Reflexiones sobre el aburrimiento

por Aníbal Sánchez Reulet

Hay en la vida del hombre momentos de plenitud y momentos de caída. La vida sube y baja como una invisible marea interior. Sube y nos llena con el gozo de las espumas; baja, y nos deja al descubierto fondos horribles y pobres resacas. Pero hay algo peor; hay mareas adversas en las que se mezclan viscosamente todos los humores contrarios. Y no nos elevan entre espumas, nos cubren y nos ahogan.

Aversión y diversión

El aburrimiento es una de las mareas adversas; vaga y mala marea de desazón, de desabrimiento, de disgusto. Por eso siente todo el que se aburre una indefinida repugnancia, una inexplicable aversión, un extraño aborrecimiento. Siente aversión, repugnancia, por esto o por aquello, por una persona o por un paisaje: le aburren y los aborrece. En verdad, el aburrimiento no es más que una especie de aborrecimiento. La historia de las palabras ofrece la mejor prueba: aburrimiento y aborrecimiento proceden de un común origen, ab horrere; equivalen, en su origen, a tener horror, a sentir horror, a horrorizarse de algo.

Pero el extraño horror del aburrimiento no se dirige sólo a cosas exteriores, a lo que está en el contorno de la vida. 0 sólo se dirige a ellas porque viene desde dentro, porque mana desde el interior de la vida.

Quien se aburre de las cosas es porque está íntima y profundamente aburrido; sólo se aburre el que ya está aburrido. La falta de sabor, de sazón, el desabrimiento que le disgusta, que le repugna, no está en las cosas: es el fruto de su personal desazón. Es él quien ha perdido el gusto y no las cosas las que lo tienen malo.

Todo el que siente aversión, el que aborrece una cosa, trata de apartar, o de apartarse de la cosa aborrecida. También quien cae en aburrimiento — o está a punto de caer en él — trata, en un primer instante, de apartar o de apartarse de las cosas. Pero bien pronto descubre que no logra con ello desaburrirse. El disgusto, la aversión, que siente en la superficie de sí mismo, vienen de un escondido ahogo, de una interior opresión, de una sorda congoja que hay allá, en los profundos senos de su vida. Está metido en una angostura; es decir, en una angustia. Aunque sosegada, angustia. Ignora la causa de esa angustia; no sabe tampoco lo que aborrece. pero necesita librarse de ella, salir de ella como quien sale de aguas oscuras en busca de aire puro. Para lograrlo tiene que apartarse todo él, de raíz, tiene que divertirse. Y tan radical como sea su aburrimiento será su diversión.

Hondura sin fondo

¿De qué se aburre el hombre, de qué se horroriza, qué es lo que aborrece? ¿Dónde está la secreta, escondida raíz de esa íntima aversión que traspasa loda una vida y la lleva, a veces, al más extremo de los apartamientos, a una radical, definitiva, irremediable diversión?

Se aburre de este modo el ocioso, el hombre que no tiene o renuncia a tener ocupada su vida; el hombre vacante de toda acción. La acción ausente deja, como toda ausencia, un hueco en la vida del ocioso. ¡Y qué hueco! El ocio se convierte en oquedad. La vida del hombre ocioso es una vida en hueco: tiene, por dentro, una oquedad, un vacío. Y se aburre, precisamente, porque su vida está vacía. Siente horror, aversión, a la vacuidad de su vida. La naturaleza humana tiene horror al vacío.

Pero, el ocioso no se aburre sólo por ocioso. Se aburre, antes que nada, porque es hombre. Y no sólo él se aburre. Todo hombre siente alguna vez — o presiente — la íntima aversión del aburrimiento. Puede, entonces, que haya en el fondo de toda vida de hombre, no sólo en la vida del ocioso, una cierta vaciedad. ¿Qué clase de vaciedad?¿Cómo está o aparece ella en lo recóndito de nuestra vida? ¿De qué hondura sin fondo nos viene esta aversión indefinible, esta sosegada angustia?

Sentir y consentir

El aburrimiento no es, sin embargo, una situación primaria en la vida del hombre. Por lo menos, en el orden de lo que acontece a su vida. Lo primero que acontece a todo hombre no es el estar aburrido, sino el estar divertido. La actitud natural — ¿puede llamársela así? — del hombre es el estar vuelto a lo que no es él, disparado hacia las cosas, fuera de sí. Al dispararse hacia las cosas, se dispara de sí mismo, se enajena. Su primaria diversión es un enajenamiento. El hombre está primariamente enajenado entre las cosas, confundido con ellas, perdido entre ellas. Más aún, arrastrado por ellas. Y no son sólo cosas físicas las que lo arrastran: sus imaginaciones y sus ensueños lo arrastran, también, y lo llevan consigo. El hombre está enajenado, principalmente, a través de los sentidos. Pero no sólo a través de ellos. En verdad, su extravío es total y no un mero extravío cognoscitivo. Está perdido todo él, ontológicamente extraviado en un mundo. La existencia del hombre empieza, pues, por ser un oscuro estar entre cosas, un forzado estar sin tener idea clara de donde se está. Si la existencia del hombre se redujera a este oscuro estar sería, más que una existencia, una subsistencia. Pero, el hombre no sólo está; siente, también, que está. Y sentir que se está es empezar a sentirse a sí mismo. El hombre que siente las cosas acaba por con-sentirse, por tener sentido de sí. El hombre que estaba perdido, enajenado, empieza por encontrarse perdido, que es el primer modo de encontrarse.

Sentir y saber

El hombre ha acabado por encontrarse porque se ha consentido al sentir las cosas. Y se ha encontrado perdido entre ellas; es decir, se ha sentido perdido entre ellas. Pero la conquista no es duradera — no lo sería — si el sentido no se convirtiera en saber. El hombre sólo se encuentra plenamente cuando el sentido es iluminado, aclarado, por la idea; sólo cuando tiene idea — cualquiera sea ella — de su forzado estar en el mundo. Encontrarse es, a la vez, saberse. El hombre ignorante de sí mismo, sabe ahora de sí. Este retorno a sí mismo, este ensimismamiento no es — ni puede ser — un puro acto intelectual. La inteligencia por sí sola no habría podido operarlo. Pero si no podía operarlo, tampoco podía operarse sin ella.

El hombre necesita saber para vivir. Saber del mundo y de sí mismo. Necesita, por lo pronto, una idea del mundo para orientarse en él, para no seguir extraviado. Y el riesgo de extravío es doblemente grande porque el mundo — aquel contorno que de un modo ineludible se da con él y en el que ha de persistir — no está compuesto sólo de cosas físicas, no es sólo naturaleza. El mundo del hombre, el mundo en que primariamente se encuentra viviendo, es ante todo, un mundo histórico. La realidad histórica constituye el círculo más apretado, el más próximo, de su ineludible contorno. Y es más fácil perderse en la huidiza realidad — realidad que se realiza — de la historia, que en la realidad, en cierto modo estable, de la naturaleza. Más fácil extraviarse en una selva de ideas y opiniones ajenas que en una selva de árboles.

El ámbito propiamente humano está formado, pues, por una realidad que se realiza. El hombre mismo es una realidad que se realiza. Y he aquí, de nuevo, por qué necesita saber.

Ser y Tarea

El ser del hombre, su ser — el propio, el personal — no se agota en puro estar. Porque para seguir estando tiene que hacer algo. Y no cualquier cosa. Hasta ahora su existencia — mero estar entre cosas — no había dependido de sí mismo. Pero, desde el momento en que se ha sentido, necesita hacer algo para poder seguir estando, para poder persistir, para perdurar en su ser. Por lo pronto, necesita hacerse una idea del mundo y de sí mismo: hacerla o buscarla, que siempre es hacer.

Pero no sólo necesita hacer algo para persistir: tiene que hacer para ser, hacer algo para ser algo. No tiene otra salida: o sigue enajenándose, haciendo lo que de momento le viene impuesto por su contorno, abandonando su vida, dejándose vivir; o se hace a sí mismo, realiza su propia vida, su personal destino. Destino que, en cierto modo, le viene impuesto por su contorno, pero que él ha de proponerse a sí mismo como una tarea, para que sea su personal destino. La vida personal empieza por ser un proyecto de vida, una tarea que hay que llevar a cabo. No un hacer cualquiera, ni imaginación caprichosa de una vida, sino atareado existir, un hacer conforme.

Sólo en la realización de sí mismo, de su propia tarea, puede alcanzar el hombre su ser pleno, su plenitud de ser, su ser personal. El hombre se recupera de su original extravío, de su inicial enajenamiento, en la medida en que se realiza como persona. Pero si el hombre, al realizarse, se recupera de su primaria diversión, su atareado y personal existir comporta una nueva diversión.

Diversión prospectiva

En efecto, el hombre atareado se encuentra divertido de un modo distinto al de aquel que se extravía y enajena entre las cosas. La peculiar diversión del hombre atareado es su diversión prospectiva, el estar lanzado hacia adelante, hacia un futuro. El tiempo es la extraña dimensión de la vida humana en que se realiza. Sobre la trama del tiempo tiene el hombre que urdir su vida. Toda vida de hombre viene de un pasado — de un pasado irrenunciable que forma parte del presente — y va hacia un futuro. Lo característico de la vida es este ir — ir sin vuelta — hacia el futuro, su futurismo, su afán prospectivo. Y el hombre que busca la plenitud de su ser tiene que hacer suyo ese futuro, apropiárselo, volcar en él un contenido propio. De lo contrario, su vida transcurrirá en un tiempo incoloro y vacío. Es lo que le pasa al ocioso y es el vacío que encuentra en su vida. El vacío de un tiempo que hay que llenar, pero que ha renunciado a llenar. La angustia de un plazo que hay que vivir en vano. Por eso, el ocioso necesita matar el tiempo. Si no lo emplea, tiene que malgastarlo. Pero quien pierde el tiempo se ha perdido a sí mismo. Y el tiempo no se recobra. Quien ha perdido el tiempo no se ha realizado a sí mismo en él y en la medida en que no se ha realizado ha dejado de ser. Porque el ser del hombre no le está dado hecho, tiene que hacerlo partiendo de una inicial vacuidad, de una relativa nihilidad. El hombre, originariamente enajenado, perdido en el mundo, ha de recobrarse y recobrar para sí el mundo haciendo con él su vida, su personal destino. Esta es su tarea. Y mientras está así atareado, no se aburre porque encuentra en ella su mejor diversión. Sólo cuando ella no existe o cesa, — en toda acción hay intervalos — está obligado a divertirse de otro modo, de cualquier modo, para no aburrirse. Pero, el aburrimiento no es sólo aversión del vacío presente.

El ser y el no ser del hombre

El hombre se realiza a sí mismo. Y este hacer persona! es siempre un ir más allá de su ser actual. Pero no sólo para ser más sino para ser más él. Sin embargo, salir del ser que se es para, en el instante inmediato, ser más, significa dejar de ser el que se es para ser otro. Y he aquí lo extraño: para ser uno mismo hay que dejar de ser como se es para ser otro. En esta fórmula, que un espíritu eleático llamaría oscura, alcanza expresión justa la peculiar realidad del hombre; ser que se realiza, ser que transcurre. Su ser consiste en un trascender, en un ser siempre otro. Pero en esta trascendencia hay de continuo un riesgo. El riesgo de no ser. El peligro de no alcanzar la plenitud, de caer en el vacío, en la nada. Peligro de anonadarse, de aniquilarse. Hay, pues, en la existencia del hombre, un fondo abisal, que el hombre siente o presiente. En este presentimiento de no ser, oscuro y profundo, prende la raíz del aburrimiento.

 

por Aníbal Sánchez Reulet

La Plata, marzo de 1937

 

Publicado, originalmente, en: Revista "Sur" julio de 1937 Año VII Buenos Aires, República Argentina

Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina

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