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A vuelta de página |
Una pertinaz y gris llovizna de noviembre obligaba a las pocas personas que transitaban a esa hora de la tarde a buscar abrigo en los portales oscuros, olorosos a perro y fritura de pescado. Por las cunetas, un agua apestosa a ciudad arrastraba papeles manchados de grasa, latas vacías, lodo y restos de comida. Alejandra, refugiada tras las gruesas columnas de lo que fuera una tienda de víveres, observaba con enojo los calados bajos de sus pantalones. Tendría que lavarlos al llegar a su cuarto. Junto con el agua, abundantes salpicaduras de barro adornaban la tela. El estómago comenzó a protestar, con un profuso crujido de tripas, ante el hecho de llevar más de diez horas sin recibir nada. La camisa se le había pegado al cuerpo. El edificio en el que se había guarecido mostraba señales evidentes de descuido y maltrato. Grandes manchas oscuras denotaban que la humedad era la dueña de los viejos muros. En la parte superior se dejaban ver ladrillos de grueso porte, con huecos y costuras por todas partes. Las vigas del techo estaban carcomidas, con enormes nidos de comején en las esquinas. La pintura, amén de descolorida y sucia, permitía ver las capas recibidas a través de los años, superpuestas unas sobre otras sin mucho orden y, cruzadas por las cicatrices de raspones, golpes y manchas. Se puso a leer las paredes para distraerse. En la columna de la derecha Yunisleidys decía que Yunior era el “mango” más rico que ella había probado; alguien catalogaba a Olguita de “mala hoja”, a Mariela, de “loca arrebatada”; y a Misleidis, de no saber saltar del escaparate. Un poco a la izquierda un corazón era atravesado por una flecha con una Y en cada lado. La llovizna arreció, movida ahora por el viento norte. Alejandra tuvo que suspender la lectura para buscar refugio en el hueco de lo que debió ser la puerta del establecimiento. Su espalda chocó contra un aldabón enorme, frío, con forma de cabeza de lagarto. Se dio la vuelta y lo palpó. La superficie pulida, estaba cubierta por una capa de pintura negra, con manchas de herrumbre. La boca del saurio, abierta en actitud amenazante, parecía dispuesta a devorar a quién se le acercara. Alejandra, como estudiante de arquitectura, había ojeado cientos de libros con ilustraciones de puertas y aldabones. Nunca había visto uno como aquel, repugnante y atractivo a la vez. De alguna forma le recordaba al Dios cocodrilo de los egipcios. Por curiosidad lo dejó caer varias veces contra la puerta. El sonido sordo lo asustó por instante, había algo amenazador e intrigante en él, algo que penetró por sus oídos y lo hizo soltar al aldabón. En un principio le pareció que del interior del edificio una voz había dicho algo. Prestó atención. Escuchó el sonido de pasos. El agua caía ahora a chorros, sus pantalones estaban empapados, sintió deseos de irse de allí pero la cortina líquida que no le dejaba ver le contuvo. La puerta se abrió en silencio. Un anciano delgado, vestido con un traje negro, le hizo señas de que entrara. Alejandra negó con la cabeza, el viejo repitió su señal. La lluvia apretaba, las ráfagas golpeaban con fuerza las paredes. La muchacha sintió que un escalofrío pegajoso recorría su espina dorsal. Pronto no quedaría, en aquel portal, un lugar para refugiarse. Ni siquiera podía pensar en cruzar la calle bajo aquel diluvio o en pasarse a los portales vecinos. No le gustaba el aspecto del anciano y no entendía por qué le pedía que pasara; pero sus opciones se estaban reduciendo drásticamente con el temporal que arreciaba. Miró la calle por la que el agua corría, su ropa empapada y, decidió aceptar la invitación del viejo. El anciano echó a andar y Alejandra lo siguió. La puerta se cerró a sus espaldas. Había escuchado que en este lugar había radicado una tienda de víveres; sin embargo, el local al que entraron no tenía ninguna semejanza con un establecimiento de venta de comestibles. No había restos de mostradores, anaqueles o lugares de almacenamiento. A partir de la misma entrada se abría un pasillo ancho, con el piso de mosaicos verdes y negros, intercalados como un tablero de ajedrez. Las paredes blancas relucían de limpieza. En ellas colgaban, uno pegado al otro: paisajes, retratos, bodegones, naturalezas muertas. El paso del viejo era mesurado, aun así no permitía observar con detenimiento las pinturas. Alejandra notó su antigüedad, el predominio de los colores oscuros y que los marcos, aunque bien conservados, habían sido dañados por el tiempo. Al final colgaba un reloj enorme. La caja, de madera negra, tenía labrada en la parte superior una escena de caza. Los laterales, enmarcados en oro, refulgían. Las agujas estaban detenidas, una sobre otra, señalando el doce. Pasaron a otro pasillo más amplio en el que ya no había cuadros. El lado izquierdo, protegido por un amplio ventanal de cristal, daba a un patio interior. Distorsionada la imagen por el vidrio, Alejandra observó que en el patio había una fuente rebosante de agua, varios bancos de granito y muchas, muchísimas, macetas con plantas. Un sol fuerte, esplendoroso, alumbraba el jardín. ¿Cómo era posible que la naturaleza fuera tan voluble?, se asombró Alejandra. Momentos antes, el cielo estaba teñido de luto y del sol no había ni noticias. Ahora lo veía brillar como si fuera mediodía y no hubiera llovido en semanas. ¿Habría escampado? Podría regresar, pensó. El viejo seguía caminando sin prestar atención al detalle del sol en el jardín. La joven decidió seguirlo, la casa despertaba su curiosidad de estudiante de arquitectura y no siempre se le iba a dar la oportunidad de observar por dentro una de aquellas magníficas construcciones heredadas de siglos anteriores. El lado derecho era una sucesión de puertas pintadas de caoba con letreros dorados que representaban números. Apelando a su memoria, concluyó que ese tipo de hojas de madera para permitir la entrada a las habitaciones, labradas, con escenas esculpidas a buril, se usaron en el siglo XVII. Al llegar al número cuatro, el anciano se detuvo, empujó la hoja de madera y se hizo a un lado para dar paso a Alejandra. Encogiendo los hombros, ella entró. La sala era amplia, enormemente amplia. La pared situada frente a la entrada tenía en su centro un gigantesco ventanal de vidrio labrado. Contra el cristal repiqueteaba la lluvia. ¿Habría comenzado a llover de nuevo? Alejandra decidió olvidarse por un momento de los caprichos de la naturaleza y dedicarse a observar el magnífico salón. Los muros estaban cubiertos de estantes de madera negra, repletos de libros, del piso al techo y, de una esquina a la otra. En el centro, un butacón forrado en piel, con capacidad para dar asiento a un gigante. Al lado izquierdo, una mesita baja, de patas torneadas y superficie brillante. A la derecha, una lámpara de pie de un metal oscuro, forrada en amarillo claro y que terminaba precisamente encima del respaldar del butacón. Estaba encendida y su luz, centrada sobre el asiento, dejaba en penumbras la mayor parte de la habitación. Por la ventana penetraba una iluminación difusa, grisácea. La puerta se cerró a su espalda. Se dio la vuelta, el anciano ya no estaba. Probó con la manija y esta cedió. Se asomó al pasillo, estaba vacío. Se relajó un poco. El extraño viejo no era un secuestrador ni nada parecido. Era simplemente una persona bondadosa que, al verla mojada por la lluvia, la invitó a entrar a su casa. Después la trajo a la biblioteca para que pasara el tiempo mientras escampaba y la dejó sola para no molestarla. No cabía otra explicación. Tranquilizada, regresó a la habitación. Fue hasta el butacón y se sentó. Un agradable calorcillo recorrió su piel, le pareció que el mueble se encogía, que se adaptaba a su cuerpo. Se fijó en la lámpara, representaba la lucha entre un lagarto, con cabeza similar a la del aldabón de la entrada, y un reptil con rostro de mujer. El saurio apretaba entre sus mandíbulas a la sierpe y sus ojos brillaban con malévola satisfacción, mientras en los de la mujer se leía el miedo y la desesperación. El artista que había sido capaz de crear esas sensaciones en tan poco espacio y con tan pocos recursos debió ser un genio, pensó Alejandra. Se puso de pie y fue hasta el estante situado a la derecha de la puerta. Los libros estaban encuadernados en piel marrón, con filetes dorados. Todos del mismo tamaño; no tenían nada escrito en el lomo ni una indicación ni un título, nada. Tomó uno al azar. Lo abrió por el centro. Las páginas estaban en blanco. Lo hojeó. El papel era suave, flexible, no se pegaba a los dedos; estaba más impoluto que el honor de una virgen. Regresó el texto a su lugar y tomó otro. También estaba en blanco. ¿Qué sucedía allí? Una inquietud vaga comenzó a subir por sus piernas hasta su cerebro. Lo que momentos antes le parecía normal ya no lo era tanto. ¿Por qué el viejo la dejó sola? ¿Por qué los libros estaban en blanco? ¿Qué había en las demás habitaciones numeradas? Con el libro en la mano fue hasta el butacón y se sentó para poder inspeccionarlo mejor a la luz de la lámpara. Casi se ahoga por la sorpresa. La superficie ya no tenía el color albo de antes, ahora estaba cubierta por letras oscuras, pegadas unas a otras. Ni siquiera trató de leer, fue hasta el estante, con el libro abierto. Apenas se levantó, las letras desaparecieron. Lo colocó en su lugar. Tomó otro al azar. Tampoco tenía nada escrito. Regresó al butacón, se sentó, las letras aparecieron. ¿Qué sucedía allí? Respiró hondo para calmarse. No creía en fantasma, ni supersticiones. Hasta ahora había podido dar una explicación lógica a todos los fenómenos de su vida. No caería en pánico. Le pareció ridículo salir de allí dando gritos o asustado. ¿Qué pensaría el viejo? Aquello debería tener una explicación racional, lo que sencillamente él no se la había encontrado. Lo más natural para buscar una explicación era tratar de leer. El texto estaba escrito en español. Comenzaba por un resumen. Aquí se narra como, por mandato de los dioses, It-Uhil, guerrero numerio, partió en busca de la estrella dorada de seis puntas que garantizaría el restablecimiento de la paz y la prosperidad en el país. El fuego mayor del templo de todos los dioses, sede de la sabiduría, ordenó que lo acompañaran su esclavo Ut-Doha y la joven adepta Tanta. Estaba escrito que deberían pasar muchas pruebas y demostrar la pureza de su alma para cumplir lo que les estaba designado. Enfrentarían la furia de los cuatro elementos, el dolor, la pena y sobre todo deberían vencer al hechicero Gudermish; quién, pleno de soberbia, había robado la estrella y la guardaba en su torre. Los dioses los ayudarían; pero ellos, y solo ellos debían ser capaces de encontrar el camino. Alejandra buscó en la primera página el título de la obra y el nombre del autor, no los encontró, como tampoco estaban en la página final. En ambos casos los folios resplandecían por su blancura. Alejandra comenzó a leer con interés la historia. Se olvidó de sus preocupaciones y solo trató de avanzar lo más rápidamente posible junto al héroe y sus acompañantes por desfiladeros y desiertos. It-Uhil observó receloso la cabaña vacía. En una esquina, sobre una mesa de madera sin labrar, había dos ánforas de barro sin pintar. Junto a ellas, una cazuela abollada con restos de comida seca y el espinazo de un pescado. En el rincón de la derecha, una yacija de pieles apolilladas. Se olía la muerte, aunque no se le viera. Ut-Doha apretó la mano sobre la empuñadura de su cuchillo. Tanta introdujo la mano en el saco que colgaba a su lado y sacó un poco de polvo azul. Lo esparció sobre el suelo de la cabaña. De la nada aparecieron varios cadáveres. Estaban encogidos sobre sí mismos, con las manos sobre el vientre y terribles muecas de dolor en el rostro. Sus siluetas resplandecían bajo un fuego rojo. Brujería, sentenció la hechicera. Esto es obra de Gudermish. It-Uhil rezó en silencio a los dioses de Numeria para que le permitieran llegar lo más rápidamente posible a la torre del mago y acabar con sus felonías. La puerta se abrió de repente. El anciano estaba allí. Con un gesto le indicó a Alejandra la salida. La muchacha estaba tan entusiasmada con la aventura que no deseaba irse; sin embargo la actitud del viejo era clara: había concluido de llover, por tanto no había razones para que permaneciera allí. El agua había dejado de repiquetear contra los cristales del ventanal. Alejandra tomó una decisión: con el libro en la mano fue hasta la puerta, lo pediría en préstamo. Antes de que la muchacha pudiera pronunciar una sola palabra, el anciano negó con la cabeza y le indicó el estante. Alejandra comprendió que protestar era inútil, a muchas personas le desagrada prestar sus libros y el viejo parecía ser uno de esos. Además, sería una muestra de desagradecimiento por su parte: en definitiva el anciano le había dado refugio contra él la lluvia. Colocó el libro en el mismo lugar dónde lo había tomado y salió al pasillo tras el viejo. —Gracias— pronunció en voz alta. El otro pareció no escucharlo. Alejandra quiso detenerlo, preguntarle algo, tratar de entablar una conversación, pero el viejo tampoco le hizo caso cuando le dijo: —Qué bien conservada está la casa. Al pasar por el patio, observó a través del cristal que las flores resplandecían en las macetas mientras que el agua seguía cayendo abundante de la fuente. Un sol, más propio de agosto que de noviembre, alumbraba el esplendoroso jardín. La puerta de entrada se abrió antes de que el anciano la tocara, aunque Alejandra no pudo asegurarlo, como tampoco comprendió muy bien cómo se encontró en la calle, con la puerta cerrada a su espalda y sin signos de haber sido abierta en muchos años. El olor a perro y fritura de pescado le recordó que estaba en el portal, era tarde y debía buscar la manera de ir a casa. Esa noche, en la soledad de su cuarto, buscó en Wikipedia los nombres de It-Uhil, Tanta, Ut-Doha y Gudermish. No encontró ninguna noticia sobre ellos. Eso lo llevó a reflexionar durante un largo rato sobre su aventura de la tarde. ¿Qué obra literaria era aquella que no tenía referencia en la enciclopedia virtual? Pues si de por sí eran raros la casa, el viejo, los libros, para colmo no encontraba ninguna noticia sobre los personajes. Estaba seguro de no haber imaginado nada de los detalles que rememoraba. ¿Qué había sucedido entonces? Pensó llamar a Ovidio, su compañero de carrera, pero inevitablemente este preguntaría y se burlaría cuando le dijera de dónde había sacado estos personajes. No, lo averiguaría sola. Durmió mal. Soñó varias veces que estaba en un paraje oscuro y, guerreros ataviados con armaduras de cuero repujado, la atacaban. Se despertaba asustada en el momento en que una espada iba a atravesar su cuerpo. La imagen se repitió más de tres veces en la noche. Cuando salió a la calle, el olor a polvo y estiércol de caballo la obligó a estornudar varias veces. ¿Se habría resfriado la tarde anterior? El edificio Chevrolet situado frente a su alojamiento, y que llamaba tanto su atención por la combinación de estilos mudéjar y rococó en su fachada, hoy le pareció insulso y poco interesante. En el aula Ovidio le mostró una revista recién llegada de París con modelos de casas futuristas. Fingió que le interesaba, pero ni siquiera fijó en su retina una sola de las imágenes. No atendió a las conferencias de historia de las construcciones religiosas en el Medioevo y mucho menos a la de panorama de la cultura universal. Su mente estaba en la extraña biblioteca. La profesora, de escasa estatura, con el pelo pintado de rojo y unos enormes espejuelos bailando sobre el puente de la nariz, la observó con detenimiento varias veces. Le extrañó que una alumna como Alejandra, de las más aplicadas, tuviera aquella mirada ausente durante la clase. ¿Estaría enferma? ¿Tendría problemas personales? Decidió preguntarle al terminar la conferencia. No pudo, pues apenas sonó el timbre, Alejandra salió disparada sin despedirse de ninguno de sus compañeros. La parada de ómnibus frente a la Universidad estaba repleta a esa hora. Los muchachos comentaban entre sí sobre los conciertos que se darían el fin de semana, las nuevas canciones conseguidas en formas no muy ortodoxas, las películas recién estrenadas. Alejandra no soportó continuar escuchando conversaciones que le parecían pueriles. Decidió ir a pie. Tomó rumbo al portal de la vieja tienda de víveres, a pesar de que esta estaba a unas diez cuadras y que necesitaba comer algo, pues ni siquiera había desayunado. La velocidad de sus pasos le hizo chocar con algunos transeúntes. Una vieja, indignada, la amenazó con su bastón. Las huellas del aguacero de la tarde anterior estaban visibles en el edificio abandonado: grandes manchas de barro en el piso y salpicaduras en las paredes. Se recostó a las columnas desde las que lo observaban los letreros eróticos, los desgarrones de la pintura y los pedazos de ladrillo al descubierto. A la luz del sol se veían grandes telas de araña enredadas entre las vigas y sobre el dintel de la entrada. Fue hasta la puerta. El aldabón con la cabeza del lagarto estaba allí, negro, con sus manchas de herrumbre. Las fauces abiertas, amenazantes, parecían advertirle algo. Movió la cabeza varias veces en señal de negación. Sentía dentro de sí una lucha. Algo le decía que debía marcharse, que si entraba se metería en problemas; por otro lado la curiosidad le llamaba a continuar con la historia comenzada a leer la tarde anterior. Golpeó con fuerza, esperanzado de que no se abriera la puerta, de que la llamada fuera en vano. La entrada se abrió. El anciano lo saludó con una inclinación de cabeza y le cedió el paso. —Mire, disculpe la molestia, es que me interesó tanto la historia del libro que… El viejo la interrumpió con un gesto autoritario de su mano derecha indicando hacia el interior. En su rostro imperturbable no se leía extrañeza por la visita. Era como si la hubiera estado esperando. Alejandra lo siguió. Escuchó la puerta cerrarse a su espalda. Los cuadros verdes y negros del piso resplandecían de limpieza, los marcos de los cuadros parecían acabados de pulir, el reloj de madera negra continuaba imperturbable con sus dos agujas detenidas una encima de la otra. Cuando llegaron al patio interior, Alejandra se maravilló ante el esplendor de las flores. Las había de varios colores, sobre todo rojas y amarillas. La fuente rebozaba de agua. El viejo le abrió la puerta número cuatro. Esperó a que la muchacha pasara y cerró la entrada. Sus pasos sonaron en el pasillo mientras se marchaba. La lámpara estaba encendida. ¿Cómo encontrar el libro de la tarde anterior? La pregunta encerraba un gran rato, pues todos los ejemplares estaban encuadernados de la misma forma y tenían similar tamaño. Recordaba el estante de dónde lo tomó, pero ahora no estaba seguro de cuál era. Tomó uno al azar. Lo abrió y sonrió, cuando ante sus ojos, entre la semipenumbra de la habitación, apareció la historia de It-Uhil. Una pregunta surcó su mente, decidió comprobar la veracidad de su premonición. Fue hasta el estante, colocó el libro y tomó otro. Lo abrió y de nuevo se encontró con It-Uhil subiendo por el despeñadero de las sonrisas perdidas. No había dudas, todos contenían la misma historia. Fue hasta el butacón y se sentó. Aquello carecía de sentido. ¿Para qué tener una biblioteca repleta de libros que relataran la misma historia? La única respuesta posible era que alguien hubiera querido demostrar que todos los libros cuentan lo mismo y para eso se habría gastado una fortuna. No, era una tontería. Lo más extraño era que los libros se imprimían al publicarse y quedaban así hasta que se destruían, no permanecían en blanco hasta el momento en que un lector los abría. ¿Cómo lograban aquello? Preguntarle al viejo era por gusto. En los dos encuentros sostenidos había demostrado con creces que la locuacidad no era una de sus características personales. Se puso de pie, fue hasta el estante de la izquierda, tomó un libro. No se equivocó, la misma historia y en el mismo lugar en que la estaba leyendo. Regresó el texto a su lugar. Se dirigió entonces al ventanal en busca de una imagen que lo ayudara a aclarar sus pensamientos, de algo que no fueran estantes llenos de libros. A través del vidrio observó un entretejido de tumbas de mármol negro. Unas tenían sobre ellas cruces; otras, símbolos diversos: pirámides, estrellas, caballos. Era muchas, quizás cien, quizás más. Entre las tumbas no había pasto, ni hierba, solo un lodo oscuro. El cielo se veía plomizo. En la calle, antes de entrar, el sol brillaba, en el jardín de la casa también; sin embargo aquí parecía haber emigrado. Una nueva duda la asaltó. Estaba segura de que la vieja tienda se avecinaba a un taller de bicicletas. No había entre ambos edificios espacio para ese cementerio que observaba. Un ligero temblor recorrió su cuerpo desde las rodillas hasta el pecho. La presencia de la muerte en cualquiera de sus manifestaciones siempre nos hace pensar en lo efímero de nuestro paso por la vida y este cementerio, situado en un terreno en el que no debería estar, provocó un temor impulsivo en la muchacha. ¿Qué significaba aquello? Regresó hasta el butacón. Había regresado a aquel lugar para poder concluir la historia de It-Uhil. Eso haría y después se marcharía. Era mejor no preocuparse o hacer especulaciones. It-Uhil subió por las rocosas paredes del desfiladero. Uh-Doha y Tanta, desde abajo, le indicaban algo. Observó cómo un grupo de guerreros cuervos, vestido de gris claro, lo esperaban con sus lanzas listas. Con la mano derecha se aferró a una raíz y con la izquierda sacó la espada que colgaba de su espalda. Los cuervos lo acosaban con gritos. De repente, una serie de rayos azules cayó sobre ellos, obligándolos a huir. La hechicera, en trance, les apuntaba con sus manos extendidas. It-Uhil dio un salto y subió hasta el final de la escarpa. Ante él se extendía una inmensa llanura verde en la que pastaba un rebaño de cabras. A lo lejos un amenazante castillo custodiaba el paisaje. Cuando se volvió, el esclavo y la hechicera estaban a su lado. Ellos también habían subido por la cuerda. El guerrero se pasó la mano por la frente y lanzó una mirada desafiante a la mole de piedra situada a lo lejos. Esa era la torre de Gudermish, no cabía duda. En sus sueños la vio así. La hechicera asintió; ella también había recibido la señal de que el final de su viaje estaba cerca. La puerta se abrió. El anciano le indicaba la salida. No se iría, había avanzado muy poco en la historia y quería concluirla hoy. No pensaba regresar a este lugar. —No he terminado de leer. Por favor, déjeme un poco más. El viejo negó de nuevo. Alejandra comprendía que estaba en su casa y debía obedecerlo, pero se rebeló contra aquella dictadura muda. —Disculpe, pero concluiré de leer esta página y entonces me iré. El viejo le hizo señas de que debía salir. Alejandra, sin ponerse de pie, fijó su vista en las páginas. Estaban en blanco. Un nudo de miedo se le atoró en la garganta. ¿Cómo había hecho aquello? ¿Quién era ese viejo aparentemente inofensivo? Se contuvo para no demostrar temor o sorpresa; cerró el libro y lo colocó en el estante. El anciano lo dejó salir y cerró la puerta. Al verse en la calle Alejandra se apoyó en las columnas del portal para respirar y tranquilizarse. Por la noche, refugiada bajo una sábana y con un libro sobre misterios esotéricos en la mano, evaluó la posibilidad de contarle a Ovidio lo sucedido. De nuevo decidió no hacerlo. Le excitaba el enigma del viejo, la casa, los libros, la fuente y el cementerio. Lo más posible era que su amigo se burlara si se lo contaba. Debía resolverlo sola. A pesar del temor que sentía, continuaría yendo a leer y, por otra parte, buscaría detalles sobre la historia de aquel edificio, la tienda que hubo allí y sus antiguos dueños. Podría ser que eso le aclarara algo. Esta noche se repitió el sueño. Por la mañana fue hasta la cafetería de la esquina. Se tomó un café aguado, ácido y masticó sin muchos deseos un pan mohoso, dentro del que bailaba una lasca de jamón. Llegó a la Universidad un poco tarde, fue directo a la biblioteca. Había pocas personas a esa hora. Por los grandes ventanales abiertos penetraba la luz del sol, iluminando el techo pintado de blanco, las paredes con retratos de antiguos profesores, los estantes con obras almacenadas aquí durante siglos de paciente trabajo. Normalmente la visión de este lugar calmaba los nervios de Alejandra, provocaba en él una sensación de placer. Sin embargo hoy le molestó el desorden en los estantes, la dicotomía de colores, la luz demasiado brillante. Fue hasta el índice de obras y temáticas. Buscó referencias a un reino o un país llamado Numeria, no encontró nada. Según el horario le correspondía una conferencia sobre el diseño post moderno. Decidió no ir. Sentía demasiados deseos de leer la aventura de It-Uhil, para perder el tiempo en un tema que hasta hace una semana le parecía interesantísimo, pero que hoy consideraba tonto. Salió de la biblioteca rumbo a la parada del ómnibus. La profesora de Historia de las construcciones entraba en ese momento. Al verla salir, la llamó. —Alejandra –se caló los espejuelos—, ¿no tienes clases hoy? ¿Por qué te marchas tan temprano? La muchacha contrajo los labios molesta. Podía engañarla, pero si lo descubría, podría vengarse a la hora de las calificaciones. —Me siento mal profesora, la cabeza me duele mucho –optó por una mentira difícil de desenmascarar. La mujer asintió. —Sí, ayer te vi muy extraña en clases, por primera vez no atendiste nada de lo que dije. Es como si hubieras estado en otra parte. La vieja siguió su camino. La joven se detuvo a pensar. ¿Qué quiso decir con eso de que parecía estar en otra parte? Mientras caminaba por la parte vieja de la ciudad, pensó que la profesora había dado en el clavo. Estaba allí, pero en realidad deseaba estar en Numeria, buscando la estrella dorada de seis puntas. Había leído muchos libros, muchas aventuras, pero ninguna había captado su atención como aquella. Sus padres le habían dado el nombre de una reina judía legendaria, Salomé Alejandra. ¿Sería eso una predestinación? En realidad nunca le interesó esa historia sobre la última reina del reino judío independiente, le pareció una crueldad de sus padres ponerle un nombre tan largo. ¿Tendrían algún motivo oculto para hacerlo? Esta vez no dudó. Golpeó con fuerza el aldabón contra la portada. Una muchacha que pasaba por el portal lo miró intrigada, él le sonrió. El anciano estaba frente a ella, dándole paso. Alejandra esbozó la mejor de sus sonrisas. —Perdone la molestia, pero… Un gesto autoritario, seco, de alguien acostumbrado a ser obedecido, le indicó que pasara. El jardín interior brillaba esplendoroso con su fuente repleta y su sinfonía de flores rojas y amarillas. Los bodegones, paisajes y retratos estaban igual de limpios, con sus marcos deteriorados. El reloj continuaba detenido, marcando las doce en punto. El viejo le abrió la puerta número cuatro. Alejandra no perdió tiempo en preliminares ni experimentos que sabía no le aclararían nada. Fue hasta el estante más cercano, tomó un libro y se sentó a leer. La luz de la lámpara estaba encendida. It-Uhil observó con detenimiento la estrecha abertura del desagüe. Era el único lugar por el que podrían entrar a la torre. No había puertas y las ventanas estaban a unos veinte codos de altura. Un olor nauseabundo, a pudrición llegaba desde el hueco. No se inmutó. Indicó a sus amigos que le siguieran y penetró a través de la hendidura. Una estrecha corriente de agua bajaba entre la roca, manchando la blancura de la piedra con un limo oscuro. Varias ratas huyeron asustadas ante ellos. La oscuridad comenzó a cegarlos a medida que avanzaban. Tanta fue a recurrir a uno de sus hechizos iluminadores, pero It-Uhil se lo impidió: si usaban magia Gudermish los detectaría. Uh-Doha encendió una antorcha. El desagüe ascendía y ellos lo siguieron, aferrándose a las rocas con las uñas. Al final, llegaron hasta un amplio salón. Debía ser la cocina pues encontraron un enorme fogón y varios calderos de bronce. ¿Comía el hechicero como los demás?, se preguntó It-Uhil. No se escuchaban ruidos, la torre parecía estar vacía. Llegaron hasta una escalera. Tanta sacó de su seno un espejo, lo observó detenidamente y señaló hacia arriba. Continuaron subiendo. La escalera terminaba en un amplio salón lleno de espejos, con un pedestal de mármol en el centro. Sobre el pedestal estaba la estrella de oro de seis puntas. Junto a ella un hombre viejo, vestido de negro, con la cara muy seria. Ii-Uhil lo amenazó con la espada, Ut-Doha le apuntó con su arco, Tanta extendió sus manos en posición de ataque. —Han llegado hasta aquí, pero no se la entregaré—señaló a la estrella—, antes haré que las llamas se adueñen de este lugar. —No te lo permitiré –bramó It-Uhil. El viejo comenzó a reír mientras sus manos se extendían hacia la estrella de oro. —No te opongas al designio de los dioses, Gudermish. Ellos nos enviaron hasta aquí –la voz de Tanta era firme—, sabes lo que eso significa, tu tiempo acabó. No podrás defenderte de los tres. Morirás por la espada, la flecha o la magia. —El tiempo no tiene comienzo ni final, es solo una serpiente que se devora a ella misma para nacer de nuevo. Mi suerte está unida a la de esa estrella, arderemos juntos y renaceremos juntos. El viejo abrió la puerta. Alejandra lanzó un suspiro de disgusto. ¿Por qué escogía los momentos más interesantes de la trama para interrumpir? No intentó siquiera oponerse. Volvería mañana a continuar la lectura. Cuando pasaban por pasillo, un detalle llamó la atención de la muchacha: estaba segura de que los mosaicos del piso eran verdes y negros; sin embargo ahora eran grises ¿por qué? Ni siquiera intentó llamar la atención del viejo al respecto. Fue directo a su cuarto, se preparó un pan con tortilla que comió sentada junto a la ventana. No tenía deseos de ir a clases y buscó un libro sobre las espadas más famosas en la historia de la literatura. Se quedó dormida sin darse cuenta. Soñó que estaba atada a un poste en el subterráneo de un castillo. Un hombre encapuchado daba fuego a unos hierros mientras reía. Escuchó claramente gritos de terror. Vio en las paredes grandes argollas herrumbrosas de las que colgaban esqueletos humanos. Sentía una punzada sobre el pecho como si la estuvieran quemando. Despertó a las seis de la mañana, con el libro junto a ella y un enorme dolor de cabeza. Hoy concluiría la lectura de las aventuras de It-Uhil y se olvidaría de ellas. No sabía por qué, pero relacionaba sus extraños sueños con la lectura. Además necesitaba recuperar tiempo en sus estudios. No tenía clases hasta la tarde. Podía utilizar la mañana para investigar. Aprovechando que le habían orientado un trabajo sobre las construcciones neoclásicas en la ciudad, fue hasta la Oficina del Historiador. La recibió una muchacha de pelo castaño, recogido en un moño y con los ojos rasgados. —Puedes leer esta ponencia –le dio un grueso file—, es el resumen de algunas investigaciones hechas sobre el neoclásico. Alejandra respiró hondo. —¿Puedo hacerle una pregunta? —Claro –sonrió ella. —En estos días he visto un edificio donde, según sé, hubo una tienda de víveres. Debe haber sido construido en el siglo XVII o XVIII –le escribió en un papel la dirección del lugar—, ¿a quién perteneció? Ella fue hasta un estante y buscó. —Sí, es una construcción muy vieja, es de mitad del siglo XVII. En ese lugar radicaron varios establecimientos. Fue construido como casa de vivienda de un funcionario del Real Tribunal de Cuentas. A la muerte del hombre, aquí no aclara las causas de su deceso, la viuda lo convirtió en casa de alquiler. Con el tiempo fue templo pentecostal, imprenta y al final, tienda de víveres. Lleva muchos años en situación de derrumbe. Alejandra reflexionó un instante. —¿Cómo se llamaba el propietario original? La muchacha buscó de nuevo. —Qué raro, tenía un nombre exótico, Adam Gudermish. No sabía que los tribunales tuvieran en aquella época funcionarios extranjeros. Alejandra sintió cómo una ola de calor le subía hasta la cabeza. ¿Qué significaba aquello? ¿Era una coincidencia? Una inquietud morbosa, húmeda se alojó en su cerebro. —¿Hay algo más sobre ese propietario original? La muchacha levantó la vista de los papeles y la fijó en Alejandra. El tono de voz de esta la había sorprendido. Se notaba demasiado excitada para alguien que esté haciendo una investigación sobre un edificio sin ninguna importancia histórica excepcional, y parecido a decenas que había en la ciudad. Regresó de nuevo a los papeles. —Según dice, a pesar de su cargo, fue investigado por la policía del Gobernador General, no se aclaran las causas. Al final el proceso fue desestimado. Allí no encontraría nada más. Alejandra comprendió que si quería desentrañar aquel misterio, debería ir a la fuente original: regresaría a la casa. Enfrentaría al viejo, no sabía cómo, pero lo haría. Se despidió de la muchacha y tomó la dirección de la vieja tienda de víveres. Obligó a sus piernas a marchar lo más deprisa posible y algunos transeúntes se quedaron parados observándola mientras caminaba. Al doblar la esquina que daba al inmueble un olor a humo azotó su olfato. Varias personas pasaron corriendo a su lado Se escuchó la sirena de un carro de bomberos. —¿Qué sucede? –preguntó Alejandra a un gordo. —La tienda vieja está ardiendo. Alejandra adivinó, más que escuchó, el final de las palabras y corrió hacía el lugar, sin necesidad de más averiguaciones intuía a que se refería el gordo. Mientras corría, un profundo sentimiento de frustración lo embargaba. Necesitaba enfrentar al viejo, descubrir quién se escondía tras aquella máscara de impasibilidad, obligarlo a confesar la verdad sobre la casa, los libros, la historia de It-Uhil. El fuego no podía arrebatarle esa posibilidad. No era justo. La policía había acordonado el lugar y no permitían el paso. Los curiosos, arremolinados alrededor de la cinta policial, comentaban. —No quedó nada –una vieja se arregló la blusa—, yo estaba cerca cuando comenzó. Fue como si hubiera estallado una bomba, aunque no hizo ruido. —Es verdad –aseveró un hombre vestido con uniforme de custodio—, yo trabajo frente y aquello fue fenómeno. La candela salió, así de repente, lo barrió todo. —Dice un bombero –comentó un negro flaco—, que la suerte es que estaba vacío. No había ni un mueble, ni un papel, nada. Alejandra escuchó con la garganta seca por la sorpresa. Alguien la tocó por el hombro. Se volteó. Ante él había dos hombres y una muchacha vestidos con amplias túnicas de colores brillantes. En sus rostros se denotaban señales de tizne. Olían a humo. Parecían musulmanes. El que la había tocado, alto, fuerte, con el rostro bronceado, le preguntó. —Disculpe, estamos buscando el cementerio –el acento era metálico—, ¿podría ayudarnos a encontrarlo? Los ojos de Alejandra se fijaron abrasadores sobre su interlocutor y sus acompañantes. No, no podía ser. Su mente la estaba traicionando, llevándola por senderos de extravío. Había una sola manera de salir de la duda. —¿Cómo se llama usted? –preguntó. El extranjero abrió los brazos en señal de sorpresa. Sus acompañantes dieron un paso atrás. El otro hombre introdujo la mano derecha bajo el cinturón. La mujer fijó en Alejandra unos ojos de un color dolorosamente azul. —Me llamo It-Uhil. ¿Me conoce? Alejandra sintió unos deseos enormes de decirle que sí, que lo conocía, que lo admiraba, pero un peso enorme que se clavó sobre sus hombros le indicó que no podía hablar, que de hacerlo algo muy grave podía sucederle. Se limitó a señalar con el dedo. —El cementerio está en aquella dirección.
La serpiente del tiempo Comentario y aporte de Alberto Marrero - marrero@cubarte.cult.cu El cuento que hoy propongo a los lectores se titula “A vuelta de página” y es de la autoría del narrador Jorge Godofredo Silveira (Cabaiguán, 1961). La historia tiene los ingredientes típicos de la literatura juvenil fantástica: magos, brujerías, espadas, arcos, castillo, casa misteriosa, anciano también misterioso, una biblioteca con libros que parecen seres vivos y que pasan de la letra escrita a las paginas en blanco y, al final, constituyen un solo libro, con una sola narración. La literatura puede ser eso: una sola historia contada de infinitas maneras. Narrada con destreza, Godofredo crea una atmósfera que va hechizando poco a poco al lector. El personaje central es una joven universitaria que se ve atrapada por la lluvia en el portal de una casona antigua. La curiosidad y una aldaba en forma de lagarto la llevan a tocar en la puerta. Un viejo la invita a pasar y, a partir de ahí, comienzan a ocurrir cosas extrañas que la sumen en un estado de perplejidad casi obsesiva. En la biblioteca de la casona (otrora almacén de víveres), Alejandra se entrega a la lectura de un libro que rápidamente la atrapa y la hace regresar una y otra vez a la casa. El viejo la deja pasar y ella corre a la biblioteca donde reanuda la lectura del libro, que es interrumpida siempre por el primero en el momento más interesante del relato y luego la obliga a marcharse. La estructura del cuento incluye la historia que Alejandra lee y cuyo desenlace nunca logra alcanzar. Un suceso se lo impide, algo inesperado que no revelaré y que le proporciona al texto esa atmósfera de enigma que los lectores de seguro agradecerán. Como en otras ocasiones, llamo la atención sobre la eficacia del lenguaje y la estructura del texto. Jamás lo hago por una cuestión meramente didáctica, sino porque me gusta recalcar la importancia de estos dos elementos a la hora de narrar una historia. Por otro lado, presiento también un aire filosófico que sopla en el relato y que le imprime a mi juicio una fuerza mayor. El tiempo no tiene comienzo ni final, es solo una serpiente que se devora a ella misma para nacer de nuevo, dice el personaje del mago. La obra de este escritor ha recibido premios y reconocimientos como los premios La Edad de Oro (2006), La Rosa Blanca (2007), Eliseo Diego (2008) y el premio de la ciudad de Sancti Spíritus (2013). Ha publicado: Razones de peso. (Luminaria, 2002); Pon tu mano en la mía (Luminaria, 2005); La Tumba y las medallas (Luminaria, 2006); Abrir ciertas ventanas, antología del cuento espirituano (2006); La pared transparente (Gente nueva, 2007); ¿Por qué callan los corderos? (Luminaria, 2008); Si usted aprendió a besar en checo (Ávila, 2009); Los gatos bailan de madrugada (Luminaria, 2010) y otros títulos, algunos de ellos por editoriales de España y Portugal. |
Jorge Godofredo Silveira
Publicado, originalmente, en Cuba Literaria
http://www.cubaliteraria.cu/
, 30 de enero de 2015
http://www.cubaliteraria.cu/articulo.php?idarticulo=18233&idseccion=72
Gentileza de Alberto Marrero, al cual agradecemos.
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