Instituto del Libro y la Lectura del Perú, INLEC 

Visión de maestro

José Antonio Encinas
visto desde el alma de una niña
Danilo Sánchez Lihón

“Son dos viejos caminos blancos, curvos”.
César Vallejo

Introducción


José Antonio Encinas es el maestro más egregio del Perú de todos los tiempos. Fue postulado como Rector de la Universidad de San Marcos en la etapa de mayor efervescencia del movimiento estudiantil, 1931, y sin ser profesor de esa casa de estudios, en gracia a su trayectoria moral, coherencia política y la brillantez de sus ideas.


En tal ocasión fue su contendor en la justa electoral nada menos que Víctor Andrés Belaúnde, profesor notable y con una foja de servicios intachable en la universidad y quien después se desempeñaría como Presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas, en New York. En esa contienda el escrutinio arrojó 14 votos para Belaúnde y 98 para José Antonio Encinas recién regresado del destierro.


En el Perú sufrió cárcel y fue expatriado tres veces por oponerse a las dictaduras, sumando 25 años de alejamiento forzoso del país, obteniendo en aquel tiempo cinco doctorados todos ellos en educación, en las universidades de Padua, Bologña, Londres, París y La Sorbona.


Su pensamiento y práctica pedagógica la realizó en la Escuela 881, la más pobre de su región, en Puno, convirtiendo a los 83 egresados no solo en profesionales de éxito –de lo cual no se preciaba– sino de personalidades del mundo artístico, científico, político y empresarial que abrazaron la causa del indio en el Perú.


Fue un maestro visionario. Sus ideas pedagógicas tienen extraordinaria vigencia y otras solo a futuro serán reconocidas. Fundó la Universidad Nacional de Educación La Cantuta. Fue un hombre honesto, incorruptible y con un amor profundo al niño, al indio y a su tierra natal. Esos fueron sus tres grandes amores.

 

La entrevista


Los primeros días de enero de 1999 fui invitado por la señora Aurora Encinas Franco –hermana de José Antonio– a participar en el bautizo de una guagua de pan, en su casa de San Isidro, ceremonia de mucha tradición en Puno.

 

Otro motivo era que conociera a su hija Gloria y a sus nietos, que habían llegado a visitarla desde México. Asistí, y en el transcurso de la conversación pregunté a Gloria acerca de los recuerdos que conservaba de su tío José Antonio Encinas.


Reproduzco toda la evocación que hizo Gloria Zegarra Encinas, que escribí pocos momentos después de haberla oído, y donde se develan acontecimientos que en todo momento contaban con el asentimiento de la señora Aurora, quien durante todo el relato corroboraba, y por momentos complementaba las remembranzas.

 

 

1. Siempre otorgaba el sitial de mayor superioridad al niño

 

Los recuerdos que guardo de mi tío José Antonio son los más gratos y hermosos de cuantos yo he tenido la suerte de vivir en mí infancia. Y creo que no soy la única privilegiada, porque muchos de mis primos y otros familiares podrían coincidir en decir, como yo, que él tuvo un trato preferencial, honroso y distinguido, con cada uno de ellos, especialmente cuando en aquel tiempo eran niños.


Porque a todo niño él le daba un trato preferencial.


Para él, el niño era el personaje principal, estuviera donde estuviera y fuese quien fuese.


No había para él niños bonitos y otros feos, niños limpios y otros sucios, unos adorables y otros merecedores de indiferencia o menosprecio.


Amablemente hacía que todos atendieran cuando había que escuchar a un niño y valoraba mucho las opiniones, ideas o la simple expresión del niño.


Bastaba que uno de ellos estuviera en la mesa o en la sala, para que toda su atención se dirigiera a él, así estuvieran personas con cargos o rangos elevados, así fueran dignatarios, que siempre los tenía a su alrededor; sin embargo, él siempre otorgaba el sitial de mayor superioridad al niño.

 

2. Eran pasajes redivivos propios de un cuento de hadas

 

Y tenía una finura, unas cortesías o unas delicadezas, que a una la hacían sentirse un ser casi providencial.


Por ejemplo, siendo yo una niña, de siete u ocho años, él me invitaba a cenar. Pero lo deslumbrante de todo esto es cómo hacía que ocurriese ello:


Entonces, alguien, un día, tocaba la puerta. Era un ujier con un azafate y una tarjeta ornamentada preguntando por la señorita tal. Era un sobre con el sello del Senado de la República, en cuyo interior decía:


“El Dr. José Antonio Encinas invita a cenar a la señorita Gloria Zegarra Encinas. Quedaré muy honrado por su aceptación.”


Para una niña de siete u ocho años ese solo hecho era ya maravilloso.


Pero luego de la aceptación, que él la esperaba dejando a uno la sensación de que era libre de rechazarla –pese a que uno se moría por una sola de esas invitaciones– venían, entonces, en los días previos al encuentro, los obsequios: un vestido de gala, zapatos finísimos, guantes, y hasta alguna joyita; todo un ajuar completo y espléndido que él mismo escogía y enviaba con mucha reverencia para que “la señorita” asistiera a la comida, que casi siempre era en la heladería más lujosa de Lima, con mesa y asientos reservados para dos personas: él y yo. Eran pasajes redivivos propios de un cuento de hadas.

 

 3. A cada uno dándole un atributo, un reconocimiento y un valor muy especial

 

Para ello, enviaba un auto a recogerme, con un chofer engalonado que me trasladaba en silencio hasta donde él ya me esperaba. La comida era lo que a mí se me antojara que fuera, especialmente golosinas que los mozos traían con la mejor presentación y la mayor reverencia.


Él escuchaba atentamente, se acercaba a retirar o acercar mi silla y, a veces, cuando le preguntaba algo, me contaba hechos de su vida o de su fantasía que resultaban maravillosos.


Durante toda la ceremonia él dispensaba una atención esmerada a su invitado o invitada. No era él el protagonista, sino la niña –o niño– a quien él había elevado en categoría hasta las nubes y había dedicado horas y días de su desvelo amoroso para hacerles sentir como la alteza real más excelsa que existía sobre la faz de la tierra.


Pero no solamente ocurrían esas invitaciones principescas, sino que a mí, por ejemplo, me escribía cartas, sin que él viajara o estuviera lejos, sino viéndonos en esos días; cartas todas ellas muy tiernas. Y esto mismo hacía también con otros sobrinos; a cada uno dándole un atributo, un reconocimiento y un valor muy especial en sus vidas.

 

 4. Era tierno, servicial y generoso

 

A mí me llamaba “Mi sombrita”, y cuando le preguntaba “¿por qué?” me decía que era así porque la sombra es lo que uno lleva a todas partes, que uno nunca puede separarse de ella y que yo era así para él.


Cuando él murió, yo alcanzaba a cumplir los diez años, pero mi madre cuenta que cuando era bebita, él les pedía a mis padres que me llevasen para que yo duerma con él.


Mi padre, lógicamente, se preocupaba diciendo: “¿Y si en la noche llora? Él es un señor y cómo vamos a mortificarlo haciéndole cuidar a una bebita…” Pero si él lo había pedido, ya no había nada qué hacer. Porque él era como el Dios Wirachocha que ordena todas las cosas del universo. El Dios bueno y protector de quien emana todo lo sabio, probo y feliz.


Después de él se situaba mi tío Enrique, su hermano, como un semidiós tutelar, pero en orden menor. Y después –en mi casa– se ubicaba mi padre, en un tercer lugar.


¡Imagínese cómo era! Y este puesto mi padre lo aceptaba con respeto y hasta reconocimiento. Y mire que mi padre tenía un valor destacado como abogado y como artista.


Ahora bien, ese poder de mi tío José Antonio era natural, un poder o autoridad que surgía de una fuerza muy profunda, que nadie se había atrevido ni siquiera discutir. Era así y nada más. Y nunca ostentó, ni se ufanó, ni dio jamás el mínimo rasgo de soberbia. Al contrario: era tierno, servicial y generoso.

 

5. Como si un Ministro se acercara a una soberana

 

Me llevaban, pues, de bebita, a la casa donde él vivía, para dormir con él. A la mañana siguiente, muy tranquila y feliz, como si yo supiera que algo extraordinario estaba ocurriendo –y para lo cual no hacía nada que dañase esos momentos– volvía a mi casa con mis padres habiendo pasado una noche al cuidado de mi tío.


Él adoraba a los niños y buscaba que los niños sean libres, que solos se impulsen y vuelen, que asuman mucha confianza en sí mismos y, a partir de allí, con alegría e imaginación, se eleven. Mire usted cómo su hijo, José Antonio Encinas del Pando es una celebridad.


Y él a mí nunca me impuso ni trató de enseñarme nada, ni me presionó a que estudiara o alcanzara buenas notas. Lo que él hizo siempre es que yo me sintiera bien, que tuviera una idea superior de mí misma.


Incluso en mis rabietas y berrinches, que los tenía, porque imagínese ser yo hija única de mis padres y tener toda la dedicación de ellos... ¡era una engreída! Él entonces buscaba que yo misma me dé cuenta de mi ser y de mi conducta. Para eso cuando yo hacía conflictos y a todos había sacado de sus casillas se acercaba y al oído, en inglés, me decía:


– Lady… you can choice other way. (Señorita… usted puede escoger otro camino).


Lo cual no era en absoluto un resondro. Su estrategia era como si un Ministro de Estado se acercara a su soberana para darle un consejo político, en un idioma que los demás mortales no entendían. Yo regresaba calmada, ecuánime, tolerante, como una estadista que había estado negociando mal un asunto, que quizá no tenía trascendencia, pero en el cual yo había estado perdiendo o quedando mal.


En realidad, él me ponía en un plano superior siempre. Pero el gesto, el idioma que empleaba, y la cortesía de diplomático, frente a una mocosa malcriada de 8 años ante la cual todos habían perdido la paciencia, me devolvía a la cordura, habiendo hecho que yo misma vea, desde arriba –o desde abajo–, lo mal que estaba portándome.

 

6. Obsesionados por esa historia prodigiosa y truculenta

 

Cuando desarrollaba sus clases, porque yo fui su alumna en el Colegio Dalton, sencillamente magnetizaba; porque él no era de fechas, cantidades o nombres de lugares o personas que había que aprender de memoria.


Recuerdo, por ejemplo, una clase de geografía sobre la Cordillera de los Andes, que la describía con sus nieves, sus nubes, su luz, sus auroras, sus flores, sus lagunas. ¡Era un poeta! Y la comparaba luego con una serpiente fabulosa, el amaru, que se mueve y causa los terremotos. O la representaba como a un dinosaurio, o un ser mítico, de fábula, que en un momento cobraba vida propia como algo portentoso.


Ocurría entonces que todos los niños sentíamos que teníamos que conocer aquello que describía el maestro como algo estupendo, tanto que por algún momento pensábamos que debíamos dejarlo todo por conocer y estar en ese lugar que él recreaba vívidamente ante nuestros ojos.


Para conseguir este fin –ahora me doy cuenta– exageraba algunos rasgos y algunos hechos, todo para que nosotros tuviéramos más fascinación por algunos personajes y algunas situaciones. Y hasta creo que él mismo creía en lo que su imaginación le iba descorriendo.


Valoraba mucho la imaginación. Nos hablaba de Sócrates, y nos decía que era inteligentísimo, brillante, tanto que hasta podría parecerse a la luz, pero –¡qué horror!–, físicamente era feo, horrible, pero tan feo que su esposa –que era torpe, pero muy torpe– terminó envenenándolo, por ser feo y no por otra cosa, porque Sócrates era bueno. Nosotras lo escuchábamos con la boca abierta.


Estos hechos eran suficientes para tener una seducción por ese filósofo griego y terminábamos lanzándonos, ya por nuestra propia iniciativa, a buscar las referencias de dicho personaje en los libros, obsesionados por esa historia prodigiosa y truculenta. Allí nos enterábamos que su muerte fue peor, que fue una asamblea de ancianos que lo condenó a muerte.

 

7. Sucesos portentosos, llenos de humor, de tragedia y de candor

 

Con los niños transponía fácilmente los límites entre la realidad y la quimera.


Le pregunté una vez por su esposa, y me contó que había tenido una muy linda pero que se fue volviendo horrible, diciéndome que las mujeres eran así y asá –cosas graciosas– y que a esta esposa la descubrió que se estaba volviendo bruja. Y la encerró fuertemente con grapas y tachuelas en un sobre que puso en la gaveta de su escritorio.


Y yo, que era una curiosa incorregible, pensé que era cierto y nunca abrí esa gaveta por el temor que se escapara esa señora y que, como era bruja, le fuera a hacer daño a mi tío.


Hablaba de hechos fantásticos, en donde los personajes de la vida real participaban de  sucesos portentosos, llenos de humor, de tragedia y de candor.


La tía Victoria, por ejemplo, que era su contemporánea y quien fue la hermana más cercana cronológicamente a él, aparecía siempre en sus relatos como un espíritu entre jocoso y divino, encarnando la espiritualidad en sus dimensiones rituales, aparatosas y extravagantes.


Se reía y nos hacia reír a costa de la tía Victoria, pero en el mundo onírico. Y es que, al parecer, hubo una rivalidad de pequeños entre él y ella por el amor de la madre.

 

8. Hechos tragicómicos que nos hacían desternillarnos de risa

 

Papá José –porque así lo llamábamos todos– tenía mucha predilección por su madre, la abuela Matilde. Y entre la tía Victoria y mi abuela también había esa comunión. Como lo tuvo también con su hijo José Antonio.


Se cuenta en la familia, que cuando eran chicos, en Puno, José Antonio a una muñeca le había puesto por nombre Victoria y, a veces, le pegaba duro en un círculo que él había trazado en el patio.


Un día, en que llovía, él castigaba a la muñeca en pleno aguacero. Victoria, en el dormitorio, hacía su berrinche y gritaba que José Antonio la estaba pegando.


– Pero cómo, –le decía su mamá–, si José Antonio está jugando en el patio.
– Sí, pero me está pegando, –gritaba Victoria, refiriéndose a la muñeca, la que ciertamente estaba recibiendo una paliza.


Por eso, en sus cuentos, la tía Victoria –que en realidad era, por así decirlo, muy apegada a lo religioso– de un momento a otro aparecía con un hábito y una cruz y solucionaba o complicaba aún más un asunto, con hechos tragicómicos que nos hacían desternillarnos de risa.


Él tenía un humor, una chispa y una manera de ser, que con los niños pasaba de lo real a lo imaginario con extraordinaria facilidad.

 

 9. Esa vez él quería adornar el hecho mecánico con una referencia simpática y hasta elogiosa

 

Y al respecto, le cuento que la única vez que lo vi enojado, pero más que eso, dolido, fue a causa de un hecho en que él estaba haciendo ese juego entre lo real y lo subjetivo. Y sucedió con un sobrino suyo y primo mío, cuando éste era ya casi un adolescente, y mientras yo estaba en su casa de Miraflores, cuando llegó este primo, que no diré su nombre, porque eso no viene al caso, y le dijo:


– Papá José, présteme 200 soles que mi mamá le devolverá cuando venga a Lima.
– Bueno, –le dijo él– pero oiga usted, ayer le vi que despedía a una niña muy bonita en una esquina y luego caminó hasta la otra esquina, en donde otra niña lo esperaba...


– ¡Oiga papá! –le interrumpió mi primo–, dígame si me va a prestar los 200 soles ¡o no!
Fue como un golpe asestado bruscamente a mi tío y del cual se repuso pero con mucho dolor, y le dijo:
– Claro que le voy a prestar, jovencito, aunque usted se esté portado muy malcriado con su tío que le quiere tanto.


Y, pese a que lo acompañé y traté de hacerle olvidar este exabrupto, no pudo recuperarse totalmente, en las horas siguientes, de esa torpeza e impertinencia de mi primo, que seguro tenía una urgencia o una irritación que lamentablemente hirió mucho a papá José, quien en realidad quería hacerle una gracia. Esa vez él quería adornar el asunto mecánico de la solicitud de mi primo, con una referencia simpática y hasta elogiosa para el sobrino.

 

10. ¡Deja todas aquellas propiedades que tienes! ¡Obséquialas a la pobre gente!

 

Porque, además, le diré que era muy generoso.


Mire: él a todos obsequiaba, aparte de presentes muy valiosos, su dedicación y su tiempo.


Por ejemplo, a un sobrino, que era muy enamorador, le dibujaba un gallo precioso que pintaba con colores estallantes y en cada ala le ponía el nombre de cada una de las enamoradas. Y abajo, un lema que decía:


– “Este gallo canta en cualquier corral”.


Y ese dibujo lo pegaba en la caja del regalo... A otro sobrino, que era muy aplicado y muy formal, lo dibujaba con beatificado junto a los santos del cielo, y a él le ponía una corona de bienaventuranza alrededor de la cabeza… Piense usted en lo que le costaba dibujar todo eso.


En sus conversaciones siempre ponía una nota de humor, de encanto y solaz. Le gustaba reír, hacer que el ambiente fuera cordial, alegre y pleno de dicha. Y hasta festivo. Para eso ponía unos ojos chinitos, muy orientales, y muy pícaros, expresando la palabra precisa, chispeante, llena de ingenio y calidez.


Pero más le gustaba escuchar. Tenía ese don, muy raro en las personas, de escuchar y comprender.


Las más de las veces intervenía para hacer un comentario que casi siempre marcaba un derrotero y una orientación. Pero luego venía la nota jovial, fina y delicada.

 

11. ¡Despréndete de tus bienes! ¡Deja todas aquellas propiedades que tienes!

 

Lo recuerdo vestido de lino, de colores claros y frescos en verano, usando “sarita”, ese sombrero tradicional que caracterizó a toda una generación de peruanos de la primera mitad de este siglo.


En invierno lucía ternos grises u oscuros.


Pero pese al humor y al encanto que tenía para alumbrar cualquier situación, con una referencia llena de ingenio, él, en el fondo, tenía dolor, una tristeza y melancolía profundas, que creo era por la situación del Perú, y más particularmente de la raza indígena, a la que dedicaba mucho de sus desvelos.


Quizás también contribuía a ello su soledad; el no tener una esposa.


Aunque tenía sus amigas muy íntimas. Una de ellas era una señora muy distinguida y encopetada, que venía a visitarlo y él en algún momento de la conversación, después de haber estado discutiendo, le decía:


– Mira, yo me caso en este momento contigo, tú de blanco y yo de frac. Te aseguro que en este mismo momento llamo a mi amigo el arzobispo de Lima y él viene y nos casa. Mi sobrina Gloria, que está aquí, será la testigo y aquí mismo nos casamos. ¡Pero despréndete de tus bienes! Todo lo que impide casarnos son tus bienes. ¡Despójate de todas aquellas propiedades que tienes y que cargas a cuestas! ¡Obséquialas a la pobre gente! Yo te voy a dar todo. ¡Nada te va a faltar, mujer! ¿Qué más quieres?

 

 12. ¡Cómo sufriría! ¡Y cómo lo verían los administradores de la escuela!

 

Él fue amado por personas inteligentes y superiores, cuyo amor era una prueba de valor, porque amarlo suponía haber superado una serie de prejuicios y convencionalismos, como los del dinero o de los bienes materiales, con respecto a los cuales tenía un desprendimiento total. U otros, como su posición política socialista.


Sus ideas, para su época, eran hasta cierto punto disparatadas, como defender al indio, de quien se pensaba lo peor. Y él, en eso era radical, lo que pensaba lo hacía. Su casa estaba llena de campesinos, obreros y artesanos que lo visitaban.


¡Y en educación ni se diga! Algunos de sus planteamientos no fueron para su época, ni para ésta, sino para el porvenir. Algunas de sus geniales intuiciones han cobrado vigencia, pero otras ni el mundo actual aún está capacitado para comprenderlas. Son para el futuro.


Por ejemplo: se oponía a los exámenes. Y una vez regañó a mi mamá, porque yo me había aprendido una serie de categorías gramaticales, el sustantivo, el verbo... y que nos enseñaban en la escuela. Y mamá, para mostrarme, orgullosa y ufana, me llamó y me hizo repetirlo ante él. Y yo como una lora, de paporreta, le dije indefinidos, subjuntivos, pluscuamperfectos,... toda esa terminología. ¡Qué más le diría, pues! Ya no me acuerdo.


Él volteó asustado hacia mi mamá, que era maestra y directora del colegio, y le dijo:


– ¿Y tú te sientes orgullosa de esta crueldad? Hijita –dijo haciendo un movimiento hacia mí como si quisiera protegerme– olvídate pronto de esas tonterías.


Y me sentó en sus rodillas, acariciándome. Y con sus manos trataba de borrar de mi mente algo que a mí me pareció como si él pensara que fueran heridas o daños terribles que me habían hecho.


– ¡Cómo le haces repetir así las cosas! –Le seguía reprochando a mi mamá. ¡La mente del niño es una joya, Aurora! ¡No podemos maltratar así a los niños!, –le reclamaba mientras me consolaba.


Eso, cuando lo que esperaba mi madre era más bien que él celebre a su sobrina querida y que me felicite por lo que acababa de hacer.


¡Imagínese!, cuando en esos tiempos toda la escuela era memorística. ¡Cómo sufriría! Y cómo lo verían los funcionarios y administradores de las instituciones educativas ¡que en su casi totalidad se suscribían a esas prácticas!

 

 13. No formalizó un matrimonio pero fue amado

 

Recuerdo que solíamos irnos a almorzar a Chosica y mamá preparaba la comida propia de nuestro pueblo.


Papá José, estando en el auto, decía:


– Pasemos por la señorita Etelvina, en Miraflores, para ver si quiere acompañarnos.
Mamá se ponía nerviosa y le decía:

 

– Entonces pasemos por un restaurante para comprar pollo o algo presentable.


– ¿Qué? –se escandalizaba él– ¡No, no!, que ella coma nuestro chuño. ¿Por qué tienes que avergonzarte tú de nuestra comida?


Ya en el auto con la señorita, papá José, dirigiéndose a ella le contaba:


– Oye Etelvina, Aurora tiene vergüenza de ti, que quizás no aceptes comer nuestro chuño puneño.


– No –decía ella– ¡cómo no lo voy a aceptar comer, señora! Para mí es un honor...


Ya se imagina la vergüenza que tenía mi mamá. Pero él trataba así de romper estas barreras.


Por eso, amar a José Antonio suponía un acto de valor, que sólo podían ejercerlo mujeres superiores, que a la vez debían tener lo mismo que él: independencia de criterio, e incluso transponer las barreras de clase social, que en aquella época eran infranqueables.


No formalizó un matrimonio, pero fue amado intensamente.

 

14. Llenándose los ojos de lágrimas porque amaba mucho a su pueblo

 

Le contaré que papá José ayudó, con una buena cantidad de dinero, para que mis padres construyeran esta casa en donde ahora vivimos. Eso yo no lo sabía. Y él nunca comentó ese hecho con alguien. Pero una vez me escribió una carta que era para abrirla cuando yo cumpliera veinte años, plazo que respeté devotamente.


En esa carta me decía que me quería mucho, que presentía que ya se iba a morir, pero que quería contarme algo, y esto es: que él les había pedido a mis padres que le permitieran poner unos ladrillos y hacer un murito, un pedacito de pared de mi cuarto –¡cuando en realidad él contribuyó mucho para edificar toda esta casa!


En esa carta me decía que un pedacito muy pequeñito de mi cuarto él había pedido que le permitieran hacerlo (Gloria, en esta evocación de sobrina agradecida, enjuga unas lágrimas primero y después llora). Y que por ahí mirara. Que ahí estaba él. Que era una ventanita. Y que cuando creyera que todo estaba perdido, cerrado u oscuro, que mirara por ahí, que recordara que ahí había una ventana, que él había abierto un resquicio y que por ahí yo encontraría felicidad, consuelo y que lo encontraría a él.


Y, en realidad, no es un murito, es toda la pared, es toda esta casa donde él venía siempre, algunas veces a almorzar. Y tocaba ese piano que está ahí, o le arrebataba notas tristes y hermosas a la zampoña que él interpretaba con inigualable maestría.


O se sentaba en este sillón, en donde yo lo he visto tantas veces llorar escuchando huaynos que lo conmovían profundamente, llenándosele los ojos de lágrimas, porque amaba mucho a su pueblo y le dolía tanto su miseria, su explotación y su agobio de siglos...

 

15, Colofón

 

Así concluye la entrevista que le hiciera a Gloria Zegarra Encinas sobre su tío, el maestro José Antonio Encinas.


Con él, y para él, se podría escribir y asumir este proverbio, que dice:


“El hierro es fuerte,
pero el fuego lo derrite.
El fuego es fuerte,
pero el agua lo apaga.
El agua es fuerte,
pero las nubes la evaporan.
Las nubes son fuertes,
pero el viento se las lleva.
El viento es fuerte,
pero el hombre lo vence.
El hombre es fuerte,
pero el miedo lo derriba.
El miedo es fuerte,
pero el sueño lo vence.
El sueño es fuerte,
pero la muerte lo es más.
Pero el amor bondadoso
sobrevive a la muerte.


Sólo quien tenga y ofrezca amor bondadoso es quien puede alzarse como senda y camino en el Perú.


Porque se puede ser inteligente, y Encinas lo fue, pero no alcanzaremos con ello a ser horizonte en nuestro país.


Podemos ser valerosos, y Encinas lo fue, y tampoco con ello alcanzaremos a ser ruta y destino en nuestra patria.


Es el amor bondadoso, que él sintió por el niño, por la juventud, por la escuela, por el maestro, por el indio, y por el Perú, el que lo hace sobrevivir y el que hace que nos llegue, su obra y su personalidad, como aire puro y fértil para seguir bregando, convencidos y esperanzados, por redimir los sufrimientos de nuestra sociedad.


Y para forjar, a partir de la educación, la patria hermosa que nos merecemos, y la felicidad del hombre, que es nuestro anhelo y nuestro pleno derecho, ahora y siempre.

Danilo Sánchez Lihón

Instituto del Libro y la Lectura del Perú

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