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Luis Fernando Schlossberg

Recién a la segunda semana se sintió el silencio. Aún nos dolían los oídos por los disparos que sonaron durante días tras la explosión del viejo puente carretero. Pensar que todo el mundo venía hablando de algo así, pero nadie le prestó realmente atención. Los medios anunciaban que se desataría esto, pero ni yo, ni el común de la gente, esperaba que efectivamente llegara. Estábamos tan acostumbrados a ver en esas películas apocalípticas a los protagonistas luchar por sobrevivir en condiciones similares, y siempre supusimos que el fin del hombre sólo llegaría en países del primer mundo, tal como lo proponían esas producciones. Nunca nos imaginamos que esto sucedería en una cuidad tan pequeña como la nuestra. Los más poderosos comenzaron a escapar hacia las sierras y campos despoblados ni bien supieron de la noticia, pero el resto de los rio-cuartenses quedamos varados. La luz se había cortado al segundo día, el agua al quinto y no sabíamos por cuanto tiempo íbamos a aguantar con la comida que quedaba en la alacena. En los primeros días consumimos lo que había en la heladera, antes de que se echara a perder, y no teníamos mucho guardado para seguir tirando, solamente algo de arroz y unos fideos. 

Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago


Por el espacio que dejaban libres las persianas nos asomábamos a la calle. No pasaba ni un alma, nadie se animaba a transitar por allí después de lo que había pasado. En la esquina todavía ardían dos autos que chocaron en medio del pánico y el espeso humo de las gomas quemadas invadía toda la calle. En el frente se veía a los Wells que estaban en las mismas condiciones que nosotros, espiando por la ventana a ver qué sucedía. No queríamos alertar a nadie de nuestra permanencia en la casa por lo que ni siquiera intentábamos comunicarnos con ellos. La puerta estaba atrancada con el sillón grande y la pequeña ventana del costado tapada con el mueble. No les iba a ser fácil entrar, si así lo deseaban, pero tampoco estábamos del todo seguros. Jamás quise comprar un arma, no podía matar ni a una paloma, pero en ese momento era lo que más quería conmigo. Para proteger a mi familia, para poder seguir todos con vida. Me sentía todo un inútil sólo con el cuchillo del asado como arma de defensa o ataque. 

Lo último que habíamos escuchado era que habían tirado la Municipalidad, el "Palacio de Mójica" había quedado reducido prácticamente a la nada durante el octavo día de bombardeos. En cada enfrentamiento se perdía alguno de los edificios más importantes de la ciudad. Al menos permanecía en pie la Catedral, las explosiones en la plaza no la habían alcanzado y todos los que en ella habían buscado refugio se salvaron de milagro. Así nos contó uno de los vecinos que intento escaparse en su auto. Cargado con lo poco que tenía de comida y acompañado por sus hijas, quiso dirigirse a su casa de Alpa Corral. Decía que allí, al parecer, estaba todo tranquilo, pero tampoco tenía la certeza. 

Necesitaba salir por comida, no sabía cuánto más podíamos seguir en las mismas condiciones. No quería dejarlos solos, quedarían totalmente expuestos a cualquiera que quisiera entrar, pero no me quedaba otra alternativa. Lo ideal era ir lo más rápido posible hasta el Andino y refugiarme en alguna de las antiguas estructuras de chatarra, que eran más resistentes que cualquier cosa. Debía esquivar el descampado, porque si había alguno de ellos escondido en las salas del Archivo sería una presa sumamente fácil. Desde allí, sería todo un azar, no sabía qué pasaba en el centro ni quién podía estar en el bulevar, tampoco podía llamar a nadie para asegurarme, los celulares se habían muerto apenas horas después del inicio.

Le di instrucciones a mi señora de que no dejara entrar a nadie y nos unimos con mi hija en un largo abrazo. Salí con ropas oscuras, pensando que así nadie me vería, e inmediatamente superé la estación del tren. Todos los locales estaban saqueados o destruidos totalmente, imaginé que algo encontraría en los supers o en alguna galería del mi-crocentro. Pensar que tantos lucharon; algunos para preservar todos estos edificios con tanto pasado y allí sólo quedaban sus escombros.

En las cinco esquinas me encontré con un grupo que se movía desde el sur con la misma misión. En aquél sector los vecinos habían tomado la ex oleaginosa como fuerte y se atrincheraron para soportar cualquier ataque. Al menos quedaba alguien más en pie. Me dijeron que las rutas estaban cortadas a la altura de la Rural, donde se había instalado una base al momento de la invasión, y que la zona de la cárcel era tierra de nadie, no se tenía consideración si el que pasaba era riocuartense o de otro mundo.

En el cielo flotaba una extraña nube gris que nos dificultaba la visión y no pude evitar pensar en las historietas de Oesterheld que leía de chico. En los edificios veía por momentos luces que se prendían detrás de las persianas, seguramente estaban escondidos como mi familia, pero intenté no pensar en ellos para concentrarme en mi misión. Encontramos una de las galerías en buen estado y el instinto de supervivencia fue superior a cualquier valor negativo sobre la delincuencia que pudiéramos tener. En una mochila puse varias latas y algunas galletas, más un chocolate que encontré de casualidad y sería un gran regalo para mi hija. Allí adentro no importaba grupo ni amistad, cada uno buscaba lo necesario como para seguir subsistiendo. Las paredes comenzaron a temblar y salimos corriendo. El cielo se iluminaba con ráfagas que buscaban el suelo y al encontrarlo movían la tierra. Me fui corriendo de nuevo por el bulevar, sin despedir a nadie, nunca los había visto en esta pequeña ciudad y quizás nunca los volvería a ver con este corto futuro. Uno de los disparos cortó mi camino y desde lejos observé como deshacía el observador del Nacional. Ya no sentía las piernas en mi marcha y, sinceramente, no recuerdo cómo hice para superar el Andino. A mi espalda todo era fuego, gritos de los que aún estaban con vida y se unían en un rezo a cualquier dios para que todo terminara lo antes posible. Llegué a casa y les grité que me abrieran. Los segundos que esperé hasta obtener una respuesta parecieron siglos, no me había ausentado por mucho tiempo, pero cualquier cosa les podría haber pasado. Un par de ojos se asomaron por el buzón, esos ojos de los que me había enamorado el día en que la conocí. Corrió el sillón y dejó el espacio justo como para que pasara por la puerta. La mochila y las provisiones ya poco importaban, pues las explosiones se sentían cada vez más cerca y con una intensidad mayor a las que habíamos sentido hasta el momento. 

Alguna vez había escuchado que ante un terremoto lo ideal era acurrucarse junto a un mueble grande, pero como esta no era zona de movimientos sísmicos nunca lo había comprobado. De todas formas, cerramos todo y nos abrazamos junto a la cómoda. Las respiraciones agitadas no ofrecían nada de tranquilidad pero con la mirada intenté calmar a mi familia. El tiempo no avanzaba, era una explosión detrás de otra, hasta aquella que nunca olvidaré, esa que iluminó a la ciudad que se había tomado gris. El abrazo se estrechó como nunca y después, sólo hubo silencio.

Luis Fernando Schlossberg
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
9 de mayo de 2010

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