Punta del Este
Angélica Santa Olaya

En Punta del Este hay un mar bronco de voz profunda que primero es frío en las plantas de los pies y luego va envolviendo poco a poco de un calorcito que provoca a sumergirse en sus espumas y en esas huellas color de barro, color raíz.  Olas que corren unas tras otras sin respiro. Engañadas, tal vez, por el rumor que las caracolas guardan en la memoria, para no entristecerse, cuando dejan el mar.  Olas desvergonzadas que se acercan a la orilla para rozar mi piel con sus lenguas húmedas de sal.

 

También hay unos mejillones negros, velludos y olorosos, como sexo de hombre, que cargan pequeñas conchas sobre su cuerpo cascarudo.  Dientecillos de cal protegen el nácar oculto bajo la costra. Acorazado molusco que pretende ocultar sus vulnerables adentros de varón que se hace el difícil y luego lame los pies de la amada.

 

La arena es morenita, morocha dicen aquí, como la de Veracruz en México. Hay en ella constelaciones que resplandecen al sol.  Construyo un caracol con esta arenaespejo menuda y dócil que me recuerda las playas donde corrió descalzo mi padre cuando era un niño.  La fría ventisca de la costanera diluye mi laberinto. Instantáneo refugio construido con manos mexicanas y materia prima oriental. 

 

La tierra siempre termina siendo la misma para todos.

Angélica Santa Olaya.
Punta del Este, Uruguay.
Abril 2005

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