El teatro para niños |
A pesar de su carácter efímero, el teatro para niños no pasa sin dejar huella y es una disciplina de aportes invalorables, porque de una forma inmediata y amena conecta al niño con el mundo del arte y le abre las puertas de la sensibilidad estética, de la reflexión, de la capacidad de emocionarse, reírse y llorar y de comprender diferentes visiones de la vida y del mundo. Tiene con respecto al “teatro para adultos” rasgos de comunidad y de diferencia. Es decir, comparte con el teatro para adultos muchos elementos y, a la vez, tiene ciertas reglas y códigos de funcionamiento que le son propios. Uno de estos rasgos específicos es la manera en que el teatro infantil plantea los espacios del espectador niño. Tradicionalmente el
teatro para niños trabajó con un modelo esquemático de representación
en el cual el público infantil debía participar activamente en diversas
circunstancias. Primero: mediante el acompañamiento de la música del
espectáculo con palmas, zapateo, gritos o abucheos. Segundo: a través de
la respuesta a interrogantes planteados desde el escenario: desde el
famoso: “¿Cómo están, chicos?, “¡Más fuerte!”-; pasando por la
intervención del espectador en la trama: “No encuentro a mi mamá”,
dice un personaje. “¿La vieron pasar?” ó “Me persigue el lobo”,
dice otro personaje. “¿Me avisan si viene?”. Tercero: mediante la
intervención física en el escenario, ya sea para participar de un juego,
tomar el rol de un personaje o bailar con los actores en la escena final.
En este tipo de teatro tradicional se busca la caída del espacio de veda
o reserva (en términos de Gastón Breyer[1]),
la unificación de los espacios dramático, escénico y escenográfico
(según Pavis), con vistas a transformar la expectación en participación.
De acuerdo con este modelo, el niño no expecta, sino que juega
activamente y es él mismo parte del espectáculo, cuyos artistas
adquieren simultáneamente el rol de animadores. |
Los teatristas que
trabajan de esta manera parten de una observación pragmática: al niño
hay que entretenerlo a toda costa para que no se convierta en un
saboteador del espectáculo. Hay que ofrecerle un alto nivel de
participación porque es comprobable que los chicos más pequeños no
perciben el salto ontológico que implica el pasaje del orden de lo real
al orden poético, y en tanto aún no han interiorizado la convención
expectatorial y por lo tanto creen estar en convivio (en términos de
Jorge Dubatti[2])
con las criaturas de
ficción, no “saben” todavía ser espectadores y requieren que se los
estimule y entretenga de otra manera. El teatro adquiere así el estatuto
de sucedáneo de la fiesta infantil. Tomemos un ejemplo
frecuente en los espectáculos callejeros de títeres de retablo. Los muñecos
estimulan el borramiento de los límites de los espacios. Desde el
retablo, el personaje ofrece una visión del espacio del público: el rey
(no el titiritero) dice: “Cuántos chicos que hay hoy” o “Acérquense
más que hay lugar por aquí adelante”. El personaje derrumba toda
posibilidad de ilusión de cuarta pared y contamina el espacio público
anulando toda diferencia. De esta manera, desde la perspectiva del adulto,
el espacio dramático se amplía; desde la mirada del niño, no hay
espacio dramático sino campo de juego y convivio.
Si bien este modelo tradicional de tratamiento del espacio sigue muy vigente en
cientos de prácticas de la escena infantil, desde hace ya mucho tiempo se
ha afianzado una actitud de rechazo a la modalidad del teatro-participación
y del actor-animador presente en general en los espectáculos que integran
la modernización de este lenguaje. En Buenos Aires, uno de los
principales responsables de esta posición de enfrentamiento es el
director Hugo Midón (autor de La
vuelta manzana, Vivitos y
Coleando, La familia Fernández, Huesito Caracú, entre otros). Por otra
parte, desde los años setenta Midón es modelo de sucesivas generaciones
de teatristas dedicados a los niños. El punto de partida de este
talentoso director es la asimilación de los mecanismos del teatro para niños
a los del teatro para adultos. Midón afirma una y otra vez que no hay
diferencias entre el teatro para niños y el teatro para adultos y que,
por lo tanto, sus procedimientos deben ser idénticos. Midón considera
que estos principios los heredó de su maestro Ariel Bufano, quien decía
que el arte era igual para todos: “Una rosa es una rosa tanto
para un niño como para un adulto”. Uno de los cambios que
introdujo esta nueva concepción del teatro para niños fue la vuelta a la
división de los espacios distinguidos por Pavis. Los espectáculos así
concebidos no involucran al espacio del público en el espacio dramático.
Si etimológicamente teatro significa “mirador”[3], la función fundamental
del niño espectador debe ser la de observar, mirar, contemplar los mundos
poéticos, y dejarse afectar emocional, estética, lúdica e ideológicamente
por ellos. De esta manera el centro de actividad del niño está ubicado
en la estimulación de su capacidad imaginaria, en la exaltación de su
competencia representacional y simbólica. No se trata de hacerlo trabajar
físicamente sino de invitarlo a desarrollar al máximo el placer de la
imaginación. Esta concepción plantea un interesante paralelo entre el
teatro y la representación imaginaria que el niño pone en ejercicio
cuando le leen o lee un cuento. Enrique Pinti, otro gran teatrista para niños
de Buenos Aires (autor de Corazón
de bizcochuelo y Crema rusa,
entre otras) ha señalado en un reportaje que le hicimos en ocasión de un
estreno: “Las obras deben mantener la división entre el espacio de la
representación y el espacio del espectador. Hay que escribir obras
sustanciosas dramáticamente, cerradas en sí mismas, autónomas de la
intervención de los niños, que no tengan que ser completadas por el
trabajo de los niños de aplaudir, indicar hacia dónde debe ir el
personaje, y muchas otras cosas. Esa era una avivada de los teatristas
para trabajar menos”. Los artistas y grupos
independientes más destacados del teatro para niños hoy en Buenos Aires:
Clun (dirigido por Marcelo Katz), La Galera Encantada, La Arena (dirigido
por Gerardo Hochman), los hermanos Alvarez (titiriteros que recorren todo
el mundo con sus obras), La
Banda de la Risa, María Romano y Daniel Casablanca, la titiritera búlgara
Antoaneta Madajarova y muchos otros, trabajan bajo esta concepción.
Adelgazan el nivel de participación y estimulan el de la expectación. Las obras incluidas en
esta antología siguen esta línea de teatro de arte, dramaturgia de
calidad que propone un juego simbólico significativo desde el escenario y
estimula la expectación y la autonomía imagintiva del niño. Temas
variados, diferentes diferentes, distintos estilos de escritura, pero
mucho respeto hacia el pequeño espectador. Por el contrario, el
teatro comercial para niños persiste en el presente en la concepción del
teatro como uniformación de espacios, y en el rol del actor-animador. Hoy
resulta un auténtico bastión de la concepción tradicional y la razón
es muy sencilla: la voluntad de captación de un público masivo y
subestimado en su capacidad de representación imaginaria, así como el
interés por la excitación de los niños hacia la compra de merchandising.
El entusiasmo que despiertan el juego y el convivio con los artistas (que
generalmente provienen del circuito televisivo), permiten deslizar una
invitación permanente a la compra de objetos que suelen ser ofrecidos a
la entrada y a la salida, y a veces, durante el espectáculo. Los objetos
generan la ilusión de continuidad material del encuentro y el juego con
el artista. Reemplazan el vínculo simbólico de estimulación imaginaria
por el fetichismo materialista. Estas líneas no pretenden invitar a la
desautorización y la erradicación del modelo tradicional. Sólo se trata
de tomar conciencia de sus limitaciones y de sus objetables implicancias
ideológicas. Por eso elegimos estas obras, porque sostenemos, como dice
el dramaturgo argentino Eduardo Pavlovsky en Variaciones
Meyerhold, que “no hay arma creadora más potente que la imaginación”.
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por Nora Lía Sormani
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