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Voy a casa  
Lucía Scosceria

-¿Te gusta ese color?

La voz de Claudia se eleva sobre el sonido de la música funcional que satura el amplio y atiborrado salón.

-Sí, Claudia -contesto lacónicamente mientras ella carga en el carrito del súper la caja de bonetes rojos que me había mostrado y me detengo a mirarla riendo picarescamente, pues sé que no le gusta que la llame Claudia.

Sus ojos claros ríen mientras se posan en alguien que está a mis espaldas, la curiosidad me impulsa a girar la cabeza para averiguar quién la hizo sonreír, pero antes de que pudiera completar el giro, la voz gangosa de Romina atropelló mi tímpano y la identifiqué plenamente, claro, con la identificación vino el desagrado que me producía su presencia, ya que siempre lograba que Claudia perdiese interés en mí y dedicase toda su atención a la obesa prima, cuya voz hacía juego con el rostro que Dios le había dado, el de un bagre total.

Tuve que soportar sus saludos estridentes y sus besos rimbombantes mientras trataba de deshacerme de sus brazos fofos y tintineantes por las múltiples pulseras que ostentaba siempre.

No sé qué dije, ella rió un instante y después se volvió hacia Claudia y se enfrascó en una conversación en la cual llevaba la voz cantante, sus labios se movían sin parar describiendo figuras ridículas, sus incipientes y velados bigotes le daban la apariencia de Aramís, uno de los tres mosqueteros y sus inflados mofletes subían y bajaban mientras hablaba, hablaba y hablaba. El carrito se llenaba de provistas, y yo, lógico, me aburría más que compadre obligado a ver las fotos de las últimas vacaciones de sus ahijados.

La gran puerta del súper llena de guirnaldas y productos brillantes me invitaba a traspasarla. Deseé ir a casa, prefería mirar la tele que aguantar a Romina y su voz horripilante, por lo que en un santiamén gané la calle y tomé el primer ómnibus que pasaba.

El sol caía como hierro fundido convirtiendo en chicle al asfalto caliente, sus silenciosas protestas se perdían en estelas grises semiazuladas.

Recordé que tenía en el bolsillo trasero de mi jeans un caramelo de menta. Lo encontré semiderretido, le saqué el colorido envoltorio y lo engullí. Una señora chiquita, de edad indefinida me miró reprobatoriamente cuando arrojé el papel al piso.

Me sentí cohibido con su mirada y no sabiendo qué hacer, me agaché y lo recogí. Lo arrugué y lo guardé en el bolsillo de mi remera amarilla. Ella me sonrió y con los ojos me felicitó por mi acción. Se sentó a mi lado y trabó una conversación baladí, las que se originan en los viajes entre personas desconocidas, yo le contestaba con monosílabos, y ella me hablaba de cosas que me interesaron.

-Yo me llamo Fabiana. ¿Y vos? 

-Víctor -le contesté con una sonrisa. Fabiana me gustaba. Tenía una voz fresca y musical. Sus ojos eran negros y cálidos y dejaban escapar una gran simpatía. Era patente que yo le agradaba. Me sentí halagado, cuando terminó de contarme sobre su hija Sandra, cuya fotografía revelaba una gran belleza, yo también le conté cosas sobre mi familia. No muchas, pero sí algunas. Como lo que sufrimos cuando secuestraron a mi joven tío Rubén y cómo casi morimos todos de tristeza y pena cuando se halló su cuerpo muerto quince días después. Pero tuve que buscar otros temas porque no me gustó la humedad que adquirieron sus ojos cuando hablé sobre esa tragedia familiar, por lo que me despaché con todo sobre las vacaciones en la playa que había pasado días atrás con Claudia y Fernando.

-¿Cuantos años tenés? -era la quinta vez que me hacía esa pregunta que siempre yo evitaba contestar y le respondí preguntándole cuántos tenía ella.

Ella sonrió y preguntó:

-¿Dónde vas, Víctor?

-Voy a casa.

El ómnibus seguía andando, pero ahora se veían asientos vacíos.

Un mordisco en el estómago me dio el primer aviso. Tenía hambre. Mi último alimento había sido un chicle rosado que disimuladamente había tirado por la ventana abierta del colectivo horas atrás, cuando Fabiana dejó de mirarme unos instantes. El sol había recorrido un largo trecho hacia su dormitorio, sin perder el intenso calor del mediodía.

Fabiana se levantó y habló con el chofer, un hombre morocho y algo gordo con bigotes espesos como los próceres de mayo.

El hombre detuvo el vehículo y siguió conversando con ella. Me pareció que hablaban de mí, porque mientras gesticulaba volvió varias veces la cabeza para mirarme, la última vez que lo hizo, me sonrió, como si me conociera. Yo no le devolví la sonrisa.

Fabiana volvió a ubicarse a mi lado y me invitó a comer y beber algo en el bar de la próxima parada.

-¿Por qué no? -pensé, tenía hambre y ella era una compañía muy agradable.

El ómnibus se detuvo y la puerta delantera escupió a sus únicos ocupantes: el chofer, Fabiana y yo.

El bar era pequeño y en el fondo se encontraba el mostrador con la caja que expendía los tickets. Nos servimos empanadas de carne y de pollo, croquetas y gaseosas.

El chofer se dirigió hacia el teléfono público que dormía solitario en un rincón oscuro detrás del mostrador. Discó con dedos torpes. Se equivocó de número y con una maldición que atrajo la atención de un beodo que cabeceaba en una mesa del fondo volvió a intentar la llamada. Por fin pareció comunicarse. Comenzó a hablar gesticulando mucho con las manos y los ojos se le convirtieron en pantallas que no cesaban de abanicar como si tuviera un tic nervioso. Cuando se callaba, oyendo lo que le decían por el tubo, no apartaba la vista de nosotros. Nos miraba sin ningún disimulo, a tal punto que pensé que tendría algo que ver con Fabiana. ¿Estaría celoso de mí? Ella notaba que él nos miraba y parecía nerviosa.

Me dediqué de lleno a las empanadas, que dicho sea de paso, nunca las había comido tan ricas, le pediría a Claudia que me las preparara más a menudo.

Fabiana volvió a preguntarme dónde iba.

-Voy a casa.

-¿Queda lejos de aquí?

-¿Aquí? No sé.

El chofer seguía observándome y hablando por teléfono, mientras me miraba asentía una y otra vez, y sus ojos no se separaban de los míos. Por fin colgó el tubo y se ubicó en una mesa cerca de la puerta. No pidió nada y se entretenía haciendo bolitas con las migas de un pedazo de pan que sacó de una panera de mimbre que estaba sobre la mesa cubierta con un mantel rojo con cuadros blancos.

Me olvidé de él y seguí conversando con Fabiana. Ella era muy amigable y simpática, a pesar de que sus ojos negros se volvieron huidizos y parecía estar algo inquieta.

Cuando terminé de tomar la gaseosa entraron en el bar dos personas vestidas de policía.

Hablaron algunas palabras con el chofer, que me señaló directamente con el dedo índice, como si me acusara de algo.

¡Qué altos me parecieron los dos hombres cuando se acercaron a la mesa! Sé que el temor se reflejó en mis ojos y traté de ocultarlo, porque Fabiana me estaba observando con mucha atención y no quería que ella se diera cuenta.

-¿Conoce a esta señora? -dijo uno de los hombres y me puso bajo las narices la fotografía de Claudia que sonreía feliz a mi lado.

-Sí, es Claudia -repuse. No podía mentir, si ella estaba en la fotografía conmigo.

Todos respiraron aliviados mientras se miraban unos a otros.

Fabiana me sonrió y me dio un beso en la mejilla.

-Tendrá que ir con nosotros -me dijeron. No pude negarme. Miré a Fabiana. Juraría que unas lágrimas querían escaparse de los oscuros lagos, de un manotazo se las secó y me sonrió con la sonrisa más bella y serena del mundo.

-Chau, Fabiana.

-Adiós, Víctor, ya nos veremos -me dijo con un tono misterioso en la voz.

Subí a un auto oscuro con los dos policías. Viajamos en silencio hasta que uno de ellos encendió la radio y todo se llenó con el sonido de un chamamé. A mí particularmente no me gusta el chamamé, pero me guardé muy bien de mencionarlo.

El sol se había recostado en unas nubes rojas dándose un breve descanso después de andar todo el día, aprovechó para saludar brevemente a una estrella tempranera y con un gracioso descenso se despidió desapareciendo bruscamente tras un telón carmín y anaranjado.

El sueño tuvo que haberme vencido porque el chirrido de una súbita frenada me despertó abruptamente. La fachada risueña de rojos ladrillos de mi casa me saludó con las últimas luces del crepúsculo.

El rostro desencajado y las ojeras violáceas de Claudia me llamaron la atención. ¿Habría pasado algo? ¿Alguna desgracia? Fernando tenía los ojos marchitos y su mandíbula temblaba sin que pudiera controlarla. ¡Pobre! Así estuvo el año pasado cuando encontraron a su hermano muerto.

El temor, el dolor, la infelicidad que reflejaban los claros ojos de Claudia se evaporaron al verme.

Dio un grito mientras se desprendía de las manos de Fernando y corriendo se dirigió a mí y me tomó en sus brazos. Me llenó el rostro de besos y algunos vecinos aplaudían como si estuviesen viendo una obra de teatro con un final feliz.

Fernando me estrechó muy fuerte y aunque quiso disimularlo, unos broncos sollozos hicieron erupción de su pecho y los ahogó en el mío, mientras —18→ sentía que me asfixiaba entre sus brazos.

-¿Qué pasó, Claudia?

-Dejá de llamarme Claudia o de lo contrario no tendrás tu cuarta fiesta de cumpleaños -dijo con reproche mientras reía y lloraba al mismo tiempo.

-Sí, mamá -respondí mientras pensaba que no volvería a subir solo a un colectivo para volver a casa. Por lo menos sin avisar a papá y a mamá. 

Lucía Scosceria

de "Sobredosis de cuentos"

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