Fascinación, danza con tauro
María Helena Sofía

                                                                1

En el Olimpo, semejante hoy en día a una plaza de toros, el semidiós Victoriano, concebido por Medea en unión con un mortal, discurre acerca de un juego que debe inventar para entretener a su madre. En su espléndido rostro las cejas frondosas despiden reflejos azulinos y se unen sobre la nariz picuda cuando recuerda el encargo:

-Hijo mío –le ha dicho a ella-, pergeña un acto que sea intrigante y a la vez sensual.

Victoriano mira el cielo y por entre el vellocino de nubes aparecen las dos serpientes voladoras que lo han traído de otros mundos. Los monstruos se aproximan y entonces descubre que sus alas ya no son plumíferas, bellas y admirables. Ahora están formadas por infinidad de huesos humanos unidos con baba de crisálida y restos de feas divinidades subterráneas,  y en sus ojos fulguran el sudor y la sangre de los justos. Suspira, disgustado. No ignora que a veces los dioses para divertirse cometen atrocidades, y espera que un día su carrusel apocalíptico lleve alas blancas y sea su paso celebrado, portador de infinitas dádivas.

-Crea un ser maravilloso, una nueva Quimera- insiste la voz de su madre, alcanzándolo nuevamente,  agitando su corazón: -Pondré mis sierpes a tus órdenes.

Victoriano cree inevitable utilizar las fuerzas del mal para satisfacerla, tan grande  es la exigencia, y  advierte que infelizmente obedecerá, porque  la ama y reconoce en el sentimiento  la fortaleza  del temor que le inspira. Ella, en un arranque de celos, ya ha dado muerte a dos hijos.

­¿Una estrella, madre, eso quieres?- habla Victoriano al espacio, envolviéndose en la modesta capa de tarlatana. Aspirante a dios, su  sabiduría le dicta que el poder no se halla en las vestiduras.

-¡Una estrella de colores!... Pequeña, pero rutilante y virtuosa en su pequeñez. Que tenga sentidos –enfatiza, abriendo los límites de su imaginación -, y aún más: que sea capaz de bailar con la muerte.

-¿Deseas un héroe, entonces?

-Elegancia y peligro... - sigue la voz  sublime de la diosa-... Inconsciencia... El mundo hará de esta danza  un poema, pero ningún hombre dará con las palabras exactas.

Victoriano  piensa. A su alrededor las serpientes actúan una escena violenta y caótica: juegan a matarse y resucitar al instante usando toda clase de magia. En el encarnizamiento de la pelea  logran formar en el aire símbolos extraños, como un lenguaje indescifrable. Y al caer profieren gritos bestiales, enterrándose y trasladándose bajo la superficie, para emerger de pronto con una figura horrorosa, haciendo olas de arena. Con astucia y crueldad  se infligen todo tipo de castigos y torturas. Victoriano queda atónito. Cuando vuelve en si  levanta un brazo y domina la ferocidad. Con sigilo se acerca a las cabezas de las fabulosas para observarlas y examinar las cavidades de las órbitas, semejantes a calaveras humanas.

Un dios no debe exteriorizar el asombro, su madre lo reprendería, pero él no logra acomodar otro gesto. En las cavernas profundas del monstruo aprisionado puede ver el cielo y el infierno. Y en el ojo derecho de la sierpe dominante (desde el izquierdo lo mira Medea) descubre la revelación: en un acto magnífico un hombre y un toro se encuentran unidos por la testuz del animal y el  brazo de aquel ensangrentado, hurgando en el hoyo de las agujas.

-¿No  has estudiado la epigrafía?- murmura la diosa, desde el ojo.

-¿Te refieres a una especie de Minotauro?

-¡Qué poco imaginativo eres! -exclama sibilante, y las bestias se desanudan de un tirón, aullando y arrojando llamaradas por sus fauces -. Hijo, esfuérzate, por tu bien...

-¡Me pides una escena digna de dioses para un hombre! -protesta Victoriano, ignorando el tono amenazador de Medea.

-Un hombre y su alma... No busco tal debilidad, ya he tenido bastante con tu padre. Este jugador será más que un hombre, y tú  prepararás la ocasión en que lo demuestre.

-Hablas de una danza... Giros, pases... Movimientos... La vida  es un círculo. Déjame, madre,  necesito reflexionar -pide. Pero  ella no está ahí sino en su mente y en el ojo de la bestia que trae placeres.

Victoriano mira el Olimpo: en la nave central las sierpes continúan molestándose en una lucha que ahora parece un cortejo. En el cielo algunos dioses descansan sobre las nubes, con sus cuerpos divinos rebosando magnificencia bajo el sol. Si la humanidad concurriese aquí para verlos, imagina, este lugar semejaría una inmensa plaza colmada de público ansioso reclamando el espectáculo. Un hombre bien podría ser la línea vertical de su hipótesis, pero ¿cómo satisfacer la exigencia de Medea? ¿Acaso con una sencilla lección de geometría? Era tan astuta. El fuego termina consumiendo lo que envuelve, pero lo aplacaré con agua. ¡Eso es! La horizontal será un fauno salvaje, quizás una antigua deidad... ¡Oh madre! –gime, en un ahogo de emoción.

Victoriano sacude la cabeza y sus largos rizos brunos se derraman sobre los hombros recios. Ha logrado conformar a Medea y los habitantes del templo le han permitido una visión clarificadora, pero deberá emplear sus atributos de semidiós para concretar su obra. Hace un ademán  para despedir a las bestias pero ellas se resisten a marcharse. Contrariado las amedrenta  con una varilla que materializa entre sus manos con un rápido encanto, y ellas desaparecen  fugaces, lanzando risitas irónicas.

Todo se apacigua. El cielo queda despejado: así experimenta su espíritu Victoriano, amplio y suelto en la brisa límpida, sintiendo el suave ardor de la arena bajo sus plantas. Embelesado en el  goce de estas delicias se distrae observando su propia  magna sombra en el suelo. Entonces repara en el trozo de madera que aún sostiene  en la diestra. Lo investiga con cuidado, indaga su  composición y textura y prueba su resistencia. De pronto sonríe.

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(Cuenta la incierta mitología de los papeles hallados que Victoriano  obedeció a Medea por temor a su castigo y para merecer  un lugar en el Olimpo. Guiado por fuerzas inspiradoras desconocidas supo crear un juego capaz de atraer las miradas del  universo.)

                                                             3

En la Plaza de la Ciudadela, ubicada en la dehesa ecuatoriana que muchos encuentran semejante al Olimpo, transcurre el tercio de la faena. Miguel Camino El Niño ha sufrido un revolcón y se ha quedado inmóvil tendido en el suelo. El toro pasa de largo en una embestida bien  ahormada por los picadores y la multitud que rebasa  las gradas contiene el aliento. Miguel gira la cabeza hasta que la arena se le pega en la cara. Parpadea ligero buscando la sombra negra y respira en lapsos breves para evitar el dolor de la costilla que punza en el costado roto.

Quiro, Juanillo y Paco ganan el ruedo alternadamente, procurando que el animal galopee hacia fuera  olvidando la obsesión de la cita. Los espadas piensan que si El Niño no se levanta procederán a apuntillar y dar por finalizada  una tarea deslucida como nadie hubiese esperado de este matador.

Miguel asiste a la escena igual que a un sueño. La gente es un inmenso ramo de flores coloridas moviéndose lentamente, agitando algunos pétalos.  Corre la Muerte respondiendo el llamado de Paco, y anuncia que empieza a caldearse porque casi llega a besar las tablas en el envión.  Juanillo  sacude la capa con furia:  el toro los ha engañado desde el principio, mostrándose abanto y frío en las varas y medio apagado  en banderillas,  pero justo ahora se viene arriba, patentando su bravura, resollando los bofes poderosos.

El Niño considera opciones y toma unos segundos en los que se permite dudar. Entierra las palmas en la arena para incorporarse y la escena previa a la lidia transcurre frente a él como un rayo:

-¿Tienes miedo, Miguel?

-Eso no se pregunta, Lola.

-El hombre que teme y lo reconoce no es menos hombre.

-Tuvo razón el que te motejó El Niño –dijo ella, anudando el  corbatín -.Tal cual eres: caprichoso, engreído...

-Terco, el más terco querrás decir y no puedes.

Había  que ser  matador para irle de cerca de Dolores Codera  sin burladero, pero en su cabeza otra lidia le pungía el coraje. Esta mujer iba a darle un hijo  y ahora el mundo se había puesto de cabeza. Y Miguel Camino, que  no permitía le tocaran la vestimenta antes de la corrida, hoy se dejó abrazar por la faja, y las manos de ella lo ciñeron a su vientre.

-No voy a ir Miguel. No me hace bien.

El dolor lo vuelve en sí. El tiempo ha callado en los timbales y la muerte es barrabás tranqueando de lado, buscando fijar su nuevo blanco. En los labios de Juanillo lee la sentencia: ”Este no va´ blandear así nomás”, está diciendo. Entonces El Niño, ignorando si podrá mantenerse en pie (El agua desanima la vertical del fuego...), recoge la capa, esconde en ella el ayuda y responde sin voz, porque la sangre le molesta en la garganta: “Dile eso de mí al bicho”. Se enderieza y carga la muleta en la izquierda, pues en la otra siente calambres y apenas sostiene la espada, y cita al toro, asomando la punta bajo la capa. La fiereza rutilando en sus ojos debe ser el motivo divino que guía a la bestia. Los subalternos intercambian miradas, perplejos. El público, al borde del sofoco, exhala un murmullo ahogado. Nadie puede creer lo que sucede, pero todo el mundo acaba de entrar en el juego.

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(Los escritores antiguos narran cómo Victoriano, luego de reconocer y comprender la importancia de su hallazgo –se trataba de un ordinario palo corto-, creó, él mismo, los primeros movimientos y el espíritu de una danza a la que llamó Fascinación.)

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Luego de examinar la varilla Victoriano se quitó la capa rojal y así desnudo ensayó  breves giros. Memorizó la epigrafía, como le sugiriera su madre, y en un extremo del templo corporificó un becerro de oro, objeto de idolatría al que refieren las Sagradas Escrituras.  El semidiós se aproximó y lo cubrió suavemente de los pitones al rabo. Después oró, clamando la inspiración divina. Y la bestia tomó vida.

Embistiendo con el aliento concedido, ciego, el joven toro se escurrió del primer simbólico capotazo, liberado al fin de la entumecedora pose, de la espera. Fugaz Victoriano recogió el paño y lo montó en la varilla componiendo una muleta. A  unos ochenta pies de distancia el astado sujetó la carrera y dio la vuelta, impetuoso, determinado a concurrir otra vez.

El cielo procreó vedijas inmaculadas entre las que se asomaron algunas deidades. Victoriano citó ofreciendo el costado izquierdo. Permanecía desnudo y no usaba otra magia que el fascinador recién creado. La bestia arremetió con ferocidad  y quedó engañada en un pase circular que despertó entusiasmo en los espectadores.

-¡Por mis barbas! –tronó un dios- ¡Pongamos a Victoriano el ropaje de un valiente!

-Le crearemos un traje de luces  – propuso otro dios-.

Todos asintieron. En la mente de Victoriano el corretear del toro se realizaba sobre  líneas  horizontales imaginarias que había trazado en la arena: en cambio su desempeño se  desarrollaba  sobre un punto de apoyo (La vertical gira sobre sí misma, el fuego  envuelve...) Cuando  adelantó una pierna ofreciendo el medio pecho descubrió que se hallaba vestido: braga y casaquilla moradas, calzona bermeja. Sintió gozo, los dioses lo habían mirado. Cambió a la pierna derecha  cuando el animal ya lo tocaba y declaró el pase amplio, pensando que  la próxima vez asentaría  una rodilla en  tierra para embellecer la figura. ¿Se encontraría Medea en  su palco majestuoso? Plegó el fascinador y arqueó la espalda, llamando de frente. La bestia, multiplicada su ferocidad por las repetidas decepciones, embistió como un dios devastador. Victoriano aguantó impávido. ¿Dónde estaría el hombre  que se atreviera?

Su madre presenciaba el acto. Puso agremones  y caireles dorados en su traje. Sentía  conformidad pero juzgaba el invento demasiado humano–apasionado (paradójicamente, pues ¿de quién esperaba ella toda la sensualidad?) ¿Se entregaría Victoriano en la danza  hasta el final, por ella, para saciar su espíritu atormentado?

                                                               6

Anduvo siguiendo el tintineo de las llaves  por el  corredor. A  Miguel Camino le gustaba llegar temprano, cuando la plaza permanecía  silenciosa bajo  el hervor de la siesta  y sólo el cartel en el portón y el tranco ruidoso del portero anunciaban el festival del día: Toros de Villadeplata para Juan Enrique, José Gaspar y su nombre en negrillas. Consideró que la ganadería de Méndez había sacado los mejores ejemplares de la temporada: un nuevo animal que se mueve y supera el aplomo de varas para hacer la faena más vistosa, exigiendo al hombre hasta el mayor de los riesgos. Movió la cabeza  con satisfacción pues sabía cómo se trabajaba allí, en aquella dehesa se había criado  bajo la mirada de su madre, Doña Mercedes Camino, joven viuda de un matador. Aunque una cornada los había dejado en la orfandad, ella nunca logró sustraer a su hijo del mundo taurino. Fingió enojos y desmayos, amenazó con irse para siempre, sufrió una incierta enfermedad, pero El Niño perseveró inmutable, con esa desdeñosa elegancia que era su marca, y un día, demasiado pronto, debutó en la Ciudadela, contrariándola hasta el punto de provocarle la muerte.

Pasaba a trancos largos junto al fresco que ilustra una impecable manoletina, y súbitamente se detuvo a mirar: aun desdibujada en las sombras esa escena siempre lograba  encantarlo.

Entró solo al platillo, cuando los mozos llegaban a peinar la arena, y así, inmóvil bajo el sol, mirando su propia sombra, planeó la escena de lidia que actuaría esa tarde. Pero nada estimaba seguro ahora, en el mundo nuevo  que se le presentaba: en todo momento un latido  ansioso lo reclamaba desde las entrañas tibias de Lola.

                                                            7

En la soledad de las arenas halló innumerables laberintos. Victoriano tuvo un día glorioso: ensayó con éxito adornos, pases y molinetes. Su porte espléndido derrochó creatividad y  fue aclamado jubilosamente por el Olimpo. Los dioses prepararon coronas de laureles y un carro  tirado por cíclopes para lo que llevaran a mostrar su magia  por el universo. Planeaban elevarlo a la categoría de dios. Pero Victoriano advirtió que algo andaba mal en el  espíritu de su madre. De bajo tierra emergieron las serpientes esclavas de Medea, creando  gran alboroto, rodeando y aguijoneando al toro, borrando las líneas en la arena, sembrando el caos en el noble juego. Escuchó la voz:

-Estoy feliz...!Pero soy desdichada!

-Te contradices, madre.

-Oh, lo sé... Has logrado un acto maravilloso...! Pero ahora todos quieren estar contigo, tocarte, complacerte...! ¡Te perderé!

-¡No, yo sólo te veo a ti, lo he inventado para satisfacerte! ¿No te agrada, acaso?

-¡Sí...! Pero qué desgracia, cuánta angustia!

-¡Madre!

-¡ Demuéstrame tu amor!

-¡ Pide! ¡ Ordena!

-¡Oh, hijo! Concédeme un pase final, encantado. Hipnotiza a la bestia y hazla venir humillada ante tu hermoso cuerpo. Sométela.

Victoriano comprendió. Embargado por una magnífica tristeza desplegó el paño  sobre su pecho y se enderezó con los pies juntos. Las sierpes  se mimetizaron con la bestia, multiplicando su tamaño y su furia impiadosa. Y el nuevo monstruo inició la  arrancada con un aullido escalofriante, sin esperar el llamado. Todo el Olimpo observaba.

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El toro orienta su acometida y entra a jurisdicción. Miguel Camino apenas se mueve y levanta la muleta sobre la pala del cuerno, mostrando su costado sangrante como una ofrenda. El público rompe en gritos de admiración. El Niño pasa el fascinador a la diestra porque el dolor es inconmensurable, y el animal se vuelve y cornea reiteradamente el engaño que le presenta. Las palmas entonan su premio y los clarines acompañan. Le retira de pitón a pitón  porque necesita la fuerza de ambas manos. Con la espada  imprime cuerpo a la tela y echa la muleta hacia delante para embarcar otra embestida. Paco, Juanillo y Quiro, expectantes, sienten la conmoción. Van a dejarlo hacer porque está realizando una faena extraordinaria y en sus ojos fulgura el valor del hombre que se entrega  por completo. Ellos quisieran estar en su piel  ahora, desangrándose, calzar los zapatos del Niño y trazar la historia de esa tarde en la Ciudadela.

                                                            9

(Victoriano recibió la cornada de la bestia convertida en titán malévolo. Los dioses, indignados, persiguieron a Medea, pero ella desapareció en un carro tirado por sus siervas. El sol abandonó el templo y las estrellas bajaron formando un séquito adamantino para el dios muerto.)

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Miguel está obligado a poner una rodilla en el suelo. Con la mano que aún le responde sujeta el paño en la espalda. La herida palpitante, dueña de él, llama la embestida, pero con un esfuerzo máximo gira el cuerpo, y cuando el toro mete la cara levanta la mano para darle salida. La muleta barre el lomo. Una ovación reconoce la manoletina perfecta (la misma del fresco, pero en carne viva), y por sobre el griterío y  la  música  el presidente le avisa  que debe matar.

Juanillo le entrega el estoque de acero y  le arranca el ayuda de la mano crispada en un guante escarlata. No se  atreve a mirarlo de frente porque teme lo que podría ver.

-¿Puedes, Niño? –murmura por cumplir. Sabe que ese hombre no desperdiciará aliento en contestarle. Lo deja. El silencio cae como un manto de ceniza, impregnándolo todo, apagando las gargantas. Miguel se vuelve y levanta la espada hasta el punto más extremo del dolor, siente que se le desprende el tronco del resto y piensa que va a caer deshecho sobre la arena justo ahora que viene la Muerte galopando sesgado hacia él. Entonces decide matar recibiendo o morir matando, darle de primera y medio pasada. Suelta el paño para aliviarse y atranca los pies. En sus ojos brillan dos filos más y ya no distingue hombre y toro, danza y mundo, pero sólo él y los dioses lo saben. Saben también, porque la Historia lo ha corroborado, que en un punto coincidente de las líneas vitales (Una simple lección de geometría...) todo se reduce a la supervivencia, que es gregarismo puro, y  no permite el olvido del compromiso adquirido con la vida. Que en ese lidiar no está solo, porque en el mismo puño aprietan Espartaco, Francisco, Manolete, y todos los guerreros caídos en la arena. Que el hombre luchará siempre por ser, torcerle el brazo al miedo, ganar el respeto de sus pares y cumplirle las promesas a la mujer amada. Que luego de esta corrida no hay otra y es necesario que El Niño corte su último rabo. Y adelanta la mano que lleva la Muerte y en el instante quita su humanidad pasando de pierna el peso, girando sobre los talones, señalando con el brazo el palco y luego hacia donde ella debería estar, entre las flores chillonas de las gradas.

La bestia no tarda en doblar. Toda la plaza se pone de pie y el gran matador apenas saluda con su mano escarlata, el aliento entrecortado y la mirada tendida más allá del circo.

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(Esa tarde en la Ciudadela ecuatoriana el público llevó a Miguel Camino en andas. Paco y Juanillo lucharon para quitarlo de la multitud antes que se desangrase. La algarabía de la fiesta y la luz se atenuaron en un rápido anochecer, mientras él no lograba distinguir a Lola  y la imagen de su madre lo llamaba desde un corredor en penumbras. Luego sobrevino la oscuridad.

Cuando despertó, días después, dijo que había soñado con el Olimpo, donde él toreaba un becerro de oro mientras algunos dioses espiaban entre las nubes.)

María Helena Sofía

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