Instituto del Libro y la Lectura del Perú, INLEC 

Las cartas no habidas de Vallejo 
Dulzura a gajos
Danilo Sánchez Lihón

A la tarde de lluvia
cuando el alma
ha roto su puñal en retirada.
César Vallejo

Explicación:

Al subir al terrado a componer unas goteras –por donde el agua de las lluvias que se desatan en enero se estaban filtrando y dañando la bóveda y las paredes de la casa de César Vallejo en Santiago de Chuco– el profesor Wilson Alayo Cueva, a cargo del cuidado de ese santuario, al estirar la mano entre el carrizo y las tejas, sintió que tocaba un sobre forrado en cuero y atado con una cinta ya enmohecida.

Al desamarrar el atado se encontró un archivo de cartas de la primera mitad del siglo pasado. Cundió entonces la alarma, la ilusión y la expectativa. ¿Se trataría de cartas del poeta a sus familiares? Porque él se quejaba desde París y ante los suyos que les escribía mucho y continuamente y sin embargo no obtenía respuesta en la misma proporción ni medida.

Las cartas están ahora debidamente depositadas en el área correspondiente del Municipio Provincial. He conversado con el señor Enrique Caballero Alayo, gerente institucional, quien me informa que son alrededor de cuarenta misivas, ninguna de ellas firmada por César Vallejo, pero sí por familiares cercanos como sus hermanos, entre ellos don Víctor Clemente.

Pero, ¿por qué se escondieron en un lugar inaccesible? Porque solo quien las pusiera allí podría alguna vez recuperarlas, ya que había que alzar una teja del techo para desatracar ese vestigio. En consecuencia, tiene que haber una razón y esa razón encierra un misterio.

Conjetura Enrique Caballero, como primera aproximación, que podría ser el archivo de Otilia Vallejo Gamboa, hija de Víctor Clemente y sobrina del poeta, quien vivió en esa casa hasta el día de su muerte y a quien César Vallejo le escribiera:

Luciré para Tilia, en la tragedia,
mis estrofas en óptimos racimos;
sangrará cada fruta melodiosa,
como un sol funeral, lúgubres vinos.
Tilia tendrá la cruz
que en la hora final será de luz!

Prenderé para Tilia, en la tragedia,
la gota de fragor que hay en mis labios;
y el labio, al encresparse para el beso,
se partirá en cien pétalos sagrados.
Tilia tendrá el puñal,
el puñal floricida y auroral!

Sobre las cartas familiares de César Vallejo escribí las siguientes líneas:

1. Ternura andina

Revisando unos archivos míos de hace muchos años encontré varias cartas remitidas por mis hermanos desde Santiago de Chuco, pueblo donde nací, me crié y de donde salí a la edad de 16 años para estudiar literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

Al releerlas, después de varios lustros pasados, me he quedado sorprendido: ¡qué ternura tan honda y sentida resuman sus palabras!, ¡qué candoroso el acento y qué a flor de piel la cordialidad de las expresiones! ¡Cómo nacía y se abría tan natural el sentimiento! Y, seguro, que ¡yo también era así, sin darme cuenta! Y mi pregunta –ante esas misivas entrañables de aquellos tiempos– ha sido: ¿de dónde venía y cómo asomaba ese venero de pureza, ingenuidad y estremecimiento?

Luego, revisando varias cartas de César Vallejo a sus hermanos, compruebo que la emoción es igual, el cariño y el apego es idéntico en lo pleno, sincero e inocente; como cuando Vallejo les dice a Víctor Clemente y a Manuel Natividad: «Hermanito amado», o «Manuelito de mi corazón»...

¡Igual  escribían mis seres queridos! Y entonces se me ha hecho evidente un hecho que quiero compartir, cual es: la ternura inmersa en el ser de las personas de nuestros pueblos de origen y de nuestras casas nativas.
Y eso, ¿para qué? Para que la rescatemos y la defendamos con vigor, ¡para que no se nos pierda!, para que actuemos con ella de la mano y más frecuentemente en la vida cotidiana. Para que no nos amilanemos de tenerla en el alma.

Y, los que aún no la han perdido ni dejado ir, para que la conserven y acrisolen con denuedo; para que cobijen a esta huidiza, delicada y temblorosa doncella. A esta virtud suprema venida para alentarnos en la vida: la ternura.

De este modo, por ejemplo, le escribe César Vallejo a su hermano Manuel Natividad, el 2 de diciembre de 1918:
«He tenido al fin la alegría de recibir cartita tuya, después de las numerosas cartas que yo te he escrito desde marzo de 1917 en que me alejé de ustedes. He gozado y he llorado al leer tus tiernas, conmovedoras y tristes letras. He gozado dolorosamente, horriblemente. Cuánto recuerdo y cuanta felicidad que se ha ido para siempre. ¡Oh Manuelito de mi corazón! ¡A qué me sabía un destino tan negro, lejos para siempre jamás de nuestra madrecita del alma! Oh, queridísimo hermanito».

2. Está pegada a la cuna, a la leña y al humo de la cocina

¡Cómo abundan los diminutivos en el texto! ¡Cómo rebosa y colma, estalla e inunda el cariño!
Consideremos que  Manuel Natividad, en la circunstancia que estamos citando, tenía ya 38 años. Y, sin embargo, pareciera que es a un niño a quien se le habla y escribe. ¡Que es entre niños que están llorando juntos! Y, entre ellos, es aún mucho más el temblor, el agobio y la turbación de quien remite la epístola, que no es otro que César Vallejo, quien tenía en aquel entonces 26 años y que por los méritos alcanzados bien podría haberse convertido en un ser vanidoso y arrogante y despectivo.

Porque, para esa fecha era un autor ya reconocido en el parnaso literario del país, quien por sus poemas publicados en periódicos y revistas había merecido elogios de personalidades refulgentes de la escena cultural, como Abraham Valdelomar, Antenor Orrego y Percy Gibson; y de artistas e intelectuales del mayor prestigio y reputación del Perú de ese entonces y de ahora, como José María Eguren y Manuel González Prada.

Sin embargo, ¿es soberbio? ¿Se muestra, acaso, petulante y ufano? ¡No! Al contrario: es humilde y desasido. ¡Y qué hermoso es el tono, la quejumbre y la actitud con que se rinde a sus exaltaciones. Y, en el caso citado, ante su hermano mayor Manuel Natividad, que en aquel entonces era agricultor, es decir campesino o chacarero, quien vivía en la rusticidad del campo, entre la gleba, la oscuridad y la floresta.

Vallejo, en cambio, era un profesional graduado con los más altos honores en la Universidad de la Libertad. La nota que obtuvo en la sustentación de su tesis “El romanticismo en la literatura castellana” fue de sobresaliente, mereciendo la nominación de cum lauden.

Pero, ¿tiene, por asomo, pose de señorito? ¿Le invade la jactancia y la altanería del académico encumbrado? No, no la tiene en absoluto. No, no lo mancha ni una pizca de ello.

La ternura de Vallejo ¡es legítima, natural y auténtica ternura andina!, porque es afecto pegado a la cuna, a la leña y al humo de la cocina, ¡a la piedra tutelar de la puerta o la escalera que nos cobija y por ahora nos consuela en la añoranza de la casa y del origen!

Ternura que es un bien y un tesoro lamentablemente amenazado. Del cual se hace incluso burla, mofa y escarnio. ¡Hagamos que viva por siempre y para siempre, con César Vallejo como portaestandarte. ¡Y que no muera nunca! Ni falte jamás en nuestras vidas

3. ¡Oh Manuelito mío,
hermano queridísimo!

Es ternura que no sé cómo nace, brota y se expande. Que no sé tampoco cómo explicarla. Pero que se da, subsiste y es poderosa. Pero que también es frágil y fácilmente herible. Que con frecuencia se agazapa y desaparece. Que se mimetiza: late en la hilacha de la frazada pobre, en el rebozo y el poncho de padre y madre que aún en el recuerdo nos abrigan, protegen y cobijan, aunque ellos hayan muerto hace años y hace mucho tiempo su recuerdo perviva.

Ternura que es una especie de queja, de renuncia, de tristeza. Y de digna alegría! También de vergüenza. Ternura que se oculta y esconde en todo adiós, en el irse lejos, que se asocia mucho al rubor, al callar, al no querer hacernos notar. En ocultar nuestras penas, desengaños y congojas.

Tanto es así que pienso: el dolor de César Vallejo, en aquel ser tan silencioso y digno, ¡cuánto de más grave, hondo y atroz habrá sido! ¡Y, a su vez, cuán inmensa y dilatada ha debido ser su devoción y consubstanciación con el hombre para poder hallar el equilibrio a esa índole implacable del dolor!:

                I 

desgraciadamente,
el dolor crece en el mundo a cada rato,
crece a treinta minutos por segundo, paso a paso,
y la naturaleza del dolor, es el dolor dos veces
y la condición del martirio, carnívora, voraz,
es el dolor dos veces
y la función de la yerba purísima, el dolor
dos veces
y el bien de ser, dolernos doblemente.
Jamás, hombres humanos,
hubo tanto dolor en el pecho, en la solapa, en la cartera,
en el vaso, en la carnicería, en la aritmética!
Jamás tanto cariño doloroso,
jamás tan cerca arremetió lo lejos,
jamás el fuego nunca
jugó mejor su rol de frío muerto!
Jamás, señor ministro de salud, fue la salud
más mortal
y la migraña extrajo tanta frente de la frente!
Y el mueble tuvo en su cajón, dolor,
el corazón, en su cajón, dolor,
la lagartija, en su cajón, dolor.

¡Cuánto más de inmenso habrá sido su desgarramiento interior. ¡Y no lo dijo totalmente!, por ese recato y esa dulce timidez que habita en los andinos! ¡Porque Vallejo también en su sufrimiento fue muy santiago-chuquino y muy serrano!

En su carta a Manuel Natividad, que he citado en parte, prosigue:

Han pasado 114 días desde el inolvidable 8 de agosto; y para siempre vivo en la fe de Dios y estoy seguro de que mamacita está viva, allá en nuestra casita, y que mañana o algún día que yo llegue, me esperará con los brazos abiertos, llorando mares. Sí... Yo no puedo aceptar que la haya llevado Dios tan temprano para el amor y esperanza de sus hijos que han luchado para conquistarse un porvenir que había de ponerse a los pies de nuestra santísima madrecita Santitos! ¡Oh Manuelito mío, hermano queridísimo!
 
4. Luchar por un porvenir

Toda carta que Vallejo dirige a un familiar suyo, que en aquel tiempo permanecían en Santiago de Chuco, reboza de cariño, porque él sabe que ese es el lenguaje de uso e intercambio entre su gente. E, incluso, que no se puede ser de otro modo.

Descubre también sus cartas a un Vallejo que se arropa, que se abriga, hunde y protege en esa ternura para poder seguir sosteniéndose en la vida.

Sin embargo, no quiero dejar de señalar un rasgo muy nítido y conmovedor en esta carta reproducida, cual es aquella expresión que dice:

(...) sus hijos que han luchado por conquistarse un porvenir que había de ponerse a los pies de nuestra santísima madrecita Santitos!

Y es éste otro elemento presente en las cartas que dirige a sus familiares, cual es hablarles –de modo casi ingenuo– de alcanzar éxito, de llegar a ser grande, de obtener logros que les llenen de satisfacción y orgullo; ¡y hasta de riqueza!, para beneplácito de su madre y su familia.

Reflexionemos sobre este hecho: César Vallejo es un poeta de estatura universal al igual que el Dante, en palabras del pensador y místico norteamericano Tomás Merton. Todo ello lo hizo como empeño y consagración para ponerlo a los pies de su madrecita. ¿No es excelso?

El militante de la República Española, que muere en el fragor de esa contienda, quien escribió los poemas más sublevantes de la especie humana inspirados en esa trágica hecatombe, hizo esa proeza para ponerlo a los pies de su santa madrecita. ¿No es sublime?

El peruano más cabal del Siglo XX, según todas las encuestas que se hicieron a nivel nacional al término de aquel siglo, alcanzó a llegar a ese horizonte en razón de algo muy tierno, como él lo dice, lo declara y recalca, cual es: para ponerlo a los pies de su santa madrecita. ¿No es glorioso?

Algunos lo postularon –con sobrada razón– como el peruano más colosal del milenio, junto a Miguel Grau, pues ambos con su martirio navegaron mares procelosos y vencieron todos los escollos para sobrevivir en la eternidad.

Pero en el fondo de esa grandiosidad está la radiante y leve flor, frágil pero a la vez eminente flor de la ternura y la bondad sin límites por todo aquello que merece ser amado.

Y el arrojo de nuestras vidas para ir tras aquellos ideales y utopías. ¿No es sagrado?
 
5. Todas éstas son razones y motivaciones del amor

Esa grandeza no le fue fácil alcanzarla, porque no es silvestre ni es gratuita. No le vino como un regalo inesperado, sino que la conquistó –así lo dice en la carta– con lucha, con hondas renuncias y con total sacrificio. Oblación inmensa antes de esta carta y peor aún después.

Bastaría sopesar el hambre y las privaciones que pasó en París para tipificar esa dedicación como una realización insigne y heroica.

Sin embargo, toda esa proeza la puso a los pies de su madre, doña María de los Santos Mendoza Gurrionero, a quien César Vallejo llama «santísima madre Santitos». ¿No es conmovedor?

¿No es, acaso –mirándolo desde el lado de la educación del alma y del espíritu– algo exultante? ¿No sentimos que eso mismo hacemos cada uno de nosotros –humildemente– en cada minuto de nuestras vidas?
Y, ¿no es lo mismo lo que han hecho y hacen cada día los hermanos que han emigrado tan lejos y que remiten cada día fondos para la educación de sus seres queridos; o para la construcción de la casita y para amenizar la fiesta de la aldea, la villa o del pueblo natal?

Vallejo luchaba, entre otras grandes simpatías y razones, por el amor a su madrecita. ¿Y quién era ella? ¿Cómo era esa bendita mujer?

Era una mujer modesta y sencilla, como se ve en la única fotografía de familia que registra su presencia, con el gesto de llanto en la comisura de los labios y de amor en las arrugas alrededor de los ojos. Con su rebozo pobre, con los hombros doblados por el peso del trabajo y del insondable cariño, como lo es toda madre del pueblo trabajador y sufrido.

¿Pero acaso porque vestía pobremente no es valiosa? ¿Porque no ostentaba pergaminos académicos, ni cargos públicos, ni renombre propio, no era inmensa? ¡Lo era! Dio protección, y sintió devoción por sus hijos. Engendró, crió y se desvivió por uno de los portentos de la raza humana de todos los tiempos.

Y su nobleza –¡adorable nobleza!– ha dado como fruto al genio universal de la poesía más significativa del siglo XX, al baluarte moral de la humanidad, honor que luego él pone a los pies de aquella abnegada mujer, razones y motivaciones todas estas inspiradas en el amor sublime.
 
6. La sagrada memoria de todos ustedes

Este componente afectivo, cariñoso y pródigo, en la ternura que César Vallejo deja aflorar, es un elemento que quisiera destacar porque nos toca directamente defenderlo a nosotros quienes pertenecemos al mundo andino.
Primero para dejar constancia de que es fruto de nuestra cultura; segundo, para cuidar que no se nos pierda, tercero para vigilar que no se nos arrebate siguiendo paradigmas engañosos basados en la ciencia y la tecnología, cuarto para enfatizar que ello es bueno, quinto para corroborar que estuvo en el fondo del alma de César Vallejo. Y que ello también hizo posible que él fuera el poeta universal que es.

En otra nota, fechada el 14 de julio del año 1923, el día en que César Vallejo llega a París, oigámosle lo que hace constar y escribe; donde es claro que no le fascina tanto la rutilante ciudad luz, emblema del mundo occidental, sino que lo invade y domina el recuerdo de su tierra original, Santiago de Chuco. Esa carta la dirige a su hermano Víctor Clemente y le dice, entre otros asuntos, lo siguiente:

Mi queridísimo hermano Víctor:
El Altísimo permita que mis letras los hallen llenos de bienestar, papacito y toda la familia. El Altísimo también ya me hizo llegar sin contratiempo alguno... Aquí estoy ya, y me parece todo un sueño, hermanito amado. Un sueño! Un sueño! Quiero llorar ahora, viéndome aquí, tan lejos de ustedes... uf! muy lejos! Quiero llorar mucho, a torrentes porque mi dolor y mi tristeza asoman a mis ojos y no me dejan escribir...
…escribo ahora a las cinco de la tarde. Llegan del boulevard un murmullo de músicos, risas, voces, traquidos de carros subterráneos, etc, etc. Dedico este momento a la sagrada memoria de mi padre y de todos ustedes, que, a esta hora, estarán en mi Santiago, y en casita, quizás conversando juntos, riendo o acaso llorando. Pienso en ustedes y la melancolía me ahoga y no puedo más. Yo regresaré a América, Dios lo permita muy pronto.
 
7. Dulzura a gajos

Víctor Clemente, en la fecha en que él escribe esta carta, tenía 53 años, pero no hay problema para que le diga: «hermanito amado». No hay atajo para sentirse y ser niños. Niños siempre en el plano de las simpatías, aquí y ahora, en concreto y tangible.

En las cartas a sus familiares las referencias afectivas son desnudas y abiertas, sin timidez y sin censura.
Y es que Santiago de Chuco es encanto, es caricia y es bondad. “Ríos de luz y entrañas de amor”, lo definió él.
En él todo es dulce: la luz en las cosas, el hablar de la gente, la manera de tratarse unos a otros.

En donde el cariño es fuerte, espontáneo e íntegro. De allí que César Vallejo pudiera escribir versos, estando ya en París, como:

¡Dulzura por dulzura corazona!
¡Dulzura a gajos, eras de vista,
esos abiertos días, cuando monté por árboles caídos!
Es el afecto que no hay que maltratar ni descartar de nuestras vidas, ni mucho menos desasirnos de él.
Que debemos velar y atesorar, cuidando que nunca se pierda, reconociéndolo como aquello que hay de más valioso sobre la faz de la tierra.
Afecto que si te vas lo llevarás contigo. Y si te quedas permanecerá fiel a tu lado.
Afecto que si callas dentro de ti sabrá lo que te sucede. Y alargará hacia ti su mano compasiva.
Afecto que te ayudará a perdonar a los demás, y a perdonarte a ti mismo. Que ahora anuda nuestras gargantas y hace brotar las lágrimas de nuestros ojos por todo lo que hemos dejado esperando que algún día volvamos.

Danilo Sánchez Lihón

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