Las primeras cenizas
María Helena Sofía

Se pregunta, al despertar, si no habrá sido así desde siempre, no el hecho de pasar bruscamente o llana y ligeramente, como se asienta luego de dar cabriolas en la brisa y cae desmayada dejándose llevar y rueda sobre sí misma, una pluma, y dormir por un instante más; no ese agitar los párpados confusos, la prístina intuición, extraña, de estar en otra parte, pero enseguida volver, dejándose rodar entre las sábanas, no del mero despertar sino de otros amaneceres remotos, se pregunta Dalton, e intenta imaginarlo: una débil e insustentable probabilidad que de antemano lo fastidia, tal vez lo angustia, la certeza de una confirmación alentando sus sospechas de recién amanecido en una cama fría, demasiado grande, en una habitación demasiado grande y alta imposible de calentar como toda la casa, una casa de campo en medio del campo; la confirmación o la probabilidad cierta de que haya sido así desde siempre. Se pregunta, sospecha, cree, que ha venido ocurriendo todos los días, y si no todos de alguna manera cíclica, o azarosa, en forma idéntica, en ese lugar: el amanecer anunciado por el pájaro de los crepúsculos y ese estremecimiento de los árboles o del propio viento colisionando en las celosías, en el cuerpo geométrico de la casa, o mejor como la agitación de un ave gigantesca, prehistórica, pasando majestuosa, en sus alas las últimas penumbras. Dalton imagina ese lugar en tiempos lejanos, y duda, los abrigos de la cama resbalando hasta el piso ajedrezado, fregándose la planta de un pie con el empeine del otro, piensa si no habrá sido más o menos siempre así, o en todo caso la incursión de algunos animales, hombres y máquinas, de sucesivas depredaciones, no habrán resultado al final vanas para permitir, para conceder que uno, hoy, en el instante de recién-despierto, glacial, haya dado cabida a la sospecha desnuda, o vestida de certidumbre, de que tal vez nada ha sido suficiente para cambiar las cosas, o –visto con insistencia-, los cambios son tan graduales que hacen falta observaciones a través de centurias enteras para ver aquí y allí las mudanzas, los pedazos que subyacen bajo la nueva geografía, una débil e insustentable posibilidad que parece quedar colgando exánime, sujetada por hilos invisibles a los travesaños de pinotea que sostienen el techo, en plena sombra (la noche se ha quedado un rato más acá dentro), para ser materia de atención, efímera, porque enseguida se diluye: Dalton estira un brazo acribillado por mil agujas desde el hombro hasta el dedo meñique y enciende el velador. Esos dos actos le devuelven la habitación amplia, inconfortable, donde ha dormido de un tramo toda la noche sin soñar nada, o al menos nada que recuerde, como si fuese de alguna utilidad soñar y nada más, sin el ardid trillado (¿un sueño estético?) de reproducir cantidad de imperfectas evocaciones, un registro en fin, como todos lo serán en algún punto, apócrifo, de los sueños relevantados en las vigilias. Sentado en la cama acepta que aún las estrellas fulguran allá arriba, en la profundidad azul, y se tranquiliza: uno no puede, aunque haya vivido ya medio siglo, los últimos veinte años muy lejos de lugares como ese, dejarse estremecer por tales ideas, tan extrañamente, de pies a cabeza, como cuando erupcionan los pulmones intoxicados por la nicotina, la tos ya es crónica, dijo el médico, y mi mejor prescripción una sobredosis de aire, eso necesitas, y dale aire de campo y comida sana, siguió aconsejando recorriendo a pesados trancos el consultorio, deteniéndose frente a Dalton y apoyándose en la camilla, la mano regordeta y blanca asomando del puño desabrochado de la chaqueta celeste, acezando, también él víctima del mismo veneno: de paso se acomodan las ideas en la cabeza, por aquella frase tan aludida, casi una quimera, pues ¿por dónde empezar la sanación? No puede, uno, solo.

A los pies de la cama hay una alfombra gruesa, mullida, color verde hoja de laurel, que no hace juego con nada, Dalton se ha ocupado de comprobarlo, pero resulta de gran utilidad para los pies que abandonan el lecho y tantean, helados, la región segura, o menos inmaterial que el sueño. Esa posición parece muy adecuada para estudiar un inminente movimiento, un próximo paso, que suele consistir comúnmente, en un hombre común, y en esto Dalton no necesita reafirmaciones, suele consistir en bañarse, previa minuciosa afeitada, vestirse y desayunar como Dios manda; de esa forma, sentado en la cama desarreglada, los codos apoyados en los muslos, las manos colgando entre las rodillas, sintiendo cómo el frío atraviesa la tela ligera del pijama gris con sinuosas rayas celestes, mirándose los pies flacos y largos, mamá siempre decía qué pata, nene casi con orgullo, pero este es un recuerdo que asoma tímido y pronto desaparece; así, mirándose los pies durante un rato sin moverlos para lograr objetividad, apreciando el verde oscuro de la alfombra que no pega con nada en la pieza, no debido a la gran cantidad de muebles pues se ve muy espartana, pero, ay, todo en tonos pastel desentonando con el piso ajedrezado blanco y negro y esa alfombra mullida color hoja de laurel tan útil que las plantas de los pies ya se entibian, en esa posición que quien la viera juzgaría poco elegante, hasta de mal gusto, mirándose los pies largos y flacos sobre el fondo hoja de laurel sintiendo el frío interesándole la espalda ligeramente vencida hacia delante, Dalton piensa, supone, que si hay algo diferente en su despertar hoy, como en los últimos dos días, es la ausencia, y no lo deplora, de los ruidos característicos de la ciudad que ha dejado, familiares y aborrecidos, presentándose nítidos en la memoria, más reales y presentes en el marco silencioso del campo. Piensa también en los nuevos pensamientos que lo pueblan, suaves como una buena melodía: la mente ha mudado de pensamientos en algún punto, ignora dónde y cuándo pero no desea averiguarlo, los recuerdos no lo azoran ni lo agobian, lo conmueven sí, tibiamente, como una ola desprendida de la lejana tempestad que viene a morir a sus pies, plantados ahora en tierra firme. Los recuerdos son sueños y de todos los sueños se despierta,  cada día las imágenes se parecen más a ese paisaje nuevo. No desea nada, ha abrazado la practicidad y renunciado a los grandes ideales, se ha concentrado en respirar. Considera, por ejemplo, cambiar el pijama, atuendo de internado, por ropa de calle abrigada, las pantuflas por botines de cuero, y se sugiere a sí mismo si no sería hora de probar aquella campera azul y verde, tipo alpino explicó la vendedora, es decir similar a las que usan los montañeses, muy adecuada para afrontar el invierno en el prado. Ahora se observa las manos, flacas y largas como los pies, los dorsos velludos, y piensa si sería apropiada la campera con esos colores tan brillantes, y abajo un pantalón de lana, el negro, siempre termina eligiendo el negro que parece el mismo porque los otros son grises y aunque los tiene en cuenta luego nunca se los pone; uno de los dos pullovers idénticos que trajo, los pullovers sí grises, y una camisa cualquiera de todas las blancas, los botines marrones de cuero. Las manos se enfrían por una deficiente circulación sanguínea, dijo el médico. Olvidó traer guantes pero en el pueblo habrá una tienda donde adquirir un par, sólo hay que caminar unos quinientos metros por el acceso asfaltado que pasa enfrente, el único camino de entrada y salida que tiene ese pueblo; desde la ventana ha visto un escaso tránsito, algunos camiones transportando cereales y mercaderías, pocos automóviles, un tractor, muchachas en bicicleta, algunos viejos en sus caminatas terapéuticas, movimientos que nunca irritaron la calma de los últimos dos días, eso Dalton puede corroborarlo: desde su llegada el tiempo transcurrió plano, las horas en cadencia idéntica, cíclica, al menos los dos últimos dos días le parecieron gemelos. Ningún contacto ha sido posible con esas personas, no conoce a nadie, pero sin embargo... Le preguntará, se propone, a la señora Delia, la mujer que viene todas las mañanas a limpiar la casa y preparar el almuerzo, abundante para que pueda recalentar el resto por la noche, si no serán demasiado vivos los colores de la campera, en particular el verde que cubre los brazos y la capucha, fuerte y notorio como una baliza. Imagina que a Delia le encantará porque no le ha juzgado buen gusto en el vestir: ella aparece, unos tres minutos antes de las ocho, nunca después, en bicicleta, petisa y gorda, con esas calzas de lana que por negras no disimulan el exceso de carnes y un pullover rojo rabioso, ajustado, que la hace verse como una muñeca de trapo rellena, las mejillas ardientes y el pelo oscuro recogido con una liga, para que no se cortajee, dice, la charla pronta y vivaz. Si le consulta a ella terminará vistiéndose mal, pues le sospecha un alto poder de persuasión y el justo nivel de inconsciencia; además la mujer esgrimirá una razón práctica, decisiva: ha dejado todos sus abrigos en la ciudad, chaqueta, impermeable y sacos, los ha olvidado adrede, como un gesto simbólico, un renunciamiento a los paseos nocturnos, los bares de madrugada, las putas de las esquinas, los coloquios inútiles con esos otros dos trasnochados, Vieri y Florentín, puro tabaco y alcohol en el aire y ninguna idea menos amarilla que la tapa del diario sobre la mesita, menos enferma que los dedos temblorosos pidiendo el cigarrillo, menos densa que el humo fiesta de fantasmas. Los fantasmas iban a cagarse de risa al bar de la calle Suipacha, informes y malolientes, depravados... Sólo iban a eso. Si fuese posible reconocerlos, hacerse cargo, uno, de ellos, y luchar en el bando elegido libremente, en un acto de legítima y cósmica libertad, y así no beber tanta zozobra; pero no, los fantasmas se burlaban de ellos, lamentadores intoxicados por la ciudad, la insidia de la vida y las brumas, siempre esas brumas, de las noches. Dalton no cree aún que haya logrado abandonarlos, histéricos y débiles como se veían últimamente, enfebrecidos de nostalgia por lo  que nunca tuvieron y jamás gozaron, esos días perdidos a los que les inventaron ellos mismos, pobres, ventanas y experiencias risueñas, sabores y colores que sólo la fiebre de las ausencias puede crear, la desesperación por lo irrealizado ya imposible. Todavía no se explica cómo logró desparecer sin dejar huellas, desalentando cualquier pesquisa, porque Vieri y Florentín eran capaces de buscarlo infatigablemente, exhaustivamente, minuciosamente, pues nada hacían sin él, no podían sostenerse sin la tercer pata de la mesa, no valía la pena derramar ningún vino y ninguna historia sobre el mantel blanco que conservaba unidos sus codos, sus brazos, todas las fuerzas que les restaban; eran capaces, esos dos, de rastrearlo por la ciudad hasta el sótano del edificio ruinoso en el que vivía, para impedirle justo a tiempo que se suicidase con un trozo de cable atado en una viga de cemento sumergida en telarañas, el cable de esa lámpara portátil que usaban para iluminar la carne mientras se asaba, los domingos en casa de Florentín.

Y ahora Dalton se enjuaga la boca para escupir los restos del dentífrico, observa el sangrado de las encías y ensaya una sonrisa forzosa, de cemento, la afeitadora siempre le deja sombras de la barba tupida en la cara pálida, más bien chata, el mentón casi geométrico. Muchas veces deseó una nariz aguileña o en alguna manera curva para romper tanta rigidez; pero no, tenía esa nariz perfectamente recta, con un aire definitivo, simple, y los ojos sí redondos, pero entrecerrados, las órbitas venosas, esos ojos grises también, que brillaban entre dos manchas moradas y parecían estar mirando desde otro tiempo, al otro lado de un espejo. A menudo Dalton observaba de ese modo adormecido, lejano, a sus amigos, porque sabía que los inquietaba y ello le divertía francamente. Habían concluido, Vieri y Florentín, ellos, que jamás acordaban en tema alguno, cigarrillos y tragos ya sin sabor mediante, que una mancha en un pulmón, comprobada la benignidad no debe preocupar a nadie más de lo prudente y necesario, y menos aún ser motivo de resoluciones drásticas. Dalton los miraba con los ojos entrecerrados, adormecidos, que parecían estar mirando desde otro tiempo, como una aparición flotando en su nube de humo; los miraba así adrede porque sabía que los inquietaba y ello le divertía, francamente...

María Helena Sofía

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