Raymond Carver: "El feroz placer de escribir” Entrevista de Mona Simpson y Lewis Buzbee
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“Carver es un hombre grandote, que usa ropa simple, camisas de franela, pantalones de trabajo o jeans. Aparentemente vive y se viste igual que los protagonistas de sus relatos. Para alguien de su estatura, tiene una voz notablemente baja e indistinta: a cada ratito hay que agacharse y acercarse para entender lo que dice, preguntándole el irritante: ¿Cómo, cómodicen Mona Simpson y Lewis Buzbee, autores de este reportaje, originalmente publicado en la Paris Review en 1983. Traducción de Mirta Rosenberg —Cómo fue su infancia y qué lo hizo empezar a escribir? —Crecí en una pequeña ciudad del este de Washington, en un lugar llamado Yakima. Mi papá trabajaba en un aserradero allí. Era afilador y se ocupaba de cuidar las sierras utilizadas para cortar los troncos. Mi madre trabajaba como vendedora o camarera o si no, se quedaba en casa, pero nunca conservaba un trabajo durante mucho tiempo. Recuerdo conversaciones referidas a sus “nervios”. En el armario que estaba debajo de la cocina, mi madre guardaba un “remedio para los nervios” de venta libre, y solía tomar un par de cucharadas cada mañana. El remedio para los nervios que usaba mi papá era el whisky. Con frecuencia guardaba su botella en el mismo armario, o afuera, en la leñera. Recuerdo que una vez probé un trago y me pareció horrible; me pregunté cómo era posible que alguien pudiera beber eso. Nos mudábamos mucho cuando yo era chico, pero siempre a otra casa pequeña de dos dormitorios. La primera casa que recuerdo, en Yakima, tenía un baño afuera. Esto fue a fines de la década del ’40. Yo tenía entonces ocho o diez años. Solía esperar en la parada del ómnibus a mi padre cuando volvía del trabajo. Pero más o menos cada dos semanas, él no estaba en el ómnibus. Yo solía quedarme dando vueltas para esperar el siguiente, pero ya sabía que tampoco vendría en ése. Cuando sucedía eso, significaba que se había ido a beber con sus amigos del aserradero. Todavía recuerdo el sentimiento de condena y desesperanza que se cernía sobre la mesa de la cena cuando mi madre, yo y mi hermano más chico nos sentábamos solos a comer.
—¿Pero qué le hizo desear escribir? —La única explicación que puedo dar es que mi papá me contaba muchísimas historias de cuando él era chico, y de su papá y de su abuelo. Su abuelo había combatido en la Guerra Civil. ¡Había peleado para los dos lados! Era un vendido. Cuando el Sur empezó a perder la guerra, se pasó al Norte y empezó a luchar para las fuerzas de la Unión. Mi papá se reía cuando contaba la historia. No veía nada malo en ella, y creo que yo tampoco. De todas maneras, era mi papá quien solía contarme historias, en realidad anécdotas, no había en ellas nada moral, acerca de los vagabundeos por el bosque. Yo amaba su compañía y amaba escuchar sus relatos. De vez en cuando solía leerme algo de lo que él mismo estaba leyendo. Westerns de Zane Grey. Esos fueron los primeros libros de tapa dura que vi en mi vida, fuera de los textos escolares y de la Biblia. No ocurría demasiado a menudo, pero de tanto en tanto solía verlo echado en la cama de noche, leyendo a Zane Grey. Parecía un acto muy privado en una casa y en una familia no muy dadas a la vida privada. Advertí que este aspecto privado era de él, algo que yo no comprendía y de lo que no sabia nada, pero era algo que hallaba expresión en esa lectura ocasional. Me interesaba ese aspecto suyo, y también me interesaba la acción en sí misma. Solía pedirle que me leyera lo que estaba leyendo, y él accedía y leía algo de la página a la que había llegado. Al cabo de un rato me decía: “Junior, ve ahora a hacer alguna otra cosa”. Bueno, había muchísimas cosas para hacer. En esa época, iba a pescar en el arroyo que estaba cerca de casa. Un poco más tarde empecé a cazar patos y gansos y presas chicas. Eso es lo que me excitaba en esa época, cazar y pescar. Eso es lo que dejó una marca en mi vida emocional, y sobre eso era que deseaba escribir. Mi cuota de lectura, en esos días, aparte de alguna ocasional novela histórica o una novela de misterio de Mickey Spillane, consistía en Sports Afield y Outdoor Life, y Field & Streams. Escribí algo bastante largo acerca del pez que se escapó o del pez que atrapé, una cosa o la otra, y le pregunté a mi madre si me lo pasaría a máquina. Ella no sabía escribir a máquina, pero fue y alquiló una máquina de escribir, bendita sea, y entre los dos mecanografiamos el texto de una manera espantosa y lo enviamos. Recuerdo que había dos direcciones en la revista, así que lo enviamos a la redacción más próxima, en Boulde, Colorado, al departamento de circulación. La pieza fue devuelta finalmente, pero todo estaba bien. Ese manuscrito había salido al mundo -había estado por ahí. Alguien más lo había leído además de mi madre, o eso era lo que yo esperaba. Después vi un anuncio en el Writer’s Digest. Era la fotografía de un hombre, obviamente un autor de éxito, que publicitaba algo llamado el Instituto Palmer de Autores. Eso me pareció justamente lo que me hacía falta. Había en juego algo así como una cuota mensual. Veinte dólares de entrada, y luego diez o quince dólares mensuales durante tres años o treinta años, una de dos. Había que pagar cuotas semanales para recibir respuestas personales. Hice eso durante varios meses. Después, tal vez me haya aburrido, dejé de hacer el trabajo. Mis padres dejaron de hacer los pagos. Muy pronto llegó una carta del Instituto Palmer diciéndome que si les pagaba todo, todavía podía obtener el certificado. Esto me pareció más que justo. De algún modo convencí a mis padres de que pagaran el resto del dinero, y en su momento conseguí el certificado, que colgué en la pared de mi cuarto. Pero mientras estuve en la escuela secundaria se supuso que me graduaría y que después iría a trabajar al aserradero. Durante mucho tiempo había querido hacer las misma clase de trabajo que hacía mi papá. El le iba a pedir al capataz que me diera empleo después de que me graduara. Así que trabajé allí durante unos seis meses. Pero odiaba el trabajo y desde el primer día supe que no quería hacer eso el resto de mi vida. Trabajé lo suficiente como para ahorrar dinero para un auto, para comprar un poco de ropa, y así pude mudarme y casarme.
—De alguna manera, y por alguna razón, fue usted a la universidad. ¿Fue su esposa quien deseaba que fuera usted a la universidad? ¿Lo estimuló en ese sentido? ¿Era ella la que deseaba ir a la universidad y eso fue lo que lo motivó? ¿Qué edad tenía usted en ese momento? También ella debe haber sido bastante joven. —Yo tenía dieciocho años. Ella tenía dieciséis y estaba embarazada, y acababa de graduarse en una escuela episcopal privada para chicas de Wa-11a Walla, Washington. En la escuela ella había aprendido la manera adecuada de sostener una taza de té, había tenido instrucción religiosa y gimnasia y esas cosas, pero también había aprendido física y literatura y también otros idiomas. Yo estaba terriblemente impresionado porque ella sabía latín. ¡Latín! Ella intentó ir a la universidad durante aquellos primeros años, pero todo era demasiado duro; era imposible hacerlo y criar una familia y estar todo el tiempo en la ruina, además. Me refiero literalmente a estar en la ruina. La familia de ella no tema dinero. Ella había asistido a la escuela con una beca. Su madre me odiaba y todavía me odia. Se suponía que mi esposa iría a la universidad de Washington a estudiar derecho con otra baca después de graduarse. En cambio, yo la dejé embarazada, y nos casamos y empezamos nuestra vida en común. Ella tema diecisiete años cuando nació nuestro primer hijo, dieciocho cuando nació el segundo. ¿Qué más puedo decir? No tuvimos juventud. Nos encontramos desempeñando papeles que no sabíamos cómo interpretar. Pero lo hicimos lo mejor que pudimos. Y mejor, me parece. Finalmente, ella se graduó en la estatal de San José doce o catorce años después de que nos casamos.
—¿Usted escribía durante esos primeros años difíciles? —Trabajaba durante la noche e iba a clase de día. Siempre estábamos trabajando. Ella trabajaba y trataba de criar a los chicos y de atender la casa. Trabajaba para la compañía telefónica. Los chicos tenían una babysitter durante el día. Finalmente, me gradué en el Humboldt State College y pusimos todo dentro del auto y en uno de esos portaequipajes sobre el techo y nos fuimos a la ciudad de Iowa. Un profesor llamado Dick Day me había hablado del Taller de Escritores de Iowa. Day había enviado un relato y tres o cuatro poemas míos a Don Justice, quien fue responsable de que se me otorgara una beca de quinientos dólares en Iowa.
—¿Quinientos dólares? —Eso es todo lo que tenían. Eso dijeron. En ese momento parecía mucho. Pero no terminé en Iowa. Me ofrecieron más dinero para que me quedara otro año, pero no podíamos hacerlo. Yo trabajaba en la biblioteca por uno o dos dólares la hora, y mi esposa trabajaba como camarera. Me llevaría un año más graduarme, y no nos lo podíamos permitir. Así que volvimos a California. Esta vez, a Sacramento. Encontré trabajo como cuidador nocturno en el Hospital de Caridad. Conservé el trabajo durante tres años. Sólo tenía que trabajar tres horas por noche, pero me pagaban por ocho. Había cierta cantidad de trabajo por hacer, pero una vez terminado, me podía ir a casa o hacer lo que quisiera. Los primeros dos años me iba a casa, y estaba en la cama a una hora razonable, y así podía levantarme a la mañana y escribir. Los chicos estaban con la babysitter y mi esposa se iba a trabajar —un empleo de vendedora a domicilio. Yo tema todo el día ante mí. Todo anduvo bien por un tiempo. Después empecé a beber en vez de ir a casa cuando salía del trabajo. A todo esto, sería 1967 o 1968.
—¿Cuándo fue publicado por primera vez? —Antes de graduarme en Humboldt, Arcata, California. Un día me aceptaron un relato en una revista y un poema en otra. ¡Fue un día increíble! Tal vez uno de los mejores días de mi vida. Mi esposa y yo fuimos por toda la ciudad mostrando las cartas de aceptación a nuestros amigos. Eso dio a nuestras vidas un grado de confirmación que necesitábamos mucho.
—¿Cuál fue el primer relato que publicó? ¿Y el primer poema? —Fue un relato llamado “Pastoral”, y apareció en Western Humanities Review. Es una buena revista literaria, que aún publica la universidad de Utah. No me pagaron nada por el relato, pero eso no importaba. En cuanto al primer poema, se llamaba “El anillo de bronce”, y apareció en una revista de Arizona que ya no existe, llamada Targets. En el mismo número había un poema de Charles Bukowski, y me encantó estar con él en la misma revista. En esa época, él era para mí una especie de héroe.
Podría hablar un poco más de la bebida? Hay muchos escritores que, sin ser alcohólicos, beben mucho. —Probablemente no mucho más que cualquier otro grupo de profesionales. Si lo investigan un poco, se sorprendería. Por supuesto, hay cierta mitología con el asunto de la bebida, pero yo nunca entré en eso. Mi tema era la bebida misma. Supongo que empecé a beber mucho después de darme cuenta de que las cosas que más deseaba en la vida para mí y mi escritura, y para mi esposa y mis hijos, no iban a suceder. Es extraño. Uno nunca empieza en la vida con la intención de estar en la ruina o ser alcohólico o farsante o ladrón. O mentiroso.
—¿Y usted fue todas esas cosas? —Sí. Pero ya no. Oh, miento de tanto en tanto, como todo el mundo.
—¿Cuánto hace que dejó de beber? —El dos de junio de 1977. Si quiere que le diga la verdad, estoy más orgulloso de eso, de haber dejado de beber, que de cualquier otra cosa que haya hecho en la vida. Soy un alcohólico recuperado. Siempre seré un alcohólico, pero ya no soy un alcohólico practicante.
—¿Hasta qué punto era grave su alcoholismo? —Es muy penoso pensar en algunas de las cosas que ocurrieron. Convertía en un páramo cualquier cosa que tocaba. Pero puedo agregar que hacia el final ya no quedaba demasiado, de todas maneras. Pero, ¿cosas específicas? Digamos que, de tanto en tanto, había cuestiones con la policía, la brigada de emergencia y las cortes judiciales.
—¿Cómo dejó de beber? ¿Qué fue lo que le permitió hacerlo? —El último año que bebí, 1977, estuve dos veces en un centro de recuperación y pasé unos pocos días en un lugar llamado DeWitt, cerca de San José, California. DeWitt solía ser, de manera apropiada, un hospital para los dementes criminales. Hacia el final de mi etapa de bebida yo estaba completamente fuera de control y muy grave. Desmayos, todo eso —el punto en que uno ya no puede recordar nada de lo que dijo o hizo durante cierto período de tiempo. Uno puede conducir un auto, dar una charla, una clase, arreglar una pierna fracturada, irse a la cama con alguien y no recordar nada de todo eso más tarde. Es como si uno estuviera con piloto automático. Tengo una imagen de mí mismo sentado en el living de mi casa con un vaso de whisky en la mano y la cabeza vendada como producto de una caída. ¡Pura locura! Dos semanas más tarde estaba otra vez en un centro de recuperación, esta vez en un sitio llamado Duífy´s, en Calistoga, California, allá en el país del vino. Estuve dos veces en Duffy’s; en ese sitio llamado DeWitt, en San José, y en un hospital de San Francisco, todo ello en el transcurso de doce meses. Creo que eso era estar bastante mal. Me estaba muriendo, lisa y llanamente, y no exagero.
—¿Cómo son sus hábitos de escritura? ¿Todo el tiempo está trabajando en algún relato? —Cuando escribo, escribo todos los días. Es muy bueno cuando ocurre. Un día se continúa con el anterior. A veces ni siquiera sé qué día de la semana es. “La rueda de paletas de los días” lo ha llamado John Ashbery. Cuando no estoy escribiendo, como ahora, que estoy atado a los deberes de la enseñanza como durante el último tiempo, es como si jamás, hubiera escrito una palabra o como si jamás hubiera tenido algún deseo de escribir. Caigo en malos hábitos. Me acuesto muy tarde y duermo demasiado. Pero está bien. He aprendido a ser paciente y a darme tiempo. Tuve que aprenderlo hace mucho. Paciencia. Si creyera en los signos, supongo que estoy escribiendo, paso gran cantidad de horas ante mi escritorio, diez o doce o quince horas, día tras día. Amo eso, cuando ocurre. Gran parte de ese tiempo, seguro, está dedicado a revisar y reescribir. No hay nada que me guste más que tomar un relato que he tenido en casa por un tiempo y volver a trabajarlo. Lo mismo ocurre con los poemas. No tengo ninguna urgencia para mandar algo afuera enseguida de haberlo escrito; a veces lo conservo en la casa durante meses haciéndole esto o aquello, agregando o quitando. No me lleva tanto tiempo hacer la primera versión de un relato, usualmente eso sale en una sola sesión, pero me lleva bastante hacer las diversas versiones. A veces hago veinte o treinta versiones de un relato. Nunca menos de diez o doce. Es instructivo y estimulante leer los primeros borradores de los grandes escritores. Pienso en las fotografías de las galeras de Tolstoi, para nombrar a un escritor a quien le gustaba revisar. Quiero decir, no sé si le gustaba o no, pero hacía muchas revisiones. Estaba siempre corrigiendo, hasta que llegaba el momento de las pruebas de página. Escribió ocho veces La guerra y la paz y todavía hizo correcciones en las galeras. Cosas así deben estimular a todos los escritores cuyas primeras versiones son espantosas, como en mi caso.
—Describa lo que ocurre cuando escribe un relato. —Escribo rápidamente el primer borrador, como dije. En general, manuscrito. Simplemente, lleno las páginas tan rápido como puedo. En algunos casos, uso una especie de taquigrafía personal, notas de lo que haré más tarde, cuando vuelva al relato. A veces tengo que dejar algunas escenas inconclusas, incluso no escritas; son esas las escenas que requerirán más tarde un meticuloso, cuidado. Quiero decir, todo requiere un meticuloso cuidado, pero dejo algunas escenas para la segunda o tercera versión, porque hacerlas bien me llevaría demasiado tiempo en el primer borrador. Ahí se trata de consignar el bosquejo, el sostén del relato. Después, en las revisiones siguientes me ocupo del resto .Cuando termino la versión manuscrita, mecanografío una segunda versión y de ahí parto. Siempre me parece diferente, mejor, por supuesto, si está mecanografiada. Cuando estoy escribiendo a máquina la primera versión, empiezo a reescribir y a agregar y quitar un poco. El verdadero trabajo viene después, cuando ya he hecho tres o cuatro versiones. Lo mismo ocurre con los poemas, aunque los poemas pueden tener cuarenta o cincuenta versiones. Donald Hall me dijo que a veces escribe cien versiones de sus poemas. ¿Se imagina eso?
—¿Pasó alguna vez por una etapa en la que no tuviera que ganarse la vida? —Una vez, durante un año. Fue un año muy importante para mí. Escribí casi todas los relatos de Will You Please Be Quiet, Please? en el transcurso de ese año. Fue en 1970 o 1971. Yo estaba trabajando para una firma editora de libros de texto en Palo Alto. Era mi primer trabajo intelectual, justo después de haber trabajado como cuidador en el hospital de Sacramento. Había estado silenciosamente trabajando allí como editor cuando la compañía, que se llamaba SRA, decidió emprender una reorganización importante. Yo pensaba irme, estaba escribiendo mi carta de renuncia, cuando de repente... me despidieron. Todo ocurrió de una manera maravillosa. ¡Ese fin de semana invitamos a todos nuestros amigos a celebrar el despido! No tuve que trabajar durante un año. Recurrí a la asignación de desempleo y tenía mi indemnización. Y fue durante ese período que mi esposa se graduó. Fue todo un hito, esa época. Fue una buena época.
—¿Es usted religioso? —No, pero tengo que creer en milagros y en la posibilidad de la resurrección. Sin duda. Por eso me gusta despertarme temprano. En la época en que bebía solía dormir hasta el mediodía y en general me despertaba horriblemente.
—¿Lamenta muchas de las cosas que ocurrieron antes, cuando sus cosas andaban tan mal? —No puedo cambiar nada ahora. No puedo permitirme lamentar nada. Esa vida ya no existe, y no puedo lamentar que haya pasado. Tengo que vivir en el presente. Esa vida ya no existe... Me resulta tan remota como si le hubiera ocurrido a alguien acerca de quien leí en alguna novela del siglo diecinueve. No paso en el pasado más de cinco minutos por mes. El pasado es verdaderamente un país extranjero, y hacen cosas diferentes allí. Las cosas pasan. De veras siento que he tenido dos vidas diferentes.
—Puede hablar un poco acerca de influencias literarias, o al menos nombra a algunos escritores a los que admira? —Uno es Ernest Hemingway. Sus primeros relatos. “El río de dos corazones”, “Gato en la lluvia”, muchos más. Chejov. Creo que es el escritor cuya obra más admiro. ¿Pero a quién no le gusta Chejov? Hablo de sus relatos, no de las piezas teatrales. Sus obras de teatro son demasiado lentas para mí. Tolstoi. Cualquiera de sus relatos, nouvelles, y Anna Karenina. No La guerra y la paz. Demasiado lenta. Pero La muerte de Ivan llyich, Amo y hombre, “¿Cuánta tierra necesita un hombre?” es el mejor Tolstoi. Issac Babel, Flannery O’Connor, Frank O’Connor. Dublineses, de James Joyce. John Cheever. Madame Bovary. El año pasado releí ese libro, junto con una nueva traducción de las cartas que Flaubert escribió mientras componía —no hay otra palabra para decirlo— Madame Bovary. Conrad. Updike en Too Far to Go. Y hay maravillosos escritores con los que me he topado en los últimos años, como Tobias Wolff. Su libro de relatos, In the Garden of the North American Martyrs, es simplemente maravilloso. Max Schott. Bobbie Ann Masón. ¿La mencioné? Bien, si lo hice, vale la pena mencionarla dos veces. Harold Pinter. V. S. Pritchett. Hace años leí algo en una carta de Chejov que me impresionó. Era un consejo a uno de sus muchos corresponsales, y decía algo así: “Amigo, no tienes que escribir acerca de personas extraordinarias que hacen cosas memorables y extraordinarias”. (Entiéndase que en ese momento yo estaba estudiando y leía obras acerca de príncipes y duques y la caída de los reinos. Búsquedas y esfuerzos, grandes empresas destinadas a establecer a los héroes en sus lugares apropiados. Novelas con héroes más grandes que la vida.) Pero el hecho de leer lo que Chejov tenía para decir en esa carta, y también en otras, y leer sus relatos, me hizo ver las cosas de manera diferente. Al poco tiempo leí varios relatos y una obra de teatro de Máximo Gorki, y él simplemente reforzaba con su trabajo lo que decía Chejov. Richard Ford es otro buen escritor. Es fundamentalmente novelista, pero también ha escrito relatos y ensayos. Es un amigo, tengo muchos amigos que son buenos amigos, y algunos son buenos escritores. Otros no son tan buenos.
—¿Qué hace en ese caso? Quiero decir, ¿cómo hace si alguno de sus amigos publica algo que a usted no le gusta? —No digo nada a menos que mi amigo me lo pregunte, y siempre espero que no lo haga. Pero si pregunta, uno tiene que decirlo de manera que no se arruine la amistad. Uno desea que a los amigos les vaya bien y escriban lo mejor que puedan. Pero algunas veces, su trabajo es una desilusión. Se desea que todo les vaya bien, pero siempre se tiene miedo de que tal vez no sea así, y no se pueda hacer nada.
—Todavía escribe poesía? —Un poco, pero no suficiente. Quiero escribir más. Si pasa un tiempo largo, seis meses o algo así, sin que haya escrito ningún poema, empiezo a ponerme nervioso. Empiezo a preguntarme si he dejado de ser poeta o si he perdido la capacidad de escribir poesía. Entonces suelo sentarme a escribir algunos poemas. Este libro mío que aparecerá en la primavera, Fires, reúne todos los poemas que deseo conservar.
—¿Cómo se influyen entre sí la escritura de poesía y la de narrativa? —Ya no se influyen. Durante mucho tiempo estuve igualmente interesado en escribir narrativa y en escribir poesía. En las revistas, siempre me fijo primero en los poemas que en los relatos. Finalmente, tuve que elegir, y elegí la narrativa. Fue la elección adecuada. No soy un poeta “innato”. No sé si soy algo “innato”, salvo un varón blanco norteamericano. Tal vez me convierta en un poeta ocasional. Pero estoy conforme así. Eso es mejor que no ser ninguna clase de poeta.
—¿De qué manera lo ha cambiado la fama ? —Esa palabra me pone incómodo. Verá, empecé con tan pocas expectativas... quiero decir, ¿hasta qué punto se puede llegar lejos en esta vida escribiendo relatos? Y no tenía demasiada auto-estima a consecuencia de esta cuestión de la bebida. De modo que esta atención que se me presta es para mí una permanente fuente de sorpresa. Pero le diré que después de la recepción que tuvo What We Talk About, sentí una confianza que jamás antes había experimentado. Cada cosa buena que ha ocurrido desde entonces ha contribuido a hacerme desear que mi obra fuera mejor. Ha sido un buen acicate. Y todo esto ocurre en un momento de mi vida en el que dispongo de más fuerza que nunca. ¿Entiende lo que digo? Ahora me siento más fuerte y más seguro que nunca de mi dirección. Así que la “fama” —o digamos esta nueva atención e interés—ha sido algo bueno. Reforzó mi confianza cuando mi confianza necesitaba un refuerzo.
—¿Quién es la primera persona que lee lo que usted escribe? —Tess Gallagher. Como sabrá, ella es poeta y también cuentista. Le muestro todo lo que escribo salvo las cartas, e incluso le he mostrado muchas cartas. Pero tiene un ojo maravilloso y la capacidad de entrar en lo que escribo. No le muestro nada que no haya corregido y no haya llevado lo más lejos posible. Eso ocurre usualmente en la cuarta o quinta versión, y después ella lee todas las versiones posteriores. Hasta ahora le he dedicado tres libros, y esas dedicatorias no son solamente una muestra de amor y afecto, indican también cuánto estimo su ayuda y la inspiración que me ha dado.
—¿En qué momento entra Gordon Lish en todo esto? Sé que es su editor en Knopf. —Del mismo modo que fue el editor que empezó a publicar mis relatos en Esquire allá a principios de los 70. Pero éramos amigos desde antes, desde 1967 o 1968, en Palo Alto. Trabajaba en una editorial de textos que quedaba justo enfrente de la firma donde yo trabajaba. Esa de la que me despidieron. El no tenía un horario de oficina regular. Hacía casi todo el trabajo en su casa. Al menos una vez por semana me invitaba a almorzar. El no comía nada, sólo cocinaba algo para mí y revoloteaba cerca de la mesa viéndome comer. Eso me ponía nervioso, como se imaginará. Yo siempre terminaba dejando algo en el plato, y él comiéndoselo. Decía que era por la manera en que lo habían educado. Este no es un ejemplo aislado. Todavía hace cosas así. Llevarme a comer y no pedir nada para él salvo una copa, ¡y después se come lo que yo dejo en el plato! Una vez lo vi hacerlo en el Russian Tea Room. Éramos cuatro, y cuando llegó la comida él nos observó comerla. Cuando vio que íbamos a dejar comida en los platos, se puso a limpiarlos. Aparte de esta locura. que es muy divertida, es notablemente perceptivo y sensible con respecto a las necesidades de un manuscrito. Es un buen editor. Tal vez sea un gran editor. Lo que sé con seguridad es que mi editor y mi amigo, y de ambas cosas me alegro.
—¿Piensa hacer más guiones cinematográficos? —Si el tema es tan interesante como el que acabo de terminar con Michael Cimino sobre la vida de Dostoievsky, sí, por supuesto. De otra manera, no. ¡Pero Dostoievsky! Seguro que sí.
—Y había mucho dinero en juego. —Sí.
—¿Y qué ocurrió con The New Yorker? ¿Envió alguna vez sus relatos allí en sus comienzos? —No. No leía The New Yorker. Enviaba mis relatos y poemas a revistas pequeñas, y de vez en cuando me aceptaban alguna cosa, y esa aceptación me hacía feliz. Tenía una especie de público, aunque nunca conocí a nadie de ese público.
—¿Recibe cartas de personas que lo han leído? —Cartas, grabaciones, a veces fotografías. Alguien acaba de enviarme un cassette, con canciones hechas con alguno de mis relatos.
—¿Escribe mejor en la Costa Oeste —en Washington— o aquí en el Este? Creo que le estoy preguntando hasta qué punto el sentido del lugares importante en su obra. —Antes era importante para mí verme como un escritor de un sitio particular. Era importante para mí ser un escritor del Oeste. Pero eso ya no ocurre, para bien o para mal. Creo que me he movido mucho, he vivido en demasiados lugares, me he sentido desplazado y dislocado, y ahora ya no tengo un sentido del “lugar” firmemente arraigado. Si alguna vez he situado conscientemente un relato en un período y un lugar particular, y creo que lo he hecho, especialmente en el primer libro, supongo que ese lugar sería el Pacífico Noroeste. Admiro el sentido del lugar de escritores como Jim Welch, Wallace Stegner, John Keeble, William Eastlake y William Kittredge. Hay muchos buenos escritores que tienen ese sentido del lugar del que usted habla, Pero la mayoría de mis relatos no se sitúan en ninguna localidad precisa. Quiero decir, podrían ocurrir en cualquier ciudad o área urbana; aquí en Syracuse, pero también en Tucson, Sacramento, San José, San Francisco, Seattle o Port Angeles, Washington. En cualquier caso, la mayoría de mis relatos son del interior.
—¿Trabaja en algún lugar particular de su casa? —Sí, arriba, en mi estudio. Es importante para mí tener un lugar propio. Hay muchos días en los que desconectamos el teléfono y ponemos afuera el cartel “Nada de visitas”. Durante muchos años trabajé en la mesa de la cocina, o en la de una biblioteca, o en mi auto. Este cuarto propio es un lujo y una necesidad ahora.
—¿Todavía caza y pesca? —Ya no mucho. Todavía pesco un poco, salmones en el verano, si estoy allá en Washington.
—¿Cómo espera que sus reíatos afecten a la gente? ¿Cree que lo que escribe puede cambiar a alguien? —En realidad no lo sé. Lo dudo. No un cambio en sentido profundo. Tal vez ningún cambio en absoluto. Después de todo, el arte es una forma de entretenimiento, ¿no? Tanto para el productor como para el consumidor. Quiero decir que de cierto modo es lo mismo que el billar o jugar a las cartas o al bowling... es sólo una forma diferente —yo diría más elevada— de entretenimiento. No digo que no haya además cierta alimentación espiritual en ello. Por supuesto que la hay. Escuchar un concierto de Beethoven o pasarse un tiempo ante un cuadro de Van Gogh o leer un poema de Blake puede ser una experiencia profunda en una escala en la que jamás podrá serlo el hecho de jugar al bridge o al bowling. El arte es todas las cosas que se suponen que son. Pero el arte es también un entretenimiento superior. ¿Estoy equivocado al pensar así? No lo sé. Pero recuerdo haber leído a los veinte años obras de Strindberg, una novela de Max Frisch, la poesía de Rilke, haber escuchado música de Bartok durante toda la noche, haber visto por televisión un programa especial de la Capilla Sixtina, y haber sentido en cada caso que mi vida tenía que cambiar después de estas experiencias, que era inevitable que me viera afectado por ellas, y cambiara. No había manera de que no me convirtiera en una persona diferente. Pero entonces descubrí, muy rápidamente, que mi vida no iba a cambiar después de todo. Al menos no de una manera que yo pudiera ver, perceptible. Entendí entonces que el arte era algo que yo podía perseguir cuando tuviera tiempo para él, cuando pudiera permitírmelo, y eso es todo. El arte era un lujo y no iba a cambiarme, ni a mí ni a mi vida. Creo que llegué a la dura conclusión de que el arte no hace ocurrir nada. No. No creo ni por un instante en esa tontería shelleyana que dice que los poetas son los “legisladores no reconocidos” de este mundo. ¡Qué idea! Isak Dinesen dijo que ella escribía un poquito cada día, sin esperanza y sin desesperación. Me gusta eso. Pasó la época, si es que alguna vez existió para nosotros, en la que una novela o una pieza teatral o un libro de poemas podía cambiar las ideas de la gente acerca del mundo en el que viven o acerca de sí mismos. Tal vez escribir ficción acerca de clases particulares de personas que viven cierta clase particular de vida permite que ciertas áreas de la vida sean comprendidas un poquito mejor que antes. Pero me temo que eso sea todo, al menos en lo que a mí se refiere. Tal vez sea diferente en el caso de la poesía. Tess ha recibido cartas de gente que ha leído sus poemas y le dicen que los poemas los han salvado de tirarse desde un acantilado o de ahogarse, etc. Pero eso es otra cosa. La buena narrativa es, en parte, una transmisión de noticias entre un mundo y otro. Ese fin es bueno en sí mismo, creo. Pero cambiar las cosas por medio de la ficción, cambiar la afiliación política de alguien o el sistema político mismo, o salvar a las ballenas o a los abetos de la extinción, no. No si ésa es la clase de cambio a la que usted se refiere. Y tampoco creo que eso es lo que la escritura tiene que hacer. No tiene que hacer nada. Sólo tiene que estar allí por el feroz placer que nos da hacerla, y por la clase diferente de placer que produce leer algo durable y hecho para durar, así como bello en sí mismo. Algo que irradia luz —un resplandor persistente y firme, por penumbroso que sea. |
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Entrevista de Mona Simpson y Lewis Buzbee (EEUU)
Traducción de Mirta Rosenberg (Argentina)
Publicado, originalmente en Diario de Poesía Nº 12 Año 4. Nº 12. Abril de 1988
Link: https://ahira.com.ar/ejemplares/diario-de-poesia-n-12/
Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas
Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,
que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte
Editado por el editor de Letras Uruguay
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