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Rosas para María del Carmen 
Lucía Scosceria

Miré los ojos llorosos de Mirna. Sentí que mi corazón se encogía e inflaba al mismo tiempo, como si mariposas inquietas quisieran salir revoloteando de él.

-¡Pero no la puedo encontrar! Estoy segura de que le pasó algo. -Y con un sollozo en la voz agregó-. ¡Algo muy malo!

No supe qué decirle, sólo la abracé muy fuerte tratando de regular mis fuerzas para no lastimar su delgado y frágil cuerpo. Su temblor se metió por ósmosis en mi piel, que reaccionó produciéndome miles de escalofríos que se dirigieron con maldad hacia mi columna vertebral.

Poco a poco logré calmarla. Entre hipidos me dijo que María del Carmen había salido con un hombre, cuyo nombre ella desconocía.

Nos sentamos en la mesa de un café de la calle Primavera, desierto a esas horas de la tarde. El frío no había podido introducirse a través de las transparentes puertas del local que dejaban ver personas que caminaban en la vereda encogidas sobre sus bufandas, mientras el viento convertía sus melenas en oscuras velas voladoras.

-Anoche me dijo que me contaría todo. Que me revelaría una cruel verdad. Fue imposible sacarle nada debido al llanto. Sólo dijo que estaba embarazada y que tendría su hijo pese a todo.

Las lágrimas volvieron a sumergir en cristalinas aguas sus grandes ojos negros.

-¡Sé que le pasó algo horrible! ¡Lo sé! 

-Habrá viajado, no te desesperes, ya tendrás noticias de ella. Siempre fue medio tarambana.

Como si hubiese tenido una idea brillante agregué:

-Habrá ido con el hombre que la embarazó.

-No, no. Ya me dijo que no quería saber nada del tipo, que era un ser sin alma, un ser inferior. Que no se perdona haber tenido relaciones con él. Que fue sólo una vez y que estaba ebria. ¡Pobre! ¡Se la veía tan desesperada! Me repetía constantemente que me quería. Pero no apareció por mi departamento. Tampoco por tu casa, ni por la suya. Sus compañeras de facultad me comentaron extrañadas que no fue a estudiar por la tarde. ¡Ella! Que jamás falta a una cita de estudios.

Comenzó nuevamente a llorar. Trató de tomar el café, pero el temblor de sus manos hizo que se derramara gran parte en el platito blanco con ribetes dorados que inocente a todo reflejaba el brillo de las luces interiores del lugar.

La gente que paulatinamente iba entrando en el local nos veía con mirada curiosa por los sollozos que de vez en cuando se escapaban de la garganta de Mirna.

El sonido de su celular logró que se callara unos instantes. Con un brillo esperanzador en los ojos y con una gran ansiedad en la voz pronunció «¡Hola!» con tanta pasión que sentí pena por ella. Al instante se apagó la luz de su mirada y su sonrisa volvió a convertirse en la mueca triste que le ocupaba la cara desde la mañana en que no encontró a su amiga.

-¡Ah, bueno, si saben algo, por favor, háganmelo saber!

Volvió a llorar bajito, lamentándose como un cachorrito al que separan de su madre. Pensé que era mejor irnos a otro lugar. Ella se dejó llevar. Tomamos un ómnibus y después de media hora estábamos en mi casa alquilada. Lejos del centro, porque mi presupuesto no daba para más.

La llevé a la cama y le hice masajes en el cuello y la espalda. Se dejó acariciar como un gatito ronroneante, se aflojó entre mis brazos y se durmió.

Su sueño era inquieto, sus párpados se movían constantemente, sus labios resecos parecían murmurar frases ininteligibles.

Era hermosa, con los rasgos clásicos y suaves de las madonnas de la antigüedad. Su atractivo contrastaba totalmente con la belleza agresiva y exuberante de María del Carmen.

Las chicas se habían conocido en el primer curso de la facultad y se habían hecho amigas desde el primer día de clases. Eran polos opuestos. Mirna era callada y María del Carmen dicharachera. La una tan débil, la otra tan fuerte.

Recuerdo el primer día que vi a Mirna. Me pareció tan delicada como una copa de cristal, tan delgada como un junco, tan tímida que parecía algo insulsa. Pero después, cuando nos tratamos en el club universitario la conocí más a fondo. Sus sueños, su romanticismo, su concepto de la amistad. No me costó mucho, bah, casi nada, hacer que cayera totalmente rendida a mis pies.

Necesitaba tanto de un poco de afecto, de cariño, sentimientos que sin pecar de modesto tengo en abundancia. Bueno, yo se los di. Claro que sin que ella lo supiera se los daba a muchas otras mujeres que me lo pedían.

Pero la pequeña y anodina Mirna tenía sus ideas y cuando se enteró de una aventurilla que tuve, sin importancia, desde luego, me habló, como dijo ella, «con el corazón en la mano». Prefería dejarme libre si no me sentía maduro para una relación seria. Me hizo pensar mucho la chiquilla. Me di cuenta de que la amaba, era un amor sui generis no tan melodramático como algunos piensan, pero llegué a la conclusión que sería difícil vivir sin su cariño.

Claro que sé lo que decían de mí sus amigas. Que estaba interesado en su dinero, que era un mujeriego, que no podría ser fiel a ninguna mujer (¿Habrá alguien que lo sea?) y otras cosas más, pero el amor sólo ve lo que quiere ver y como ella me amaba la convencí de que yo era como ella quería que fuera.

Sus padres me habían dado el visto bueno. «Un joven con deseos de superarse es lo que necesita Mirna» habían dicho al saber que trabajaba y me pagaba mis estudios, así que entró en nuestros planes el casamiento. La boda sería antes de Navidad.

Pero la desaparición de su amiga había reavivado una depresión psicótica que había sufrido durante toda su adolescencia. No sabía qué hacer para sacarla del pozo y alzarle el ánimo.

María del Carmen era una morocha muy inteligente que profesaba una verdadera amistad hacia Mirna. Siempre me miró como al tercero en discordia, como si fuera un indeseable. No sé por qué le caía mal. Ella, en cambio, me gustaba, más de una vez fue protagonista de mis sueños eróticos. Sus voluminosos pechos que se adivinaban maduros y suaves como frutas en sazón me perseguían en noches insomnes. Su cintura superestrecha era la causa de que ellos sobresalieran tanto, llamaran la atención y le dieran el aspecto de una real hembra.

A pesar de que faltaba un mes para el invierno, mayo estaba caprichosamente caliente en esos días, la lluvia que no llegaba y el ambiente seco lograba que la temperatura alcanzase hasta 38 grados.

La fiesta en la discoteca organizada por el grupo de la facultad había sido un éxito. Todos se divertían bailando. Mirna reía en mis brazos, sus dientes parecían una calesita caleidoscópica bajo las luces sicodélicas que giraban en el techo. María del Carmen bailaba con Aldo, un admirador suyo que la había hecho tomar más de la cuenta. La gresca que se originó a la salida fue el detonante para que finalizase precipitadamente la reunión bailable.

La policía intervino, llevándose a los que no tenían documentos, (Aldo fue uno de ellos). Conduje el auto de Aldo hasta casa. Las dos chicas, que no estaban acostumbradas a las bebidas alcohólicas no podían caminar, parecían haber entrado en coma.

A Mirna la pude cargar fácilmente, era una pluma, no tendría más de 45 kilos. María del Carmen, más pesada, me exigió un esfuerzo mayor, pero logré alzarla y depositarla en el sofá de la sala. Su rostro estaba sonrosado y su boca semiabierta y juro que parecía sonreírme, pero no, tenía los ojos cerrados y la respiración rítmica de su pecho, me indicaron que estaba dormida. Su blusa transparente estaba abierta y dejaba ver sus dos magníficos y enormes senos apuntando hacia mi boca. No pude contenerme. Mientras la depositaba suavemente en el sofá, mi boca se prendió de sus pezones como si no tuviera voluntad alguna. Una voz extraña dentro de mi cerebro me decía que no debía hacerlo, pero en vez de seguir sus consejos, cual hambriento bebé, me posesionaba de uno y otro pezón, que succionaba con frenesí, con ternura, con ardor, con lujuria, con ansiedad, sin descanso. Trataba de apartarme de ella, pero en la semipenumbra sus senos ejercían una gran fascinación sobre mí, que cual sediento caminante en el desierto al ver el agua fresca del oasis, se sumerge en ella con frenesí. No podía apartarme, no podía separar mi boca de esos suaves y redondos manantiales de elixir tibio y deleitoso. Ella seguía dormida. Aunque no puedo asegurarlo, sólo la oía suspirar. A unos metros de nosotros, Mirna roncaba estrepitosamente.

No tuve noción del tiempo, un rayo solar inesperadamente husmeó por las rendijas de la puerta. ¡No podía creerlo! ¡No podía ser la aurora! ¡No podían haber pasado cuatro horas!

Pero sí. Como un ser hipnotizado que sale de un trance hipnótico volví a la realidad. Mi cuerpo desnudo -no recuerdo haberme quitado las ropas- se hallaba lleno de sudor mezclado con las secreciones de María del Carmen quien me pareció escultural en su semidesnudez. Le abroché la blusa después de luchar por introducir sus senos dentro de su corpiño, le bajé pudorosamente la pollerita corta que no alcanzaba a tapar ni la mitad de sus muslos y como un poseso me puse los pantalones.

Cuando terminé de abrochármelos, ella abrió los ojos y me miró a través de sus pestañas entreabiertas. Iba a pedir perdón, iba a susurrar algo, pero ella tomó una posición fetal en el sofá y cerró los ojos nuevamente.

Cerca del mediodía estuvimos todos de pie. María del Carmen no me dijo nada. Yo no sabía qué hacer. Ni siquiera sabía si ella se había dado cuenta de lo que había pasado entre nosotros en la madrugada. Yo creo que sí, porque antes no me hablaba mucho, pero ahora lo hacía sólo lo indispensable. Juro que nunca más pasó nada entre nosotros y que a Mirna la fui queriendo cada vez más, hasta rechacé a varias chicas, algo insólito en mí, por temor a ser descubierto.

Yo no puedo contarle a Mirna que el bebé de María del Carmen es mío. La perdería. Nunca voy a olvidar lo que pasó ayer. El timbre me sobresaltó en la madrugada.

María del Carmen me pidió permiso para pasar y antes de que dijera «mu» entró. Su cara estaba roja por el frío. La escarcha había dormido sobre algunas plantas raquíticas de mi jardín matándolas en un abrazo mortal.

Habían pasado cerca de tres meses desde que había vivido con ella un sueño terrible, caliente, en este mismo lugar. El recuerdo llegó a mi cerebro como las aguas virulentas de una catarata arrojándose al abismo. Sentí mi sangre correr alocadamente en mis venas y desembocar en lugares inoportunos.

Su voz fue más fría que la helada madrugada que rodeaba todo el paisaje.

-Siempre creí que fue un sueño, es decir, una pesadilla. Vos, libando de mis senos, yo, incendiándome con tus besos. Era un pensamiento prohibido, un sueño, un deseo recóndito. No lo supe hasta hace una semana. Ahora sí sé que todo fue verdad.

Me pasó un papel blanco donde entre otras cosas decía que un examen de embarazo daba positivo.

-No hubo ningún hombre este año. Sólo vos. Este bebé -señalando su vientre chato- no tiene ninguna culpa de lo que pasó. Es inocente. Al igual que Mirna. Pero vos -y su dedo índice me apuntó como si fuese un arma letal- sos culpable. Yo... -vaciló unos instantes- no lo sé. Pero como somos personas adultas debemos hablar. Mirna es la hermana que nunca tuve. Ella me quiere y confía en mí. A vos te adora. Me pregunto: ¿Debemos decirle la verdad?

Mi respuesta fue inmediata. ¡No! ¡No! ¡La perdería para siempre! Lloré, me disculpé, pedí perdón, imploré que no dijera nada. Pero todo fue en vano. Ella ya había decidido contárselo todo a Mirna.

-No debemos construir nuestra vida en una mentira -dijo como si fuera una actriz de telenovela.

Cerré los ojos y en un instante vi mi futuro. Sin Mirna. Mis ilusiones de trabajar con su padre truncadas y mi soledad sin fin.

No podía dejar que ella destruyera mi vida por su concepto de la amistad. Traté de detenerla. Ella se deshizo de mis brazos que querían impedir que se fuera. Comenzó a gritar, pero le tapé la boca con una almohada. No recuerdo cuanto tiempo.

La mano de Mirna me toma del cuello y me atrae hacia sí. Me acuesto a su lado. Se encoge entre mis brazos. Gira sobre su espalda y comienza a besarme. Nos amamos tiernamente, con delicadeza, con una suave pasión que recorre su camino sin prisas hasta llegar al desfiladero donde caerá lentamente al mar de la quietud.

Nos dormimos uno en brazos del otro.

Es un nuevo día. Desayunamos en silencio. Le acaricio la mano mientras me extiende la panera y me sonríe con la mirada lejana.

La llegada inminente de la primavera se nota en el frío jardín. El verde ha renacido como todos los años y se desdobla cual abanico con su amplia gama en las nuevas hojas que han brotado en las antiguas ramas desnudas de los árboles. El cielo, vestido de un prístino azul, se extiende como un techo infinito de luz.

Los rosales del jardín se hamacan aprovechando la brisa mañanera.

-Sé que encontraré a María del Carmen y me contará sobre su problema. Juntas lo resolveremos. Perdóname si ayer me puse algo histérica.

Le sonrío mientras salimos hacia la calle. Ella espera a que cierre la puerta y después de dar unos pasos por el sendero de rojos ladrillos se detiene y saca el celular de su carterita negra de nobuk, marca un número, mientras con una sonrisa dice:

-Tal vez hoy tenga suerte y me conteste.

Discó con decisión. Cada movimiento de sus entrenados dedos tenía la particularidad de ponerme mas inquieto.

Sus ojos soñadores se dirigieron hacia los rosales. Un objeto de color obscuro rechazaba con terquedad un rayo de luz. Era un celular.

Con curiosidad se dirigió hacia él. Antes de recogerlo su mirada me avisó que lo había reconocido.

Sus ojos negros miraron la tierra removida alrededor de los rosales y con increíble asombro se detuvieron en los míos.

No me detuve a dar explicaciones. Su grito rompió la mañana azul que sólo un terrible pesimista podía presagiar funesta.

Le dije adiós con mi pensamiento. Antes de girar la esquina pude ver su patética figura gritando, llorando, cavando con sus manos desnudas la mansa tierra que cubría los rosales, cuyas rosas mustias dejaban caer con suavidad sus pétalos claros y perfumados, como un póstumo adiós para María del Carmen. 

Lucía Scosceria

de "Sobredosis de cuentos"

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