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Final del viaje  
Lucía Scosceria

¡Me siento tan triste! Mis hermanitos y yo nos quedamos sin mamá. ¿Cómo ocurrió esto? No lo sé. Oí voces hablando, un batir de puertas y nunca más la vimos. El sonido molestoso y chirriante que ahora sé era de una camioneta nos acompañó hasta un lugar donde nos depositaron a los seis.

¡Claro que protestamos! ¡Por horas! Nuestros gemidos y llantos no conmovieron a las personas que nos miraban sin compasión. Bueno, no puedo medir a todos con el mismo rasero. La señorita Rumy, una morocha simpática que usaba lentes bifocales nos hablaba con voz dulce y suave, nos miraba con ternura, como si supiera lo que sentíamos en nuestra orfandad.

Como no queríamos tomar el biberón, (¡cómo pasar de un elixir tibio y dulce a una goma rígida y fría!) don Luis perdía la paciencia. (¿Qué quién es don Luis?) Un tipo antipático, calvo y obeso que se pasaba refunfuñando todo el día por cualquier motivo, pero como era el dueño del negocio, nadie decía ni mu. Su refrán preferido era «A mucha hambre no hay pan duro» y prohibía a Rumy que nos malcriara. También agregaba «ya comerán, verás», ella sonreía y negaba con la cabeza esperando la ocasión de alimentarnos, hasta que lo conseguía.

Esto pasaba de día, pero por la noche nuestros lamentos se oían sin cesar. ¡Cómo extrañamos a mamá! Su cuerpo suave y cálido, sus pechos cargados de delicias en cantidad suficiente para todos los hermanos. Pero alguien, no sabemos quién, nos arrancó de su lado y nos hundimos en la desesperación. 

Pronto nos acostumbramos a la mamadera, mis hermanitos mucho antes que yo. Fui el último en aceptarla.

La señorita Rumy me daba una atención especial. Me susurraba cosas al oído, me rascaba con suavidad la cabeza y entonces yo me callaba, era tan simpática que dejaba de llorar y me relajaba entre sus brazos.

Una semana después, todos dejamos el biberón y tomábamos la leche de un platito. Mi visión, como la de mis hermanos, de confusa pasó a clara y pude apreciar con detalles las cosas que me rodeaban. Los objetos ya no me asustaban, se hicieron familiares, distinguía a cada uno de mis hermanos, que eran muy parecidos, sin dificultad. Fue una etapa de adaptación, en la que mi pena se atenuó.

Jugábamos desde muy entrada la mañana, rodábamos en el suelo con alegría. Mordíamos lo que encontrábamos, si era un objeto pequeño lo llevábamos como trofeo entre los dientes.

Pero esta efímera alegría se fue desvaneciendo rápidamente, ya que poco a poco iban desapareciendo mis hermanos, hasta que llegó el nefasto día en que quedé solo.

Recuerdo que llovía y los truenos producían ruidos tan terribles que me laceraban los oídos. Aterrado, trataba de esconderme buscando un lugar donde no pudiera oírlos. No tenía a ninguno de mis hermanos para superar el pavor que me producían los latigazos de luz seguidos de espantosos sonidos.

Si don Luis no aparecía por el negocio, la señorita Rumy me alzaba en brazos y me acunaba murmurando por lo bajo canciones que ahora no recuerdo, me sonreía constantemente. Me sentía protegido cuando ella estaba por los alrededores y olvidaba mi soledad.

Después de diez días de estar solo, comencé a acostumbrarme. Tempranito Rumy me traía la comida, me saludaba con efusividad y me hablaba de miles de cosas que no comprendía, yo me limitaba a morderle la muñeca suavemente con mis incipientes dientes y trataba de lamerle el rostro; ella reía y reía.

Una tarde oí una voz grave preguntando cuánto valía yo, no recuerdo qué contestó don Luis, pero el precio le pareció razonable al comprador, porque dijo que me llevaría con él.

Sentí que unas manos gordas me sacaron de la caja que era mi pequeño mundo y me depositaron en las de un extraño. Me tocó la cabeza con suavidad y dijo que yo era simpático.

Comencé a protestar tratando de que entendieran que no podría irme sin despedirme de la señorita Rumy. Que debía decirle adiós antes de partir. Pero nadie me hizo caso, tal vez nadie comprendió lo que yo decía.

¡Nunca más volvería a ver a la señorita Rumy! ¿Qué me depararía el destino ahora? Otra vez el desarraigo y lugares desconocidos a los que debía  volver a acostumbrarme.

-Ahora haremos un viajecito. Portáte bien y dormí.

El hombre me puso en una caja cuya base tenía unos trapos suaves, me acurruqué ahí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Luego todo fue oscuro.

El ruido de un motor se elevó en el aire y se mantuvo en él mucho tiempo hasta que cesó abruptamente.

Voces desconocidas se oían fuera de mi caja.

-Cuidáte Andrés, no manejes tan rápido.

-Sí, querida, te prometo que no pasaré los ochenta kilómetros por hora.

-Chau, papá. Buen viaje.

-Adiós. Para el domingo estaré de vuelta.

Un zumbido se adueñó del recinto y sentí mover la caja en la que me encontraba, no tan incómodo, por suerte. Diez minutos después se apagó el sonido y volví a ver la luz. Oí decir sobre mí:

-¿Cómo estamos por aquí?

El hombre me ubicó a su lado, en el asiento. Se le veía contento, sus ojos brillaban con alegría mientras tarareaba una canción y conducía con destreza por la larga cinta asfaltada.

Sin darme cuenta emití un gruñido. No es que tuviera hambre, pero estaba asustado.

-¿Tenés hambre? Aguantá un poquito, que en el primer parador te voy a dar de comer.

No sé por qué me gustó su voz. Siguió cantando y me dormí.

Desperté al oír que se abría la puerta. El hombre me miró, me acarició la cabeza y dijo:

-Comé, que más tarde no podré quedarme.

La leche tibia despedía un delicioso aroma y activó inmediatamente mis glándulas salivales, la tomé con apuro. Juro que tenía un gusto estupendo ¿o habrá sido el hambre? No lo sé, pero en instantes dejé limpita la taza de plástico que tenía el dibujo de una vaquita marrón.

Cuando terminé de comer, rió con satisfacción, giró la llave en el tablero del auto y siguió la marcha.

El sueño se apoderó de mí.

Dormí todo el viaje. Me despertó una voz angelical que decía:

-¡Ay! ¡Es divino! Gracias, mi amor.

Unos hermosos ojos negros se clavaron en los míos, no sé por qué me hicieron recordar a la señorita Rumy. Me miraron con ternura mientras me llenaba de mimos y me acariciaba desde la cabeza hasta la cola. Creo que me enamoré de ella a primera vista.

-¿Cómo lo vas a llamar?

-Bichi, por ahora.

-¿No merezco algún premio?

Por lo visto que sí lo merecía, porque dejándome nuevamente en la caja en que me había traído, lo abrazó y lo besó largamente en la boca.

En ese mismo momento, a pesar de ser tan pequeño, conocí el terrible martirio de los celos. ¿Quién puso en mí esos sentimientos? ¡Qué sé yo! De golpe surgieron y ahí estaban, dejándome triste y con el acuciante deseo de que ella me acariciara sólo a mí.

Gruñí para que supieran mi disconformidad. Ambos me miraron y echaron al viento sus carcajadas.

-Bichi, no seas celoso. Andrés está sólo unos días conmigo, mientras que vos vas a estar siempre, siempre a mi lado.

Con esas palabras me conquistó definitivamente. Lo que yo necesitaba con desesperación era seguridad en mis relaciones afectivas. Tantas separaciones me habían lastimado, así que la miré a los ojos para darle a entender que la había comprendido.

Captó el mensaje, porque me tomó en sus brazos y me acomodó cerca de su pecho, mientras caminó con Andrés hacia una casa de madera blanca sumergida entre cocoteros de largas melenas amarillas.

-¡Mamá, mamá! -gritaba con adorable voz mientras yo me sentía un rey en sus brazos.

-María, dejá de gritar tanto.

Facundo y Rafael, sus hermanos, también me alzaron en brazos y todos se pusieron de acuerdo en algo: que yo era hermoso. Me sentí muy complacido con todos los cumplidos que recibía. ¡Cuánto aprendizaje en tan poco tiempo! Porque ese día también conocí la vanidad.

Entre todos buscaron una caja más grande para que me sintiera más cómodo, me dieron comida y se olvidaron de mí. 

Los primeros días extrañaba a la señorita Rumy, pero rápidamente me resigné a su pérdida y le reservé un lugar entre mis recuerdos más placenteros -que eso sí- nadie me los podría quitar.

Pronto me acostumbré a mi nueva casa.

María era encantadora y me mimaba constantemente. Cuando iba a su trabajo, la extrañaba. Lloraba y gemía hasta que doña Pilar me hablaba y me hacía pasar la añoranza.

Me sentía particularmente feliz cuando María me llevaba a su trabajo porque así no me separaba de ella, pero Andrés, como jefe de la oficina, le prohibía hacerlo, lo que motivó que mi aprecio hacia él bajara unos cuantos grados.

Pasó la primavera y llegó el verano, mis rulos negros y suaves comenzaron a darme calor, para atenuarlo me acostaba sobre las frías baldosas de la sala y en horas de la siesta, cuando el sol quemaba la tierra, dormía arrullado por el canto de las cigarras bajo el frondoso mangal del fondo del patio.

¡Claro que María me lo prohibía! Ella me bañaba con un shampoo especial que era muy caro y no le gustaba que me ensuciara con la tierra. ¡Pero es que era tan fresca! ¡Y hacía tanto calor!

Andrés iba y venía a Asunción. De vez en cuando me saludaba, yo lo reconocía por el olor a colonia de pino, que era muy fuerte, mucho antes de que se hiciera presente en la casa.

La Navidad estaba llegando y pronto comenzaron los preparativos para la fiesta. Se armó el pesebre bajo el árbol de mango y yo quedé encargado, según doña Pilar, de cuidarlo.

Pero la Nochebuena fue triste porque Andrés no vino al pueblo. Tampoco llegó en Año Nuevo.

Cerca de los reyes volvió con muchos regalos, que ella no abrió a pesar de que él le rogaba que lo hiciera.

Ella me llevó a la oficina, creo que lo hizo como un desafío, pero él no dijo nada, pero oí como discutían. Ella recriminaba, él pedía perdón, ella decía que si su esposa lo había tenido en las fiestas ella debía tenerlo por una semana, él dijo que era imposible.

Por lo visto no fue así, porque cuando regresamos a la casa todo eran proyectos para pasar siete días de vacaciones en una playa frente al mar, María casi no me miró, se pasaba hablando con Andrés y dándole algún que otro beso como pago por lo que conseguía.

Pero no pudieron ponerse de acuerdo cuando María dijo que su madre debía acompañarlos, pues sus hermanos jamás dejarían que ella viajara sola con un hombre.

Andrés volvió a repetir la palabra imposible. Pero eso no le produjo ningún efecto ya que sabía como convertirla en todo lo contrario. Después de una breve discusión que finalizó con el mismo resultado que la primera, doña Pilar se convirtió en futura turista.

Andrés regresó a la capital de donde volvió con todo lo necesario para el viaje, incluido su bote, así podría dedicarse a su deporte preferido: la pesca.

María y su madre no hablaban de otra cosa que no fueran las vacaciones durante toda la semana. Me tenían cansado y mohíno con el tema.

Mi vieja amiga a quien creí desterrada en mi vida volvió a visitarme. La tristeza me envolvía y me llenaba de preguntas. ¿Volvería a quedarme solo? ¿Mi destino sería amar a alguien y que éste desapareciese de mi vida? Amaba a María, era todo para mí. Claro que también quería a doña Pilar, también me agradaban sus hermanos Facundo y Rafael, pero no era lo mismo. ¿Cuánto tiempo estaría solo? ¿Y si le pasara algo y no la volviese a ver?

Pero... ¡Milagro! María tampoco quiso separarse de mí y el día del viaje los pasajeros éramos cuatro: Andrés, María, doña Pilar y yo.

Claro que me pasé durmiendo casi todo el recorrido, que fue largo, primero llegamos a una ciudad llamada Ciudad del Este, cruzamos un gran puente y llegamos al Brasil.

Viajamos horas y horas, hasta que a la noche nos detuvimos en un lugar donde bajamos todo el equipaje. El auto quedó en el estacionamiento con el bote y nosotros subimos en una caja pequeña, cerrada, que me produjo pánico, llamada «ascensor».

Nos instalamos en un departamento muy amplio, con ventanas que daban al mar. En uno de los dormitorios estaban Andrés y María, y en el otro doña Pilar. Yo me quedé en la cocina, donde pusieron una caja grande y me pidieron que durmiera ahí.

Andrés salió a comprar algo para la cena mientras acomodaban las mujeres sus pertenencias en los placares. Llegó a la media hora con pollo asado calentito, me dieron todos los huesos y me di un festín.

¡Qué triste quedaba cuando iban a la playa! Estaba prohibido llevar animales, entonces debía quedarme. Pero por la tardecita, María me sacaba a pasear por la avenida Atlántica. Me encantó el sonido de las olas del mar, además conocí a varios congéneres que también caminaban y me miraban con mucha simpatía. Bueno, sí, es cierto, me molestaba un poco la correa que me pusieron al cuello, pero me acostumbré rápido, peor era quedarme encerrado.

La tarde del tercer día de nuestra estadía en el balneario, doña Pilar prefirió quedarse a ver la tele.

Quedé muy contento, pues no me gusta nada quedarme solo. Pero ella mintió. ¡Sí, señor! En vez de mirar televisión, se acostó toda la tarde, parecía enferma. Sí, creo que estaba mal, porque a la siesta fue al baño, enseguida se oyó un fuerte golpe y la vi caída como una muñeca desarticulada sobre las baldosas blancas y negras. ¡No sabía qué hacer! Para demostrarle mi solidaridad le di una lamida en la cara. Ella estaba blanca como la cera, pero consciente. Al rato se levantó y fue con pasos tambaleantes hasta el dormitorio. Gracias a Dios se durmió otra vez. Lo supe por sus ronquidos cuyos silbidos entrecortados parecían una locomotora subiendo una gran arribada.

Me dormí después de volver a roer unas patitas de pollo que había guardado cerca de la cucha.

Al anochecer, María volvió muy contenta, cantaba por lo bajo una canción brasileña. En tres días su tez trigueña se había vuelto bronceada y Andrés, que era blanco, estaba hecho un tomate con ojos y se estaba pelando. Doña Pilar se había levantado antes de que ellos llegaran y no contó nada de lo que le había pasado a la tarde. Después de cenar, todos salimos a pasear.

¡Cómo me agradaba el aire marino! La luna se bañaba en el mar y las nubes la perseguían sin mojarse, envolviéndola con sus tules sutiles y transparentes.

Compramos helados y nos sentamos cerca de la playa. Unos turistas preguntaron por mi nombre y mi raza a María, ella muy amablemente les contestó, me alabaron mucho y ponderaron la suavidad y la negrura total de mi pelaje. Todos coincidían en que lo más simpático de mi cuerpo era la punta blanca de mi cola y mis ojos negros.

Esa noche nos acostamos temprano, al día siguiente acompañaríamos a Andrés y a María a pescar en horas de la madrugada.

Antes de salir el sol ellos estaban preparados y llamaron a doña Pilar varias veces sin que ésta se levantase, por último, María abrió la puerta y entró. 

A partir de ahí todo fue un caos donde reinó el llanto y la desesperación.

No entendí bien qué había pasado, pero las palabras «infarto», «corazón» y «muerte» las escuché muchas veces. María lloraba y lloraba y Andrés no sabía qué hacer. Atisbé por la puerta entreabierta. Doña Pilar yacía en la cama con los ojos extrañamente abiertos e inmóviles que miraban fijamente el techo. Andrés le tocó los párpados y se los cerró.

Andrés trataba de consolar a María, pero tardó mucho en lograrlo, reiteraba las preguntas sobre si podía quedarse sola, que fuera fuerte, que debía hacer discretos trámites para llevar el cuerpo de la finada hacia el Paraguay, que estaban en el extranjero y otras cosas que no recuerdo. Por fin se tranquilizó. Me tomó en brazos y lloró sobre mis orejas. Yo no sabía qué hacer, salvo mover mi cola que siempre había admirado y tratar de lamerle el rostro.

Ella por toda respuesta volvía a llorar y a gemir mientras llamaba a sus hermanos Facundo y Rafael y repetía como una letanía: «¡Nuestra mamita ha muerto!».

No sé cuánto tiempo pasó. Andrés volvió y habló con María, oí algunas frases, como que nadie debía enterarse, que se vería en problemas con su familia, con su trabajo y no sé qué cosas más, que no podía hacer los trámites legales.

Un amigo le había dado una solución, algo arriesgada, pero con suerte, evitaría el «escándalo». Yo no conocía esa palabra, no sé a qué se refería. Finalmente ella asintió.

Entre hipidos y lágrimas ella preparó las valijas y cargaron todo en el auto. Para mi asombro también bajaron a doña Pilar entre los dos como si estuviera durmiendo. Ya todos en el coche fuimos a un lugar donde había muchos cajones lustrados. Dos personas alzaron en brazos a doña Pilar y la metieron en una de esas cajas. Después la cerraron con fuegos azules que en forma de llamas salieron de unos artefactos que dejaron un olor nauseabundo en el aire. Se necesitó cuatro hombres para meterla en el bote donde la ocultaron con una lona amarilla.

Iniciamos el viaje para volver a casa. ¡Qué diferente a la alegría que sentíamos todos a la ida! Las canciones y las risas estaban muertas, habían ocupado su lugar el dolor y los quejidos de María que repetía «Mamita querida» a cada momento, las lágrimas se habían enamorado de sus mejillas y no podían dejar de surcar su rostro.

Pero los nervios y la tragedia no impidieron que dormitara a ratos como yo, vencidos por el cansancio. Sólo nos quedábamos para cargar combustible e ir al baño. El sol caliente de enero se metía por todos los rincones y parecía derretir el asfalto. Al doblar una curva, un policía de la ferroviaria hizo señas para que se detuviera el auto.

Andrés obedeció y con una sonrisa que no sé de dónde sacó, saludó al uniformado. Hablaron unos minutos, miró el carnet de conducir y lo despidió con un saludo tocándose levemente la cabeza. El más experimentado actor hubiera envidiado su actuación. Parecía un turista alegre y despreocupado que vuelve de las más alegres y felices vacaciones de su vida, sólo yo advertí las gotitas de sudor que perlaron su labio superior, único rastro delator de su miedo. Pero María no era tan fuerte. Tuvo que detener el auto en la calzada para que pudiera vomitar lo poco que había comido después de pasar por la estación policial.

Seguimos el viaje hasta que el horizonte se tragó al sol dejando heridas escarlatas en el cielo. Blancos lunares fueron apareciendo lentamente en el firmamento hasta que la claridad sucumbió ante la noche.

María seguía débil y con náuseas. Faltaba una hora para llegar a Foz de Yguazú. Yo sentía hambre, pero no me manifesté de ninguna forma, respetando el dolor de mi ama.

Era noche cerrada cuando Andrés detuvo el auto. Buscó un espacio para estacionar y se dirigió a él. A pesar de la oscuridad pude notar árboles por los alrededores, derramaban su sombra oblicuamente y con cierto desenfado en su entorno.

Bajaron del vehículo en silencio, olvidándose de mí. No pude evitar dar unos gruñidos y ladridos. ¡Caramba! Hay ciertas necesidades que no pueden esperar. También quería estirar las patas y acercarme a esos invitadores arbustos que me llamaban con susurros. 

Como si hubieran leído mis pensamientos, me sacaron en silencio, no sin antes ponerme la correa. Después Andrés trajo del restaurant un recipiente vacío en el que cargó leche. Y me dejaron solo. Los vi dirigirse hacia una casa iluminada con carteles brillantes a unos cincuenta metros del coche, en la que se perdieron dentro.

Llegaban a mi hocico aromas riquísimos de carne cocida. Gruñí protestando un poco, pero al rato me callé, me acurruqué en la almohada que me habían puesto en el piso del vehículo y ahí me quedé. No puedo calcular cuánto tiempo pasó antes de oír los sonidos sospechosos. Agucé el oído, alcé mis orejas y oí claramente los ruidos. Sí, venían del bote. Subí al asiento trasero y vi dos figuras oscuras moviéndose en silencio, trataban de soltar la cadena que lo unía al auto, golpeando el candado.

Me puse a ladrar para alertar a mis amos, pero mis ladridos se perdían dentro del auto herméticamente cerrado. Con impotencia observé cómo empujaron por un pequeño declive el bote con su soporte con ruedas y lo ataron a otro coche. Eso sí lo vi bien. Era un volswagen de color crema, tipo escarabajo que ni siquiera tenía patente. Ante mis ladridos que nadie oía, los dos individuos desaparecieron y con ellos el bote de Andrés y el ataúd con doña Pilar adentro.

Cansado de ladrar en vano quedé en silencio con el hocico pegado al vidrio de la ventanilla hasta que, después de lo que me pareció un siglo, vinieron Andrés y María.

¡Cómo se puso mi ama! La había visto triste, enojada, alegre, indiferente, pero ahí la conocí colérica, histérica, en fin, desesperada. Todas estas pasiones en realidad tenían un origen válido. ¡Que se le muriera su mamá en pleno viaje de vacaciones era ya de por sí una desgracia! ¡Pero... que además se perdiera su cuerpo! Eso ya no tenía nombre. Las recriminaciones iban y venían hasta que fuimos a una casa donde se veía una bandera verde y amarilla.

Denuncias, telefonemas, llamadas a abogados, Facundo y Rafael llorando con su hermana y tratando de golpear a Andrés, como si éste tuviera la culpa de que le hubieran robado el bote. Pero la que se pasó de la raya insultándolo fue una señora cuya voz me resultó familiar. ¡Sí, claro! Cuando yo estaba en una caja, en Asunción, ella lo había despedido con cariño.

Nunca más apareció Andrés por la casa de María.

Su risa alegre tardó mucho tiempo en romper los cristales de los días, pero volvió a alegrar todos los rincones de la casa cuando pasó el tiempo y las heridas se durmieron en un limbo celeste.

Pero en noches de plenilunio, como la noche aquella, cuando me habla y me mima, se le quiebra la voz y me abraza fuerte contra su pecho. Ella sabe que conozco el significado del hondo suspiro. 
 

Lucía Scosceria

de "Sobredosis de cuentos"

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