Felisberto, único y casi invisible, outsider en la vida y en la muerte
Fernando Sorrentino

Si no me falla la memoria, creo que fue don José Ingenieros quien, en El hombre mediocre (1913), distinguió entre el éxito y la gloria. Aunque el uno y la otra, tarde o temprano, terminarán por esfumarse, debemos reconocer que la última se parece más, no diré a la eternidad, pero sí a lo duradero. Emparentado con esta idea, tenemos el sabio octosílabo «y la fama es puro cuento», perteneciente al no menos sabio tango Mi vieja viola (1932), del compositor (compatriota de Felisberto) Humberto Correa.

En la literatura contemporánea, la conjunción de tres factores (originados en la fuente común del mercantilismo) corona con el éxito a escritores posiblemente menores o, peor aún, estéticamente inexistentes: a) la codicia de las empresas editoriales; b) el influjo estadístico del público lector; c) la tosquedad de ciertos críticos que a menudo no discriminan entre el dato comercial y la virtud literaria.

Según este pragmatismo de buhonero, Felisberto Hernández no ha alcanzado el éxito, pues, aunque en los últimos sesenta o setenta años se ha manifestado, en círculos digamos académicos, algún interés en su obra, sin duda continúa siendo un perfecto desconocido para la mayor parte de las personas que afirman gustar de la lectura. Sin embargo, dentro de dos años se cumplirán cuarenta de su fallecimiento y —al menos entre la reducida cofradía de quienes nos inclinamos más a las letras que a los cálculos— se lo sigue recordando y releyendo.

Francisco Lasarte («Función de ‘misterio’ y ‘memoria’ en la obra de Felisberto Hernández», 1978) propone agrupar su obra en tres etapas: la primera consta de los cuatro libritos de textos muy breves (Fulano de Tal, Libro sin tapas, La cara de Ana, La envenenada); la segunda, la trilogía de novelas proustianas —aunque de poca extensión (Por los tiempos de Clemente Colling, El caballo perdido, Tierras de la memoria)—; la tercera incluye los cuentos de Nadie encendía las lámparas, los de La casa inundada y los otros publicados a partir de 1943.

 

La división parece certera. La imagen habitual que tenemos de Felisberto corresponde a esta última etapa —la más difundida y la que coincide con una mejora general de su calidad de vida—, es decir a esos cuentos escritos de una manera en apariencia ingenua y hasta pueril, esos cuentos en los que, indefectiblemente, sobrevienen los elementos característicos y singularizadores de su narrativa que algunos han llamado, ora fantásticos, ora surrealistas, ora fantásticos y surrealistas a la vez.

En todo caso, tales elementos siempre son insólitos, es decir, la irrupción, en el contexto narrativo, de hechos inesperados, sorprendentes o hasta fuera de lugar, es la que produce el mágico extrañamiento del lector.

En rigor, toda la obra de Felisberto se deslizó casi secreta. Su primer libro fue Fulano de Tal. Se publicó en Montevideo, en 1925, y era apenas un folleto que no alcanzaba a tener cincuenta páginas. En 1975 Juan Carlos Onetti («Felisberto, el naïf») recuerda su experiencia con el cuarto libro de Felisberto:

Por amistad con alguno de sus parientes pude leer uno de sus primeros libros: La envenenada. Digo libro generosamente: había sido impreso en alguno de los agujeros donde Felisberto pulsaba pianos que ya venían desafinados desde su origen. El papel era el que se usa para la venta de fideos; la impresión, tipográfica, estaba lista para ganar cualquier concurso de fe de erratas; el cosido había sido hecho con recortes de alambrado. Pero el libro, apenas un cuento, me deslumbró.[1]

La humildad exterior de los comienzos de su bibliografía es más que elocuente.

Después de dar a conocer textos en publicaciones de escasa relevancia, ha cumplido ya treinta y seis años cuando por primera vez (1939) colabora en El País, de Montevideo.

Entre 1943 y 1946 tienen lugar sus primeras incursiones en medios importantes de la Argentina: la celebérrima revista Sur de Victoria Ocampo acoge «Las dos historias» (n.º 103, abril de 1943) y «Menos Julia» (n.º 143, septiembre de 1946) y «El balcón» aparece en el diario La Nación (16 de diciembre de 1945).

Jorge Luis Borges era el director y el factótum de la revista Los Anales de Buenos Aires; en tal carácter, leyó, y aprobó, «El acomodador», que apareció en el número 6 (junio de 1946).

Algo similar sucede con la publicación de sus libros. Tras cuatro títulos (Fulano de Tal, Libro sin tapas, La cara de Ana, La envenenada) que provienen de meras imprentas y dos (Por los tiempos de Clemente Colling, El caballo perdido) dados a conocer en Montevideo por la editorial de los hermanos González Panizza, le llega el turno, en fecha tan tardía como 1947, de publicar en una empresa de primera línea: en Buenos Aires, Sudamericana da a conocer Nadie encendía las lámparas, que es un conjunto de diez relatos «escrupulosamente naïfs», según los tildó Onetti.

Es verdad que, después de la muerte de Felisberto, empezaron a editarse diversas antologías unipersonales que ordenaban sus cuentos de una u otra manera, y que sus relatos solían aparecer en diversos florilegios con textos de varios autores. También, entre 1969 y 1982, se publicaron, en Montevideo, dos series de sus Obras completas.

Sin embargo, aquel ambular de pianista absurdo, aquella modestia de acciones, aquella digna invisibilidad que acompañaron a Felisberto y a su obra durante la mayor parte de su vida constituyen el sello de honor de su personalidad literaria.

Pregunto: de estar vivo, ¿sería aceptado Felisberto dentro del oligopolio actual de escritores hispanoamericanos que viajan sin pausa para participar en debates de obviedades; que, sobre todos los asuntos, opinan homogéneamente en todos los periódicos; que dicen cosas muy similares y hablan de su propia obra con extensa y risible gravedad…?

Respondo: creo que, en ese concilio de sacras medianías, quien escribió «El acomodador» o «El cocodrilo» no sabría qué diablos decir, y estaría tan fuera de lugar y resultaría tan cuerpo extraño, tan inesperado e insólito (y, sobre todo, tan terriblemente reprobable) como aquel buen hombre que tenía una luz en los ojos y como este otro que podía llorar a voluntad.

Nota

[1] En rigor, La envenenada (1931), en sus apenas treinta páginas, contiene, no uno, sino cuatro textos: «La envenenada», «Ester», «Hace dos días» y «Elsa».

Fernando Sorrentino
Gentileza de http://www.fernandosorrentino.com.ar/

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