Reloj de mar
Felipe A. Sotela

Él se despertó y vio en su cuarto unas cortinas de lujo en medio de paredes muy feas, opacas, con la pintura anémica. Entonces comprendió que lo mejor de la pared es el orificio que da forma a la ventana.

Inmediatamente miró la hora y supo que esa hora no podía ser correcta. El hombre que arregla relojes lo había estafado (consciente o inconscientemente), pero no tanto por ese asunto, sino por otra situación que será revelada en el momento oportuno.

Luego, nuestro anónimo personaje principal miró hacia afuera, sentado en una silla, observó lo que existía al otro lado de las cortinas, y no se movió de ahí hasta que el césped había crecido un par de pulgadas.

También pudo divisar un puente muy viejo, era tan viejo que algunos lugareños aseguran que está ahí desde antes que existiera el río. Chismosamente, les digo que este río no desemboca en otro río, sino que llega hasta el mismísimo mar.

Luego, la luz empezó a morir y él escuchó su áspero quejido. Él se había preparado para el espectáculo debido a que para ese momento estaba vestido de una manera muy original.

El tipo tenía estilo, de la misma manera que un relojero tiene estilo al decirle a las agujas que vuelvan a moverse, y es tan bueno el estilo que usa para decirlo, que las agujas efectivamente le obedecen.

Desde el mar, que está a 90 kilómetros y 23 metros, llegó una ventisca, la cual entró en medio de las lindas cortinas y dejó los muebles impregnados de sal y pedacitos diminutos de conchas. Él comprendió que no debía limpiar los muebles, por que el "color mar" los embellecía.

Posteriormente, comió pastel hasta olvidar a su novia, la cual lo dejó por un relojero. Lo grave es que este era el único relojero del mundo que no tenía estilo, por lo tanto tal acontecimiento debió ser doloroso.

Pero hay algo aún más doloroso : él no se percató de que simultáneamente, en el patio, una gota de miel (que había salido de un poema) deambulaba sorda entre los caracoles marinos.

por Felipe A. Sotela

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