El desierto

Cuento de Cristina Siscar

El horizonte, como un trazo de humo, había empezado a disolverse poco después del mediodía. A medida que el ómnibus se internaba en el sur, cada vez más al sur, la llanura parda y el cielo encapotado habían ido confundiéndose en el gris. Y en medio de la opacidad, la cinta del asfalto ahí adelante, apenas un tramo de esa ruta que llegaba hasta el estrecho de Magallanes, un tramo que parecía siempre el mismo.

Se habían cruzado solamente con otro ómnibus que venía en sentido contrario; en una sola ocasión los había pasado un auto a toda velocidad; luego de un rato, ellos se adelantaron a un camión frigorífico. Después, el letargo. En un momento, una manada de ñandúes se aglomeró en la ruta, obstruyendo el paso, sin responder a la bocina, sin el menor reflejo de escapar: los animales se atropellaban como atontados, o quizá hipnotizados por la presencia de algo móvil. Pero no bien quedaron atrás, desaparecieron, las plumas grises en el vacío gris, ni siquiera cortado por una alambrada.

Y de pronto cayó la noche, así, un telón negro. De una negrura pareja, total. Ni un espejeo en los vidrios, ni la mancha más densa de un árbol, ni una estrella. Nada más, allá adelante, el resplandor de los faros del ómnibus, que los respaldos altos ocultaban.

Entonces pusieron una película. Como la pantalla del televisor estaba lejos, no se oían las voces, y tampoco podían leerse los subtítulos en castellano. Las breves imágenes de colores -rascacielos y calles de una gran ciudad, seguramente Nueva York- flotaban en la penumbra.

Mutis tuvo la impresión de que el ómnibus entero flotaba, que habían dejado la tierra allá abajo. Sin duda hipnotizado él también, igual que los ñandúes, por las imágenes fugaces, se arrellanó en el asiento y se quedó dormido. Cuando abrió los ojos, la pantalla estaba oscura. Era como pasar de un sueño a otro. Sin pensamientos, casi sin peso, se balanceaba en un alivio que hubiera querido prolongar. Un corcoveo lo sacudió. El ómnibus había salido de la ruta, frenaba; se encendieron las luces y la voz ronca del chofer anunció que paraban cuarenta y cinco minutos.

El parador tenía el aspecto de una caja de cemento prefabricada, que podían haber montado justo ayer para desarmarla mañana sin dejar rastros. Al frente, en la explanada de tierra, se alineaban un coche, dos camiones con acoplado y un autocar de una agencia de turismo.

No hacía demasiado frío. Pero el viento, que levantaba remolinos de polvo, atravesabala ropa y la piel. Mutis se subió el cierre del anorak. Había sido el último en bajar; los otros pasajeros, no más de diez o doce, ya se habían metido en el edificio.

Adentro, todo se veía descolorido por la luz blanca de los tubos fluorescentes. Hacia la derecha se abría un gran salón, en donde un mozo iba y venía entre las mesas de fórmica, la mayoría vacías, aunque allí se hubieran desparramado casi todos los viajeros. Parecía un espacio excesivo, ocioso, calculado para alojar cómodamente a una multitud que nunca había llegado. Sobre una repisa alta, en una esquina, la televisión mostraba las secuencias de un accidente de tránsito que acababa de ocurrir en otra ruta, más frecuentada, en algún lugar distante del país. Escenas mudas. Porque la música que difundían los altoparlantes impedía oír cualquier otro sonido. Era una de esas canciones reiterativas, con ritmo tropical, para bailar siempre en el mismo sitio, el pie adelante, el pie atrás.

Camino al baño, Mutis fue pasando por las distintas zonas que se sucedían en el recinto sin ningún tabique de separación, como los barrios de una ciudad. El rincón de la lotería y otras suertes, del lado opuesto al restaurant. Luego un quiosco pobre en diarios, pero con un sinfín de impensables artículos, todos mezclados, todos llenos de polvo. Seguían las máquinas de videojuegos, donde un muchachito oprimía botones frente a una pantalla, en la que un automóvil zigzagueaba como un bólido sorteando obstáculos, a través de ciudades, prados y montañas de colores fulgurantes. A continuación había un bar: un mostrador largo, los bancos altos y unas pocas mesas rodeadas de plantas de plástico. Más atrás, en el olvido, un metegol y una mesa de billar. Y por último, un espacio totalmente vacío, que hacía pensar en una pista de baile. Tal vez por la música que, aun allí, sonaba a todo volumen.

De regreso, aunque no tenía ganas de nada, Mutis se acercó al mostrador del bar. Inclinados sobre una mesa, dos mochileros desplegaban un mapa, y lo estudiaban, completamente absortos, como si buscaran en los puntos y rayas del papel lo que el paisaje invariable escamoteaba. En otra mesa, una mujer y dos hombres -los tres muy rubios, muy pecosos- bebían cerveza. El pidió un café.

La joven que atendía la barra le sonrió cuando recibió el pedido, y volvió a sonreir cuando depositó el platito con el pocilio. No era raro que un mozo o una camarera dedicaran al cliente una sonrisa de rutina, profesional, como un tic. Pero había algo en esa sonrisa que a 61 le llamó la atención: parecía helada. Nada más que por inercia, se volvió para observar, mientras la chica atendía a un camionero ojeroso que ni siquiera la miró. Una y otra vez, la sonrisa se había repetido, idéntica: cabeza tiesa, los labios finos ni un milímetro más o menos abiertos, exactamente la misma duración. Encendido, apagado. Hacía pensar en un mero ejercicio muscular ante el espejo, pero realizado por un ciego.

Después de tomar el café, pidió una grapa, ahora escrutando la sonrisa, clic. Verdaderamente una mueca proyectada por un instante sobre una cara de cera. A lo mejor era eso más que nada: la cara de cera, los pómulos altos, los ojos rasgados, el pelo oscuro, lacio. La camarera permanecía frente a él, impasible, como mirándolo sin mirar. Mutis pensó que, a causa del estruendo de la música, no lo había oído, y repitió: “Grapa”, haciendo el típico gesto de los dedos para indicar la medida de una copita. Le pareció que ella trataba de leerle los labios. En seguida, sin un parpadeo, la chica giraba sobre sus talones, se dirigía a un extremo del mostrador y se detenía junto al cajero. El hombre bajó una botella de un estante y se la entregó. Luego ella trajo la copita, mueca, clic.

Ya un poco ebrios, empinando los vasos, la mujer y los hombres rubios reían abiertamente alrededor de la mesa (pero sólo se podían apreciar sus contorsiones, porque los altoparlantes continuaban machacando con el mismo ritmo). No resultaba difícil adivinaren ellos la sangre de los antiguos colonos déla región. Aunque saltaba a la vista -esos abrigos caros, fabricados para las nieves europeas, el modo distendido del turista, el dasapego- que esta gente, a diferencia de sus antepasados, no haría más que echar un vistazo y pasar de largo.

Un hombre hosco, con gorro de lana, se había acodado en la punta del mostrador. Y ahora llegaba el chofer del ómnibus, en compañía de una señora entrada en años y en carnes.

Entretanto, la camarera iba y venía, manipulaba la máquina de café, servía, lavaba tazas. Siempre tiesa; los ojos como buscando algo dentro de la cabeza, que estuviera muy lejos o muy alto, y la proyección intermitente en su cara: un autómata oriental. Quién sabe de dónde, se intrigó Mutis. Probablemente vietnamita. O china. Tal vez coreana. Incrustada aquí, del otro lado del planeta, en la desolación. Con todo ese polvo que volaba ahí afuera, que los rodeaba. Eso que hacía que él no se cansara de mirar el paisaje humano, en movimiento: tantas horas de no ver nada ni atrás ni adelante, de no saber a dónde ir, ya daba igual.

A cada momento, ella pasaba un trapo al mostrador (una superficie de aluminio que había perdido el brillo, que no lo recuperaría). Pasaba el trapo sin dar tiempo al polvo para asentarse, sin darse tregua. Cuando la tuvo enfrente, Mutis le preguntó de dónde era. Como la chica no dio muestras de oírlo y ya seguía su recorrido, él estiró el cuerpo por encima del mostrador y reiteró: ¿De dónde, de dónde es?”, alzando la voz. Entonces ella sonrió instantáneamente, fue hasta la caja y un minuto después volvió con el ticket. Tomó el dinero, sonrisa, adiós.

En la mesa, los muchachos deslizaban el dedo sobre el mapa con ahínco, sin duda necesitados de alguna certeza. Si la lámina hubiera sido de cartón, se habrían aferrado a los bordes. La azafata del autocar vino a buscarlos; y también se llevó a los bebedores de cerveza, que dejaron un amontonamiento de latas vacías.

Pero la chica estaba ahí, brazos y piernas sincronizados, ojos fijos, ciegos. Había traído un sandwich al camionero que leía el diario, acarreaba pocilios vacíos, secaba los vasos y de nuevo se ponía a frotar, trapo en mano: atrapada, en la pequeña franja entre la pared y el mostrador. Mutis esperaba.

Le tocaron el hombro: era el chofer, que le señaló el reloj y se fue caminando despacio con la mujer gorda. El no se movió. Ahora ella venía refregando el trapo, veloz, ya pasaba. Pero no, Mutis le retuvo el brazo, se lo apretó. Y muy cerca de la cara, donde la sonrisa se dibujó y borró súbitamente, le dijo, casi un murmullo: ¿Cómo se llama?”. No hubo respuesta, sólo esa fijeza de los ojos helados. Entonces le gritó:”¡Su nombre! ”. Permanecieron así unos segundos -el eco de las palabras vibrando entre los dos-, hasta que él la soltó y ella continuó el ademán interrumpido, alejándose hacia la punta del mostrador, en donde el hombre de gorra dormitaba.

Y vuelta a pasar por los videojuegos. Frente a la pantalla, el muchachito proseguía su carrera en los paisajes eternos, como absorbido por la imagen de una máquina que se desplazaba dentro de otra máquina. En el restaurant quedaban tres personas distraídas, que aparentaban mirar la televisión. De golpe, afuera, sorprendía el silencio, y las ráfagas que agitaban la oscuridad.

Cuando el ómnibus se puso en marcha, Mutis volvió la cabeza hacia el parador. Creyó percibir a la camarera en una de las ventanas del fondo, el óvalo blanco de la cara pegado a la ventana; tal vez, en ese momento, los ojos de ella, reflejados en el vidrio, parecerían impresos en el ómnibus que partía, donde Mutis aplastaba las pestañas contra la ventanilla, la vista fija en aquel punto. Luego, la visión entró en sus sueños; y al despertar, en el amanecer, todo, del otro lado de la ventanilla, tenía esa blancura de hueso. También él estaba en blanco, pegado al asiento. Un pasajero le avisó que debía bajar: habían llegado.

Desde el borde de la ruta, mientras esperaba luchando contra el viento que algún vehículo lo acercara a su destino, Mutis podía ver el mar pálido y, a ras del agua, el resplandor del sol, tamizado por la niebla. Lejos del puerto, se distinguía un barco anclado, semejante a un dibujo infantil hecho con lápiz, al principio borroso y poco a poco más nítido, recortándose apenas sobre el mar, entre los vapores de la niebla que se disipaba.

Por fin, paró una camioneta. El conductor le explicó que se desviaba dos kilómetros antes de Lihuén, pero después él podría seguir a pie. Tomaron un camino de tierra; iban a los saltos. De un lado y de otro, la misma llanura de pastos secos y ralos, ni una sombra, salvo unos pájaros oscuros que cruzaron el cielo como flechas, hacia el norte. Al cabo de unos minutos, divisaron dos siluetas que venían por el camino. Resultaron ser dos tipos robustos. Mutis reparó en el pelo rizado, la barba pajiza.

-Son los rusos -dijo el conductor, sonriendo.

Como Mutis lo miraba sin entender, el hombre agregó:

-¿No vio el barco en el golfo? Es un carguero de bandera soviética. Un barco de un estado que acaba de disolverse, ¿increíble, no? Tuvo que quedarse ahí, varado, a la espera de que alguien lo reconozca, le de un permiso. Y los marineros andan a la deriva, en tierra, como vagabundos desde hace un mes, pidiendo plata...

Mutis se dio vuelta. En la polvareda que levantaba la camioneta, las figuras habían desaparecido. De pronto se acordó de la chica de ojos rasgados, vio su cara en el vidrio, aunque un poco empañada ya, tan lejos. Iba a decir: Anoche, en un parador... Pero en ese momento se detuvieron; habían llegado al punto en que el camino se bifurcaba.

-Una pregunta -dijo el conductor-, ¿Para qué va a Lihuén? -y se quedó serio, mientras escuchaba la respuesta de Mutis.

Hubo una pausa, apenas un instante. El hombre miró las manchas de los insectos aplastados contra el parabrisas, pensando que debía decirle -¿ahora, en ese lugar?- que no valía la pena que fuera hasta allá, que habían cerrado la mina y todo el mundo se había ido, que el pueblo estaba deshabitado, en ruinas. Pero no alcanzó a hacerlo. Cuando se disponía a hablar, oyó el golpe de la puerta. Mutis había bajado y ya saludaba con el brazo en alto. De inmediato, la camioneta giró a la izquierda y se perdió rápidamente, dentro de un torbellino.

Parado ahí, con ese viento que lo traspasaba y empezaba a cubrirlo de polvo, Mutis se imaginó invisible. Por todas partes el desierto se extendía hasta confundirse con las nubes: envolvente, como una esfera vacía.

 

Cuento de Cristina Siscar

 

Publicado, originalmente, en: Inti: Revista de literatura hispánica No. 52-53 Otoño 2000 - Primavera 2001

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Link del texto: https://digitalcommons.providence.edu/inti/vol1/iss52/46

 

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