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El último grito de Edvard Munch
Del libro “Un calabozo en el aire”
de Yasmin Sierra Montes
sierramontes@cubarte.cult.cu

 

Solía instalarme al borde de las carreteras para pintar cuadros con autos que pasaban… un día tuve que desistir: los carros dibujados insistían en llevarme con ellos. Me transportaban tan lejanamente, que rara vez podía volver y tuve necesidad de recomenzar de nuevo en lugares tan disímiles, que perdí mis mejores años deambulando por ahí sin prestar mucha atención a mis pinturas.

      

Luego trasladé mi caballete a la orilla del mar, pero los barcos que pintaba, también insistieron en conducirme y me encontré naufragando, en distantes islas bañadas por los océanos más solitarios y sin otra vía posible de salvación que el regreso a nado. Estos viajes marinos me dejaron muy enflaquecido y sin ánimos para retomar mis lienzos.

 

También me fui a los aeropuertos a pintar aviones remontando el cielo, pero una vez dibujados, insistían para que me fuera con ellos, los viajeros siempre iban radiantes y me hacían poco caso, pero las nubes me envolvieron en sus horizontes estáticos y una extraña soñolencia me dominó, como si aquellos espacios sin vida por los que volaba, tuviesen el don de asfixiar la energía que me bullía por dentro. Pasé por una época de malestares descoloridos y para nada me acordé de mis bocetos.

      

Hastiado de aquellas regiones limítrofes, me fui al centro de la ciudad a reproducir la vida que transcurre en sus arterias. En una acera puse mi caballete y comencé a esbozar lo primero que vi: un grupo de manifestantes que blandían sus reclamos con infinito optimismo. Quedé muy deslumbrado y quise dibujarles lo más aprisa que pude, pero las figuras del lienzo reclamaron para que también protestara. Lo hice con tanta pasión que acabé sin voz, preso y golpeado por mi conducta sediciosa.

      

Cuando me repuse, decidí buscar a personas desprovistas de ideales que me perturbaran… había comenzado a recelar  de mi falta de carácter para defender mis utopías.

      

Por ello, instalé mi caballete debajo de un puente, inspirado por la brisa límpida del agua, me propuse pintar vagabundos. En un principio esto no pareció interesarles y respiré tranquilo. Al paso de los días alzaron su voz desde el lienzo y comenzaron a importunarme con sus doctrinas nómadas y sus desapegos materiales, tanto… que me propuse no guardar nada para mí y les obsequié mis dones, mis paradigmas y mis alucinaciones. Quedé tan pelado como el gajo seco de un matorral  y ya no pude continuar con mis pinturas. 

      

Aniquilado, desposeído… sin otro afán que el de volver a mis cuadros, fui hasta la esencia de mis creaciones y les pregunté:

     

— ¿Por qué se empeñan en contagiarme…? Imposible que así pueda crear. 

     

— ¿Para qué nos inventaste? Antes de andar tras de ti remontando las carreteras, los aeropuertos, los mares y hasta los pantanales, dormíamos plácidos en las oquedades de tu memoria… ni siquiera nos levantábamos para mirar el azul.

      

La convicción me llegó como un hachazo: el problema moraba en que ninguno de los fantasmas que me atormentaron eran reales y esto me llenó de pavor, todo fue invención mía: las palizas, los regresos demenciales, los cielos dormidos, los abismos insondables…

      

Salí aterrado a la calle a preguntar a mis conocidos de donde surgían tantos recuerdos, tantos viajes y tantos personajes ciertos o inventados, amotinándose en los recodos de mi pensamiento. Ninguno supo qué decir.

      

Los personajes de mis bocetos, de mis viajes y hasta de mis quimeras habían estropeado tanto mi carácter primigenio, que los maldije con todas mis fuerzas y un día, hastiado de  quebrantos decidí expulsarles. Gruñeron, se irritaron y hasta renegaron de mí, pero respiré tranquilo cuando al final se fueron.  Como a un celaje prieto les vi marchar apresurados, iban en busca de nuevas víctimas que acribillar con sus torturas.

      

De eso ha pasado mucho tiempo.

      

Cuando miro a los otros cruzar como aves de presa los cielos, sumergirse hasta el cuello en los mares, sufrir hambre en desiertos remotos, proteger con encono sus juicios y creaciones y regresar en la noche enfermos o apaleados, sonrío tranquilo y me digo:

      

—Ahora soy un hombre normal.

      

Luego, rastreo la bruma por donde se marcharon y suspiro pensando: quizás alguna musa leve se compadezca de mí y venga un rato a calmar mi aburrimiento. Entonces los llamo con todas mis fuerzas, pero nada sucede.

     

Hastiados de mí se fueron categóricos, son ellos quienes de vez en cuando me inventan. Como a un payaso de circo me disfrazan y luego me sientan derechito en una alta silla de la que no me atrevo a bajar.

 

Yasmín Sierra Montes
sierramontes@cubarte.cult.cu

Del libro “Un calabozo en el aire”
Gestora cultural: Odalys Leyva Rosabal
odalysleyva@pprincipe.cult.cu

Amigos del Frente de Afirmación Hispanista, A.C., México

 

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