Dios te guarde del día de las alabanzas
Manuel A. Segura

Sentado cerca de una mesa, con una mano en la mejilla, y poseído de aquella gravedad, circunspección e importancia que suele notarse, no sólo en los que realmente son escritores públicos, sino también en los que aparentan serlo aunque no sepan jota; preparado el papel, tinta y demás útiles necesarios para dar principio a mi trabajo, me devanaba los sesos, buscando el asunto sobre qué debería escribir mi primer artículo, cuando se me apareció de improviso el señor don Álvaro. -Amigo, me dijo, no sé si mi venida sea inoportuna en este momento, porque encuentro a usted como muy meditabundo; y quizá algún asunto grave... -Es verdad, interrumpí, que es un asunto grave el que me ocupa; pues me he propuesto redactar un papel público, y estoy en grandes apuros porque quisiera escribir hoy el primer número, y no encuentro sobre qué. -Y yo estoy en mayores apuros, contestó, porque quisiera no escribir una necrología que me ha pedido una buena señora, a quien acaba de morírsele su marido; y éste es el objeto de mi venida, porque usted quizá podría más fácilmente… -Sí señor, más fácilmente y con mucho gusto. Vamos, que la cosa viene de perlas. Se la haré a usted, y la pondré también como primer artículo en mi periódico. -Enhorabuena: se lo agradeceré a usted infinito, porque yo no entiendo de esto una palabra. -Pues manos a la obra. Tome usted la pluma y escriba que yo iré dictando. ¿Cómo se llamaba el difunto? -Don Esteban de Contreras. -Bien: pero ante todo es menester que me dé usted alguna idea de su vida y demás circunstancias. -Yo no quisiera, repuso entonces con cierto aire de socarronería, dar a usted tal idea, porque no la considero muy adecuada para una necrología. -Eso no importa: vamos, no tenga usted cuidado alguno. ¿Cuál era su profesión? -La del comercio. -Bueno, muy bueno, ¿y su estado? -Casado y con seis hijos. -Rebueno; ¿y qué más? -Vaya usted preguntando que yo le iré informando. -No, nada más; basta por ahora. Principiemos. Tenemos el sentimiento de anunciar el fallecimiento prematuro del señor don Esteban de Contreras… -¿Cómo prematuro? si tenía sesenta y siete años. -¿Es posible? pues a mí se me había puesto que era joven. Adelante; quite usted la palabra prematuro, y siga: comerciante de los principales y más acaudalados de esta capital… -Hombre, por Dios, no diga usted eso; ¿qué acaudalado ni qué demonios? si había hecho dos bancarotas, y le debía a todo el mundo. -¿Y eso qué importa? -¿Cómo no ha de importar una mentira tan gorda? -¿Y de qué otro mo­do piensa usted que se hacen las necrologías? Vamos, usted sin duda no ha visto nada sobre el particular. Mire usted, yo he visto necrologías con más mentiras que palabras. Por ejemplo, en una de ellas hablando de un general, que en su vida conoció otro amor que el del interés y el de su conveniencia propia, y que jamás hizo otra cosa buena que robar cuanto pudo, intrigar y humillarse a todos los gobiernos para quedar siempre parado, y cuya espada se conservó virgen antes del parto, en el parto y después del parto, se dice que en tal época, y en tal y tal lugar, perdió tantos y cuantos mil pesos por su amor a la patria, y que fue un grande hombre, y un patriota ejemplar, que hizo y que deshizo, que mató y destrozó, que peleó y que guerreó allá y acá, y que, en fin, fue un vengador de agravios y un enderezador de entuertos. -¿Y cómo hay quien mienta con ese descaro? -Amigo, nunca faltan “Homeros que cantan las glorias de esos Aquiles”, con que así no ande usted con tantos escrúpulos, y escriba. ¿Qué tal trató a su mujer y a sus hijos durante su vida? -Muy mal, malísimamente; no había día que no estuviera de pleito con la mujer, y esto es que ella es una santa. De los hijos no se diga nada: jamás se acordó de educarlos, porque el tiempo le era poco para el juego y las mujeres. -Bien, eso tiene remedio, ponga usted: padecía continuamente de grandes ataques al cerebro que solían trastornarle la razón en términos que, a pesar de su bellísimo carácter, originaba a las veces entre él y su esposa algunas desavenencias momentáneas; pero que, no obstante, era un modelo de fidelidad, de pureza y de amor conyugal: que sus hijos recibieron una educación muy esmerada, fruto de sus desvelos paternales. -Pero, hombre, si no hay tal educación, porque son unos tunos completos. -Pues bien, ponga usted que sus hijos no supieron, desgraciadamente, aprovechar la educación que les dio; y que él, por su parte, hizo a este respecto cuanto correspondía a un padre honrado y amoroso. ¿Y de qué mal murió? -De un fuerte ataque de apoplejía, por haber cenado una noche un medio jamón, un plato de aceitunas, media libra de queso de Parma, seis panes franceses, una fuente de ensalada de lechugas y unas dos o tres botellas de vino. -¡Jesús! ¡Dios mío! ¡Qué estómago! -Ciertamente que tenía buen estómago: era admirable verlo comer. Pero a todo esto, yo no desearía que se mencionase tal cosa en la necrología, porque esto de descubrir a todo el mundo una glotonería tan extraordinaria… -No, no tenga usted cuidado alguno por eso. Escriba usted. Se hallaba dotado de una sensibilidad tan grande, que no podía prescindir de afectarse en gran manera aun por las desgracias y aflicciones de los extraños. Esto unido a los grandes quebrantos que sufrió en sus negocios, abatió su espíritu de tal modo, que su salud fue decayendo visiblemente; y por último sucumbió víctima de su pundonor y de su honradez, dejando a su familia y a sus amigos en el mayor desconsuelo y desolación. Fue un ciudadano virtuoso, un republicano ardiente, un patriota ejemplar. -Eso de patriota no puede pasar, porque todo el mundo sabe que era muy opuesto al sistema actual. -Cállese usted, hombre, que usted no lo entiende. Fue amigo de sus amigos y aun de sus enemigos, exacto en el cumplimiento de sus deberes, buen cristiano, severo en sus costumbres, activo y laborioso… -Aquí, exclamó don Álvaro tomándose la cabeza con las dos manos, ya estoy persuadido amigo de que en vida pocos hombres serán elogiados, y de que es menester morirse uno para que llegue el día de las alabanzas. -Esté usted entendido, señor don Álvaro, le añadí entonces, que necrología quiere decir hacer lo blanco negro y lo negro blanco.

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