctrinando a los soldados y oficiales del lugar.

A principios de 1946, Pedisic fue trasladado a Roma y de allí —vía la España del Generalísimo Francisco Franco— a la República Argentina, oficiando como capellán en numeroso pueblos del interior. Será entonces cuando, en la localidad santafecina de Chovet, el Padre Lino organizó por primera vez el Hogar San Antonio para huérfanos croatas.

En 1951 el hogar es trasladado a Miramar, a pocos pasos del Gran Hotel Viena, y Pedisic se transformó en su director y administrador por espacio de dos años. Más o menos por esa fecha, el padre Roque Urbano Stefanic, se hizo cargo de todo, dirigiendo el hogar y la capilla hasta la década de 1960.[23] Hacia fines de ese decenio, habiendo cumplido ya con su misión, el hogar cerró sus puertas y se trasladó a Hurlingam (provincia de Buenos Aires), donde siguió funcionando en un edificio más amplio y acorde a las crecientes necesidades de la congregación.[24]

 

El nacionalismo fascista de los croatas ustacha encontró en la Argentina de la época un buen «nido» donde empollar. La razón se vuelve clara cuando reconocemos los rasgos más destacados del nacionalismo argentino de los años que van de 1932 a 1945: ultracatólico, militarista, antisemita, violento y, por sobre todo, creyente de constituir una legión compuesta por «soldados de Cristo» en lucha permanente contra el comunismo y el liberalismo ateo. Así se sentían y así lo sostenían sin tapujos: verdaderos «vicarios políticos» de Dios en la Tierra.[25]

Catolicismo y nacionalismo marcharon juntos. Como decía el nacionalista argentino César Pico: «el nacionalismo argentino debe ser un fascismo cristianizado».[26]

¿Qué hay en torno a los cimientos del Gran Hotel Viena para que tantas «coincidencias» terminen gravitando como satélites a su alrededor?

¿«Acción del enemigo», como decían los ingleses?

¿Pura casualidad o un milagro de las circunstancias?

 KOLOMAN KOLOMI GERALDINI

 

Cuando Martin o Carl Martin Krüeger falleció en marzo de 1948 bajo los efectos del veneno que en apariencia él mismo ingirió, las frías dependencias del Gran Hotel Viena quedaron bajo la custodia de una pareja de jardineros. Ellos fueron los responsables del mantenimiento del edificio hasta 1954, año en el que —según cuenta la «historia oral»— dejaron a un lado las palas y los rastrillos para calzarse una vestimenta más acorde al nuevo rol de hoteleros, que desde entonces desempeñaron.  De esa manera, Koloman Kolomi Geraldini y su esposa, Helena Noval de Geraldini, explotaron el hotel por espacio de diez años más, hasta 1964. No hay dudas de que el Gran Viena halló en ellos lo mismo que la pareja encontró entre sus muros de ladrillos y columnas de concreto: protección y cuidado.

Pero, ¿quiénes eran los Kolomi? ¿De dónde procedían? ¿Qué hacían en una región por entonces tan aislada de todo? Y lo más importante: ¿por qué terminaron recalando para siempre en ese lugar?[27]

Koloman Kolomi Geraldini había nacido en el antiquísimo pueblo de Terchová, Eslovaquia, el 24 de octubre de 1908. Fue un prolífico escritor, traductor, poeta e intelectual que, durante la década de 1930 y principios de los ’40, ocupó cargos de prestigio en el gobierno de su país.

En una de las pocos fotos que conseguimos de él, lo observamos atildado y elegante, con traje y corbata, representando el estereotipado rol de funcionario y hombre de letras. Serio, de mirada algo triste, bien peinado y sentado frente a su escritorio lleno de papeles —muy propio de un burócrata conservador—, Kolomi Geraldini no da (ni creo haya dado nunca) con el perfil de un jardinero. Pero es lo fue, al menos durante diez años, después de haber  arribado a la Argentina.

En Checoslovaquia ocurrió algo semejante a lo sucedido en Yugoslavia: un problema de nacionalismo interno la dividió cuando, tras la caída del Imperio Austrohúngaro, el nuevo país hizo acto de presencia en el concierto europeo. Organizada bajo un régimen parlamentario, sufragio universal y amplia garantía a los derechos humanos, la I República Checoslovaca emprendió su destino como país en 1918. Durante los siguientes veinte años, gozó de una política y una economía estable, bajo el gobierno de una coalición de partidos, que encabezaba el llamado Partido Agrario. Pero había un serio problema: la convivencia cada vez más tensa entre checos y eslovacos (nacionalidades éstas que constituían el 67 % de la población total del país). Los eslovacos se sentían al margen del poder y exigían autonomía. Por otro lado, los checos (mayoría étnica) ocupaban los puestos más altos de la administración.

En el invierno de 1938, los eslovacos pidieron el autogobierno, al tiempo que Adolf Hitler anexaba por la fuerza la región de los Sudetes (con el argumento de que en esa zona checa había una mayoría germano-parlante que reclamaba integrarse al Reich). El presidente checoslovaco Eduard Benes huye a Londres en octubre de ese año. El caos se desató literalmente en todo el país y Eslovaquia consiguió lo que tanto deseaba: su autonomía, nombrando como líder y primer ministro a un sacerdote llamado Josef Tiso.

Hacia febrero de 1939, Hitler ya planeaba ocupar la parte checa que le faltaba. No le interesaba Eslovaquia y por ese motivo alentó a que ésta diera un paso más allá de la autonomía y declarara la independencia. El gobierno central checo (constituido por la unión de varios partidos políticos) decide intervenir para evitar la ruptura y Tiso es quitado del poder. A la sazón, el Führer alemán lo convoca a Berlín y le ofrece “su protección”. Los eslovacos tenían carta blanca para separarse definitivamente de Checoslovaquia y constituir un país aparte. Bajo presión, el parlamento declaró la independencia el 14 de marzo de 1939. Un día después, los nazis invadieron el sector checo. Josef Tiso regresa a su país, ahora independiente, y en octubre de ese año es proclamado Presidente y «Vodca» (líder) de la nación. Su partido (Partido del Pueblo Eslovaco) se convierte en el único legalmente admitido. Eslovaquia se transformaba así en un «estado cliente» del Tercer Reich y su gobierno en títere de Adolf Hitler.[28]

Desde 1939 a 1945, el régimen fascista de Monseñor Josef Tiso desplegó una política racista que se tradujo en leyes antisemitas, traslados a campos de concentración nazis en Polonia y la implementación de un estado policíaco que terminó dejando un saldo de aproximadamente 58.000 judíos deportados y miles de gitanos asesinados. Un funesto «Código Hebreo» les prohibió tener propiedades inmobiliarias, mercancías de lujo, empleo público, ejercer profesiones liberales y los casamientos mixtos; además de tener la obligación de exhibir la estrella de David en sus ropas. Antisemita, antiliberal y anticomunista, Monseñor Tiso despreció las libertades públicas y la democracia imponiendo un régimen basado en una supuesta «doctrina católica» que, por ejemplo, establecía que «la expulsión de los judíos es un acto cristiano porque se hace por el bien del pueblo, que se libra así de sus plagas». Durante todo este tiempo las relaciones con el Vaticano, demás está decir, fueron inmejorables.[29]

Finalmente, en abril de 1945, el ejército soviético terminó con su avance sobre Eslovaquia y Monseñor Tiso emprendió su fuga del país, sin mucha suerte. Fue atrapado y encarcelado. Sobre él cayeron las acusaciones de traición interna, colaboración con el nazismo y crímenes de lesa humanidad. Dos años después de ser apresado, la Corte Nacional de Checoslovaquia lo condenó a la horca. Murió colgado el 18 de abril de 1947.

Pero no todos los colaboracionistas y fascistas eslovacos fueron atrapados. Muchísimos lograron escapar, poniendo proa hacia Sudamérica. Uno ellos fue un destacado miembro del régimen de Tiso. Se llamaba Ferdinand Durcansky y llegó a desempeñarse como Ministro del Interior; es decir, uno de los principales responsables de las deportaciones y la aplicación de las leyes racistas en la Eslovaquia independiente. Él también fue condenado a muerte, pero “en ausencia”. Ya había conseguido cruzar la frontera hacia Austria en 1945 y recibido el apoyo del Vaticano para trasladarse a Roma y desde allí a la Argentina, ingresando el 11 de agosto de 1947 junto con su hermano Jan (otro criminal de guerra).

Los hermanos Durcansky entraron muy pronto en contacto con el gobierno de Perón. Ferdinand llegó a ser un confidente privilegiado del presidente y su hermano Jan se convirtió en funcionario de la Dirección General de Migraciones. Con amistades y relaciones tan importantes, no les resultó complicado organizar el Comité de Acción Eslovaca, cuyo objetivo final era volver a desmembrar la reunificada Checoslovaquia. No tuvieron demasiado éxito, pero dónde sí se llevaron todos los laureles fue en la campaña de rescate que planearon, presentando «Permisos de Desembarcos» en las oficinas donde Jan trabajaba. El resultado final fue sorprendente: una oleada de fascistas católicos, seguidores de Monseñor Josef Tiso, ingresaron a la Argentina, engrosando el caudal de alemanes, belgas, croatas y franceses colaboracionistas o criminales de guerra. 

¿Qué fue de la vida de Koloman Kolomi Geraldini durante esos últimos años?

Se sabe que en 1945 también huyó (por recomendación de un amigo) a Austria y poco más tarde a Baviera, donde permaneció por poco tiempo. De Alemania se trasladó a Italia, viviendo primero en Roma y más tarde en Asís. Finalmente, en 1948, desde Buenos Aires gestionaron el trámite pertinente para su traslado a la Argentina, adonde arribó en abril de ese mismo año.[30]

Pocos meses después cuidaba el parque y el patio central del Gran Hotel Viena en Miramar, provincia de Córdoba. [31]

 

PALABRAS FINALES

 

“Lo que ha pasado al mediodía

Puede pasar por la noche.”

                                    César Borgia

                               Príncipe italiano

                                         1475-1507.

¿Qué es lo que tiene el Gran Hotel Viena para que me haya atraído tanto?

Muchas cosas.

En primer lugar, todas las preguntas sin respuestas que se aglomeran alrededor suyo; los misterios y las leyendas urbanas que han nacido de sus muros. Después, su propia decadencia (que es la de todos) y su estética ruinosa, que despeja un aspecto inconfundiblemente romántico de mi personalidad. Más tarde, su aislada localización, en medio de un pueblo semi-sumergido por las aguas de una laguna gigantesca, que supo perdonarlo para que siguiera exhibiendo y espoleando la curiosidad de todos. Finalmente, y no por eso menos importante, el contexto histórico en el que se originó (1938-1946): su «historia nazi-fascista» y las «coincidencias» que, cuando se las estudia, revelan un cierto dejo de aventura reivindicativa.

El Gran Viena concede la posibilidad de sintetizar en un solo lugar y en un solo edificio gran parte de la historia ideológica y política del siglo XX. Es como un muestrario de ese siglo «breve y cruel» del que nos habla el historiador británico Eric Hobsbawm: irracional, violento, racista, destructor, nacionalista al grado de fanatismo, militarista, antisemita e impune, en más de un sentido.

Que tantos personajes «controvertidos» se condensen en unas pocas cuadras a la redonda no es una mera coincidencia. ¿Acaso no es lícito sospechar de ello? Algo es bien cierto: «Cuando algo tiene pico de pato, plumas de pato, camina como un pato y nada como un pato, lo más probable es que sea un pato».

Claro que podría ser una oca o un ganso. De todos modos, el «parecido de familia»es llamativo. Además, el hecho de que todos hayan empollado en el mismo sitio los emparienta un poco más. Porque eso es lo que parece haber sido el Viena: un gran nido de… «patos».

Por último, quisiera hacer una aclaración.

De haber sido stanilistas asesinos los que se relacionaron con el Gran Hotel, hubiera tenido la misma perspectiva de análisis que tuve en las páginas anteriores. Pero, «al pan, pan», como dice el dicho: fueron los nazis y sus secuaces los que escribieron parte de esta historia. Que se hagan cargo.

Con ello, no quise desatender ni negar las atrocidades que se cometieron en el mundo del comunismo totalitario (más que probadas últimamente en excelentes trabajos de investigación).

No fue, ni ha sido nunca, mi intensión minimizar el genocidio comunista. Por eso rechazo cualquier crítica que suponga, equivocadamente, que caracterizar las acciones criminales y deshumanizadas de unos implique la reivindicación otros.

La Guerra Fría ya terminó. Nunca estuve condicionada por ella (al menos concientemente). No hubo (ni hay) dictaduras moralmente superiores. Todas, en el fondo, son iguales. Denotar la perversa naturaleza del Hitler y el nacionalsocialismo no implica dejar de reconocer la perversidad del bando contrario. La caída las dictaduras comunistas han mostrado lo que también ellas fueron: las co-responsables del mundo actual.

Pero en el caso del Gran Viena, le tocó a los nazis y a la ultraderecha nacionalista que rondó estas pampas argentinas con el apoyo de muchos, escudándose detrás de símbolos políticos y religiosos que nos hablaban de humanidad y respeto entre los hombres.

Somos animales complicados, peligrosos. Más irracionales de lo que creemos ser. También violentos. ¿Será por eso que nos resultamos tan intrigantemente interesantes?

 

Detrás de todas la fechas, de todos los tratados, de todas las batallas y nombres de próceres, está el interés por conocernos más y mejor a nosotros mismos. El Gran Hotel Viena sería como un gran espejo en el muchos —todavía hoy— no quieren, ni pueden, verse reflejados.

 

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia

Octubre de 2009.

sotopaikikin@hotmail.com

 

Notas: 

* Profesor Universitario en Historia graduado en Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata.

[1] Véase, Eliade, Mircea, Mito y Realidad, Editorial Labor, Barcelona, 1983.

[2] Para una historia más completa del hotel, véase la versión de Internet, GRAN HOTEL VIENA, editada por Letras Uruguay. Dirección Web: I:\DocumentsandSettings\Administrador\Mis documentos\HOTELES ABANDONADOS DE LA ARGENTINA\GRAN HOTEL VIENA\gran_hotel_viena en LETRASURUGUAY.htm

[3] Véase: Regalsky, Andrés, Harispuru, Adela y Gilbert Jorge, La junta de Vigilancia y la Disposición Final de la Propiedad Enemiga. Investigación de la CEANA (Comisión para el Esclarecimiento de Actividades Nazis en Argentina). Dirección Web, Internet.

[4] Según me informara el nieto de uno de los constructores del Hotel, el Dr. Palhke ejerció su tarea como médico en el Hospital Alemán de la ciudad de Buenos Aires.

[5] Mar de Ansenuza, PPIX documental COLLECTIONS, ATP/30 min., Dolby Digital, 2007.

[6] Véase: “Los Secretos del Mar”, artículo publicado por La Voz del Interior. Citado íntegramente en Gran Hotel Viena. Su Historia, Editado por la Asociación Civil Amigos del Gran Hotel Viena, Miramar, Córdoba, sin fecha.

[7] Nota: Esta información había sido desmentida por muchos lugareños en años anteriores, según me informara Patricia.

[8] Año en el que se dice se hizo cargo de la custodia del Gran Viena.

[9] Siempre me resultó raro que una persona condecorada y con el grado de coronel haya migrado a la Argentina en pleno conflicto (1943) para hacerse cargo de un hotel en América del Sur. Si la fecha hubiera sido 1945, habría sido más comprensible ya que se podría aducir que Krüger era parte de la huída de criminales de guerra, tras la derrota inminente del Reich alemán (cuando no lo fue).

[10] Camarasa, Jorge, Odessa al Sur, Editorial Planeta, Buenos Aires, 1995, Pág. 313.

[11] Véase: Trifkovic, Srdja, «The Real Genocide in Yugoslavia», Croniclemagazine.org, 21 de abril 2000 (citado por Uki Goñi en La Auténtica Odessa, Ed. Paidos, Buenos Aires, 2008).

[12] Goñi. Uki, La Auténtica Odessa, Ed. Paidos, Buenos Aires, 2008, Pág.245.

[13] Recordar que en 1941 Hitler había lanzado su Operación Barba Roja, la invasión a la Rusia de Stalin.

 

[14] El más sobresaliente de los campos era el de Jasenovac, dirigido por el fraile franciscano Miroslav Filipovic, conocido como "Hermano Muerte" o "Padre Satán". El mismo admitió en una oportunidad: "Durante mi estadía en el cargo, de 20,000 a 30,000 prisioneros fueron liquidados en Jasenovac de acuerdo a mis papeles... en su mayoría gitanos, judíos y serbios de las montañas Kozara ... Algunas veces participé en las liquidaciones ... admito haber matado a 100 prisioneros personalmente en el campo de Jasenovac y en Stara Gradiska."

[15] Las atrocidades eran de tal magnitud que informantes nazis de la Sicherheitsdienst der SS se quejaron ante Hitler: los católicos ustachis quemaban a sus víctimas en hornos de ladrillos refractarios estando vivos, mientras los nazis eran mucho más humanos porque primero los mataban. Según Edmond Paris, multitudes de niños fueron metidos vivos en los hornos crematorios. 

[16] Nota: El método por el cual los ustachas podían huir de Europa ilegalmente estaba bien aceitado. Constaba de una serie de pasos, que Uki Goñi supo explicar perfectamente en su libro La Auténtica Odessa. En esencia eran los siguientes: Draganovic, en Roma, recibía de agentes secretos argentinos Permisos de Desembarco en blanco que él llenaba con nombres falsos de ex ustachas (esos permisos eran expedidos por la Dirección de Migraciones de Argentina). Una vez completos, se mandaba un cable con la lista de nombres al director de Caritas Croata en Buenos Aires (Marco Sinovcic) quien la llevaba a Migraciones para que esta dependencia diera su aprobación. Ya con los permisos en la mano, Draganovic iniciaba los trámites para que la Cruz Roja de Roma expidiera los Documentos de Viaje y con ellos la visa de entrada a nuestro país y un certificado de identidad nuevo. Varias decenas de criminales de guerra entraron de esa forma en Argentina.

[17] Entre los “labriegos” que entraron con Elez aparecen quince criminales de guerra: Ivan Celan, Josip Berkovic, Ivan Bukovac, Daniel Crljen, Ivo Heinrich, Constantino Chindina, Merkan Eterovic, Karlo Ivan Leo Korsky, Eugen Kvaternik, Radovan Latkovic, Fragno Nevistic, Vinko Nikolic, Juan Percevic y Friedrich Joseph Rauch.

[18] Sakic, Ljubomir Bilanovic (alias “Dinko”): fue comandante del campo de la muerte de Jansenovac durante los últimos meses de la guerra. Llegó a nuestro país con su nombre verdadero, ayudado por Draganovic, en diciembre de 1947, junto con un número importante de croatas que estaban en su misma situación. Tenía pasaporte de la Cruz Roja y figuraba como mecánico de profesión, procedente de Génova. Es el único ustacha extraditado del país en 1998, cuando fue encontrado en la localidad balnearia de Santa Teresita. Fue condenado a 20 años de prisión por crímenes de guerra. Véase, Goñi, Uki, Ob.cit.

[19] Zapata, Mariana (directora), Memorias del Mar. Pacto Fundacional. Agonía y resurgir de un Pueblo, Segunda edición, Museo Fotográfico de Miramar, Miramar, Córdoba, 2006.

[20] Martín Hum falleció en Miramar el día 12 de abril de 1952 a los 61 años. Su tumba —me contaron— fue la primera en el cementerio de Miramar. Todavía puede visitarse.

[21] La capilla de San Antonio es actualmente propiedad de Francisco Sudar, vecino miramarense, y también él de origen croata (fue uno de los veintitantos huérfanos que recibieron amparo en el Hogar Franciscano).

[22] Véase en Internet: La Redacción, Padre Lino Pedisic - In memoriam, Studia Croatica, 1989, 113, pp. 134-6.

[23] Nota: La capilla San Antonio se construyó en 1957, junto al Hogar de huérfanos. Según se informa el un artículo del Diario La Zona (13 de Agosto 2005), la capilla fue financiada gracias a la venta de un libro titulado El Comunismo sin Máscara, escrito por un sacerdote croata llamado Blas Stefanic (misionero por la zona del caribe y Cuba en épocas del dictador Fulgencio Batista). De acuerdo con la investigación realizada por Uki Goñi  para su libro La Auténtica Odessa, en el National Archives de EE.UU. y el Public Record Office de Gran Bretaña, los trámites en migratorios para traer a la Argentina un contingente numeroso de ustachas fue iniciado en épocas de Perón por el Primado Copello y Blaz (con “Z”) Stefanic, quien oficiaba de agente de Draganovic en nuestro país desde la década de 1930 y también acusado en Yugoslavia por ser criminal de guerra. (pp.- 413-414). B. Stefanic «pronto se convirtió en activo militante anticomunista y pilar de la comunidad croata en Argentina» (Pág. 25)

[24] Véase: “Municipio y Apha al rescate de la capilla San Antonio” en Diario La Zona, 13 agosto 2005, Pág.6.

[25] Véase: Finchelstein, Federico, La Argentina Fascista. Los orígenes ideológico de la dictadura, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2008.

[26] Pico, César, Carta a Jacques Maritain sobre la colaboración de los católicos en los movimientos de tipo fascistas, Buenos Aires, Ed. Francisco Colombo, 1937.

[27] Nota: Las tumbas de ambos están ubicadas en el cementerio de la ciudad de Miramar.

[28] Los estados clientes eran aquellos que conservaban su independencia formalmente hablando pero que no eran más que una pantomima política. Ejemplo de ello no sólo fue Eslovaquia, sino también la Francia de Vichy (dirigida por el traidor Petain), Servia, Croacia y, algo más tarde, Rumania y Hungría.

[29] Tanto es así que cuando Tiso fue condenado a muerte por traición a la patria y crímenes de guerra, el Papa Pío XII intercedió en su favor, inútilmente.

[30] El periodista e investigador Uki Goñi encontró, en el archivo de la embajada argentina en Roma, el expediente de Migraciones, cursado por la Comisión de Acción Eslovaca, en el que aparecen nombrados los fascistas católicos que se unieron a los hermanos Durcansky en nuestro país. Entre ellos aparece, entre otros, Koloman Geraldini. Véase: La Autentica Odessa, Op.citp. Pág. 241.

[31] Koloman Kolomi Geraldini viajó a nuestro país en el buque Philippa (el mismo barco que trajo a Ante Elez, un año antes).

por Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata

agosto de 2009

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