David Huerta, entre la poesía y la prosa ensayo de Francisco Segovia
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El ovillo y la brisa es un libro… ¿de prosa? ¿de prosa vil? ¿de prosa poética? ¿de poesía en prosa? Yo me atrevería a decir que sus primeras páginas son de pre-prosa, de paleo-prosa, de esa sustancia prenatal, viscosa y vitelina, que la poesía desecha nomás nacer y que la prosa aprovecha para incubarse. Es cierto que, al avanzar, el libro va siendo cada vez más de prosa-prosa, pero no al principio, cuando su voz tiene algo de embrión o de engendro que balbucea retazos de una lengua que parece haberse extinguido justo en el momento en que él nacía. No me refiero a la lengua de los dioses que desapareció de la faz de la tierra en cuanto los hombres pusieron el pie sobre ella —la lengua olvidada que imaginaron Heine y los demás románticos—, sino a una lengua ya enteramente terrenal e histórica; una lengua que, según la vislumbra Huerta, la humanidad perdió al perderse ella misma, cuando se volvió “incapaz de articular un ‘buenos días’ en newspeak”… Estamos, pues, en un tiempo posterior al de las distopías de 1984, Un mundo feliz y Farenheit 451, cuando la humanidad ya se ha disuelto, dispersándose en el cosmos… Por eso quien parece hablar en las primeras páginas de El ovillo y la brisa es el Alien de Ridley Scott. Habla después de haber devorado al último ser vivo de la nave, al último hablante de la lengua que se hablaba en ella, el Nostromo… Exagero, por supuesto. Aunque Huerta menciona la newspeak de Orwell, la verdad es que no lleva las cosas tan lejos como yo y se contenta con sugerir que en su libro habla el gigante Polifemo, o Segismundo, el de La vida es sueño. Pero cuántos aciertos de prosodia puede llegar a experimentar Segismundo en un lapso breve, minúsculo de veras: ¿un minuto? Quizá menos. Es un prodigio, una maravilla. Es un monstruo. ¿Segismundo, un monstruo? Un monstruo, sí; es decir, alguien que debiera mostrarse y admirarse a la luz del día como cosa inusitada y milagrosa, pero que vive encerrado y oculto en una celda. Segismundo no se muestra a ojos vistas, como tampoco lo hace la mayoría de los monstruos. No lo hacen, por ejemplo, ni el Minotauro de la mitología, ni el Drácula de la literatura, ni el Alien cinematográfico —en quien hay, por cierto, algo sorprendente que lo distingue de sus semejantes y permite una indagación particular: apenas nacido él, mueren todos los seres que lo rodean, cosa que no ocurre en los otros casos, pues hay humanidad después de Asterión y del conde Drácula, comedores de hombres. Muchos de los motivos folclóricos del vampiro están presentes en Alien, pero también algunas de sus escenas más propiamente literarias. Una de ellas, episódica en la novela de Bram Stoker, es en cambio central en la película de Ridley Scott: la aparición del monstruo en una nave de la que no es posible huir. El barco en que Drácula llega a Londres, como la nave de Alien y el laberinto del Minotauro, es una prisión de la que nadie sale vivo, es cierto, pero en Inglaterra y en Creta queda siempre gente de sobra para que el monstruo se cebe hasta el hartazgo. Alien no tiene esa suerte —ni esa provisión ni esa previsión—, pues no queda nadie después de exterminada la tripulación del Nostromo. Se trata, pues, de dos versiones del mal: una racional, metódica, maquiavélica, y otra irracional, bárbara y estúpida; una que razona y raciona su fuente de alimentos y otra que los consume de golpe, arrebatadamente. Alien pertenece a esta última forma: se ha quedado solo en el universo y habla sólo para sí mismo, como se dice que hablan los poetas… Pero ¿de veras habla? ¿Es de veras habla el mugido de quien habla solo? ¿Es habla la mía cuando hablo a solas conmigo? No es una pregunta extraña, ni extraordinaria, y la sabiduría popular ha intentado responderla aludiendo a dos personajes que ella misma pinta siempre abstraídos en un mundo irreal, hablando con fantasmas o seres imaginarios: el poeta y el loco. “De poeta y loco todos tenemos un poco”, dice el refrán, de donde se infiere que el poeta es una especie particular de loco, de alienado, por más que él sea de los que no comen fuego… Sea como fuere, quien habla primero en el libro de David Huerta, habla solo. Por eso se refiere a sí mismo como “Yo: el ermitaño de aquí”. Vive abandonado en las galerías de un gran almacén —o de varios, no importa, pues todos los almacenes son el mismo almacén, como son el mismo todos los laberintos—. Y no estará de más decir que a esta neutralidad espacial corresponde una temporal, pues en la voz del ermitaño no parecen distinguirse un antes y un después. Las cosas, para él, ocurren siempre en la mazmorra del presente, y el pasado y el futuro no son sino dobleces conjeturales del tiempo actual. El almacén donde habla está cerrado y ya no queda en él ni un alma, ni una sola persona a quien dirigirse, aunque sus pasillos estén atiborrados de cosas y huellas humanas… Como Alien, el ermitaño de Huerta habla cuando todos han callado… Nosotros lo escuchamos, sin embargo, y lo que oímos es extraño: el canto de una serpiente que sisea la melodía del pájaro que recién ha devorado. Quien así musita es también, sin duda, Segismundo. Aunque Huerta no lo viste de pieles para mostrar su condición de animal, como hace Calderón, también él lo concibe como un ser salvaje, y lo declara sin muchos miramientos: “Es un animal y lo sabe: es su primera sabiduría”. Estamos, pues, en el comienzo de algo; quizás ante el nacimiento de una nueva especie… Pero ¿humana?… Sin duda, al menos si por humano entendemos alguien que habla y canta… Hay, por cierto, algo de genesíaco en el canto atribulado de este animal que comienza a cobrar conciencia de sí, pues lo que adivinamos en él es el preludio de toda una lengua, por más que corra el riesgo de ser abortada si no se presenta nunca un interlocutor y las palabras no se dicen para alguien… En cualquier caso, no faltará quien vislumbre en este “canto genesíaco” —como lo llamaría Unamuno— un atisbo de lirismo anterior a la poesía, una lírica de antes de los versos (el gañido antes del trino), pues lo que en él se expresa es un sentimiento poderoso e insobornable. Sin embargo, eso supondría que la lírica es originaria, y esto es debatible… El monstruo está solo y habla a solas en el helado y desolado cosmos, rodeado por los retazos de una humanidad que ahora parece absurda, redundante y ya difunta. Pero Alien no es alguien aún sino, quizás, simplemente, algo. ¿Cómo podría ser lírico, si no tiene conciencia de sí mismo y carece de un yo? “Es un animal y lo sabe”, dice Huerta. Pero ¿lo sabe porque canta —y tal vez cuenta— algo que él mismo no comprende cabalmente? Quizás hubiera podido aprender esos cantos de los labios de su madre, si esos cascarones quebrados y mondos que yacen en el suelo hubiesen podido ser una madre y no meras “membranas extendidas sobre la prosa horizontal del piso”, “rastros amargos para la punta de la lengua”, “versos que nunca alcanzan el estado coloidal del poema”, un “tiradero de […] laboratorios forenses”… En cualquier caso, las palabras del monstruo no brotan de la nada, por generación espontánea. Tienen su origen en esa humanidad extinta. Como el monstruo en su prisión, quien habla aquí es un huérfano de su lengua materna. Masca y escupe palabras —comunes o cultísimas—, tratando de adivinar en ellas algo más que un gruñido. Quisiera que a ese gruñido, que ya asocia con el sabor de la sangre de sus víctimas, correspondiera además un color, una textura. Es presa, quizás, de aquel “desarreglo de todos los sentidos” del que hablaba Arthur Rimbaud, el joven poeta que identificaba las vocales con colores y a veces con sabores: “A negra, E blanca, I roja”… El sabor de la i, que a Rimbaud le parecía “sangre escupida”, es el del hierro, donde se cifra de algún modo el magma mineral y subterráneo que corre por las arterias del monstruo y del que brotan las palabras que él, a su modo, está cantando —o eso dirían, al alimón, el Rilke de los Sonetos a Orfeo y el Cuesta del Canto a un dios mineral: las palabras saben a hierro, a piedra, a sangre… Nacen de un sacrificio… Y nosotros, que escuchamos llenos de terror los bramidos del monstruo después del sacrificio, sospechamos que eso quiere decir algo… No dice nada todavía, pero ya quiere decir algo… Lo que se oye en la nave de Alien, en el laberinto del Minotauro y en el almacén del ermitaño es quizá sólo una exclamación, una larga interjección. ¿Es prosa? ¿Es poesía? Si fuera prosa, tendría que ser de una clase que brotara del mismo borbotón de donde nace la poesía. Pero, si es poesía, no podría ser lírica; no, al menos, si la lírica supone un yo y una interioridad, pues los monstruos carecen de ambas cosas y buena parte de lo que los define es ser por entero tripa expuesta y visible, como el Huwawa sumerio, un mero intestino en cuyas circunvoluciones los adivinos descifraban el futuro, “los futuros plurales, paralelos, proliferantes”… Mancia entérica: desentrañar los misterios del universo estirando los dobleces de una entraña mínima —micrométrica, diría Huerta—, como si el tiempo y el espacio estuvieran simplemente plegados sobre sí mismos… Y, sin embargo, hay algo notable en esta extraña forma de adivinación: el pasado y el futuro no están ocultos dentro o al fondo del intestino sino en el dibujo que trazan sus circunvoluciones desplegadas sobre una superficie. Esto nos pone sobre aviso: en el mundo de los monstruos no hay la piel suave afuera y las odiosas tripas dentro. El monstruo muestra que el horror es el revés de la belleza y que las tripas no están dentro del cuerpo sino que son el cuerpo, sólo que visto del revés. No por dentro o desde dentro: del revés… Esto es, quizá, lo que significa la boca dentada de Alien, en cuyo interior no hay sino otra boca dentada, y dentro de ésta, otra, y otra… En el fondo de esa boca hay una nueva boca, otra vez externa y otra vez espeluznante. Nos hallamos quizás ante el signo de un sino: el monstruo del Nostromo no ve nunca el fondo de las cosas sino sólo, cuando mucho, su revés… De eso se trata la primera parte del libro de Huerta: de asomarse a un mundo en el que no hay aún un ego que ahonde en sí mismo o se mire al espejo, pues en él no hay interioridad ni hay reconocimiento de uno mismo. No hay intimidad, no hay yo. Solamente, y allá afuera, lejos, el revés del yo —del yo lírico, se entiende, pues acaso no haya otro… Si este nuevo Adán nos resulta monstruoso y perverso es porque no ha nacido ya dueño de una lengua y un yo, como el Adán bíblico; es todavía un animal y en él el canto genesíaco no deja de ser una pulsión… La cuarta de forros de El ovillo y la brisa sugiere que leemos poemas en prosa, un género a caballo entre la ligereza del verso y la molicie de la novela, pero en todo caso situado “en un limbo de ávidas pulsiones”. Puede ser, pero ni siquiera en ese caso se trataría necesariamente de las pulsiones de un yo. La humanidad en ciernes de quien habla en el Nostromo es presa de un instinto que le impide resistirse a las modulaciones de la voz, como si tuviera un deseo innato de ritmo, de melodía, acaso de palabras, pero podría tratarse de una necesidad pre-humana. Podría ser que el monstruo fuera tal porque, siendo casi humano, es todavía un poco pájaro, un poco mono aullador… A eso se atiene David Huerta: a esa pulsión elemental en vías de convertirse en un deseo ya plenamente humano, pero independiente aún del desarrollo de un yo; un deseo de ritmo como el que muestran los niños al aprender a hablar; un deseo de ritmo capaz de redimir al monstruo, si todo sale bien. Quizás, en su origen, la poesía no fuera sino el anverso de eso cuyo reverso es el impulso narrativo. Cantar y contar tramados entre sí como una proteína que sólo las enérgicas enzimas de la teoría desenroscan. Si así fuera, entonces Huerta estaría mostrándonos de bulto que canto y cuento (poesía y prosa) son los dos lados de una misma medalla. De este modo —dándole la vuelta al calcetín, sin rasgarlo ni romperlo—, nos enseña que el más negro y recóndito fondo puede voltearse y convertirse en la cima más alta y mejor iluminada. Nos muestra así el laberinto más perfecto: la cinta de Moebius… Es lo mismo que hace, por cierto —aunque en plan de oficial mayor del oficio poético—, en sus homenajes, juegos y pastiches (pienso en el reciente After Auden); sólo que en El ovillo y la brisa deja que la andanada de pulsiones monte más allá del dique que levanta su maestría y le golpee… ¿el alma?… No, quizá no el alma sino sólo, simplemente, el yo lírico, ése que cuenta y canta sin saber aún cabalmente que cuenta y canta, ni qué cuenta y canta… ¿Estoy imaginando, entonces, un alien que se hace de un yo que súbitamente se le inspira? Sí. Estoy imaginando a alguien que se expresa por primera vez pronunciando una oración para él mismo incomprensible, indescifrable, como se dice que hacen a menudo los poetas líricos, “a saltos de esdrújula, de rotos y desgarbados dáctilos”, situándose en los comienzos de su lengua… A un lector optimista esta zona genesíaca del libro le mostrará el magma borboteante del que al cabo de los siglos surgirán las flores; no las flores de aquella vieja Tierra tan amada sino otras, las del nuevo mundo —o las del otro mundo—, pero flores al fin y al cabo… A un lector pesimista le mostrará, en cambio, que de la sangre sacrificial brotarán flores carnívoras, odiosas y terribles, pero también flores al fin y al cabo… En ambos casos, flores… quizá palabras, versos, cantos, cuentos… Es como si El ovillo y la brisa nos mostrara El origen de las especies puesto sobre sus pies; es decir, mirando el origen en el futuro, como suelen hacer las novelas y películas de ciencia ficción. ¿O no decía Heidegger que el origen llega bogando desde el futuro? Vistas así las cosas, todos seremos (pues todos hemos sido) Alien, un monstruo que es pura tripa exterior y que deberá labrarse una interioridad a punta de palabras —y de palabras viejas, no sobrará decirlo, de palabras heredadas, nacidas en una lengua de antes de su tiempo, de un antes que puede verse como futuro, pues estamos a mitad de esa cinta de Moebius que es el mundo del sentido… “Los apetitos de la prosa fueron definiéndose contra el fondo oscuro de los ritmos poéticos”, dice la cuarta de forros del libro, pero eso no impide que tales ritmos fueran precedidos a su vez por un impulso narrativo, contra el que entonces se habrían definido ambos, prosa y verso. Sólo el lirismo viene después, y ésa es la cosa… Si Alien ha de contar su historia, lo hará seguramente en el estilo de este libro, comenzando por zurcir en un mismo ritmo los retazos de una lengua que fue antes que él, pero que él, a su modo, está inaugurando. Si cuenta en efecto alguna vez su historia, lo hará juntando la pedacería de eso que alguna vez fue una lengua entera y brilló intensamente en el universo… La paradoja en que se asienta el libro de Huerta, la que lo constituye y afirma sus cimientos, reside justo en eso: para alumbrar el gruñido gutural de su alien, el poeta echa mano del mayor esplendor de su lengua. Por eso su estilo no teme ser —como dice, una vez más, la cuarta de forros— “una plenitud de la agudeza, puro brillo punzante, sin disimulos ni disfraces”… No es un libro fácil, eso queda claro, al menos en sus primeras páginas. A cambio de ello, nos enseña de qué modo el revés de las cosas y los seres se pliega, se repliega, se retrae sobre sí mismo para convertirse al fin en una interioridad, en una intimidad… Pero esa intimidad ¿habla en verso? Quizás en pre-verso, en una forma rítmica que no parece tener como pulsión inicial el prosaísmo de la prosa, pero sí su voluntad narrativa… Es verdad que la mayoría de las veces Huerta escribe al modo tradicional, en deliciosa prosa bien temperada (como la de los textos titulados “Los ermitaños de las lunas azules”, “Luz dividida en Madrid”, etcétera); es cierto, digo, que presenta estampas luminosas de la vida cotidiana cuando ésta de pronto se vuelve milagrosa, y que a menudo de su pluma brota verdadera prosa poética, o breves cuentos en toda regla —como “La broma y el patíbulo”, donde se lee en tersa sintaxis un ejemplo de ese “canto genesíaco” que no tiene nada de terso y que conduce a los poetas a la alienación; o como “El ovillo y la brisa”, en cuyo personaje anida un alien al que despierta la epifanía de “un triste muro”, como diría Cernuda: “Un muro ¿No comprendes? / Un muro frente al cual estoy solo”… Prosa extraordinaria, sin duda. Pero lo que yo he querido reseñar aquí es lo que conduce a ella, lo que está en el fondo y al principio de aquello que hace que un gran poeta y un gran prosista lo sean de veras; reseñar eso que aflora especialmente en la primera sección del libro, en los angustiados, angustiantes tartamudeos de los fragmentos iniciales, que son más poemas en prosa que prosas poéticas, más pre-prosa que prosa, y harto más pre-verso que pre-prosa, donde el poeta se extraña de la lengua que le rebulle en la boca, y la mastica y la escupe lejos, como Rimbaud el cuajo de sangre de la i, para ver quizás allá, a la distancia, de qué carne ha sido hecha y qué cosas ha estado él mascando a solas, sin saberlo, en su particular Nostromo… Eso de ahí —nos dice con azoro, quizá también con asco, señalando con afilado dedo deíctico algo muy brumoso que se rebulle musitando en el suelo… Eso… David Huerta, El ovillo y la brisa, ERA, México, 2018, 134 pp. El autor: Francisco Segovia / Ciudad de México, 1958. Es poeta, ensayista y traductor. Su libro más reciente es Detrás de las palabras (reflexiones en torno a la tramoya de la lengua), de 2017. En 2015 publicó Aire común. Poesía reunida 1994-2011. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y ha sido becario del British Council y del Centro Mexicano de Escritores. |
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ensayo de Francisco Segovia
Publicado, originalmente, en: Periódico de Poesía 10 junio, 2019
Periódico de Poesía es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, a través de la Dirección de Literatura
Link del texto: https://periodicodepoesia.unam.mx/texto/david-huerta-entre-la-poesia-y-la-prosa/
Editado por el editor de Letras Uruguay
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