Jaime Sabines: La religiosa elementalidad

por Javier Sicilia

Una de las características de la poesía de Jaime Sabines es su desigualdad: la brillantez sublime y la chatura pacata. No es extraño. Como todo poeta de la entraña, Sabines se mueve en un territorio movedizo y desigual como la vida. Las palabras no son para él una zona sino un instrumento de la imprecación, de la duda, de la blasfemia, de la soledad, de la anarquía o de la insulsa cotidianidad. “Es —me decía Salazar Mallén que tanto admiraba su poesía— nuestro Juan Charrasqueado.” De ahí su desigualdad. Sabines no mesura, aúlla, grita, blasfema o simplemente cuenta. Todo lo que le sucede es motivo de un poema y en consecuencia no todo es un producto verdaderamente acabado. ¿Importa? En realidad no. Esa debilidad es su fuerza, y los mejores poemas que han nacido de ella sólo podrían haberse escrito desde ahí. No es con el respeto y el sopesamiento de las palabras como se escribe un poema de la altura de “Algo sobre la muerte del mayor Sabines” esa joya del dolor, del amor y de la blasfemia, sino con el hígado, los pulmones y la desdicha. Sabines es un poeta de la vida en su expresión más elemental e inmediata. El universo de las sutilezas del espíritu no es el suyo ni le importa. Su experiencia del mundo es primitiva, tan primitiva que ante ella miramos lo humano en su desnuda y sorprendente inmediatez. Se necesitaría ser un oligofrénico o un demonio para no conmoverse ante el poema que dedicó a la muerte de su padre o ante “Tía Chofi” o ante “Mi cama es de madera” o frente a ese hermosísimo poema, de su reciente producción, que intituló “A mí me gusta Dios”, y no sentir en ellos toda la fuerza, la compasión y el amor de lo humano.

Para llegar a producirlos, es decir, para llegar a decir con tanta fuerza la experiencia decantada de lo inmediatamente humano, Sabines tuvo que pasar por la producción de muchos poemas insulsos. Muchos de ellos nunca los desechó. Lo cual se le agradece. Esa persistencia, ese no avergonzarse ante lo vacuo de mucha de su producción nos habla de su humildad. Sabines no es un escritor de profesión, es decir, alguien que ha hecho de la escritura una carrera para ser brillante y ganar premios, alguien que se cuida, tiene escrúpulos y sólo deja aparecer lo mejor de sí; es, por el contrario, un escritor porque no tiene más remedio que serlo, porque si no escribe revienta, porque hay en él una exuberancia de vida que quiere decirse y se dice, no importa lo sublime o lo insulsa que sea: la vida es y en tanto es y se experimenta con intensidad es susceptible de poetizarse. Pero también nos habla del mapa que ha seguido para llegar a la expresión sublime de su mejor producción. La gran poesía de Sabines quedaría inconclusa sin la otra: aquélla es su producto decantado; es el fin de un largo tedioso y a veces aburrido viaje, y todo viaje es hermoso no en la medida de lo que se descubre de hermoso, sino en la medida en que no se escatima nada para llegar a la hermosura. Ningún viaje es bello sin sus contradicciones, sus sinsabores y sus aburrimientos.

Esa elementalidad de Sabines, esa respuesta abrupta e inmediata a la experiencia de la vida, se refleja de manera formidable en la manera en que retoma la tradición religiosa en su sentido más lato. Como todos los poetas de la víscera, pienso por ejemplo en León Felipe y, en otro sentido, en César Vallejo, Sabines vive el misterio religioso con respuestas primarias. Va de la blasfemia, cuando el dolor lo atenaza, por ejemplo, “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”, al elogio y la alegría cuando está contento, “A mí me gusta Dios”, pasando por la confesión abierta, triste y confiada, “Poemas de unas horas místicas”, “Tía Chofi”.

Esa condición primaria de su poesía ante el fenómeno religioso lo lleva a utilizar la plegaria en un sentido novedoso. Ese conjunto de letanías que aparecen en “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”, y que el poeta chiapaneco retoma de las letanías a la Virgen que se rezan al final del rosario, le da a la religiosidad una fuerza humana, mineral y sagrada que retumba en el alma con toda la grandeza del dolor y de la desesperación: “Madre generosa/ de todos los muertos/ madre tierra, madre/ vagina del frío/ brazos de intemperie/ regazo del viento/ nido de la noche/ madre de la muerte,/ recógelo, abrígalo,/ desnúdalo, tómalo/ guárdalo, acábalo. No podrás morir./ Debajo de la tierra,/ no podrás morir./ Sin agua y sin aire/ no podrás morir./ Sin azúcar, sin leche/ no podrás morir/ sin frijoles, sin carne,/ sin harina, sin higos,/ no podrás morir [...]”.

Hay en ello algo de blasfemo. Una blasfemia que adquiere su mayor expresión momentos antes cuando el poeta grita: “De la tierra también [...] viene Dios, el manco de cien manos,/ ciego de tantos ojos,/ dulcísimo impotente. /Omniausente, lleno de amor,/ el viejo sordo, sin hijos,/ derrama su corazón en la copa de su vientre.” “Viene el oleaje tenso de la muerte,/ el frío sudor de la esperanza,/ y viene Dios riendo.” “Mi padre tiene el ganglio más hermoso del cáncer/ en la raíz del cuello, sobre la subclavia,/ tubérculo del buen Dios,/ ampolleta de la buena muerte,/ y yo mando a la chingada todos los soles del mundo.” Pero la blasfemia, cuando, como en ese poema, nace del dolor más intenso, es una de las formas más profundas de la oración; es el grito de la desesperación y la miseria ante esa inmensidad que nos aplasta y que no comprendemos; una exigencia de piedad y un grito de dignidad. Sabines es inmenso cuando blasfema, como es inmenso también cuando retoma el lenguaje religioso de la pasión para hablarnos de su dolor: “Siete caídas sufrió el elote de mi mano/ antes de que mi hambre lo encontrara,/ siete veces, mil veces he muerto [...]”, o cuando retoma el lenguaje de la tradición y del evangelio para hablarnos de la humilde virginidad de su tía: “Sofía, virgen antigua, consagrada,/ debieron enterrarte de blanco en tus nupcias definitivas. Tú que no conociste caricia de hombre/ y que dejaste llegar a tu rostro arrugas antes que besos,/ tú, casta, limpia, sellada,/ debiste llevar azahares tu último día./ Exijo que los ángeles te tomen/ y te conduzcan a la morada de los limpios./ Sofía, virgen, vaso transparente, cáliz,/ que la muerte recoja tu cabeza blandamente/ y que cierre tus ojos con cuidados de madre/ mientras entona cantos interminables [...]”. Pero también es inmenso cuando habla de la más elemental de las cotidianidades con el lenguaje más inmediato y directo.

La gran poesía de Sabines puede hacerme llorar y hacerme sentir todo el peso del dolor y la alegría de ser hombre. Es como un mapa de lo más elemental e inmediato del alma humana. Cuando la leo me siento como un niño y me dan ganas de dar gracias por el doloroso y espléndido misterio de la vida. Ella, en medio de la inanidad de un mundo vacío a fuerza de exaltar el más ramplón de los materialismos: el consumo, el dinero, el desprecio por los otros, la voracidad, me recuerda los dones de la vida y la infinita riqueza que hay en su simplicidad: el dolor, el lecho, la virginidad, el tabaco, la preñez, el aire, los frijoles, las tortillas, el aroma de una mujer, los hijos; en suma, el misterio cotidiano de la existencia, y al recordármelo me hacen volver a mirar y a sentir la desnuda gratuidad de la vida. Su poesía es una imagen de lo más inmediato que tenemos y que constantemente olvidamos, y un testigo de la realidad de las cosas que nos hacen vivir.

 

por Javier Sicilia

 

Publicado, originalmente, en: Periódico de poesía / No. 13 Primavera 1996

Periódico de poesía es una publicación editada por la Dirección de Literatura de Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)

Link del texto: http://www.archivopdp.unam.mx/index.php/3758

 

Ver, además

Jaime Sabines - El olvido es la sobrevivencia - entrevista de Elva Macías Grajales (México) c/videos

 

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