La empatia como práctica filosófica
Empathy as a Philosophical Practice

Ensayo de Héctor Sevilla Godínez

Universidad de Guadalajara. Guadalajara - México
hectorsevilla@hotmail.com

Resumen

La empatia, entendida como una coincidencia con la esencia de otro, va mucho más allá de la sola comprensión de la situación ajena, de la observación de sus estados emocionales o de la especulación sobre los motivos de su conducta. El asombro ante lo que está más allá de lo personal nos invita al retorno de lo interpersonal, de modo que en el encuentro, y en ocasiones en la fricción con otros, se logra retomar el camino del autodescubrimiento. El presente texto aborda la ética de la empatía, proponiéndola no solo como un sistema de comprensiones estructuradas, sino como una vivencia cuyos sustentos son derivación de una práctica filosófica llevada a su máxima realización. Se exponen, además, algunas características de la actitud empática y las variantes de identificación con el otro.

Palabras Clave: Encuentro; Espiritualidad; Identificación; Otredad; Ética.

Abstract

Empathy, understood as a coincidence with the essence of another, goes far beyond just understanding the situation of others, observing their emotional states or speculation about the reasons for their behavior. The astonishment at what is beyond the personal invites us to return to the interpersonal, so that in the encounter, and sometimes in friction with others, it is possible to resume the path of self-discovery. This text addresses the ethics of empathy, proposing it not only as a system of structured understandings, but as an experience whose sustenance is derived from a philosophical practice carried to its maximum realization. In addition, some characteristics of the empathic attitude and the variants of identification with the other are exposed.

Keywords: Encounter; Spirituality; Identification; Otherness; Ethics.

La ética de la empatia

Una de las principales diferencias entre las personas consiste en que cada una define lo que es mejor para sí o lo que es mejor para su comunidad partiendo de parámetros distintos. En su momento, Sexto Empírico había notado que “todos aprueban por igual que el bien es útil, que es elegible [...] y que puede producir la felicidad”[1]. No obstante, señaló que las personas no tienen la misma idea de lo que trae la felicidad y “caen en una guerra implacable: unos diciendo que la virtud, otros el placer, otros la ausencia de dolor y otros alguna otra cosa”[2]. Por ello, si bien se parte de la premisa de que cada uno desea lo bueno, e incluso lo mejor, no hay un consenso claro sobre a qué se debiera dar esa categoría o el motivo por el que debiera ser así.

Si de verdad existe interés por empatizar con otra persona, no basta con comprender el origen de los mandatos que ha tomado como suyos, también deben visualizarse, al menos de manera temporal y parcial, las ideas con las que construye su visión del mundo. Heschel refirió que “el mandamiento ‘ama a tu prójimo como a ti mismo’ (Lev. 19,18), nos exige amar no sólo al virtuoso y al sabio, sino también al vicioso y al estúpido”[3]. Semejante labor no puede ser operada sin un sensible destello de perspectiva transpersonal.

El amor no puede ser obligado; cuando lo es, lo que genera no puede ser amor. No obstante, lo que sí puede gestionarse es la empatía, asumiéndola como un paso antecedente de la experiencia amorosa. A su vez, resulta complicado lograr la conexión empática sin la preexistencia de cierta voluntad por conectarse. A pesar de que la tradición religiosa manda que amemos a los demás, no todos concuerdan con que sea posible o respetable un mandato tal. En su momento, “los vitandines desconfiaron de la idea de un lenguaje del mundo, creyeron [...] que el mundo no habla, que somos nosotros, los hombres, los que hablamos, y que la lengua misma (esa que hace posible la ley) es un asunto humano y no divino o cósmico”[4]; de tal modo, la noción de un mandato venido de lo transpersonal queda relegado a una opción personal que está situada en el mundo concreto que cada uno percibe.

Los problemas que acontecen en la vida no quedan resueltos por completo a partir de la voluntad de actuar de forma ética; en su carácter de práctica deliberativa, la ética no tiene respuestas predefinidas ni puede indicar reglas absolutas para todas las situaciones posibles. Del mismo modo que la empatia, la ética debe construirse a partir de la disposición racional y la sensibilización hacia cada caso particular. Por lo tanto, es oportuno consolidar tres ramificaciones de una ética facultativa de la empatia: a) la opción por la razón; b) la elección de socializar; c) el compromiso por la liberación. ¿De qué podríamos liberarnos? De todo lo que ciega nuestra actitud critica y obstaculiza el encuentro auténtico con los otros.

No basta con el esfuerzo aislado que se hace en la soledad, es necesario tener cierta conexión dispuesta al entorno. Eckhart reconoció que “aquellos que se ejercitan en la vida contemplativa y no en las obras exteriores, y que se cierran a ellas, se equivocan y no se comportan correctamente”[5]. Con esto no se afirma que la meta consiste en vivir orientados hacia las necesidades de los demás, que debamos descuidar el propio entorno o disminuir la atención que es menester dedicar a la propia situación; de lo que se trata es de ser capaces de mantener encendida la llama de la voluntad que permite captar, aunque no sea de forma sensorial, que el otro nos es alterno solo en un plano convencional, que algo de él está orientado del mismo modo que algo en nosotros. No es sano suponerse diestro para conectar con todas las personas, pero tampoco es sensato asumirse inepto para cualquier identificación.

El ingrediente de la prudencia siempre es útil en lo correspondiente a las relaciones humanas. Incluso en lo relativo a las reglas sobre el comportamiento, sean estas religiosas o dictadas por un texto sagrado, “es imprudente escuchar sólo a la moral, y es inmoral ser imprudente”[6] La alusión a la empatia no tendría que entenderse como una invitación acritica que nos orilla a mostrarnos bondadosos con la totalidad de los humanos; la historia ha demostrado de manera reiterada que “un hombre que quiere en todo hacer profesión de bueno va directo al fracaso, pues se encuentra en medio de muchos que no lo son”[7]. No obstante, la evidencia del daño causado por las personas entre si, sobre todo cuando la victima confiaba en el victimario, no son motivo suficiente para cerrar la cortina de nuestra disposición al encuentro. Sería muy obstinado recomendar un justo equilibrio entre la disposición y la inteligencia, pero al menos cabe considerar la pertinencia de mostrarse prudente en la modalidad de vínculos emocionales que cada uno elige. En este tipo de cuestiones no es necesario esforzarse por mostrar siempre brillantez y sofisticación, también es importante desarrollar la espontaneidad.

Vivencia de la empatia

Entre las diversas incertidumbres que nos invaden durante el transcurso de nuestro tiempo en el mundo se encuentran las de qué es la verdad, qué es lo que viene después de la muerte y cuál es la naturaleza de Dios. A cambio de ello, podemos tener al menos una evidencia presente: estamos aquí. Recobrar la noción de quiénes somos y dónde estamos, nos conduce al reconocimiento de que otros también son y están; si nosotros no tenemos todo claro, quizá ellos tampoco, e incluso podría suceder que no tienen claro que no tienen nada claro. En la opinión de Nishitani, de entre todas nuestras respuestas, una que es irrefutable es que existimos aquí y ahora. De tal modo, “por mucho que el tiempo no tenga principio ni fin, este ser presente [cada humano] está realmente presente. Su presencia está fuera de toda duda”[8]  La ubicación de la presencia específica de un alguien en un sitio particular es el primer paso para que la empatía acontezca; no podemos ser empáticos ante alguien cuya existencia desconocemos o negamos.

A la vista del principiante, su opinión inmediata es irrefutable, de modo que no distingue entre la identidad de los demás y la quimera que elabora de ellos. Alejados de tan pueril situación, cabe cuestionar si nuestros encuentros con los demás no son más que ficciones cimentadas en el desconocimiento de cada cual. Así, cuando no sabemos quiénes somos, producimos vínculos que se mantienen en el plano de la corporeidad, sin notar que nuestras existencias no se afirman entre sí. En tal tenor, antes de pretender conectar con la esencia de las personas, es acertado comenzar por no negar su existencia auténtica; del mismo modo, no basta con saber que el otro está ahí, sino que es necesario ubicar la independencia entre su ser y nuestra figuración de lo que es.

Tal como refiere Stein, “la empatia no tiene el carácter de percepción externa, pero desde luego que tiene algo en común con ella, a saber: que para ella existe el objeto mismo aquí y ahora”[9]; por ello, la empatia no es posible cuando la existencia del otro no es evidente ante nosotros. La experiencia empática no puede acontecer a partir de una abstracción, sino que requiere de un encuentro para lograr ser configurada. Expresiones ambiguas como “amar al universo” o “sentirse afectivo hacia el género humano” no tienen sentido concreto porque no han logrado particularizarse. El contenido de la empatia, aquello hacia lo que somos empáticos, brota de algo externo a nosotros y no puede forjarse a partir de la ideación; es por eso que no hay empatia sin contacto.

La empatia es “un acto originario como vivencia presente, pero no originario según su contenido”[10], lo cual implica que la fuente objetiva de la empatia se encuentra en el individuo hacia el cual se vierte la disposición empática que es originaria del sujeto que la experimenta. En otras palabras, tratando de referirlo de una manera más tangible, si la empatia fuese un lazo, la persona empática lo lanza teniéndose a si como punto de partida, pero requiere de un sujeto al cual dirigir su empatia; la existencia de este puerto de desembarque empático se mantiene independiente del sujeto que empatiza.

Somos empáticos hacia lo que las personas nos muestran, pero también hacia lo que dejan percibir de si de forma involuntaria. Por ello, la vivencia de la empatia implica una conexión en cuyo punto contrario (el otro) no tiene cabida el control del empático. En esto es reconocible que el otro es de un modo independiente a mi visión de él. Stein lo refiere de la siguiente manera: “En mi vivenciar no originario [no brotado de mi] me siento, en cierto modo, conducido por uno originario que no es vivenciado por mi y que empero está ahi, se manifiesta en mi vivenciar no originario. Así tenemos, en la empatia, un tipo sui géneris de actos experienciales”[11]. La vivencia de la empatia nunca es autosuficiente, puesto que pende del sujeto hacia el cual sentimos vinculación. De tal manera, la “experiencia de la conciencia ajena”[[12] no es idéntica a la experiencia de la experiencia ajena, ni a la conciencia de la conciencia ajena.

Es posible hablar de ciertas coincidencias entre la experiencia de dos personas, pero no hay manera de uniformarlas, cada persona dota de significaciones diversas a los sucesos vividos; por su parte, creer que tenemos igualdad de conciencia con otro no es más que una anomalía en el uso de los términos, pues la conciencia del otro no será nunca la conciencia de mi, sea quien sea el que desempeñe el rol del otro en cada caso. No obstante, la experiencia de la conciencia ajena es posible en cuanto que percibo y vivo algo similar a partir del involucramiento experiencial con lo que el otro concibe. Una vez que se identifica una parte de lo que está en la conciencia del otro se logra una experiencia que clarifica el valor y sentido de su perspectiva. En tal sentido, se vuelve inoportuno imponer creencias a los demás y resulta mucho más recomendable valorar sus diferencias, la opción alterna que presentan y la creatividad a la que nos conducen en el trato con ellos.

La empatía no se logra sin esfuerzo, el cual será mayor en la medida en que proliferen los obstáculos. Un aspecto que impide la disposición inmediata al encuentro con el otro es la incapacidad de notar su presencia, usualmente por estar demasiado ocupados o distraídos con las propias labores o las urgencias de la vida actual. Más complicado es el panorama si nuestra ocupación no es algo que disfrutemos, representa una carga desagradable o se vuelve un lastre que arrastramos por la necesidad de lograr recursos monetarios. Cioran es muy claro al aludir que “en el trabajo, el ser humano se olvida de sí mismo, lo cual, sin embargo, no produce en él una dulce ingenuidad, sino un estado próximo a la imbecilidad”[13]. Para el logro de la empatía se requiere de cierta agudeza de visión, la cual es ajena a la atención dispersa o a la focalización exclusiva en las actividades o logros.

En el ámbito religioso suceden cosas similares cuando el creyente se centra en el dogma o la regla, al tiempo que olvida su capacidad de indagación o su habilidad para contactar con su intuición. La puesta en duda de las creencias nos conduce a un estado de vacuidad que no es soportable por todas las personas. De esto se desprende que “parece posible que las personas puedan encontrarse mejor creyendo en algo que no creyendo en nada, por falso que ese algo pueda ser"’[14].En las relaciones de pareja ambos pueden jugar el rol de personas que se aman, pero será importante recobrar la empatía hacia el otro y descubrir cuando el vínculo se trata de una farsa o una rutina que resulta conveniente perpetuar, ya sea por miedo al cambio o por sentir culpa de alejarse.

A pesar de que estar convencidos de que conocemos a la perfección a nuestros hijos o amigos, podría ser que nuestra unión con ellos se funde en la nostalgia de quienes fueron y no en el contacto con quienes son; en tales casos, es fundamental reconectar con el otro por mediación de la empatía. Existen engaños en las formas de vivir la empatía, sobre todo si al empatizar ponemos como base nuestra “condición individual”[15], en vez de la situación ajena. Cuando Sexto Empírico reconoció que las cosas existen en relación con algo, tenía conciencia de que solemos distorsionar lo que son a partir de lo que creemos de ellas o de la imagen que nos dibujamos sobre lo que son;[16] del mismo modo, la empatia confusa surge de un exceso de confianza hacia la propia connotación sobre el otro, no en razón de lo que el otro experimenta en su conciencia. En tal tenor, el pathos divino experimentado por los profetas (de antaño y actuales) tendría que ser revisado para comprobar si se trata de una condición de confusa empatia o de una vinculación virtuosa con una entidad transpersonal sintiente.

Estar abiertos a la empatia nos obliga a examinar lo que percibimos y a ser aptos para captar el engaño. No es fiable creer en lo que la mayoría de las personas acepta, puesto que “es sabido que cuanto peor es una cosa más atrae la muchedumbre, [en razón de que] la mayoría de los mortales es propensa a la estupidez”[17]. Incluso cuando una falsedad es pregonada por las mayorías no se convierte en verdadera. Asimismo, tampoco podemos fiarnos por completo de la propia opinión o llegar a la conclusión de que el orden de lo existente se encuentra a merced de nuestra decisión. Uno de los errores más comunes es que “todos vivimos como si fuéramos el centro del universo o de la historia”[18], lo cual representa un obstáculo para la propiciación de la empatia. Es cierto que la empatia no puede forzarse, pero es importante cumplir al menos con cierta disposición, atención y valentia para no eludir la vinculación surgida. Con poca gracia, algunas personas rechazan sus experiencias empáticas a partir de sus diferencias raciales o sociales; en tales situaciones, cuando la empatia es obstaculizada por el hermetismo personal, se desechan célebres oportunidades de aprendizaje a partir de la diferencia.

Algunos desplantes discriminatorios acontecen por motivos religiosos, lo cual favorece la idea de que, en los peores casos, “la religión no es muy diferente al racismo”.[19] Si se logra la distinción de que la religión es un conjunto de creencias, formas y ritos, pero no un fondo en el que se define el valor de una persona, la apertura a la empatia podrá ser mantenida a pesar de las más claras diferencias de credo. Cualquier tipo de desprecio, tanto a otros como a uno mismo, brota de la suposición de que algo debiera ser de otra manera. Cuando Scharfstein señala que “el aprecio y el desprecio por uno mismo proceden a menudo del mismo tipo de arrogancia”[20], critica la expectativa que depositamos en nuestras conductas. Creer que estamos obligados a cierto tipo de proezas supone la presunción de que estas consumaciones se encuentran a merced de nuestro control.

La empatía es útil para quien la recibe como para quien la experimenta. En ese sentido, Stein refirió que “contemplarnos en percepción interna, esto es, contemplar nuestro yo anímico y sus cualidades, significa vernos como vemos a otro y como otros nos ven”.[21] De esto se desprende la gran utilidad de conectar con algo externo a nosotros, a saber: entendernos como objeto de cognición, como algo cuyo valor escapa de nuestro favoritismo y condescendencia. Así, “en tanto que la comprendo [a la persona] como mi semejante, llego a considerarme a mí mismo como un objeto semejante a ella”[22]. Recobrar la capacidad empática, como resultado de cierta sensibilidad derivada del asombro ante lo absoluto, nos orilla al rechazo de la discriminación de todo tipo. Cada vez que excluimos cerramos la puerta al autoconocimiento, el cual se promueve a partir de la distinción o la identificación con los demás; a la vez, indisponernos al vínculo nulifica nuestro potencial de auténtica autovaloración.

Empatizar con la situación que otros viven nos faculta al enriquecimiento de la propia perspectiva, si bien en algunos casos será necesario elegir con quién relacionarnos, eludiendo a aquéllos que optan no aportar ni recibir nada benéfico. No obstante, incluso de los renuentes es posible aprender algo de nosotros mismos. Esto es así porque “el conocimiento de la personalidad ajena [.] no sólo nos enseña a hacernos nosotros mismos objeto, sino que lleva a desarrollo [...] lo que ‘dormita’ en nosotros”[23]. El vínculo nos puede ofrecer motivos que yacen en la oscuridad de nuestro olvido. A su vez, “[la] empatía con estructuras personales formadas de otra manera nos ilustra sobre lo que nosotros no somos, sobre lo que somos de más o de menos con respecto a los demás”[24]. La empatía es posible, tanto con los semejantes como con los muy distintos. Acontece de manera diferente a la amistad, que es una vinculación que requiere de mayor disciplina, elección y constancia.

La vivencia de la empatía requiere de la superación de algunas etiquetas o prejuicios específicos. Algunos de los más complicados de trascender son los relativos a la propia concepción personal. Goldstein y Kornfield señalan que “identificarse como meditador, como persona espiritual o incluso como budista, puede ser otra forma de permanecer atrapados y de perder el equilibrio”[25]. Lo mismo puede decirse de las pomposas y pretenciosas membresías de cualquier religión, cuando éstas son cegadas por el orgullo y la grandilocuencia. Percibirse como santo o sabio es igual de equívoco que asumirse impío o estúpido. Si tomamos en cuenta que “las declaraciones de principios enmascaran hoy la ausencia de principios”[26], pondremos en su justo sitio a la retórica y avanzaremos hacia una disposición más abierta al efusivo y espontáneo temblor de la experiencia empática.

Motivos para la empatía

De poco serviria una profunda compenetración con el misterio de lo absoluto si de esto no se desprende al menos una básica solidaridad ante el sufrimiento reinante en el mundo. Podría dudarse de la autenticidad de cualquier intuición de lo transpersonal si no desemboca en un cierto aprecio por lo personal. Si bien apuntamos a un estado de las cosas en las que lo bueno tenderia a la colaboración con las causas ajenas, no se trata de una superflua moral, sino de un ejercicio de congruencia; considerar a los demás resulta de la convicción de que “de las cosas importantes no sólo se debe dar la demostración, sino también testimonio”[27]. Si la elección es recobrar la empatia, resulta congruente disponerse al encuentro.

No es tan complicado permanecer en paz cuando no hay con quien establecer algún vinculo, de modo que uno puede someterse al engaño de la propia dicción, sumergido en el confort de no ser contradicho. “Me admira cómo se puede mentir poniendo a la razón de parte de uno”, advirtió Sartre[28], definiendo con ello la perversa treta del que justifica sus actos a partir de estrategias concebidas para ocultar la culpa. Si se trata de forjar la congruencia, entonces no podemos solamente “jugar a la vida interior”[29], sino que es menester disponerse a salir de la cueva que los miedos de antaño intentan tener sellada.

En alusión a la vida religiosa, Heschel mencionaba que esta no es un asunto privado; además, el rabino polaco aludió lo siguiente sobre la educación judia: “Se nos enseña a orar y a vivir en la primera persona del plural. [...] Todas las generaciones se hallan presentes, por asi decirlo, en cada momento”[30]. En un sentido amplio, la vida religiosa no tendria que ser entendida como algo exclusivo de los consagrados por las instituciones oficiales, sino que pertenece a todo individuo que se conciba espiritual, sin importar si profesa un determinado credo. Visto asi, la experiencia religiosa no está asociada de manera exclusiva con el aislamiento, sino que incluye el encuentro afianzado con el otro desde una óptica transpersonal. A partir de esta última, el contacto con las personas se convierte en intuición de lo inefable.

La vida espiritual no está excluida del compromiso social, lo cual es claro al ubicar, por ejemplo, que “los judíos están más unidos por sus actos que por sus creencias”[31] o que, de hecho, “jamás han promulgado un credo oficial que deba ser aceptado para pertenecer a su fe”[32]. Con o sin pertenencia a alguna religión, los actos son los que confieren una identidad, no sólo la inclusión en un determinado grupo social. Heschel encontró que el bien no tendría que hacerse solo por el bien mismo o por haber sido ordenado por alguna regla, sino en consideración de que “el poder redentor emitido en la ejecución del bien purifica la mente, [en función de que] el acto es más sabio que el corazón”[33]. De esta afirmación emana que si bien la vivencia religiosa acontece a través de la noción de lo absoluto, culmina en la construcción de mejores condiciones particulares; la atención se pone en lo terrenal aunque la inspiración proceda de lo eterno.

La ruptura con el paradigma individualista, centrado en el propio provecho, incluso a costa del sufrimiento ajeno, podría ser facultada al concebir que la comunidad confiere al individuo un tipo de identidad que a este corresponde configurar y engrandecer. La idea de que la vida termina en un momento determinado responde a un punto de vista que centra la vida como posesión individual, casi como un asunto que no trasciende el propio cuerpo. No obstante, la comprensión de que lo realizado en vida seguirá operando y propiciando consecuencias, aun después de la muerte personal, produce una clara idea de la trascendencia de la propia conducta en la existencia de otros.

Cualquier actividad que produzca algún tipo de bien, aprendizaje o utilidad para otras personas está incluida entre las que gestan la vitalidad comunitaria. Es en ese sentido que Morin anuncia que “allí donde la sociedad se afirma en detrimento del individuo, allí donde al mismo tiempo el individuo experimenta esta afirmación como más verídica que la de su individualidad, el rechazo y el horror a la muerte se difuminan, se dejan vencef’[34]. La muerte es la culminación de un camino propio, pero las veredas abiertas en la trayectoria individual pueden ser recorridas por otros; en tal visión, la muerte de una vida no representa la muerte de la vida.

La opción por la empatia no surge siempre de manera espontánea. Tal como para apreciar la música o la literatura es necesario haberse dispuesto a la contemplación sensible de algunas melodias o a la afinidad con los textos que leemos, para lograr conectar con otras personas es fundamental haber realizado cierto trabajo con uno mismo y asombrarse de lo que significa la vida humana. El espíritu también debe trabajarse, de modo que “es preciso ganarse la vida en lo espiritual, no sólo en lo material”.[35] Nuestra disposición automática está orientada al gusto, al descanso y al confort, por lo cual es fundamental mantenerse alertas ante la apatía mística o el sosiego exagerado. Si de verdad “cada hombre hospeda a su demonio”[36], no tendríamos que tratar de erradicarlo, sino aprender de él y saber integrarlo a nuestra propia manera de vivir. Cabe ser empáticos, incluso con la propia sombra, los traumas y los miedos personales, pues a partir de su integración logramos una mejor identificación de lo que somos y del mensaje que estos aliados nos transmiten.

Es inapropiado suponer que la vida espiritual genera suficiente motivación para el hombre o la mujer contemporáneos, ávidos de distracción, lujos y poder. Es cierto que la virtud ofrece recompensas, pero estas suelen llegar con menor prontitud que los placeres atraídos por los vicios. Una existencia centrada en el derroche y el disfrute no requiere de empatia; de hecho, su sostenimiento ocurre a partir de la ceguera hacia las necesidades de los demás, sin importar si se trata de las personas que decimos querer. La indiferencia, de manera contraria a la empatia, reporta ganancias precisas al silenciar la voz de la culpa o del arrepentimiento; si una tenue reflexión surge de alguna parte de nosotros, haciéndonos notar que tenemos más de lo que necesitamos o que permanecemos desconectados de los demás, la indiferencia aparece como pérfido recurso. Es irónico que con el pretexto de actuar conforme con la voluntad divina se hayan generado divisiones, rechazos, torturas, asesinatos y guerras.

En la era tecnológica que habitamos, requerimos hacer uso del pensamiento critico y de la empatia. Huelga decir que podemos elegir con quienes relacionarnos y que “si una persona se niega a adiestrar uno u otro de los ojos (carnal, mental o contemplativo) es como si se negara a mirar y, en ese caso, estaria plenamente justificado ignorar su opinión al respecto y excluir su voto de la prueba comunal”[37],

La empatia se edifica cuando observamos a otro sujeto sin pretender cosificarlo o tratarlo como objeto no pensante. La empatia no existe sin limites, estos son necesarios para no terminar cargando el peso que a le corresponde llevar al otro. Si bien “el hecho de tomar conciencia de que no disponemos de mucho tiempo nos lleva a vivir con una actitud más plena, atenta e impecable y a ser extraordinariamente cuidadosos con la calidad de cada uno de nuestros actos”[38], también nos conduce a elegir a quiénes y de qué manera dedicamos nuestro tiempo, en función de que logren coadyuvar de alguna manera con nosotros y nos permitan hacerlo con ellos.

En tal veta, Cioran recomienda: “Que todo en ti arda, para que el dolor no te vuelva blando y tibio”[39]. La meta no es superar al dolor para volverse implacable y dominar la voluntad ajena; por el contrario, “la piedad es lo exactamente opuesto al egoísmo”[40], de modo que la propia fuerza podría ser utilizable para construir condiciones de progreso, incluso a costa de sacrificios o desvelos. Mantener la actividad es también una modalidad de la mística, siempre y cuando la boyante laboriosidad no obstruya la contemplación de los detalles agudos de la vida o la conciencia de lo inefable.

Elegir una modalidad perezosa, atosigada de soñolencia y lentitud, dirige a la dispersión y al desánimo; de hecho, “vivir en un estado de apatía provoca violencia”[41]. A su vez, la disciplina y la constancia, así como la evaluación constante de nuestros pensamientos y actos, no son algo ajeno a la espiritualidad; opera de manera inversa: reconocer que tenemos un tiempo limitado nos orienta a esforzarnos, y es sabido que “el esfuerzo genera energía”[42]. Asumiendo semejantes condiciones, no es consistente el pretexto de eludir la empatía por miedo a la afectación o a la distracción, puesto que vive más distraído quien no ha notado que nunca está solo.

La actitud empática

El comienzo de la actitud empática se propicia mediante la ubicación situacional de lo que nos rodea. No hay contacto con los acontecimientos cuando se niegan o se evaden; de tal modo, superar el temor de encontrar lo imperfecto es un punto de partida básico para recobrar la empatía. Ubicar las condiciones en las que existimos no desemboca en la elusión de lo desagradable, sino que se incluye como conformante implícito de lo real. “La comprensión correcta comienza, por tanto, con el reconocimiento del sufrimiento y de los problemas que afectan al mundo que nos rodea y a nosotros mismos”[43]. Algunos optan por centrarse de forma exclusiva en las cuestiones edificantes, satisfactorias o encomiables de la vida, pero al dejar en el olvido las cuestiones menos alegres producen una visión parcial de lo que debe hacerse. No reconocer las carencias obstaculiza la opción de superarlas. Al mismo tiempo, “cuando cerramos nuestro corazón al sufrimiento truncamos también toda posibilidad de experimentar la compasión”.[44] El dolor es parte de la existencia humana, no estar dispuestos a contactarlo nos persuade de que la parcialidad que observamos es la realidad total, con lo cual nos equivocamos desde la raiz.

Una opción contraria al optimismo desmedido es la consideración de los aspectos desagradables de la humanidad. Schopenhauer concluyó: “La vista de los hombres excita casi siempre en mi una aversión muy señalada, porque con cortas excepciones, me ofrecen el espectáculo de las deformidades más horrorosas y variadas: fealdad fisica, expresión moral de bajas pasiones y de ambición despreciable, sintomas de locura y perversidades de todas clases y tamaños; en fin, una corrupción sórdida, fruto y resultado de hábitos degradantes”[45]. Incluso en el plano de tal configuración, la empatia puede surgir a través del contacto con las condiciones sufrientes del otro. Sin embargo, focalizar toda la atención en aspectos ruines complejizará el encuentro con alternativas fructíferas de convivencia o solidaridad. De cualquier modo, el contacto con el dolor y la dureza de las circunstancias será preferible a la negación de la desarmonia.

El contacto con el dolor, asi como su experimentación, constituyen un aprendizaje del que puede desprenderse la habilidad empática. “Quienes se suicidan arrojándose al agua o precipitándose en el vacio actúan movidos por un impulso ciego, locamente atraídos por el abismo. Quienes no han conocido nunca semejantes vértigos no pueden comprender la irresistible fascinación de la nada que conduce a algunos seres a la renuncia suprema”;[46]  en esa óptica, la complejidad de lo humano no solo está constituida por su eventual grandeza, también incluye la tragedia de su inevitable transcurrir en el abismo insondable que constatamos cuando nuestra vida no ha resultado del todo placentera. Obtener un mayor grado de conciencia supone constituirse como una llama entre la obscuridad y representa una oportunidad para reconstruir todo lo que se encuentra destruido.

Tras la etapa propedéutica del dolor, el siguiente reto es la compasión. Por encima de la solidaridad, entendida como nuestra cooperación activa con una causa ajena que consideramos digna, la compasión implica una vivencia de mayor empatia con el sufriente, de lo cual emerge un indudable anhelo por contribuir con él para que supere su malestar. En ese sentido, “la compasión es una respuesta al sufrimiento que observamos en el mundo, una respuesta que brota de la comprensión de las causas profundas de nuestra esclavitud”.[47]. En tal orden de ideas, la ubicación de la situación ajena, tanto como la propia, nos conduce a la experiencia del dolor; de esta se desprende el contacto con otros pesares sociales y la correspondiente sensibilidad que faculta, en el mejor de los casos, la empatía. A su vez, de la vivencia empática puede surgir la compasión, como un modo más comprometido en situaciones de urgencia. De ninguna manera debe confundirse la compasión con la lástima, pues en la segunda no se experimenta la conexión y el involucramiento que sí acontece en la primera.

De la apertura a las condiciones sufrientes de los demás se produce cierta insatisfacción respecto al orden de las cosas del mundo, sus sistemas e instituciones. Tal es la ocasión oportuna para reconsiderar la manera en que entendemos la vida, así como los paradigmas desde los que vivimos. “El movimiento de descenso y descubrimiento empieza en cuanto uno se siente conscientemente insatisfecho con la vida”,[48] de modo que la insatisfacción no tendría que ser negada. El desprecio hacia aquello que nos perjudica es útil para deshacernos de lo infructífero; para lograr desconectarse de los lastres y obstáculos externos es requerida una antecedente experiencia de insatisfacción.

La tolerancia, cuando es comprendida en forma adecuada, no incluye la aceptación del daño directo hacia nuestra integridad o la afectación del bienestar de otros. Si bien se ha propuesto y reiterado hasta el cansancio la consigna de “poner la otra mejilla” ante las agresiones, estas no deben continuar eternamente. Resistirse con rebeldía es también un modo peculiar de mostrar el trasfondo místico que sostiene nuestras conductas. Algunas voces permisivas sugieren no resistirse al orden del mundo, proclamando que intentar algún cambio producirá mayores insatisfacciones. Por el contrario, “la única forma de erradicar el mal de una sociedad es empujarlo fuera de ella, por la fuerza si así fuera necesario”[49]. Visto de tal modo, no hay motivo para aguantar con pasividad lo que produce daño y propicia destrucción.

Ahora bien, si el mal debe ser combatido, se detona la obligación de identificar los supuestos que nos conducen a la concreción de la maldad, a saber: los paradigmas desde los que partimos para clarificar lo que es dañino. Entre las distintas interpretaciones de cada individuo no siempre existe consenso sobre lo que debe ser erradicado; por ende, la elección irrevocable de combatir el mal atrae el riesgo de no poder distinguirlo o de toparnos con otro bando que nos perciba como el mal que debe ser combatido. Es cierto que “los rabinos enfatizan [...] que es el mal en si mismo, más que aquél que lo lleva a cabo, el que debe ser objeto de nuestro combate; pero no siempre es posible separar el uno del otro”.[50] La empatia hacia la situación ajena, más que el combate directo a la persona, aporta mejores alternativas para la reivindicación de las causas justas. En consonancia con ello, Lévinas consideró que “no puede decirse que no haya ninguna violencia que sea legitima”[49], con lo cual concedía la oportunidad de la defensa genuina.

La defensa combatiente no es una opción exclusiva de los poderosos, sino alternativa viable de los débiles ante la opresión. Una forma de defensa no violenta es la transformación cultural e intelectual. En primer término, cabe notar que “la asociación entre la ciencia y el progreso humano ya no resulta tan evidente e inmediata como antes”[52]; si bien la ciencia ha sido presentada como una opción de salvaguarda del mundo y las personas, esta no se maneja sola, puesto que, en el mayor de los casos, está al servicio de quienes la financian. Del mismo modo, somos testigos del creciente control ejercido a través del desarrollo tecnológico.

En un contexto saturado de urgencias inconmensurables, “el servicio es [.] una expresión de la madurez de la sabiduría en la vida espiritual”[53]. Esta orientación a la ayuda no debe confundirse con la propensión obsesiva hacia las necesidades del otro o a la nefasta compulsión por propiciar dependencia en los demás. Una persona con criterio desfasado es la que siempre siente (o asegura de manera terminante) que los otros quieren que ella los ayude y que su colaboración es insustituible. Una postura asi, del todo compleja y problemática, contrasta con la idea de que “nadie puede descargarse sobre otro de su responsabilidad, [puesto que] esta acaba siempre por volver a aquel a quien corresponde”[54].

Puede desprenderse una interesante controversia si la premisa anterior se aplica al plano teológico en el que se concibe a un Dios necesitado del hombre y a un hombre que es imprescindible para propiciar el plan de Dios en el mundo. De hecho, “la audacia de los cabalistas se hace notoria cuando aseveran que no sólo es Dios necesario para el hombre, sino que el hombre es necesario para Dios”[55]. Cuando algún hombre o mujer se atribuye la calidad de ser instrumento de Dios, lejos de mostrar empatía hacia su deidad, lo utiliza como herramienta para convencer a otros de una superioridad que es contrastante con la condición de los no elegidos. Visto así, todos somos elegidos o nadie lo es. Por contraparte, ¿será realmente que Dios necesita del hombre y, en vez de empatizar con las condiciones precarias de la vida humana, lo utiliza para su servicio y glorificación? Si resulta correcta la máxima de que “aquel que se apoya en otros para elaborar su grandeza, obra su propia ruina”[56], podría aseverarse que algo no funciona bien en el plan de Dios o que las conjeturas que elaboramos sobre lo que ha sido Su plan están erradas.

El valor de las obras que hacemos por otros no tendría que disminuir la capacidad ajena o la realización de los actos de protección y salvaguarda que corresponden a cada uno. Recobrar la empatía no se traduce en un olvido constante de sí y no tiene nada que ver con volcar la vida por completo hacia las necesidades de los demás. En el plano de la empatía, “ninguna virtud consiste en hacer mil obras virtuosas, sino que la virtud es tan noble y buena en la más pequeña obra virtuosa como en mil obras”[57].

Empatia e identificación

La empatía superficial se centra en forma exclusiva en lo que los demás muestran o sienten, pero cuando se trata de una empatía de mayores proporciones se sintoniza con la parte del otro que no es lo que uno nota, a saber: la parte de él que no es accesible a simple vista y que está exenta de nuestras expectativas. Por ello, la empatía es lo contrario a obligar al otro a que coincida con lo que creemos que es. La parte de nada o no-yo que está por detrás del ser o del yo es idéntica en cualquier persona; por ende, lograr empatizar con esa parte oculta que está presente en cada individuo supone una sintonía de mayores proporciones.

Nishitani concibió que “odiar a los enemigos y amar a los amigos son sentimientos típicos del amor humano, pertenecen al campo del yo”[58]. No obstante, distinto al afecto que encuentra su pesebre en la conveniencia, “el amor indiferenciador pertenece al dominio del no-yo”[59], toda vez que logra enfatizar con aquello que está en la persona sin que ella misma lo note. Resulta evidente que la empatía con la naturaleza vacua del otro implica un carácter de abstracción mayor, el cual es distinto al de la empatía centrada en lo que el otro muestra a simple vista. La empatía con el no-yo, o con la nada presente en el otro, lo vuelve similar a nosotros, al menos en nuestra propia parte de vacuidad.

La identificación con el otro, cuando no ha sido posible una empatía de mayor grado, resulta útil para aprovechar lo que nos aporta, incluso cuando se trata de un enemigo. Schopenhauer consideraba que aquellos que nos juzgan de manera beligerante reportan beneficios en cuanto que nos hacen ver aspectos de nosotros que no son tan evidentes para quienes nos estiman. Según el filósofo alemán, “los amigos se dicen sinceros; ¡los enemigos sí que lo son! Por eso debiera tomarse la crítica de estos como una medicina amarga, y aprender por ellos a conocerse uno mejor”[60]. En este caso hablamos de una empatía de nivel básico, que permite identificar cierto mensaje y valor en lo que el otro dice. Aprender de lo que ofrecen las personas que nos muestran animadversión resulta más recomendable que aumentar la enemistad o molestarnos por las maldiciones que nos confieren. Al hombre y a la mujer del mundo contemporáneo les corresponde edificarse a partir de la destrucción de sus premisas irracionales; son tiempos en los que conviene distinguir que estar dispuesto a las relaciones interpersonales no nos exenta de elegirlas.

Otro tipo de identificación elemental con los demás se genera a partir de la vinculación con un pueblo, ciudad o colectividad concreta. Cuando existe una sintonía edificante hacia un grupo, nos suscita malestar percibir la opresión a la que es sometido. La empatía supera la misantropía en la siguiente expresión dictada por Cioran: “Mi orgullo sangra al ver a este pueblo de siervos, humillado desde los orígenes, mancillando su destino”.[61] El sufrimiento ocasionado por unos hacia otros en las sociedades actuales nos orilla a considerar la visión extremista de que “el mundo es el infierno, y los hombres se dividen en almas atormentadas y diablos atormentadores”[62]; no obstante, cuando existe identificación y se desea recobrar la empatía, no hay motivo para dañar de forma intencionada a otras personas. Nhat Hanh refiere que en el camino hacia una mayor conciencia, cuando se ha avanzado con madurez a la evidencia de lo absoluto, “ya no puedes seguir engañándote al creer que es necesario destruir la vida de otros para poder sobrevivir”[63].

Si deseamos recobrar la empatía, requeriremos cierta noción de lo transpersonal o algún enfoque de espiritualidad, aunque esta no implique la vinculación con una religiosidad; a la vez, “para desarrollar la práctica espiritual es absolutamente imprescindible que nuestra vida se asiente en una conducta ética”[64]. Asimismo, no habrá consolidación de nuestra propia ética si no nos atrevemos a observar y a reconocer al mundo y a las personas tal como son, no como queremos que sean.

El cambio benéfico no se provoca de manera drástica o coercitiva con lo que nos rodea, puesto que eso constituye un acto violento; lo que nos corresponde modificar es la visión que tenemos de lo que sucede a nuestro alrededor. “No basta ya cambiar al mundo, porque este cambia sin nuestra intervención. Se trata, más bien, de interpretar este cambio, a fin de que no conduzca a un mundo sin nosotros, a un regnum hominis privado de su soberano”[65]; recobrar la empatia nos involucra con el mundo, no para quererlo ordenar de acuerdo con nuestra jerarquía particular, sino para comprenderlo tal como este se muestra. Lo anterior sólo se logrará cuando, además de ser empáticos con otros, logremos ser empáticos con el mundo vivo y con la diversidad de seres vivos que en él habitan. Es poco probable ubicar la congruencia de quien se dice empático con las personas pero no se interesa en cuidar el medio ambiente, no respeta la vida de los animales o se muestra indiferente ante su dolor. De hecho, Schopenhauer pensaba que “quien es cruel con los animales no puede ser buena persona”[66]. El reino humano no es aquel en el que un hombre hace que el mundo se rija en torno a sus leyes, sino el que avanza a tal punto que empatiza con el orden implicito en el mundo, el cual refiere a un Orden de mayores proporciones.

Nuestra responsabilidad surge a través de la sintonía con aquel con quien nos encontramos, porque en ese encuentro definimos lo que somos. Cuando un individuo logra intuir lo absoluto, asombrarse ante lo inefable y vislumbrar lo transpersonal, se pregunta enseguida cómo puede ser más responsable en su contexto particular y a partir de qué elementos concretos podrá realizar o promover lo que los griegos llamaron paideia, el amor hacia la polis, el aprecio por la sociedad, la vinculación con los procesos de crecimiento colectivo. El individuo sabe quién es hasta que ubica lo que es capaz de ofrecer a quienes lo rodean o a aquellos que nacerán después de si.

Saberse habitando un mundo que integra un sistema mayor, aun no del todo comprensible, nos permitirá recobrar el asombro, ese que es parte de la empatia que los niños tienen hacia lo que los rodea y que les permite aprender. No se trata de fundar la empatia, sino de recobrarla, justo porque intuimos que la tuvimos alguna vez, cuando conformábamos el contenido del receptáculo inicial que no solo nos involucró de manera sustancial y meta-empática, sino que produjo, llegado el momento, nuestro brote en el mundo de la apariencia en el que habitamos.

Notas:

[1] SEXTO EMPÍRICO, Por qué ser escéptico, Martín Sevilla (ed.), Madrid, Tecnos, 2009, p. 173.

 

[2] SEXTO EMPÍRICO, Por qué ser escéptico, p. 173.

 

[3] HESCHEL, Abraham, Democracia y otros ensayos, Buenos Aires, Seminario Rabínico Latinoamericano, 1987, p. 228.

 

[4] ARNAU, Juan, Arte de probar, Madrid, FCE, 2008, p. 22.

 

[5] ECKHART, Maestro, “Proverbios y leyendas del Maestro Eckhart”, en El fruto de la nada y otros escritos, Madrid, Alianza, 2011, p. 203.

 

[6] COMTE-SPONVILLE, André, Pequeño tratado de las grandes virtudes, Ciudad de México, Paidós, 2015, p. 46.

 

[7] MAQUIAVELO, Nicolás, El príncipe, Ciudad de México, Grupo Editorial Tomo, 2008, p. 118.

 

[8] NISHITANI, Keiji, La religión y la nada, Madrid, Siruela, 2003, p. 289.

 

[9] STEIN, Edith, “Sobre el problema de la empatia”, en Obras Completas, vol. 2: escritos filosóficos, Burgos, Monte Carmelo, 2005, p. 83.

 

[10]  STEIN, Edith, “Sobre el problema de la empatia”, p. 87.

[11] STEIN, Edith, “Sobre el problema de la empatia”, p. 88.

[12] STEIN, Edith, “Sobre el problema de la empatia”, p. 88.

[13] CIORAN, Emil, En las cimas de la desesperación, Ciudad de México, Tusquets, 2009, p. 175.

[14] HITCHENS, Christopher, Dios no es bueno, Madrid, Debate, 2008, p. 186.

[15] STEIN, Edith, “Sobre el problema de la empatía”, p. 169.

 

[16] Cfr. SEXTO EMPÍRICO, Por qué ser escéptico, p. 99.

 

[17] ERASMO de Rotterdam, Elogio de la locura, Madrid, Alianza, 2013, p. 106.

 

[18] CIORAN, Emil, En las cimas de la desesperación, p. 26.

 

[19] HITCHENS, Christopher, Dios no es bueno, p. 51.

 

[20] SCHARFSTEIN, Ben-Ami, Los filósofos y sus vidas, Madrid, Cátedra, 1984, p. 105.

 

[21] STEIN, Edith, “Sobre el problema de la empatía”, p. 171.

 

[22] STEIN, Edith, “Sobre el problema de la empatía”, p. 171.

 

[23] STEIN, Edith, “Sobre el problema de la empatía”, p. 200.

 

[24] STEIN, Edith, “Sobre el problema de la empatía”, p. 200.

 

[25] GOLDSTEIN, Joseph y KORNFIELD, Jack, Vipassana. El camino para la meditación interior, Barcelona, Kairós, 2012, p. 295.

 

[26] VOLPI, Franco, El nihilismo, Buenos Aires, Biblos, 2005, p. 172.

 

[27] VOLPI, Franco, El nihilismo, p. 50.

 

[28] SARTRE, Jean Paul, La náusea, Ciudad de México, Época, 2005, p. 15.

 

[29] SARTRE, Jean Paul, La náusea, p. 16.

 

[30] HESCHEL, Abraham, Dios en busca del hombre, Buenos Aires, Seminario Rabinico Latinoamericano, 1984, p. 543.

 

[31]  

 

[32] SMITH, Huston, Las religiones del mundo, p. 306

 

[33] HESCHEL, Abraham, Dios en busca del hombre, p. 519.

 

[34] MORIN, Edgar, La vía para el futuro de la humanidad, Barcelona, Paidós, 2011, p. 40.

 

[35] HESCHEL, Abraham, Dios en busca del hombre, p. 447.

 

[36] PAPINI, Giovanni, El diablo, Ciudad de México, Época, 2008, p. 35.

 

[37] WILBER, Ken, Los tres ojos del conocimiento, Barcelona, Kairós, 2010, p. 50.

 

[38] GOLDSTEIN, Joseph y KORNFIELD, Jack, Vipassana. p. 121.

 

[39] CIORAN, Emil, El libro de las quimeras, Ciudad de México, Tusquets, 2013, pp. 18-19.

 

[40] HESCHEL, Abraham, El hombre no está solo, Buenos Aires, Seminario Rabínico Latinoamericano, 1982, p. 281.

 

[41] MAY, Rollo, Amor y voluntad, Barcelona, Gedisa, 2011, p. 30.

 

[42] GOLDSTEIN, Joseph y KORNFIELD, Jack, Vipassana. p. 227.

 

[43] GOLDSTEIN, Joseph y KORNFIELD, Jack, Vipassana, p. 23.

 

[44] GOLDSTEIN, Joseph y KORNFIELD, Jack, Vipassana, p. 181.

 

[45] SCHOPENHAUER, Arthur, El amor, las mujeres y la muerte, Madrid, EDAF, 2011, p. 209.

 

[46] CIORAN, Emil, En las cimas de la desesperación, p. 148.

 

[47] GOLDSTEIN, Joseph y KORNFIELD, Jack, Vipassana, p. 191.

 

[48] WILBER, Ken, La conciencia sin fronteras, Barcelona, Kairós, 2007, p. 115.

 

[49] HELLNER, Frank, “Un punto de vista judío sobre la violencia”. Maj'Shavot, vol. 13, n°. 4, 1974, p.

 

[50] HELLNER, Frank, “Un punto de vista judío sobre la violencia”, p. 43.

 

[51] LÉVINAS, Emmanuel, Entre nosotros, Valencia, Pre-textos, 2001, p. 131.

 

[52] VOLPI, Franco, El nihilismo, p. 149.

 

[53] GOLDSTEIN, Joseph y KORNFIELD, Jack, Vipassana, p. 282.

 

[54] WILDE, Oscar, De profundis, Ciudad de México, Grupo Editorial Tomo, 2005, p. 194.

 

[55] SIEGEL, Seymour, “Introducción a la mística judía”. Maj'Shavot, vol. 3, n°. 3, 1964, p. 75.

 

[56] MAQUIAVELO, Nicolás, El príncipe, p. 38.

 

[57] ECKHART, Maestro, “Proverbios y leyendas del Maestro Eckhart”, p. 208.

 

[58] NISHITANI, Keiji, La religión y la nada, p. 109.

 

[59] NISHITANI, Keiji, La religión y la nada, p. 109.

 

[60] SCHOPENHAUER, Arthur, El amor, las mujeres y la muerte, p. 206.

 

[61] CIORAN, Emil, Breviario de los vencidos, Ciudad de México, Tusquets, 2010, p. 69.

 

[62] SCHOPENHAUER, Arthur, El amor, las mujeres y la muerte, p. 122.

 

[63] NHAT HANH, Thich, El milagro de mindfulness, Barcelona, Oniro, 2007, p. 67.

 

[64] GOLDSTEIN, Joseph y KORNFIELD, Jack, Vipassana, p. 28.

 

[65] VOLPI, Franco, El nihilismo, p. 154.

 

[66] SCHOPENHAUER, Arthur, El amor, las mujeres y la muerte, p. 167.

 

Ensayo de Héctor Sevilla Godínez

Universidad de Guadalajara. Guadalajara - México

hectorsevilla@hotmail.com

 

Publicado, originalmente, en: Revista de Filosofía, Vol. 38, Nº97 - 2021 - 1 (Enero - Abril)

Revista de Filosofía es editada por el Fondo Editorial Serbiluz, Universidad del Zulia. Maracaibo-Venezuela

Link del texto: https://produccioncientificaluz.org/index.php/filosofia/article/view/35946

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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