La figura del poeta

por Francisco Segovia

El problema es vasto, pues el poeta es un representante.

R. W. Emerson

1. Al principio, el infinito

Para Wittgenstein (y Leibniz, y Heidegger, y otros), la pregunta esencial de la filosofía es ésta: “¿Por qué hay algo, en vez de nada?” Una pregunta fácil de formular, difícil de responder. Pero difícil no sólo porque su generalidad abarque más de lo que nosotros podemos apretar sino, sobre todo, porque es una pregunta-lombriz: al partirla, la multiplicamos. Quiero decir que las preguntas de este tipo no se nos vuelven más fáciles con sólo sustituir ese “algo" tan vago por algo más concreto y limitado. Así, no hallaríamos una respuesta más fácil si nos preguntáramos, por ejemplo: “¿Por qué hay amor, si podría no haber?”, pues en este caso sería sin duda superfluo entusiasmarse con la relativa ventaja que supone el hecho de que el amor sea uno de los casos particulares en que algo existe.

En el fondo, es la manera de formular este tipo de preguntas lo que las hace tan complicadas, pues, aun reduciéndolas cada vez más, tanto su enunciación como su respuesta implican ya en sí mismas la existencia de “algo” (y, a fin de cuentas, de nuestro universo entero). Si nada existiera ¿tendría sentido preguntarse por qué no hay nada ahí donde podría haber algo? ¿En dónde (en cuál “ahí”) se haría entonces esa pregunta, y quién la haría? No sé si sea posible responder algo sensato a todo esto, pero tampoco me quita mucho el sueño no saberlo. Porque, a decir verdad, me parece menos inútil reconocer el sentido y el valor que para nosotros tienen estas preguntas que tratar de resolverlas. O, dicho de otro modo, me contento con reconocer que estas preguntas tienen sentido, por más que no les hallemos respuesta, y que ese sentido cabe exactamente en lo que las mismas preguntas implican de antemano y necesariamente; a saber, que “algo” existe.

Reconozco que con esta declaración me brinco la raya de la filosofía, y que de un salto me paso al lado de la literatura, pero es que no deja de guiñarme un ojo que, desde el punto de vista de la literatura, sea más importante lo que las palabras im-plican que lo que ex-plican. Sé que esto sigue sonando un poco aún a filosofía, y que recuerda aquello de que lo importante no son tanto las respuestas como las preguntas, pero hay algo en la declaración misma que, a más de ser típicamente literario, me permite decir a buen recaudo que la pregunta de Wittgenstein no es en realidad una pregunta sino, por principio de cuentas, una afirmación: algo existe. Y, aún más que una afirmación, una exclamación: ¡Hay! (¡Hay universo! ¡Hay amor! ¡Existimos!) En este sentido, la literatura es, como decía Unamuno, un puro repetir el nombre de aquello que nos maravilla. Defendiendo las largas enumeraciones que hilvana Walt Whitman en sus poemas, escribía Unamuno en “El canto adánico” (Los lunes de El Imparcial, Madrid, 6 de agosto de 1906):

Cuando la lírica se sublima y espiritualiza acaba en meras enumeraciones, en suspirar nombres queridos. La primera estrofa del dúo eterno del amor puede ser el te quiero, te quiero mucho, te quiero con toda el alma, pero la última estrofa, la del desmayo, no es más que estas dos palabras:

¡Romeo! Julieta! ¡Romeo! Julieta! El suspiro más hondo del amor es repetir el nombre del ser amado, paladearlo haciéndose miel en la boca. Y mira al niño. Jamás olvidaré una escena inmortal que Dios me puso una mañana ante los ojos, y que fue que vi tres niños cogidos de las manos, delante de un caballo, cantando, enajenados de júbilo, nomás que estas palabras:

¡Un caballo!, ¡un caballo!, ¡un caballo! Estaban creando la palabra según la repetían; su canto era un canto genesiaco.

A esto me refiero cuando digo que las preguntas-lombriz tienen sentido: siempre afirman la existencia de “algo” que —dentro o fuera de la filosofía, no importa— no podemos sino reconocer y celebrar en su propia evidencia, que es a su vez un misterio. Si la filosofía prefiere lanzarse por la vertiente de la evidencia, y no acentúa el misterio sino como límite último (como frontera donde su pensamiento raya en la franca teología), la poesía en cambio hace de él casi siempre su punto de partida y su primera exclamación: su “canto genesiaco”. No le importa tanto responder a las preguntas sobre las posibilidades, las condiciones o el sentido de la existencia, como mostrarla; y mostrarla, justamente, en su sentido. Así, el mero hecho de que exista la poesía muestra que la existencia tiene sentido, y lo muestra en su propia gratuidad. Es verdad que la poesía podría no existir, y que no por ello la existencia perdería su sentido, pero eso no equivale a decir que la poesía sea neutra o indiferente. Por eso no he dicho que la poesía sea el sentido de la existencia sino la muestra de ese sentido.

Pero sucede que, aun en cuanto mera muestra del sentido de la existencia, la poesía es tan existencia como la existencia misma. Así, la relación que la poesía guarda con la existencia en general es del mismo tipo —digamos— que la que guarda la serie infinita de los números pares con la serie igualmente infinita de los números enteros: aunque sea sólo ‘parte” de la existencia infinita, la existencia de la poesía es tan infinita como la existencia misma. Es el trozo de lombriz que es una lombriz entera.

Como puede verse, no estoy ni con mucho en trance de resolver el misterio de la poesía sino sólo en vías de mostrarlo de un modo sui generis.

Y digo sui generis porque, a decir verdad, no hace falta mostrar a la poesía, que es pura mostración ella misma. Pero quizá no esté de más exponer discursivamente —ya que no explicar— por qué su existencia sigue siendo un misterio, como toda existencia.

2. Luego, el universo solitario

Es sin duda verdad, como se dice a menudo, que la poesía expresa el universo. Pero yo preferiría aquí partir esa afirmación-lombriz y ver qué me da tiempo de decir antes de que el pedacito con que me contento se vuelva otra vez una lombriz completa. Y es que a mí la gran declaración de que la poesía expresa al universo me deja algo frío. “La poesía expresa el universo." Muy bien. Pero a esa afirmación, por su misma enormidad, le falta algo. Y lo que creo que le falta es justo el trozo del que quiero agarrarme yo: averiguar ante quién lo expresa y de qué modo.

Haciendo de cuenta por un instante que los hombres no somos universo (y que “lo humano” se opone a “lo natural' ), podemos comenzar diciendo sin muchos miramientos que la poesía expresa el universo sólo para nosotros los hombres (no para las estrellas, ni para las piedras, ni para los átomos), pues sólo nosotros tenemos un medio de expresión y podemos hallar en él algún sentido. Si aceptamos este supuesto, entonces podremos ver la expresión poética del universo como si hiera una fotografía: nosotros “entendemos” que esa fotografía es una representación del universo, pero el universo mismo actúa frente a ella como ante cualquier otra cosa material; para él no es más que un trozo de materia como cualquier otro, una cosa más entre las cosas: una cosa, como todas, insignificante... ;Lo he dicho bien? Insignificante.

La idea de un universo insignificante no nos es extraña: es la que subyace, si no en la mente o el corazón de los científicos, sí al menos en los supuestos más estrictos de la ciencia. Y no por nada: la ciencia no podría establecer ningún criterio de objetividad si supusiera que el universo dice algo —quiero decir: si dijera algo de veras, si pudiera significar algo distinto de lo que es—, porque en principio quien habla debe ser un sujeto, no un objeto. Bajo esta luz podría incluso afirmarse que la noción de objetividad no es sino una manera elaborada de afirmar que el universo es insignificante.

Pero no sólo la ciencia ve así las cosas. A esa misma actitud “cien-tificista” se refiere casi con inocencia aquella parte del arte moderno que, jurándose enemiga de las convenciones tradicionales, pone objetos ahí donde antes había obras, sin reparar mucho en que, llevada hasta el extremo, su actitud debería alcanzarle para producir de veras cosas, más que objetos: los artistas serían así literalmente el universo y no habría manera de distinguir nítidamente al arte de las fuerzas naturales; el nacimiento de un cuadro no sería muy distinto del nacimiento de una estrella; o, dicho de otro modo, los artistas sólo se distinguirían de las gallinas en que ellos pondrían sus huevos en un museo, no en el gallinero. Con esto quiero decir que la noción de “objeto” que esgrime una parte del arte moderno es en realidad una mezcla espuria de lo que significa “objeto” para la ciencia y lo que tradicionalmente ha significado “obra” para el arte.

Con todo, la restricción metodológica que la ciencia impone al universo cuando lo objetiva no deja de ser, justamente, una restricción. Si es verdad que por ella la naturaleza enmudece, no lo es menos que esa naturaleza muda no es de ningún modo toda la naturaleza —y por eso he distinguido la actitud de la ciencia de la actitud y aun el corazón de los científicos. En un ensayo titulado “De la poesía y el arte”, Coleridge lo dice así:

[...] la naturaleza, en su plenitud, carece de carácter distintivo, así como el agua es más pura que nunca cuando no tiene gusto, olor ni sabor; pero esto es lo más elevado, el vértice; no es el todo. El objeto del arte es dar el todo ad hominen [...]

El objeto aguaos mudo: ni sabe, ni huele, ni tiene color; la cosa agua, en cambio, habla, huele, sabe... El primero se da para el pensamiento abstracto; la segunda, para la experiencia. Así pues, la ciencia establece leyes de comportamiento universal y deja a otras disciplinas la tarea de experimentar, interpretar y valorar ese comportamiento a su albedrío. Algunas de estas “disciplinas” lo son en sentido estricto (la cábala y la alquimia, por ejemplo); otras, sólo en un sentido muy amplio (como las religiones y el arte), pero todas se entregan buenamente a la tarea de comprender un mundo que, para ellas, es valioso.

3. Y el mundo valorado

Suponer que el universo tiene algo que decirnos implica que aquello que quiere decirnos tiene algún valor; que lo tiene, por cierto, para él mismo, pero también para nosotros, que estamos dispuestos a escucharlo. Esto es importante y constituye el cimiento mismo de toda literatura: alguien se ofrece a decirle algo a otro que está dispuesto a escucharlo. De nada le valdría al universo ser el universo mismo si nadie quisiera escucharlo (que es lo que el alquimista herido le reprocha al impasible químico: su desinterés)', pero está claro que, establecido el interés del que escucha, tanto él como el que habla conceden algún valor a eso que su mutuo interés —y sin duda su común buena fe— convierte en la unidad “lo-que-se-dice-y-escucha”. A esa comunidad y a esa mutualidad convoca la frase bíblica que dice: “Quien tenga oídos, que oiga”, pero también a su modo Machado cuando, en un reproche, dice: al caboy nada os debo; / debéisme cuanto he escrito. Porque a fin de cuentas un valor esencial de “lo-que-se-dice-y-escucha” (el valor donde se finca la literatura) es la gratuidad con que se da y al mismo tiempo se recibe. Con esto quiero decir que el que quiere contarme un cuento, así nomás, de buena fe, me lo cuenta porque sí, de gratis, y sin otro interés que el de contármelo; y así lo escucho yo también, porque sí, de gratis, y sin otro interés que el de oírlo. En esto la literatura se distingue de esas otras formas de la comunicación —o, como se dice ahora, del discurso— que se dan con alguna intención extra, con algún otro interés, como el de convencer de algo a su interlocutor, el de adoctrinarlo o el de probar alguna cosa ante su razón.

Por eso hay que tener mucho cuidado cuando hablamos de la ciencia y de la literatura como de actividades “desinteresadas”, porque sus “desintereses” son de signos opuestos. Para la ciencia instituida, digamos, son el universo y sus leyes los que son desinteresados, no ella misma. Y así, en cuanto institución social, la ciencia puede defender legítimamente sus intereses mundanos —por ejemplo en el territorio político y financiero— aduciendo que los conocimientos que ella aporta son finalmente útiles para la humanidad. La literatura, en cambio, no reporta ni declara ninguna utilidad (y hay incluso quien pone en duda que el suyo sea un conocimiento en absoluto), pero en su gratuidad nos muestra un universo lleno de sentido. Y más: un universo que dialoga con nosotros, pues nos deja ver que no sólo él es significativo y significante para nosotros sino también nosotros para él.

Pero hemos llegado ya aquí a un punto en el que el universo mismo parece tomar conciencia —como nosotros (o, mejor dicho, con nosotros)— del valor de la existencia. Un punto en el que el universo, hallándole sentido a la existencia, nos enseña que el trozo de lombriz que estábamos analizando se está convirtiendo otra vez en lombriz entera.

4. El universo del hombre; el hombre en el universo

Tendremos que hacer un nuevo corte en la lombriz. Pero esta vez comencemos por la parte más grande; esto es, preguntándonos, ya no —como la ciencia— qué es el universo sino quién es el universo. La pregunta viene a cuento porque antes hemos dicho que el universo dialoga con nosotros y que además cobra conciencia de la existencia, cosas que implican de algún modo, pero a fuerzas, un sujeto. A ningún lector se le escapa que la literatura casi siempre implica que el universo es un sujeto, aunque lo haga de maneras distintas según el género de que se trate. La poesía lo hace a menudo de manera muy directa, por ejemplo poniendo a hablar a los árboles {antenoche a media noche / oí hablar a los árboles, decía Juan Ramón Jiménez); la prosa narrativa, en cambio, se conforma con implicar la subjetividad del universo personificándolo en una frase aquí y otra allá (y así dice, por ejemplo, que “el viento se paseaba entre los árboles”, o que “la luz de la luna selló su último beso”). Me dirán ustedes que éstas no son sino “formas de hablar”. Y eso son, sin duda. Pero es que no hay manera de caracterizar la literatura sin comenzar diciendo que, en sus cimientos, no es más que una forma particular de hablar. Supongo que por eso el Diccionario del español usual en México define la poesía como un “uso artístico de la lengua”. Va de suyo que no por ser artística esa lengua deja de ser la lengua de todos (cosa de la que hablaré después), pero esta definición no hace en realidad sino remitirnos a otra definición —que será sin duda más general y, en ese sentido, más vaga—; a saber, la definición de “artístico”. No discutiré ya lo que para el diccionario significa “artístico”, porque creo que nos bastará por ahora con algunos de los rasgos que hemos apuntado ya por nuestra cuenta y que nos han servido hasta aquí para distinguir la forma de hablar de la poesía (o de la literatura en general) de las formas de hablar de la ciencia, por una parte, y de la filosofía, por la otra. Con todo, debo decir que lo que a mí me parece de veras importante no es una diferencia de orden formal, discursivo o retórico sino —para decirlo con todas sus letras— una diferencia de contenido: la poesía pone de manifiesto al universo, es verdad, pero sólo bajo la forma de una experiencia —y una experiencia subjetiva, sobra decir... Pero lo digo, aun sobrando, por si a alguien se le ocurre hacer un juego de palabras y quiere luego convencernos de que el universo experimentado es lo mismo que el universo experimental. No: el universo experimental es dominio de la ciencia; el universo experimentado es dominio de... de la experiencia misma, por decirlo de algún modo. La poesía es expresión de esa experiencia, a la vez íntima y universal...

5. El anonimato universal en la persona del poeta

Que la poesía suponga una personificación del universo (al que por lo tanto reconoce una subjetividad), y que se vea a sí misma como un “diálogo de la experiencia” con esa subjetividad, la acerca sin duda a las religiones. Como ellas, tiene por asunto la vida que experimentan los hombres, para su deleite o su dolor, en el seno de un universo significativo y sensible. Pero, a diferencia de las religiones, la literatura no implica necesariamente la idea de un Dios —o al menos no la de un Dios individualizado. Sé que esto suena contradictorio, y por ende me obliga a explicar en qué sentido digo que la literatura personifica al universo sin individualizarlo al mismo tiempo. Trataré de hacerlo, aunque a sabiendas de ello implica que cortemos de nuevo la lombriz. Hagámoslo, pero, así como antes comenzamos por la parte más grande de la lombriz, empecemos ahora por la más chica —aunque sin olvidar que al cabo las dos son por igual infinitas.

La parte a la que me refiero son los poetas; o, mejor dicho, lo que dicen los poetas de sí mismos. ¿O no los hemos oído decir una y mil veces que en sus versos no hablan de veras ellos sino la Musa —o, para el caso, el universo? ¿Cómo pueden decir que ellos son la voz del pueblo y al mismo tiempo firmar con su nombre no sólo el poema que publican sino también el recibo que entregan a cambio de un cheque? ¡No nos vendrán a decir cínicamente que no cobran ellos sino el universo! Y sin embargo los poetas insisten en que ellos hablan por otros y, sobre todo, en que otros hablan por ellos. Se sienten un poco profetas y un poco médiums, sin duda. Pero, luego de oírlos insistir tanto a lo largo y ancho de los milenios ¿los tildaremos de locos simplemente, y a otra cosa? ¿O qué es lo que nos quieren dar a entender con eso de que “Yo es otro”, como decía Rimbaud? ¿Por qué insisten tanto en despersonalizarse?

Expresada en términos de ley, la actitud de los poetas podría formularse así: a toda acción (del universo) corresponde una reacción igual y de sentido contrario (de los poetas). Y así, mientras vemos cómo se personifica el universo en la poesía, vemos des personificarse a los poetas. Sea por simetría negativa, por osmosis, o por lo que se quiera, el hecho es que los poetas quieren convencernos así de que, en efecto, ellos están de algún modo conectados con el universo. O, lo que es más —y para traer por una vez a colación a la lombriz entera—, quieren probar que ellos son el universo, o al menos que son universo. Así de clara tienen la respuesta a la pregunta que hacíamos antes: ¿quién —no qué— es el universo? El poeta responde: “El universo soy Yo; sólo que... Yo es otro".

Tal parece que nos hemos vuelto a topar aquí con una contradicción entre la subjetividad y la individualidad. Antes dije que el universo de los poetas era subjetivo sin ser individual, y ahora digo algo parecido de los poetas mismos. Les parecerá que juego, pero es que, bien vistas, la individualidad y la subjetividad son cosas muy diferentes. Si a menudo las confundimos es porque estamos demasiado acostumbrados a pensar que ambas coinciden en el Yo, que el Yo es una cuestión individual y meramente psicológica. Pero basta con dejar de pensar un momento en esos términos abstractos (dejar de pensar en el vértice, diría Coleridge) para ver en el Yo una simple convención que indica a quien habla —un rasgo que señala, como dicen los textos jurídicos, “al de la voz". Nada más... cuando menos en principio. Con esto quiero decir que al referirnos a alguien como “el de la voz" hacemos caso omiso de sus rasgos psicológicos y nos atenemos simplemente a su declaración, a su testimonio. No es que quien declara deje de ser una persona mientras declara; es que por lo regular no es pertinente juzgar la validez de su declaración poniendo como condición que en ella se manifieste también su psicología, su idiosincrasia, su ideología si ustedes quieren —a menos que sea justamente por alguna de estas cosas por lo que se le trae a cuentas (cosa que, se supone, ya no pasa en nuestro sistema judicial).

En eso la voz del poeta es igual a la voz de “el de la voz”: no es pertinente, mientras habla, preguntar si va a cobrar o no por lo que dice. Lo importante, por lo menos hasta este punto, es que dé su testimonio, que dé fe. Por eso las leyes mismas reconocen, bajo ciertas circunstancias, la validez de los testimonio anónimos. No es que quien da anónimamente un testimonio no sea una persona; es que para el caso es indiferente qué persona sea y basta con identificarla como un testigo. Por eso mismo, creo, ni trajo consecuencias ni pareció importarle mucho a nadie el ostentoso “desenmascaramiento” del subcomandante Marcos. ¿Qué más daba si era Rafael Sebastián Guillen Vicente, o Pedro Pérez o algún Rosas? Las autoridades no aprenden: hace un siglo y medio desenmascararon también a La Cruz Parlante, y no les valió de nada. Y es que, así como antes dije que solemos confundir la identidad con la psicología individual, las autoridades gubernamentales tienden a confundir la identidad de una persona con su identificación (una huella dactilar, un nombre y una foto). No se les ocurre ni por un instante que una identidad puede referirse a algo distinto de un individuo en particular. Por ejemplo, a una dignidad: la de rey, la de faraón, la de subcomandante, la de poeta. ;0 vamos a creer que a la Reina de Inglaterra le resultará ofensivo que la llamemos así, Reina de Inglaterra, sin distinguirla de las otras reinas de Inglaterra que ha habido, sin llamarla Isabel II? En eso el poeta se parece a la reina: ambos están investidos de un aura que no les pertenece en cuanto individuos. Y, si me apuran, que no les pertenece en absoluto, pues no es en cuanto personas sino justamente en cuanto reina y poeta como los inviste esa dignidad. Dicho de otro modo, la Reina de Inglaterra no está para que se le ofenda la personita que lleva dentro porque la llamen a ella, justamente a ella, la reina de Inglaterra, Reina de Inglaterra.

Era esta condición, por ejemplo, lo que retrataban los egipcios cuando hacían estatuas de sus faraones, echando por delante, no el “parecido'' del modelo con su retrato, sino su “dignidad”. Y así ocurre también en otro tipo de retratos:

De aquí —dice Coleridge— que un buen retrato sea la abstracción y el resumen de lo personal; no es la semejanza por una verdadera comparación sino por el recuerdo.

Ello explica por qué no siempre se reconoce el parecido en un retrato excelente; porque algunas personas jamás abstraen [...]

Una “abstracción” de este tipo hacían los tlahuicas, por ejemplo, cuando en el Tepozteco adoraban a Quetzalcóatl en su “dignidad" de Ehécatl, dios del viento. Y también los actores “encarnan" a sus personajes haciendo de ellos un retrato como el que pide Coleridge. ;ü no tiene una identidad clara y reconocible Drácula, aunque no haya encarnado en un individuo sino en muchos (en Bela Lugosi, Christopher Lee, Klaus Kinski, Germán Robles, etc.)? Hay algo, pues, que nos dice que Drácula sigue siendo Drácula en todos sus avatares.

Pero de nuevo tenemos una lombriz entera, y esta vez larguísima. Sin embargo, la cortaré una vez más, si ustedes me lo permiten.

6. El poeta persona y personaje

No es por azar que casi todas las comparaciones que hemos hecho del poeta con otros personajes tengan algo que ver con figuras que representan alguna autoridad, ya de la política, ya de las leyes o de las religiones.

Y es que, aunque con matices, cuando hablamos de poetas implicamos sin remedio al menos dos cosas que atañen también a los profetas, a los políticos y a los sacerdotes; a saber, la identidad y la representación. Si en todo lo que llevo dicho sustituyéramos la palabra “universo por la palabra “país", por ejemplo, se entendería bien a qué me refiero en el caso de los políticos. Cuando un político dice que él no hace sino cumplir la voluntad del pueblo ¿110 oímos en sus palabras un retintín de las del poeta que dice no escribir sino lo que le dicta la Musa? ;Y en calidad de que cumplen uno y otro la tarea que siempre dicen hacer en nombre de otro? Dicho de otro modo: cuando el político y el poeta dicen “Yo" (o cuando usan el plural mayestático —que por algo se llama así—, y dicen “nosotros" cuando quieren decir “Yo, aunque en nombre de ustedes”); digo, cuando dicen “Yo” ¿se refieren a su Yo individual y psicológico? O, en cualquier caso, ¿a ese Yo que las autoridades judiciales ven completo y plenamente expresado en la credencial de elector? Desde luego que no. Legítimamente o 110, ambos se refieren a una instancia que rebasa lo individual, aunque lo hagan sólo con el fin de que cada individuo se sienta de algún modo personalmente representado en ella. Legítimamente o no, en eso consiste su investidura: en expresar al oído de cada individuo, con la voz propia de 1111 Yo bien identificado, lo que a la multitud le dice la voz anónima del universo. Dicho de manera sarcástica, su encomienda es decirle al pueblo lo que el pueblo quiere oír; dicho con seriedad, su misión es dar voz a lo que hasta entonces permanecía inexpresado. En ambos casos lo milagroso, cuando se da, es que lo dicho exprese en efecto lo inexpresado, o lo que el pueblo quiere oír.

En eso los poetas se parecen a los sacerdotes y a los políticos. Pero por otra parte los distingue de ellos, como antes de los científicos, que ellos no dicen (o no repiten) las palabras del universo con un propósito determinado. Quiero decir con esto que los políticos basan la legitimidad de sus palabras y sus actos “en el bien del pueblo”. Pero ¿en qué bien basan la de las suyas los poetas? A decir verdad, su misión es bastante humilde, por más que ellos se jacten tanto de ella: consiste, simplemente, en devolver a los hombres (y al universo, si se quiere) sus propias palabras. Quizá más limpias y libres de polvo y paja, pero siempre devolverlas. Que el pueblo oiga las palabras que él mismo pronuncia; que vea expresado lo inaudito en su propia lengua. Esa es la única legitimidad que pueden arrogarse, pues a ellos nadie los elige, ninguna multitud les pide que hagan algo por ella o en su nombre. Lo hacen, como dije antes, porque sí, no sé por qué, quizá simplemente porque está bien exclamar que el mundo existe; quizá porque la investidura misma del poeta es de naturaleza generosa aun a pesar de que el poeta mismo, en cuanto persona, pueda traicionar esa misma investidura. Con esto quiero decir que uno puede hacerse poeta por las peores razones del mundo y medrar a costa de sus propios versos, pero que, en caso de querer reprochárselo, sería mejor apuntar contra la vanidad de su Yo individual y psicológico que contra su dignidad de poeta. Lo digo como consejo práctico, como mera estrategia, pues ni el poeta que es está por entero contenido en la persona que es, ni está en nuestra mano señalar el punto donde se separan el Yo psicológico y la voz del poeta. No digo, por supuesto, que no se toquen —ni que la persona del poeta no se sienta legítimamente ofendida cuando a alguien no le gustan los versos que escribió en su investidura de poeta—; digo que no está en nuestra mano cortar de un tajo la cinta de Moebius en que son, al mismo tiempo, uno y dos, un hombre y el universo entero.

Tiembla la Literatura, por Francisco Segovia | TEMORES y TEMBLORES

Emitido en directo el 5 abr. 2018

Biblioteca Vasconcelos y la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM iniciaron un ciclo de diálogos públicos llamado TEMORES y TEMBLORES. En esta ocasión, el Mtro. Francisco Segovia junto con el Dr. Ricardo García Arteaga, presentaron el diálogo público titulado "Tiembla la literatura". La charla tuvo lugar el jueves 5 abril, a las 17:30 h en el Mezzanine del Auditorio. Este jueves iniciamos el ciclo de diálogos públicos TEMORES Y TEMBLORES, en colaboración con la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Y lo hacemos con el tema TIEMBLA LA LITERATURA, a cargo del Mtro. Francisco Segovia. Modera el Dr. Ricardo García Arteaga. “Los terremotos disparan el resorte narrativo de quienes los sufren. Nadie deja de aprovechar la más mínima oportunidad de contar su experiencia. El tema se apodera de la conversación durante días, semanas, meses. Mientras más grave y desastroso el terremoto, más duradero el ambiente testimonial que crea”. Francisco Segovia comentó dos poemas famosos dedicados a dos terremotos; el primero fue publicado por José Emilio Pacheco a tres meses del sismo de 1985; el otro apareció en la columna de Juan Villoro a días del 19S. Aunque muy distintos, pueden verse como una continuidad. En cualquier caso, ¿cuál es la experiencia que reflejan? ¿Qué experiencia nuestra, de todos nosotros, expresan? Francisco Segovia (Ciudad de México, 1958), poeta, ensayista y traductor. Ha trabajado como lexicógrafo (Diccionario del Español de México, Enciclopedia Británica, Oxford Spanish Dictionary, entre otros); como traductor y como profesor de literatura (UNAM, ITAM, COLMEX). Ha formado parte del consejo de redacción de varias revistas mexicanas de literatura (La Orquesta, Diagonales, Fractal) y en algunas otras ha tenido una sección fija (Vuelta, Librero). En 1976 recibió la Beca Salvador Novo del CME, para escribir poesía; en 1988, una beca del Consejo Británico, para escribir un libro de ensayos sobre Thomas Malory en el King’s College de Londres, 1989; en 1992 el fonca le otorgó la beca de Creadores Intelectuales para escribir ensayo y poesía. En 1998 el International Board on Books for Young People (ibby) lo incluyó en su “Honour List” por la traducción de El libro apestoso, de Bebette Cole, (FCE, 1994). Actualmente es investigador del Diccionario del Español de México, en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México y miembro del SNCA (1999-2005). Es miembro fundador y colaborador de varias revistas de literatura entre las que destaca Fractal y Vuelta. Entre sus libros podemos destacar Aire común (Poesía reunida 1994-2011) (2015), Agua (2015), Huevos de pascua (2012), El aire habitado (1995), en ensayo Retrato hablado (1996) y en prosa Conferencia de vampiros (1988) y Abalorios y otras cuentas (1996).

 

por Francisco Segovia
Originalmente en Periódico de Poesía UNAM Nueva época Nº4 Verano de 2002

http://www.periodicodepoesia.unam.mx/images/stories/pdf-impresos/pdp-04b.pdf

 

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