Postre de vainillas

Cuento / narrativa de Graciela Schvartz

Algo corroe a mi madre, una desilusión. Siempre ha sido así. A veces, ella habla de otros tiempos, una época en la que le gustaba nadar en el mar o comer fruta, dejar que el jugo de un durazno le chorreara por la boca y entre los dedos, mientras se reía.

Se casó siendo una adolescente y era todavía muy joven cuando yo nací pero ya sabía que nada sería como ella lo había imaginado, ese sueño exaltado en el que la vida es urgente y no deja lugar para el desencanto.

Nunca es así. Tampoco lo fue para ella.

Recuerdo un día.

Yo no tendría más de ocho años. Ella había ido a buscarme al colegio, como hacía siempre. Era un mediodía de invierno, con sol. Estaba contenta mi madre, sonreía. Había ido a la peluquería, a ondularse el pelo.

Hablaba con otras mujeres, les explicaba, decía que se sentía un poco ridicula, estas cosas no son para mí, decía, era casi como si pidiera disculpas por haberse atrevido pero, a pesar de eso, estaba contenta, se sentía linda.

Las otras mujeres parecían más adecuadas, silenciosas. Era ese silencio el que mi madre quería cubrir, como si estuviera dirigido contra ella, como si ella tuviera la culpa de ese silencio y tuviera que disimularlo con sus propias palabras, sus excusas.

A mí, que la miraba, me pareció fea. Y de inmediato me avergoncé de su fealdad y también de mi propia capacidad para estar lejos de ella y mirarla, convertirme en una ajena.

Juzgarla: un abismo.

Y el miedo a su mirada, reconociéndome extraña.

Sin embargo, mi madre no era fea.

Tenía ojos oscuros, muy vivos, pechos grandes, manos pequeñas y curtidas, tiernas, manos que —sin embargo— no acariciaban.

Casi no se miraba al espejo: sólo se pasaba un cepillo por el pelo, sin prestarle demasiada atención. A veces, usaba un poco de rouge en los labios. Y en la ropa, colores oscuros.

Durante mucho tiempo, creí que mi madre no les gustaba a los hombres. Estaba equivocada. Y estaba equivocada ella, que también lo creía. Tenía piernas muy delgadas que cruzaba siempre cuando se sentaba. Y siempre se bajaba la pollera, para cubrirse las rodillas. El gesto producía un efecto ambiguo, de pudor y provocación.

Recuerdo otro día.

Yo era una adolescente.

Mi madre se quedó embarazada.

Estaba contenta, parecía más joven, una mezcla curiosa de coquetería, vergüenza e incertidumbre. No sabía si seguir adelante con su embarazo o interrumpirlo. Mi padre no opinaba: prefería que decidiera ella. Quizá lo que mi madre deseaba era que él dijera que quería ese hijo.

Malos entendidos.

Hablaba por teléfono con amigas, les contaba, se reía. A veces, repentinamente, lloraba.

Por fin, un día, se decidió.

Fue a hacerse un aborto, sola.

Cuando volvió, se acostó en su dormitorio y durmió durante todo el día. Hacia el atardecer, entré en su cuarto. Las persianas estaban bajas pero dejaban entrar la luz violeta del cielo y ella, arropada en la cama, volvió la cabeza y sonrió, como disculpándose. Estaba llorando.

— ¿Soy mala? —preguntó.

Después, entró en un sueño lleno de pesadillas: hablaba y se peleaba con alguien, seguía llorando. Por momentos, se despertaba y nos miraba con ojos remotos, desconociéndonos.

De la mirada de mi madre dependíamos.

Era una mirada que dispensaba la alegría o el amor.

La desaprobación: una especie de destierro.

Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que ella también esperaba de nosotros la aceptación, la necesitaba. Una sombra de censura la hacía vacilar, caerse.

(Juego de miradas.

Sos la luz de mis ojos, me decía.

Tenía que brillar, yo, estar encendida. Si no, la enceguecía. Mirarse en los ojos del otro, incierto espejo, incierto reflejo, siempre).

No era feliz, mi madre. Casi nunca.

A veces, estaba contenta pero era una alegría frágil e inexplicable. Cualquier cosa podía acabar con ella. Nos sentíamos responsables pero no podíamos evitar que sucediera. Y cuando sucedía, cuando la alegría se apagaba de golpe, un sentimiento de rabia y desaliento nos culpaba.

Otras cosas recuerdo.

La comida.

Tenía buena mano para eso: lo que preparaba era siempre delicioso. Pocas cosas le hacían falta para conseguir una mesa hospitalaria y caliente.

En un poco de aceite, rehogaba papas y morrones y un diente de ajo y en otra cacerola cocinaba carne y cortaba lechuga y tomates y hacía una ensalada fresca en una fuente blanca y cortaba queso un poco picante y ponía aceitunas negras, pequeñas y arrugadas, ligeramente amargas, en un plato, sobre la mesa y había pan crocante y tostado y el mantel se iba llenando de colores y era una tentación verlo y sentarse alrededor de la mesa. Reunirse.

No era fácil, sin embargo.

Mi madre no se apoyaba en mi padre, al contrario: lo enfrentaba.

Le gustaba entrar en polémica, discutir. Mi padre eludía las discusiones, oponía un silencio resistente que la dejaba sin armas.

Ella buscaba la pelea como un encuentro. Mi padre, el silencio como una tregua.

Malos entendidos.

Cuando se casaron, él era mucho mayor que ella. Un hombre de más de treinta con una chica que todavía no tenía veinte años.

Mi padre debe haber pensado que las cosas iban a ser fáciles: estaba loco por ella, había vivido, podía agarrarla de la mano y enseñarle, llevarla.

Mi madre no se dejaba llevar.

Tenía una inquietud permanente, una angustia que la volvía irritable, tensa y triste.

Era como un veneno, esa tristeza.

En una época, mi padre le hacía regalos.

A menudo, llegaba a casa con paquetes: a veces, eran chocolates. Otras, un par de zapatos. Una vez, fue una cartera de cuero tostado y blando, extraordinariamente suave. El la había visto a ella mirarla en la vidriera, deslumbrarse, pensar que nunca sería suya. Renunciar.

Los regalos son algo delicado. Más que un objeto, un momento que se crea entre el que regala y el que recibe. Interviene el amor, en los regalos, la sutileza de haber descubierto algo que le gusta al otro y haberlo guardado en silencio. Un secreto: cuando el otro abra el regalo, sabrá. Y el regalo será un puente, una nueva cercanía.

No era así entre ellos.

Cuando mi madre abrió el paquete y descubrió la cartera, se enojó. Oféndida porque la mirada de mi padre la había descubierto, se sentía espiada. Traicionada, casi.

Después, el enojo pasó. Lo que la había ofendido un momento antes, la emocionó. El puente y la cercanía estaban ahora en la misma mirada que la había espiado.

Durante años, fue ésa la única cartera que usó.

Pero siempre era así: antes de aceptar un regalo había una contienda, un vacío.

Y, poco a poco, mi padre fue dejando de traer regalos.

Sin embargo, ella veía cosas que él no advertía.

Los árboles, el otoño, un cuadro con una jarra de vidrio azul que era como el humor diáfano de algunas mañanas, objetos hermosos que nunca compraba y que tampoco extrañaba porque no le importaba tenerlos: eso era lo de menos.

Le gustaba el pan. También, el tomate recién cortado con un poco de aceite, con sal y orégano. Le gustaba la madera, el olor de la lluvia, preparar un postre de vainillas con crema para que comiéramos los sábados a la tarde, la música. A veces, cantar. Aprender, estudiar, entender: eso le gustaba más que nada.

Pero hubo un momento en que todo lo que no fuera trabajar con sus libros empezó a parecerle una pérdida de tiempo.

Cocinar la exasperaba: se había convertido nada más que en humo y olor y molestia. Hacía las cosas pero estaba lejos de allí: parecía impaciente, a disgusto. Sólo quería acabar pronto para volver a lo suyo.

Tal vez sucedió cuando crecimos: se sintió expulsada.

No más postre de vainillas.

Una mujer ocupada que recibe llamadas telefónicas y nos cuenta anécdotas acerca de las cosas que le pasan en el mundo —polémicas, encuentros, clases, triunfos: un nuevo lugar. La escuchamos distraídamente, sin demasiado interés

y ella lo sabe. Se abren silencios, naufragan las contraseñas: nadie escucha, nadie sonríe. Están apagadas las resonancias, perdida esa región común que antes compartíamos.

 

Cuento / narrativa de Graciela Schvartz

 

Publicado, originalmente, en: Innombrable - Revista de Literatura Nº 2 - octubre 1986

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/innombrable-revista-de-literatura-no-2/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas

Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

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