Instituto del Libro y la Lectura del Perú, INLEC 

El poeta Juan Ojeda 

11 de noviembre
aniversario de su muerte 


Del averno a los montes fértiles 
Danilo Sánchez Lihón

1. Navegante fúnebre

 

Cuenta Jung, comentando el Ulises de Joyce, que un tío anciano lo detuvo un día en la calle y le preguntó:


– ¿Sabes cómo atormenta el diablo a los réprobos? –Y continuó–, ¡los hace esperar!


 Treinta y tres años han transcurrido desde el suicidio de Juan Ojeda, ocurrido el 11 de noviembre del año 1974, autor de un libro trascendental, cual es Arte de navegar y protagonista de una de las aventuras humanas más extraordinarias en la poesía de todos los tiempos


Veinticinco años se ha tenido que esperar para ver publicado, en forma total, el libro Arte de Navegar, que Juan Ojeda dejó estructurado meses antes de morir, el 11 de noviembre de 1974.


Pero la cita de Jung también es pertinente al evocar cuatro elementos que son esenciales en el libro Arte de navegar que motiva las siguientes reflexiones: 1). Ulises, símbolo de sabiduría. 2). El descenso al Hades, 3). El mundo del tormento; y: 4). La reflexión sobre el tiempo, la espera y el tedio. Todos ellos elementos sustantivos en la poesía de Juan Ojeda.


Ningún personaje se menciona tantas veces en Arte de Navegar –y más aún el ambiente donde mora– como Caronte: “...el viejo blanco con antiguo pelo”; el “...anciano de precario pelo”; “...ese anciano de lanoso rostro conduce vehemente / Tanta acritud, que la otra riba configura falaz toda esperanza”. Y con él, el trance de navegación de su barca, siendo el símbolo de esa navegación de donde deriva, en gran medida, el título del libro.


Allí se ofrece, también, la temática central y dominante de la obra, cual es la condición humana, la historia moral del Hombre puesta en escena en el traspaso de las almas a través de dicho río, todo a cargo de Caronte, quien repleta su barca con la multitud interminable de almas que lloran –algunas a gritos– por las aflicciones que ya padecen, y que sufrirán aún más por los siglos de los siglos. Mientras, como parte del castigo, ya las acosa el anhelo incontenible de pasar a la otra orilla –donde las espera el dolor tanto por los castigos que allí se infligen como por dejar esta vida sencilla– mientras el barquero las aporrea con el remo para acallar sus gemidos.


La poesía de Juan Ojeda tiene su escenario y su centro en medio de esas aguas impías que llegan hasta la embocadura del Hades, a orillas de cuyo foso arriba la barca del anciano irritado, quien arroja a esa sepultura las almas de los que alguna vez fueron vivos. El Aqueronte es frontera infranqueable que divide la vida terrena del padecimiento sempiterno. Y con él Juan pone en el tapete el juicio, la condena y el pavor postrero; todo ello sumido en un paisaje de niebla donde sólo hay horizontes difusos.


Caronte, en las conversaciones que tuve con Juan, con quien fuimos amigos entrañables, ejerció siempre para nosotros una fascinación subyugante. Él era el navegante por antonomasia en su mitología personal, el navegante símbolo, el que une mundos opuestos, aunque su destino sea fatal y abominable. Es el nudo y creo que, en el fondo, Juan era la encarnación de esa divinidad descalabrada.


Es en las aguas de pesadilla, densas e insondables de dicho río –lago en verdad por su anchura; de ondas pardas y negruzcas, profundas también por la pena que en ellas cunde, donde estallan rojizos los relámpagos y se oye el estallido y retumbar de los truenos, sólo interrumpidos por los acompasados golpes de los remos del barquero– donde Juan abisma su poesía; quizá por eso también tan olvidada, pues se conoce al Aqueronte como el Río del Olvido, porque quien se sumerge en sus aguas olvida en ellas quién es y todos se olvidan de él o ella, para siempre.


Siguiendo esta ruta o camino, Arte de navegar es un descenso a la morada de los muertos, una peregrinación por el mundo subterráneo y de los infiernos, adonde Juan proyecta la realidad común y corriente, es decir, la vida cotidiana, con sus grandezas pero más con sus ausencias y miserias:

 

Yo siempre he morado en el Infierno
Y de la vida sólo conozco un rostro destrozado:
El rostro de la niebla más dura que los sueños inútiles.

 

2. Mar apocalíptico


El mar u océano en la navegación de Ojeda no es, por eso, ningún mar externo. Ni el de los Sargazos que hollaron por primera vez con la quilla de sus naves los descubridores del “Nuevo Mundo” ni el fragoroso Índico, tan caro a Luis de Camoens, autor dilecto de Juan; ni tampoco se trata del Océano Pacífico, ante el cual Balboa dijera, según Juan Gonzalo Rose: “Por esta porquería te dejé, Teresiña”.


Menos puede ser el Mediterráneo que inspiró a Homero y Virgilio y que fuera tan añorado por Ovidio al sufrir ignominioso exilio en el Ponto Euxino. Tampoco, como se podría suponer, es el mar frente a la bahía de Chimbote, ni su espectral Isla Blanca, pese a las amanecidas de Juan bajo el farol titilante de la lancha de pescadores de su familia que enrumbaba saliendo desde ese puerto, lugar de su nacimiento.


La masa acuática que evoca es la que en gran medida determina nuestro destino de peregrinos de este mundo: el río doliente de la muerte, antesala del infierno. Su travesía es por el Aqueronte y sus afluentes: el Cocito, el Flegetonte y la quieta laguna Estigia, en donde el marinero traspasa las almas hacia el Hades, reino de Plutón, el más cruel e implacable de los dioses, hijo de Cronos, el tiempo.


La visión de Juan, como su vida, fue apocalíptica, situando su oído en la nervadura, ora aquietada ora bamboleante –siempre verdosa– de la barca de Caronte, poniendo su tacto en el remo pulido por tanto castigar a las almas estremecidas de llanto, y proyectando su gusto a la boca siempre abierta de aquel esperpento, porque bajo su lengua se deposita la moneda que pagan los condenados para ser conducidos y luego echados a la grieta inconmensurable. Juan recurre al fabulario clásico de la mitología greco–latina para representar sus intuiciones y conceptos, así como sus sentimientos y alucinaciones.


Los significados de su poesía son todos aquellos que pueden estar presentes en el trance que hay en cruzar de una a otra orilla en esa barca macabra atiborrada de almas. Y su actitud es sólo aquella que cabe en esa navegación suprema de la vida hacia la muerte y su eterna expiación, con sus olvidos y virtudes, sus banderas y traiciones, sus elevaciones y derrumbes.


Ahora bien, a veces desaparecen las orillas, también la barca y su timonel; y es como si se estuviera pasmado en alta mar, donde no hay paisaje ni historia, ni personajes, ni sus consecuentes emociones. Tampoco expectación ni sucesos. ¿Qué ocurre? Es que nos enfrentamos solos ante el misterio, a la incertidumbre en la que navegamos, frente al destino desolado, a la ausencia de Dios y al vacío existencial:

 

Esa quieta cesación del sentido...

Acontece como cuando estamos en alta mar, en donde es muy lejano mi origen e ignoto mi punto de llegada; estoy solo con el precario mundo que cargo y con el otro que me compone desde dentro, donde soy un desterrado o un expatriado. Y siento que únicamente el agua y el aire me componen e integran, siendo esos elementos tan impersonales mi único sustento; no la tierra estéril y empobrecida, tampoco el fuego que anima y apasiona; solos el agua y el viento, que baten o detienen a su arbitrio nuestra nave mientras los demás elementos contemplan ajenos. Con roles eminentes y soberanos: son el sol, la lluvia y la noche que se acrecienta.


De allí que se necesitará unción del alma para ingresar al rigor de estos versos, debiendo primero curar y sanar nuestro espíritu, porque ésta es morada de muertos; no poesía para la complacencia, ni para adornar el mundo o solazar la vida. Quizás sí para recomponer la historia, pero más para meditar y alcanzar una premonitoria y urgente sabiduría que tanto requerimos en estos tiempos agraces. Porque lo más estremecedor es lo que también está escrito en los pergaminos del infierno: que allí los réprobos ya no ven ni sienten su daño y su horror sino que, más bien, se deleitan con su castigo, que es lo que nos puede estar ocurriendo ahora en esta vida y en este preciso instante.


Juan, en toda esta alegoría, es el ánima viva, el ser consciente que ha visto, que sabe, compara y ausculta. Y que ha vuelto. Y que al final, con su muerte, testimonia lo que gravemente nos decía. Y, eso sí, reconociendo que moría más solo y desamparado que el Dante premunido de poderosos guías: Virgilio y Beatriz. Juan no tiene báculos ni hombros donde apoyarse; ni nombre de mujer, o novia difusa, que pronunciar en los labios. Tampoco una voz de consuelo, arisca o indulgente, de algún maestro. Y hemos evocado al Dante porque el capítulo del Infierno, en la excelsa Divina comedia, es a lo que más se parece la poesía de este santo o genio demoníaco, trashumante en los reinos de lo oculto, que es Juan Ojeda.

 

 

3. Ribas dialécticas


Otro elemento recurrente en la poesía de Juan Ojeda es la continua referencia a las “ribas” u orillas, el lugar de donde se parte y adonde se llega, donde termina la tierra y empieza el mar, y viceversa; símbolo también de ese desgarramiento y alumbramiento dialéctico que es su poesía. Ellas no son un mero enunciado, ni un recurso retórico y menos un simple telón de fondo. Las “ribas” son, inclusive, más que el puerto atrabiliario y congestionado, más que el conglomerado citadino y comercial –elemento estridente de la modernidad y del mundo de los vivos–. Las “ribas” son el símbolo del lugar por donde avanza la humanidad doliente que tiene que traspasar de una a otra orilla.


En ellas el paisaje es neblinoso, como una realidad difusa que se pierde en las sombras. Porque a ese brillo y fulgor que  deviene de la luz incierta de las aguas del Aqueronte, a ese sonido que hace el golpeteo del oleaje acompasado del río en los flancos de la barca que transporta a las almas afligidas –que dejan la vida fugaz por la otra interminable– se proyecta en las ribas el reflejo de los actos vividos, empañadas como un telón de fondo pasmado e inescrutable. En las orillas del río, se divisa el hambre, las enfermedades, los vicios, el dolor.


Allí la estación siempre es invernal, y es donde surge –dejando a un lado o superando a Caronte– el personaje esencial de Juan, que es la humanidad doliente. Sean los inspiradores –o referentes a partir de quienes se habla– Mencio, Boecio, Swedenborg, Leopardi, Van Gogh, o la coetánea Suely Rolnik, todos ellos son puertas abiertas para sumergirse en el Hombre como especie, como realidad antropológica y hasta como entelequia.


Y tiene, siempre al fondo, la niebla como el típico paisaje de los ríos infernales, porque ella es el halo natural de lo angustiado, deformado y esperpéntico. En la niebla se esbozan los seres horrendos, quienes vuelven a la clemente niebla vuelven para poder soportar el breve instante de ser contemplados:

 

Así, para el que despierta, todo es niebla quieta
Que el viento arrastra entre los duros cepos.

El lugar del castigo eterno, en la literatura griega y latina, es el infierno, lóbrego, oscuro y subterráneo, adonde tenían que ir las almas después de muertas; lugar de fuego y escarnio en la doctrina cristiana. Sin embargo, el infierno de Juan es más tremendo: es la ausencia de sentido, la quiebra de la racionalidad, el desquiciamiento y, más aún, el vacío, la uniformidad y el tedio:

 

Y todo allí será crujiente abismo
sentirás estremecerse aullantes esferas rígidas:
impenetrable río
tiempo inmóvil
pavoroso rostro de lo hueco.

 

4. El hombre total y fatal


En el libro se indaga por una verdad dentro de lo oscuro, hosco y tenebroso, válida para el Hombre como conjunto. Hay allí un primer acto de valor: el identificarse, comprometerse y responsabilizarse por lo que es comprender una realidad trascendente para construir una humanidad verdadera, fundada en el abrazo y la solidaridad.


Ante las preguntas esenciales sus respuestas son tan demoledoras y funestas que le hicieron perder toda esperanza: ¿Hacia dónde vamos? ¿Cuál es el destino final del Hombre? ¿Cuáles los signos ocultos de la condición humana? ¿Cuál el designio de Dios? ¿Hay Dios?


Fue osado, directo y sin ambages, no tanto en plantearse tales cuestiones que son más bien las que todos nos hacemos, sino en lo implacable de las respuestas. Lo peculiar fue ser riguroso y acendrado en los métodos y exhaustivo al recurrir a diversos saberes, ciencias y artes consumadas, religiones y arduas filosofías para obtener respuestas a tales indagaciones. Pero esta vez dar pábulo a tales preguntas se espera que las dé la candorosa poesía que a través de él las asume por completo. Macizas y agobiantes fueron las respuestas –por lo infelices y calamitosas–, lo que constituyó parte fundamental en el motivo de su suicidio. Preguntas que todos escondemos por comodidad, miedo o impotencia, por cuyas respuestas Juan indagó acuciosamente. Y éstas fueron adversas, negativas y horrendas ¿Ocultarlas a sí mismo? ¿Esconderse de ellas? ¿Manipularlas? ¿Buscar refugio en algún empleo bien o mal remunerado? Esta fue una de sus conclusiones:

 

Todo es pánico, inmóvil duración.

Su proeza es trascendente porque él asume el destino del Hombre, pues hacía tiempo que dejó de hablar como individuo para hablar como especie representando al género humano que sobrelleva un destino y determinadas condiciones que lo enajenan. A través de Juan habla la historia y su verbo tiene la densidad de siglos vividos.

 

Combado de soledad y neutro polvo hurga sus ojos.

Él es la esencia del estupor de la raza humana. No del dolor vertical, explicable desde las circunstancias se la vida sino del horror horizontal, permanente y no enmendable. Horror ante un proyecto humano y cósmico que él intuye o conoce deforme y pavoroso, cual es el rodar del mundo hacia el vacío. Es la visión terrorífica y espantosa que también diera en parte el evangelista del Apocalipsis, solo que en el caso de este último amparado y pretejido en una creencia. Horror de una catástrofe que se remonta al origen de la Creación, como un aborto divino interminable:

 

donde Nacimiento y Muerte, Putrefacción y Crecimiento,
son columnas quebradas
que un ojo perverso contempla torpemente.


Tal vez somos un don abolido por el nacimiento.

Las respuestas a sus indagaciones son estremecedoras. Hay un resultado de espanto, consecuencia del examen que arroja en sus proyecciones la ciencia, conclusión y síntesis de su sabiduría del mundo, que derivan en ser abrumadoras y lacerantes y ante lo cual ¡qué olvidado, distraído y banal se siente al Hombre frente a ese sino fatal que lo marca desde antes de nacer! ¡Qué indefensas y vulnerables resultan ser sus condiciones!


Trance de filosofía, poesía, religión y moral, donde lo superfluo no ingresa y todo lo esencial se hace trizas. Donde sólo la sombra de nuestro destino permanece, que las almas en breve rumor de culpa y añoranza logran esconder en el pavoroso escenario donde todas las imágenes son abominables y los significados ignominiosos, dichos en idiomas soterrados, con voces veladas, en instantes que fueron –pero ya dejaron de ser– supremos.

 

Nuestro indagar ha concluido
Y ésta es la sabiduría: nada hay
Que explorar fuera de la fábula...

 

5. El descenso y caída


¿De dónde deriva la noción, y hasta el sentimiento de tragedia, en Juan?: de la convicción de que estuvimos hechos para ser dioses y hemos rodado a una condición banal y efímera; expulsados del paraíso y después perdiendo día a día inocencia y sabiduría; hasta caer despojados de todas las virtudes, en el pozo ciego y perverso de la futilidad y, consecuentemente, en la condena al infierno.

 

Tierra de los dioses que el hombre habita,
y bajo el murmullo del tiempo una muerte segura.

En la proyección del tiempo pasado, presente y futuro, Ojeda encuentra una línea de descenso, caducidad e ignominia. He allí la clave de su desencanto, de su desilusión y consecuente fatalismo.

 

Y así es como vamos descendiendo
en la niebla hueca de la vida humana.

Hay una direccionalidad de descenso y caída. Desde una infancia hacia un lugar perdido, desde una plenitud hacia una caducidad, desde el vientre materno a la fosa sepulcral. Somos ángeles expulsados y expatriados del reino. Hemos perdido la verdadera casa, el divino útero materno, la morada imperecedera. Somos desterrados del paraíso de la inocencia y la divinidad:

¿Conocerán el tiempo otro? Tal vez una inocencia oscura
accedería, como dolorosa llaga, en la raíz de lo vivido,
el tiempo deviniendo bajo inmóvil materia.
Pero nuestra pureza ya la hemos perdido,
o mora en un dominio de pavorosos gestos.

Todo ha devenido en muerte, en falso lenguaje y hasta en gestos impropios. Hay un origen poderoso, sublime y pletórico, pero la línea que hemos seguido es nefasta, dejando lo glorioso hemos sucumbido y caducado. La suya es poesía de la desilusión y la desesperanza por la esterilidad del mundo. Quizá porque se ha amado tanto... debido a que se ha esperado mucho... porque cuando se tiene una idea tan alta y es tan elevado el propósito deviene profundo el desencanto.

 

Pero tú yaces oculto o simulas alejarte
de lo que, en verdad, es tu único misterio:
en la innoble morada de la realidad
nutres un sentido más hondo,
del que ya ha cesado todo vestigio humano.

Arte de navegar es –paradójicamente– la elegía de un naufragio, la rapsodia de una catástrofe. Una desgracia en vez de un arte, donde todo es fatal y se avizoran solamente despojos. Permanecen las ruinas de lo que ha sido casa, palacio y ciudad. La mirada conturbada desciende a las regiones del  espanto, de los restos putrefactos, del abandono de Dios.

 

Los desgarrados, esos que recogen, sin saberlo,
la pavorosa carencia del mundo y, transfigurados,
soportan el misterio y habitan una soledad deforme.

Alguien se burla de nosotros. Hemos sido engañados. Dios juega con el Hombre. Hay un fraude que no concluye y ni siquiera es fraude pleno sino esbozo fraudulento, y todo es mueca y farsa. Y hay quienes no se desilusionan de nada, porque nada avizoran, nada alumbra sus espíritus, a nada aspiran.

 

 

6. El dios ausente


La poesía de Juan Ojeda es la construcción de una estructura ausente. Es el vacío de Dios. Y la enajenación de Dios no es porque éste sea distante e inasequible sino porque no es habido; porque al regreso de la anhelante búsqueda la respuesta es que el lugar que ocupaba está vacío, es hueco y yace abandonado. Dios ha huido dejando su creación desamparada:

 

Sobre la tierra una ausencia de dioses.

Ha explorado todo, ha sometido todo a un arduo proceso de verificación. Ha destejido y vuelto a tejer verdades antiquísimas y nuevas. Es buscador infatigable de bases y principios. Pero el resultado es que no hay nada. Todo es pavor, horror y miseria.

 

Habitamos el cadáver de un Dios.

El mundo ha devenido así en un páramo, en un espacio inerte y sin sentido. No hay nada que produzca felicidad ni alegría. No hay ninguna razón valedera, porque nada se mantiene en pie: todas las efigies y las estatuas han caído corroídas.


Ahora bien, Juan buscó a Dios en la realidad y entre las cosas. Con unos instrumentos como la racionalidad enloquecida, la lógica implacable, la ciencia y hasta la impotente erudición. No con candor e ingenuidad, como haría un hombre de fe, atributos éstos que estaban lejos de ser comprendidos y adoptados por Ojeda. Mucho menos lo hace con el temblor del amor fervoroso. Es que quiso hacerlo con libertad plena, con lo que consideraba infalible y apostando a que el veredicto constituyera un riesgo total.


Siempre habla en Arte de navegar de haber encontrado una verdad secreta y temible. De haber desentrañado un signo letal en nuestras vidas, de tener una clave que lo hace un desesperado y hasta un destructivo. Él ha ingresado a un arcano, a un significado pavoroso:

    Oh, ya hemos conocido
el tiempo, ya hemos ordenado el pasado y el futuro
en el hórrido escombro de un presente irredimible,
y todo es como nacer desde la tierra muerta,
tiempo muerto entre muertas raíces.
¿Es esta la región verdadera, o te has confundido?
¿Qué ruidos son esos? ¿Quién grita?

Respecto a Dios él no tuvo ya dudas, no golpeaba aún con afán una puerta para que la abrieran, guardando la ilusión de que adentro haya alguien y la verdad que buscaba afanosamente. ¡Éste ya no es su caso! A él no le queda el privilegio de la duda, de la esperanza por develar. Entró y salió del arcano. Y su testimonio y verdad  terrible es que allí dentro no hay nadie.

 

 

7. Misterio y herejía sagrada


La poesía de Juan, pese a que en la superficie es tersa, en sus significados es simbólica y trabada: no hace concesiones allanándose al lector. No se inmuta por ser clara u opaca. Se sabe situada más allá de todo bien y de todo mal, inalcanzable a cualquier juicio, despercudida de todo canon, de toda referencia con este mundo. Es una poesía oscura, intrincada y barroca.


Y en su vida Juan era así: condescendiente y amable para responder cualquier saludo, pero sabiéndose de una esfera que no tenía nada que ver con esto que tocamos; batido y librando una guerra a muerte en otro plano; con códigos secretos y lenguajes cifrados, de regreso ya de todo lo previsible.


Poesía, la suya, opaca pero de inefable grandeza, en los momentos más solemnes de la cual aparece un ave, o la presencia de un animal libre y salvaje, o de un instrumento musical intacto, como si se tratase de una aparición mística, sea un ciervo, una corza, un gamo, un estornino, un sistro. Se escucha repentino el canto de un tordo o el vuelo asustadizo e íntimo de un gorrión.


Habrá lectores que se afanen por explicarla o comprenderla con el sentido de la racionalidad. En tal intento sin duda habrá mucho que quedará oculto; pero no hay que desesperar. La poesía es precisamente tal por ser incógnita y misterio, presencia de lo divino y secreto aunque, de alguna manera, desbordante y promisorio: éste es el caso del libro Arte de navegar que sostenemos ungidos, que arrasa y castiga pero también inviste y ennoblece, si no por su fondo torturado, sí por la autenticidad y devoción con que está pergeñado y porque es el testimonio por el cual se consagró y ofrendó una vida.


Poesía que sintetiza pensamientos, ciencias, artes, saberes y filosofías. Poesía ética y conceptual, herética y a la vez sagrada, con un repertorio muy grande de imágenes, alucinante en sus lamentaciones; nada mundana, callejera o desvergonzada; que desaparece de la superficie de los días para sumergirse en un espacio y tiempo suprarreales, que nos hunde en su espíritu, en sus fantasmas y obsesiones; a veces inhallable, donde no hay estridencia, banalidad, ni lugar para lo veleidoso ni tampoco para la piedad.

 

 

8. Poesía provecta y sabia


Juan Ojeda conceptúa el tiempo como una unidad de contrarios, un movimiento dialéctico, compuesto de conjunción y dispersión. Y que en el instante está contenido aquella esencia y madre que es la eternidad.


Y es desde la eternidad que él asume su canto o su testimonio y representa aquélla en la vejez, o la senectud, como corresponde por ser síntesis de vida. A Juan le atrajo siempre la edad provecta. En sus gestos, en su talante y en su voz trataba de situarse en esa condición, siempre con un tono grave y aciago.


Su lenguaje es longevo pero colmado y desbordante, que prodiga un compendio de la vida. Poesía densa, de edad eterna, donde se suma a la belleza solemne una recia sabiduría. Donde las imágenes, con ser soberbias, resultan pospuestas a la firmeza de los juicios que allí se ofrecen. Poesía de espacios amplios y tiempo detenido, donde se las sensaciones son abolidas y solamente se hacen broncos los conceptos.

¿Cómo puedo hablar del fruto
Y la semilla, si no conozco los orígenes?
Tendré que retornar a las raíces,
Buscando la evidencia, bajo la confusión;
Llenándome de siglos y piedras,
Como asiendo los significados,
Y sus designios, la verdad perenne.

En su poesía no hay exaltación sino sapiencia; no hay tanto figuras literarias como reflexiones y sentencias. No prevalece el ardor o la fruición sino el conocimiento. Su belleza es interior y sobrehumana, imponente, con el rostro adusto y desencajado; y con las manos en alto y crispadas o piadosamente recogidas. Grafica con imágenes y metáforas realidades profundas y verdades supremas. Intuye hacia dónde va la marcha del universo. Es un aviso urgente que nos dice que el tren en el que vamos corre descarrilado y será inevitable que se precipite en el abismo.

 

El suicidio de Juan es voz de alerta, un llamado de atención urgente, una clarinada de alarma: comprometerse a cambiar el curso de la historia, poner las manos en el fuego para no seguir siendo cómplices de este descalabro y de este siniestro.

 

 

9. Bitácora ritual y testamento profético


Arte de navegar pertenece a la literatura de visiones, en donde los elementos que se nombran tienen carácter de símbolos, con un significado peculiar y misterioso, de acuerdo a una estética y a una creencia, a una religión y a un código de principios y normas. De allí su dificultad y su carácter críptico.


Los escenarios y actores se asemejan a un auto sacramental, con un lenguaje canónico y epopéyico, con el acento profético de las obras clásicas de todos los tiempos. Sus acordes son de trombones, bajos, tubas, violoncelos y en lo alto o lo profundo una nota sutil de diana. Música que se contempla crearse y hundirse en el infinito cósmico y en el caos inmisericorde, lejos de toda  cotidianeidad.


Es una obra ritual, como la consagración de una misa; acto con el cual él justifica su vida y su muerte: ¡himno y expiación!, ¡hosanna y martirio! Es carta de navegación y testamento ológrafo; cuaderno de bitácora y escotilla de perdición. Es códice de los tiempos antiguos y cometa lanzada al futuro inexplorado.


Es un canto ceremonial, con la compulsión de una tabla de salvación y un estigma de fatalidad. De allí que en ella no haya anécdotas, ni compasión hacia el lector, porque en verdad la hizo para sí mismo o para la eternidad. O para Caronte, su divinidad. Con este libro Juan navega en los ámbitos siderales: es su nave y sus alas, su carta de presentación a la potestad con la cual lucha, se enfrenta, se mezcla, se destruye y con la que al final se redime.


La obra se sitúa al borde del abismo, en el peligro pleno, en el flanco izquierdo del acantilado desde donde sólo se cae, ansioso de escuchar su propio grito de suicida o desafiando a las  verdades trascendentes a develarse, acerca del origen y el signo que encierra la creación; dispuesto a arrojarse sin contemplaciones para auscultar el ojo del misterio a fin de desgarrar sus vestiduras, decidido a vengarse de la ballena blanca del destino humano que le ha arrebatado el privilegio del sueño deleitoso y el despertar complacido.


Sobrecoge la majestad y hasta la violencia de sus versos y estrofas, más que en el plano formal en el fondo misterioso e inalcanzable de sí mismos. Es inconmensurable en la dimensión de su canto, que además de ritmos, imágenes, emociones y principios que lo sustentan, muestra el prodigio y el vacío portentoso que hay en la creación del mundo y en la existencia humana, y el designio estremecedor, esperanzado o fatal, que debemos cumplir en esta hora y deshora supremas.


En Arte de navegar Juan es demiurgo, profeta, gran maestro y loco a la vez. Es esta obra una proeza del género humano, donde se contiene todo, hasta la actitud heroica de morir en el sangrar de sus páginas, en las que nos da una imagen contrita del mundo en descalabro; en acordes broncos y acompasados, de misa de difuntos o de responso fúnebre por sí mismo y por el Hombre.


Poesía supranatural, de un mundo único, lejos de las melodías, estilos y temas consabidos, donde todo es distinto, inusitado y sorprendente en los componentes y en el conjunto, en los detalles y en la densidad de la trama. Con la belleza de lo grandioso y monumental.

 

Ahora que la muerte frota sobre el aire su cadena.


De estas ruinas que el mar bate oscuramente con su mano rota.

 

10. Testimonio: un libro dentro de otro libro


El rasgo más notable de esta obra es la impresionante percepción que se obtiene respecto al complejo y tormentoso proceso interior de elaboración y expresión que caracterizó a Ojeda en toda su producción y, particularmente, en Arte de navegar, en donde se entremezclan en genial fusión elementos psicológicos, místicos y metafísicos; emociones, razones e intuiciones; ilusiones, pesadillas y furores. Sin embargo, hay un elemento más, cual es la reminiscencia histórica, que se suma a los anteriores en el poemario Elogio de los navegantes, libro autónomo dentro de la obra mayor, y que fuera escrito por Juan entre los 19 y 21 años.


 Elogio de los navegantes, como lo expresara Juan en una entrevista, es el poema introductorio a un ambicioso proyecto de escribir un canto nacional como la Eneida o Los Lusíadas, proyecto que compartimos y nos propusimos cumplir como producto de nuestras largas caminatas por las playas de Lurín y Chilca. Pensamos hacer juntos el libro y nos pusimos a trabajar en él tomando yo como punto de partida un Acllahuasi incaico, donde moran, como sombras laceradas y estremecidas algunas Acllas vejadas que eran testigos de los sucesos pasados, presentes y futuros. El tema con el que inicié esos cantos fue el de las guerrillas de la década del sesenta, avizorando el advenimiento de un mundo nuevo, corolario de la revolución socialista.


Resultado de ese trabajo fueron de parte mía los cantos que después integraron mi poemario Las Actas. En el caso de Juan es Elogio de los navegantes, que luego presentó al concurso de los Cuadernos Trimestrales de Poesía de Trujillo. Por su adhesión al mundo de la navegación a él  le atraía la época del Descubrimiento y la Conquista, de ahí que en el poema Elogio de los navegantes aparezcan imágenes y evocaciones de aquellos sucesos históricos, entre muchos otros aspectos cosmogónicos, como también travesías y batallas.


Con Elogio de los navegantes Juan inaugura un léxico distinto, propio e intransferible, nunca escuchado en el proceso de la poesía peruana; donde las palabras son marmóreas y dramáticas, bajo el imperio de la trisílaba, honda y sin concesiones:

 

Funesto el mar de eternos elementos, morada del linaje humano:
Oscuras cuevas, huesos de marsopa, obstinados helechos crecen
Interminables en las ribas–
     Allí el paciente cuervo ha tiempo
Malicia la carroña–. Estos son nuestros dominios: los pedruscos
Resecos, las raíces podridas y la tierra estéril. Dime:

Se siente, en primer lugar –aún antes de poder penetrar al fondo de esa superficie– una impresión arrolladora y contundente, la  de estar ante una obra grandiosa, sinfónica, absoluta.


En su forma exterior, de largos versículos ordenados en tercetos, todos parejos e implacables, pareciera que la superficie del papel naufraga ante la vastedad del mundo que evoca, de renglones como un tinglado supremo, de ritmos ásperos, atribulados, inclementes, haciendo un mundo misterioso de atroz evidencia y de innegable estupor: versos irrenunciables, de los cuales no podemos huir ni escapar.

 


11. Destino de poeta


Rimbaud, a los 19 años, despreció la poesía –¡ese rayo fulgurante en que la había convertido!– después de ese canto flagrante y abrasador que erigió en su libro Una morada en el infierno, para  traficar con armas y marfil en los desiertos de Abisinia y –mezquino y codicioso– atesorar una porción de oro que cuidaba desvelado en las candentes arenas. Juan Ojeda, en cambio, desprecia el mundo y la existencia y todo lo que hay en ellos de prodigioso para salvar lo único que justifica con su propia vida: la poesía.


Con su existencia expuesta Juan sostiene, sustenta y solventa su pasión y su razón poética. Impertérrito, sin dar ninguna explicación, levanta la arquitectura de su obra sin permitirse una digresión, una debilidad de postura, un gesto de cansancio, de hastío o de flaqueza. Y nos enseña a asumirla sin ceder posiciones, sin seguir las modas de la época y sin reemplazarla por ningún empleo. Juan nunca se empleó en nada, salvo su consagración a la poesía.


Conocía la tradición poética de manera completa y acendrada. Nadie como él para dominar más poesía y filosofía de todas las épocas, espacios y culturas. Para leer agotadoramente en varias lenguas. Y estudiar con igual pasión libros de arte como de ciencias. En ese bagaje, dos poetas peruanos fueron leídos e incorporados plenamente a su universo: César Vallejo y Martín Adán. ¡Cómo no!, frecuentaban nuestra charla Eguren y César Moro. Sin embargo, su poesía se presenta distinta, original y única, sin vínculo alguno –¡en absoluto!– con la moda callejera de la época.


Con una fuerza y decisión invencibles perseguía hacer gran poesía, de contundencia y plenitud. Todos quienes lo conocieron siquiera en parte y, más aún, quienes lo leyeron de una u otra manera, se expresan de él invariablemente con una frase: “¡Gran poeta!”. ¿Por qué lo dicen? De manera implícita por las siguientes razones: 1). Por la esencialidad de su espíritu y por el fondo, la autenticidad y la verdad de su postura frente al mundo. 2). Por su lenguaje único e inconfundible, creando un universo genuino e insospechado. 3). Porque abre caminos nuevos.


Su poesía es culta, de vocablos y conceptos eruditos, que se engarzan y tuercen obsesionados. También, y en buena medida, es abusiva con el lector, de ritmos inusuales, con un léxico docto pero a la vez con formas que sólo la plena libertad osa emprender y asumir, donde se adjetiva con términos que parecen extraídos de un diccionario culminante de la aflicción, del mundo apesadumbrado y del horror. En gran medida porque ése es su signo y su elección irrevocable.


Poemas tal cual es la vida, que contienen todas las preguntas y, como la vida, oculta todas las respuestas a todos los interrogantes esenciales. Poemas sombríos, espeluznantes, bajo el designio de algo que no nos corresponde cuestionar, ni siquiera interrogar; pero que reconocemos como inevitables en el sentido que siquiera uno en el mundo tenía que formularlos y pugnara por obtener respuestas, aunque sucumbiera ante ellas.


Poesía del alma, que ingresa al mundo íntimo y raigal de la condición singular que tiene el Hombre, donde hay un paisaje de fondo adusto y lato: unas ribas, una arcada y una fuente; una edificación antigua y el mar insomne, de lenguaje y talante oceánicos, insondable. Poesía de vocablos densos, con herrumbre de siglos y en vigilia constante, como de arrancadas y destejidas lonas de mástiles expuestos al misterio, con el idioma del mar ciego y compasivo, que tiene el ritmo del oleaje golpeando las rocas y muriendo en playas ignotas, pensándose y amándose a sí misma.


Al leer los poemas de Juan nos vamos formulando una pregunta sencilla: ¿Hay, en el contexto de la poesía actual, poesía de la calidad, de la magnitud, de la profundidad y de la estatura de la poesía de Juan? Entonces, ¿por qué el rezagamiento, la marginalidad, el anquilosamiento en que se le tuvo y se le tiene?

 

 

12. Itinerario de una locura


El proceso y el estilo de elaboración y expresión de Arte de navegar refleja inexorablemente la compleja dinámica del proceso creador de parte de su autor, en donde se evidencia la tormentosa interacción entre los ámbitos de lo afectivo, lo racional y la energía vital, elementos todos en pugna; del medio ambiente, el contexto histórico y el azar jugando el rol de implacables compositores y directores de orquesta que al mismo tiempo que ejecutar la partitura la van destruyendo, que al mismo tiempo que edificar la obra maestra la van dinamitando, tan es así que quizá con el mismo derecho a titularse como se titula, más propia y honestamente debería llamarse “Arte de naufragar”... como que fue, real y magistralmente a la vez el preludio y el réquiem (y auto responso) perfectos para el suicidio de Juan, como realmente aconteció.


Y así como hay testimonios innegables de la genialidad de su autor –con aciertos que hemos tratado de señalar en estas páginas–, es doloroso comprobar también que hay pruebas de la pérdida del sentido, del vértigo y desquiciamiento de que fue siendo víctima cada día. Y la razón es que fue un hombre que se consustanció hasta arder, consumirse y explosionar con la poesía, con la que sostenía una relación ígnea, que no podía ser sino fuego al rojo vivo, incendio inabarcable.


Él todo lo miraba a través de esas llamas u hogueras que alzaba con un delirio implacable. La poesía fue su  destino, su martirio y su inmolación, habitando en ella como en su propia casa, al punto que en su obra hay momentos en que se burla del lector, en que es caprichoso y hasta nos hace perdernos en su laberinto. Hay otros instantes en que se le siente pedante, soberbio y autosuficiente:

 

Eternidad exacta para armar un pito.

En otros momentos cambia de ritmo, golpea con algo insólito, como cuando tiraba la bandeja de escabeches a la mesa donde conversaban sus amigos; ensayando un paso inusitado queriendo sorprender. Otras veces quiere ostentar y hasta rompe las patas de la silla en que el lector revisa anonadado sus versos, destrozando bruscamente –para el efecto– un esquema rítmico.


Hay, en Arte de navegar, así como poemas de un sentido acrisolado y potente, otros sin sentido. O, más aún, poemas sintomáticos de un desequilibrio, incoherentes e insensatos: pura acumulación sin lógica, como cuando un demente junta latas, cartones, retazos de tela, vestigios del mundo, e intenta –jugando a solas– hacernos perder la paciencia, prueba de la turbación y del  horror en que ya ha caído, y es que:

 

Es un hombre hastiado de soportar el mundo.

Hay poemas que dan círculos concéntricos, repetitivos, pavorosos por el mareo, la oquedad y la sensación de derrumbamiento que producen. Lo que de allí se recoge es sensorialmente apabullante y absurdo. El libro, en cierto momento, es el propio infierno de Juan. La tierra monda, arrasada y yerma que él tanto invoca. ¡Y atrozmente quieta! ¡Es el hastío! El paisaje de ruinas, neblinoso y desértico, con la sequedad donde la respiración es dura y a la vez agitada. Polvo derruido, síntesis de ruinas; estableciendo la relación con el mar que lo obsede, de esta manera:

 

Quien se ahoga en un océano
se despierta en un desierto.

Juan va nombrando los asuntos con indolencia y desidia, como si ya nada le importara. Dice en “Portrait of a Blind Poet”:

En el lucro de la umbría –venático río de oro:
Nave sin ojos, oh Noche, diamante signado al origen–
Ebrios labios de pórfido en una estatua inútil,
Crecer fardos de liquen plateado: bruma insigne.


Y del reposo que, tremante, calcina al Abismo–
Inerte fuego, los designios– canta el polvo hirsuto.
Descanso terrenal, huesos hurgados por el Tiempo;
Párpados sin retorno, ardidos, numerosa joya de mundo


¿Qué alegría horada insensiblemente ojos desnudos?
¿Qué brillo eleve, ahora cóncavo, el festín horrendo?
Sólo hastío de mármol fatiga, coronado, vano Ritual


Donde patio sonoro –mediodía negro– ofende el júbilo,
Tras fronda de neblí. Ojos de oro de un pliego azul;
Sacra ceniza, árido en ebrio abismo, el mago pútrido.

Y en “Confesión de Mencio”, y en otros poemas, se repiten como en una máquina demente verso tras verso, como si fuesen los barrotes de una cárcel inicua, estos sones:

Y se asemejan al parloteo de un enajenado.
La vida es como un secreto que al aparecer
Fluye indistinto en ruidos y silencios.
Obcecación del espíritu pudriéndose hacia adentro
Lamentaciones que ahora escuchas disipándose
Lamentaciones en medio de un cuarto cerrado
Gritos pétreos retumbando en una mente sellada.
Ya sin nadie que remueva un rastro en la vida
La repercusión de sonidos emitidos por nadie
El camino de las palabras que nada nombran
Y se asemejan al parloteo de un enajenado.
La vida es como un secreto que al aparecer
Fluye indistinto en ritmos y silencios.
Obcecación del espíritu muriéndose hacia adentro
Pensamientos en medio de un cuarto cerrado
Gritos muertos retumbando en una mente estropeada.
La vida es como el parloteo de un enajenado
El camino de las palabras que nada nombran
Pensamientos en medio de una mente estropeada
Obcecación del espíritu...

¡Tú, Arthur Rimbaud, no estás eximido de culpa de esta catástrofe! ¡Tanto habíamos repetido este fragmento tuyo!:

El poeta se hace vidente por medio de un largo, inmenso y razonado desorden de todos los sentidos. Busca todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura; exprime en él todos sus venenos, para no guardar sino su quintaesencia. Inefable tortura, en que necesita toda la fe, toda la fuerza sobrehumana en que se vuelve entre todos el gran doliente, el gran criminal, el gran maldito... Imagínense un hombre injertándose y cultivándose verrugas en la cara. Digo que es preciso ser vidente, hacerse vidente.

El libro mismo, en su proceso como escritura, es la quiebra de sentido, es el absurdo y el caos, en donde el lenguaje deja de tener cuerpo orgánico y se torna delirio; deja lo que salva y redime y –quizá como en la mente de Juan–sólo se vuelve conflagración y abismo de las cosas, de los seres, y al final el vacío. En él se confronta al lector con la atroz ruptura, con el mundo cayendo en la aberración y la quimera.


Arte de navegar es, también, el itinerario de una locura, siempre con majestad y tragicismo, como la de Friedrich Nietzsche, y también con vehemencia y conmiseración, como la de Vicent Van Gogh.

 

 

13. Hacia los montes fértiles


Ya para finalizar quiero celebrar el hecho muy significativo de haber sido jóvenes estudiantes de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos quienes han mantenido siempre viva y presente su memoria, pues al final fue el claustro de esa Universidad el lar que lo cobijara –¡que nos cobijara!– y fueron sus aulas, corredores y patios, ¡y el soplo del espíritu que en ellos mora!, aquello que alentó su gran poesía.


Fue, además, el San Marcos de la década del 60, que enalteció la bandera del pueblo, del Perú irredento, de la aspiración de un orden social con justicia y dignidad, el que le dio siquiera un grumo de esperanzas –¡todo lo que su alma podía soportar!–. En San Marcos inicia su vida y su obra poética y horas antes de morir estuvo en su campus. En realidad, desde San Marcos enrumbó hacia la esquina fatídica de la cuadra 23 de la Av. Arequipa en donde se inmolara, una madrugada neblinosa y estupefacta.


Y, de otro lado, el hecho también significativo de que hayan sido estudiantes de la Pontificia Universidad Católica del Perú quienes impulsaran la edición de su obra póstuma, Arte de navegar, hecho que nos testimonia en concreto una clave de la trascendencia de su obra, que hace esta parábola de unión y enlace entre las dos principales casas de estudios superiores y de consagración al espíritu en nuestro país y arco tendido también con la vida que renace en el corazón de la juventud que discierne entre lo estéril y lo vivo, reivindicando para la cultura humana la trayectoria y el mensaje de Juan Ojeda.


En homenaje a todo ello pongo el ramo de rosas que llevábamos con Juan ¡a no sabemos quién! en el cementerio de Surco, donde gustábamos pasear. A esos esfuerzos generosos me adhiero, entregando este modesto y fervoroso aporte espiritual, con mi emoción atribulada por la añoranza.


Y así como Juan era candoroso en el amor –pues le hacía vibrar el amor núbil, ingenuo y virginal–, así creo que son las alas de la esperanza que él avizorara como rasgo final de su obra memorable, hecho que se grafica en el orden que ocupa en la obra el poema “Elogio de la Infancia”. En esto Ojeda quiso seguir la pauta del Dante, quien inicia la Divina Comedia con el Infierno y concluye con la redención y la aspiración de una vita nuova, que en el caso de Juan es representada por la infancia de una nueva humanidad.


“Elogio de la Infancia” es, en el fondo, un poema de fe, de promisión, y un llamado a la acción revolucionaria, a que busquemos las raíces del bien y fundemos una nueva tierra y una nueva historia: la tierra del anhelo, la infancia del mundo, el día en que desayunemos todos, la morada del bien a la que todos estamos convocados:

¡Oh infancia de futuros siglos, ya se escucha
la humana muchedumbre, se insinúan
los tiempos de un orden nuevo!
Porque la tierra, niño, te cobijará
en sus dones eternos, porque ya se avecina
la edad de una historia fecunda: mira, mira estas ruinas.
Luego caminemos hacia los montes fértiles!

Danilo Sánchez Lihón

Instituto del Libro y la Lectura del Perú

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