Invierno, algunas vidas y otras muerte
María Helena Sofía

El día que mataron a Juan Cazabat amaneció lluvioso, frío y gris. La gente del pueblo recibió la noticia en ayunas, las caras lavadas perplejas, medio descalza, medio desnuda, la pava silbando en la cocina, el fuego apagado en la chimenea, como para siempre.

Dionisio Gali, el lechero, escuchó la mala nueva de boca de su amante Gloria Vélez, una mujer vieja de refinados modales que supo regentear un burdel hasta que la policía se lo cerró.

- Pasá, Gali – murmuró ella con voz desgarrada. Ya estaba fumando, y eran las seis.

El pasó. Todos los días igual, el trámite se volvía rápido y expeditivo: ella lo esperaba envuelta en una bata púrpura, aún  hermosa, con las ventajas de la experiencia y la ansiedad de pagar sus deudas, lo hacía entrar a su dormitorio y a su cuerpo con la misma naturalidad, como si tener sexo con Dionisio Gali fuese otra tarea doméstica.

Iba a abrazarla cuando Gloria Vélez lo detuvo. Ya. Le diría que ya basta, que era muy joven para ella, que la relación se estaba afianzando y echando raíces en el inconsciente colectivo. Que no debía ser así. No más.

Pero ella tenía los ojos verdes rojos de tanto llorar.

- Mataron a Juan Cazabat.

- ¿Qué? Pero cómo...

Toda explicación sobraba por inútil y grotesca frente al lecho consumado, la tremenda y absurda realidad con la que habría que vivir en adelante. Mataron a Juan Cazabat. El joven lo oyó una y otra vez en su cabeza, como si la mujer lo repitiera cual ferviente letanía, hasta la locura. Mataron a Juan Cazabat...  Mataron a Juan Cazabat.

-  Me dijo el viejo Mitti, hubo un tiroteo en lo de Puentes... Más tarde tal vez en la radio digan algo...

La voz de la mujer le llegaba  tensa y lejana, como si le hablara desde una colina distante. El nombre de Mitti le produjo un leve escozor. Gloria Vélez había estado con seguridad en el antiguo hotel del viejo, ahora transformado en bajo y sucio conventillo.

Allí se reunía con sus amigos y clientes. Tenía razón su madre: esa mujer acabaría enredándolo entre sus sedas perfumadas y su amor de mentirillas. Pero el también lo sabía, y no le importaba. El razonamiento, aunque empañado de celos y sentimientos ambiguos, lo despabiló como una firme bofetada. Entonces supo que debía ponerse en marcha, salir, correr, ignoraba hacia dónde y para qué, pero deseaba intensamente salir de allí, moverse, repartir la leche casa por casa como siempre, pero nunca sería como siempre. Nunca jamás.

Dionisio Gali distribuyó junto a su mercadería la noticia durante toda la mañana. Dolorido y aterrado, con los nervios al borde del colapso, dio por finalizado el trabajo que lo ocupaba hasta las dos de la tarde antes del mediodía.

En todos lados repitió lo mismo, llenando los recipientes de leche: Los milicos mataron a Cazabat. Dicen que fue un tiroteo, pero él nunca llevó un arma... Lo agarraron en lo de Puentes, hijos de puta. ¿Por qué fue, digo yo,  si sabía que lo esperaban?

A Gregorio Botta se le cayó el hervidor en los pies cuando Gali le dijo, tartamudeando, porque Botta y Cazabat eran como hermanos desde que Cazabat volviera, huyendo del régimen maldito, mascullando venganzas por sus compañeros muertos y repartiendo folletos subversivos.  Se le cayó el hervidor y como si lo hubiese asustado el ruido hueco, vacío, en dos zancadas entró de nuevo a la pieza de dos por dos en la que vivía y cerró con tranca.  Nadie volvió a verlo.  Al menos, nadie se atrevió a llamar Gregorito al extraño personaje que apareció tiempo después en el pueblo bajo un aspecto estrafalario y modales de enajenado mental.

Ese día Dionisio Gali empezó a llorar. Cuando volteó para ver, ya encaramado al carro de reparto, la petisa alazana trotando briosa hasta la siguiente cuadra, reparó en las lágrimas que le mojaban el rostro, borroneándole el hervidor tirado en la vereda de tierra, el líquido derramado, una mancha de sangre seca a la distancia, y mil nudos deshaciéndose en su pecho, frenéticos, insofrenables.

Sería el roce de las sogas en su garganta endurecida el sonido que escuchaba, como sollozos, sollozos del niño que lo miraba en el espejo del vestíbulo de la casa de Gloria Vélez, aquella vez, la primera vez, la noche que lo llevó Juan Cazabat para que supiera lo que es una mujer. Sollozos que se le escapaban a mares por una rendija del pecho, después, cuando ella se apartó casi asqueada y murmuró cuánto debía dejarle en la mesita de luz.  Pero  allí podrían oírlo, y sería el desastre, hasta Juan Cazabat se sumaría al escarnio general, tanto le había rogado que lo llevara, y fue a llorar al jardín poblado de sombras y rosales cubiertos como fantasmas. Tirado de espaldas sobre un banco de piedra sintió cómo caía la helada sigilosa y glacial, una muerte después de la muerte del orgasmo, enfriando el sudor de su cuerpo estremecido de sensaciones inaugurales, secando las lágrimas en su cara, hecha la máscara fina que usaría el resto de sus días, y en sus ojos, donde sabía acababa de instalarse un brillo nuevo, culpa de las heladas que cayeron sobre él esa noche. Usted no debe llorar porque es hombre, decía su madre, aquí los hombres raramente tienen padre y nunca lloran. Y él aún no era un hombre y tenía un padre, aunque muerto, al que llevaba flores cada tanto. ¿Le permitiría ahora su madre llorar viendo los cambios suscitados en su hijo, intuyendo en su nueva mirada lo ocurrido?  La vieja ya no importaba. Era increíble, pero por alguna razón la madre quedó relegada a un segundo plano en su universo de muchacho de campo, plano y simple. Importaba Cazabat amigo, hermano mayor y padre, maestro, revolucionario, rebelde con causa, la causa suprema de todo hombre, la libertad.  Importaba Cazabat muerto.

La fría llovizna volvió a caer.  Mediando la mañana había amainado, y hasta se atrevió el sol a salir con sus cuchillos de luz sobre los campos brillantes, pero enseguida las nubes cerraron el cielo llamando a la niebla y a la tristeza.

Dionisio Gali terminó su recorrido en el rancho de la curandera, que tenía cien años y aseguraba curarle su mal de amores a cambio de una jarra de leche por día.  Estaba enterada de la desgracia.

- Decime, hijo, Gregorito ya lo sabe, ¿no?.

- Sí, doña, yo mismo le avisé.

- Pobre Gregorito, no tiene suerte con los amigos. Primero el doctor blanco, ahora Cazabat... Los padres muertos, que en paz descansen, los hermanos todos desparramados...  Pobre Gregorito, caray.

- Milicos hijos de puta...

- Shhh, vos no hables así, es peligroso. Seguí calladito, que todavía sos joven vos...

- Nadie debería callarse, doña...

- Sí, sí, pero ellos tienen el poder ahora. Ni con mis trabajos puedo correrlos... ¿No sabés dónde van a velarlo?

- ¿Qué? N-no, no sé.

Lo sorprendió la obviedad de la pregunta. Era la muerte. Luego el  ritual acostumbrado y luego la nada, el lugar vacío que nadie vendrá a ocupar.  Solo que el muerto era Juan Cazabat, que si fuese otro no se habría sentido afectado, tan desvalido, tan rabioso.

La curandera le palmeó el hombro y lo acompañó hasta el carro, coja y débil como se hallaba.

- Bueno, andá y metete en tu casa, Dionisio, mañana será otro día.

- Y usted vaya adentro también, doña, que se está mojando toda. 

Casi rieron. Era extraño, en el ojo de la tormenta, todo el pueblo revolucionado, los gendarmes haciendo guardias en cada esquina, los compañeros de Cazabat escondidos bajo siete llaves, ellos dos, preocupados por saber dónde llevarían el cadáver, en medio de una calle embarrada, bajo una lluvia odiosa que hacía llorar y recordar, casi habían sonreído.

Dionisio azotó las riendas en el lomo de la yegua y enseguida las dejó, anudadas, a un lado. El animal conocía el camino a casa, y partió al galope rumbo a la calle ancha junto a las vías, salpicando barro y haciendo trepidar los tarros vacíos. De pie, apoyado en una baranda, observó el pueblo, como de lejos.  Nunca lo había visto así, tan oscurecido, tan bajas y amenazantes las nubes, tan mojado y pobre, tan pequeño. Parecía el anochecer y era el mediodía. Extraño, sí, como si el pueblo fuese otro, o él fuese otro, o ambos recién llegados a ese tiempo y espacio para vivir ese día aciago. En cada bocacalle unos hombres con impermeables verdes lo saludaban.  Dionisio respondía con la mano. Milicos hijos de puta. Aunque todos estuviesen obligados a transitar esas circunstancias, en uno u otro bando, qué  mas da, ahora los guiaba el odio. Ahora estaban en verdad perdidos.  Sintió frío, un frío intenso, punzante, como si se estuviese tragando contra su voluntad una gran barra de hielo. La misma sensación glacial de aquella noche, cuando lo encontró Gloria Vélez en el jardín, medio descompuesto.  ¿Por qué no podía dejar de pensar en eso?

- Hola. Está helando acá, ¿por qué no venís adentro?

Gloria Vélez arrojó lejos las ideas que se había hecho de las prostitutas y el sexo.

- ¿Querés un poco de licor? Hace bien.

Ella le enseñó que la virtud carece de valor si se desarrolla entre muros represores, le señaló la hipocresía institucionalizada, los vicios de la sociedad que juzga con la vara mezquina de sus intereses, le prestó sus libros. Le ofreció su cuerpo para que buscara en él al hombre que deseaba ser.

- En estos lugares uno debiera divertirse, ¿no te parece?

Gloria Vélez le habló del amor, Juan Cazabat de la justicia. Y en esos momentos empezaba a sospechar que eran la misma cosa, como él, ese pueblo fantasmagórico, la lluvia, el frío calando hasta la médula, y esos hombres de verde, y un cadáver tirado en la matera de la chacra de Puentes, en un desorden inaudito hasta la armonía, el todo, era el Uno Dionisio Gali, el desesperado, el lluvioso, el frío, el milico hijo de perra, el muerto.

Gloria y Cazabat nunca fueron mas – ni menos – que amigos. Dionisio los observaba durante noches enteras de naipes, tragos y discusiones encarnizadas sin arribar a conclusión sospechosa alguna. Se llevaban demasiado bien para ser amantes. Entre los dos pintaron al joven campesino cuadros maravillosos del mundo y poblaron de sueños sus sueños. Le presentaron la Historia sin maquillaje, incentivaron su espíritu crítico.  Alentado por ellos consiguió acabar, con mucha vergüenza y amor propio los estudios primarios al cumplir veinte años. Pero en ese título no constaba que se había graduado para la vida a los ocho, cuando empezó a levantarse a las tres de la mañana para ayudar a su madre a ordeñar las vacas, porque el viejo se había muerto sin pena ni gloria de repente, del corazón dijeron. Sí, y también Gloria y su madre vivas y dueñas de su vida, y el padre que no recordaba y Cazabat que le prohibía olvidar, eran el amor y la justicia, la tempestad arrancándolo de raíz, desviscerándolo en el aire y soltándolo en ese pueblo ajeno a su geografía cotidiana. Porque ese pueblo no era su pueblo, ni el que soñaron los que soñaron la América; de algún continente perdido en la desidia de los héroes, de aquello que no se dice y después carcome la razón y pudre el alma, habrán sacado ese caserío chato y esa gente ignorante y medrosa asomándose a las ventanitas ahumadas con sus rostros filosos, secos. De algún lugar. Equivocado, ficticio. De la muerte, del mundo insondable de un hombre en silencio, en silencio para siempre.

-Vos sos Gali, el lechero, no me conocés porque yo no tomo leche. Prefiero el licor.

- Soy Gali, ¿y usted quién es?

- Gloria.

- Ah, Cazabat me habló de usted.

- ¿Bien o mal?

- Bien, bien.

Se puso de pie. A pesar de su estatura se vio desgarbado y pequeño frente a la mujer. Sus manos temblaban abrazando la copa.

- ¿El te trajo?

- M-me pidió que lo acompañara...

- Hum... Bueno, de ahora en adelante podés venir cuando quieras, ¿sabés?.

- Bueno, gracias.

Le llegó su perfume, un olor a madera dulce, atractivo, que impregnaba todo el aire a su alrededor manteniéndolo en vilo. La mujer era hermosa, iba envuelta en pieles y fumaba un cigarrillo muy largo insertado  en la boquilla dorada.

- ¿Y? ¿No tomás?

El licor le abrió un surco en la garganta. Por el mismo surco entró Gloria Vélez, sin golpear, sin preguntar, besándolo en la boca virgen de besos, despertándole todos los deseos con su lengua buscadora de tesoros en las bocas, impetuosa y efervescente, grabándole una invitación para el misterio, tal vez para la eternidad.

Escucharon una música suave. Alguien había abierto la puerta de atrás y llamaba a Gloria.

Se separó de él con un brillo travieso en los ojos, como si hubiese cometido una falta por la que recibiría un castigo que al final gozaría, las manos blanquísimas con uñas artificiales apoyadas en su pecho alborotado.

- Voy, ya voy... Gali, no dejes de venir, ¿eh?

- N-no, no, quiero decir...

Ella rió. El también. La helada seguía cayendo, untando los pastos con su aliento envenenado, endureciendo las aguas. Por él, que se derrumbara el mundo, que zumbara nomás la vieja su rosario quejumbroso, que no haría mella en su cabeza vuelta a nuevos horizontes, enfocada a otros objetivos, la consumación de las fantasías que lo tenían mirando el techo de cinc de la pieza y no lo dejaban dormir.

La  yegua se detuvo, puro instinto, frente al chalecito de Gloria Vélez. Dionisio creyó ver un mensaje en ello y tocó la puerta de la mujer. Cazabat decía que las cosas no ocurren sin ton ni son, aunque aparezcan inadmisibles.

- Gali, qué haces a esta hora. Pasá.

Entró. No venía a satisfacer apetitos carnales, pero la aclaración era innecesaria: Gloria lo conocía bien. Las botas sucias  marcaron sus pasos en la sala. Se detuvo, turbado.

- Uy, ensucié todo, no quería...

- No es nada, sentate acá, junto a la estufa. Estás empapado.

Cierto. No había reparado en eso. El agua le chorreaba a mares y había empezado a temblar. Un agradable olor a comida y el calor generoso del fuego desmejoraban su aspecto sufrido.

- Terminé el reparto y no sabía que hacer.  ¿Supiste algo más?

- Lo llevarán a una funeraria de Chacabuco. Mitti se encargará de todo.

- Ja, con lo que lo quería Cazabat a Mitti...

- Si, vos decís, pero es el único que se movió. Gracias a él tendrá una cristiana sepultura, mientras nosotros estamos acá...

- ¿Nosotros? ¿Qué querés decir, qué podíamos haber hecho nosotros?

Tenía razón, la muy perra, siempre tenía razón, y la boca floja y carnosa para saciar avideces y escupir verdades, pero él no deseaba escuchar. Por Dios, no fuera a ser Gloria la voz de la culpa y el arrepentimiento porque entonces sí debería abandonarla, dejarla sola con sus pastillas tranquilizantes y sus fantasmas remotos de París, y volver con su madre a pedirle perdón por su proceder injusto, y perderse en los campos tras el ganado, huir de todas las miradas y los recuerdos, casarse con una muchacha estúpida y ser un padre como su padre: conservador, terco, ignorante y desamorado. Y lo peor, olvidar a Juan Cazabat y esos diez locos de la revolución. Olvidar la Causa.  No fuera que Gloria Vélez lo obligara a eso.

- Pudimos esperarlo en la estación y prevenirlo.

- Pero si Sánchez nos aseguró que lo haría, aunque le costara el cuello.

- Ya sé, pero yo presentí que algo malo iba a pasar, Gali, ¿por qué no hicimos nada?

Ya. La dejaría. Sería insoportable verla así, en adelante, envejecida y atormentada. Si pudiera hacerla callar de alguna forma...

- Porqué no pudimos, Gloria. Vení, sentate al lado mío.

Ella obedeció.  Él la abrazó y la besó en la frente. Gloria Vélez tenía el pelo largo leonado y un cuerpo muy esbelto para sus cincuenta años.

- Gali, ¿no sentís como nudos en todo el cuerpo, que se aprietan y se aprietan hasta asfixiarte? ¿O un hormigueo en las piernas que no te deja caminar...?

Asintió. Maldición, tal vez no sería necesario abandonarla y abrazar una vida chata y desgraciada para merecer la autocompasión. Quizás era hora de verse en un pulido espejo y reconocerse joven ingenuo amante de una mujer festejada por todos los hombres del pueblo, casi orgullosa de su profesión sin retorno, sin olvido para la sociedad, sin perdón para Gloria Vélez. ¿Qué hacer? ¿Cómo enfrentar la vida, mañana? ¿Y por qué tenía que pensar en eso justo allí, entre sus manos solícitas y expertas?

Volvió a besarla, esta vez en la boca. Y jugaron al amor para disimular que estaban llorando, aterrorizados, al desamparo de las certezas y la ley, sumidos en la más cruel y odiosa soledad.

Dionisio Gali quiso demostrarle cuánto detestaba su existencia, su airoso desdén por los hombres, sus críticas descarnadas, la singular forma de vivir en que lo estaba envolviendo. Quiso decirle cuánto odiaba a las mujeres como ella, que un hombre no puede perder la cabeza un instante, y al siguiente cerrarse la cremallera como si nada. Quiso lastimarla, morderla, estrangularla con sus dedos callosos, con su mirada compasiva de sus carnes fláccidas, humillarla, penetrar con una garra furiosa, desvastadora,  hasta sus entrañas y arrancarle la vida lentamente, y entre sus estertores finales tomarla de los cabellos y obligarla a ver en sus ojos la lujuria de la venganza, el acto justiciero de un hombre que deseaba expulsarla para siempre de su mundo otrora sencillo y diáfano. Un acto de justicia, porque alguien tendría que pagar la muerte de Juan Cazabat, alguien debería recoger la cruz y trepar la colina. Y, que él supiera, ni ella ni los otros se peleaban por hacerlo. Ninguno, porque eran unos cobardes de mierda que lo único que sabían hacer era voltearse por unos pesos a la más puta del pueblo y llenarse la boca con la Constitución y licor barato.  Igual que él. Todos deberían estar muertos, todos menos Cazabat. Pero ya era tarde, y su muerte y su venganza imposible. Porque acabó amándola.  Porque Gloria Vélez lo supo en sus ganas de matarla, desgarrarla, castigarla, y le concedió las armas calientes del amor para que lo hiciera, su herida palpitante, sus dolores viejos, su grito, para que hendiera en ella su odio, su venganza ejemplar. Y hasta se sintió morir cuando tuvo que mirarlo a los ojos, y él desfallecía también, implacable luchador dueño por fin de Gloria Vélez, templo de los mil orgasmos. Ya era tarde. Un auto fúnebre embarró su pulcritud en las calles del pueblo, cargando el féretro de Juan Cazabat. Un tímido rayo de sol fue el único adiós, fugaz, de su tierra.  La gente lo vio pasar tras los visillos como si les sacaran una piedra negra del pecho. En el vehículo, junto al chofer, el viejo Mitti sentía ganas de llorar.

María Helena Sofía

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