Instituto del Libro y la Lectura del Perú

30 de agosto: "Día de los Guitarristas"

Pliegos de lectura para el hogar

La última serenata
Danilo Sánchez Lihón

 

El día 30 de agosto se celebra en el Perú el "Día de los Guitarristas" en honor a Santa Rosa de Lima quien oraba, componía coplas, rimas y cuartetas dedicadas a su amado Jesucristo, pulsando las cuerdas de su guitarra, que han motivado para que Octavio Santa Cruz escribiera el siguiente poema:

 

A LA PATRONA DE LOS GUITARRISTAS

 

Por la ternura infinita de su canción redentora
la nombramos
Protectora
de todos los guitarristas.

 

Por su llanto silencioso.
Por su inefable candor.
Por llevar nuestro dolor en su corazón gozoso.
Por el gesto generoso.
Por su fragancia exquisita.
Por darle al que necesita: salud, comida, consuelo.
Por su incansable desvelo.
Por la ternura infinita.

 

Por preferir el tormento.
Por evitar el reposo.
Por escoger el sollozo.
Por renunciar al sustento.
Por hacer diario el portento.
Y por tornar creadora
la misteriosa
y sonora
expresión del sacrificio
como secreto prodigio
de su canción redentora.

 

Por penetrar los arcanos con su verso cadencioso.
Por su canto melodioso.
Por pulsar con sabias manos,
los guitarristas peruanos
hoy le decimos:
cantora,
vihuelista,
tocadora,
guitarrista milagrosa.
Y a más de llamarla hermosa
La nombramos Protectora.

A ella que sabe cantar


mientras su pecho desgarra.
Y que pulsa su guitarra para ponerse a rezar
Le hemos querido brindar
nuestra rima
siempre lista.
Mas no como un decimista
que a "lo divino" se asoma,
sino como a la Patrona
de todos los guitarristas.

 

Ahora bien, así como el sentimiento religioso está unido al arte de la guitarra, igualmente lo está la lucha social. Los montoneros del Perú llevaban al lado de su fusil su guitarra. Luis de la Puente Uceda –quien cayera abatido el 23 de octubre del año 1965 en Mesa Pelada en el Cuzco, luchando por instaurar un orden nuevo y una patria justa– tocaba guitarra, cantaba y amaba entrañablemente a su pueblo Santiago de Chuco, como recreo en las páginas que siguen.


El movimiento Capulí Vallejo y su Tierra y los Encuentros Arguedianos dedicarán un homenaje a su memoria y esperanza el jueves 26 de octubre en el auditorio de la Escuela Superior Nacional de Folclore "José María Arguedas", en Ica 143, a media cuadra del jirón de la Unión en el centro de Lima. El ingreso es libre y agradecemos su gentil asistencia

 

LA ÚLTIMA SERENATA


Danilo Sánchez Lihón

 

"La luna de medianoche
la luna de las guitarras".
Felipe Arias Larreta

 

1. ¿Quién podría ser a esa hora de la madrugada?


–¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!


Me despertaron tres golpes fuertes en la puerta de la calle.


Los escuché en sueños pero salté de la cama asustado. ¿Qué hora sería? ¿Dos o tres de la mañana? Mal que bien me puse el pantalón y la camisa y salí descalzo del cuarto donde dormía junto a mis hermanos.


En el pasadizo encontré a mi padre que salía de su dormitorio con la lámpara ya encendida.


–Entra a tu cama. ¡No te resfríes! Yo veré quién es, –dijo con voz que ocultaba preocupación.
Bajó el escalón con la lámpara en la mano mientras yo me quedaba de pie, sin poder regresar al cuarto.


¿Quién podría ser a esa hora de la madrugada? ¡Era extraño! Alguien que pidiera auxilio. Algún familiar gravemente enfermo. O quizás, una mala noticia venida de Trujillo.


Cuando mi padre avanzó por la sala, apenas huyeron con la luz las sombras espesas guarecidas en la habitación. Bajé en puntillas y me quedé en el cuarto contiguo, atento a ver quién era el que tocaba a esa hora.


–¿Quién es? –preguntó mi padre con un tono enérgico, pero nervioso.
–Pascual, abre. Soy yo, Lucho.
–¿Lucho? ¡Y qué Lucho!


Con una voz que más era resuello y que se introducía como un cuchillo por las rendijas de la puerta... escuché nítidamente:


–Pascual, soy Luis de la Puente Uceda.


Vi que mi padre tambaleó la lámpara que tenía cogida con la mano derecha y con la izquierda por el borde inferior del tubo de vidrio iluminado. La dejó en la mesa del centro y se apresuró en retirar la barra que trancaba la puerta de calle.


Yo no conocía ese nombre. Antes no lo había escuchado. ¿Luis de la Puente Uceda? No. No era de ningún maestro de escuela del pueblo; ni de algún familiar; ni de algún integrante de la orquesta de mi padre.


2. Yo cumplo una misión en la vida


–¡Lucho!


Exclamó mi padre al abrir la puerta, abrazando a un hombre alto, de ojos brillantes tras unos lentes que espejeaban, de rostro huesudo y ademanes decididos y enérgicos. Una sonrisa inmensa de chiquillo llenaba su rostro colorado. Vestía un sobretodo marrón lleno de hebillas. ¡Qué raro personaje!


–¡Hermano! ¡Hermano del alma! –sacudía a mi padre, mirándolo con ojos de cariño.
–¿Cuándo has llegado? –preguntó bajando completamente la voz.
–Acabo de llegar. Nadie sabe que he venido. Y me voy esta misma madrugada.
–Sigues como el zorro, corriendo de monte en monte y saltando de trote en trote, –le reprochó mi padre.
–Quiero que me acompañes a dar una serenata.
–¿A esta hora? ¿A quién?
–Tú sabes a quién.
–¿A ella?
–¡A ella!


–¿Te has vuelto loco? –respondió mi padre realmente enfadado. Y le recriminó esta vez con voz fuerte: –Ya está casada. ¡Déjala tranquila! ¿Querrás que nos mate su marido? ¡Es la autoridad político-militar de toda la provincia! ¿Quién se atreve a cantar bajo su ventana? ¡Un suicida! ¡Habría que haber perdido el juicio!


–¡Yo respondo Pascual! ¡Tú sabes que yo también ando armado! –Habló así, decidido y parándose cuán alto era, hecho que me alarmó. Me acerqué en la oscuridad. Era gringo, rubio.  ¿De qué país venía a dar una serenata?
–¡Estás que juegas, Lucho!
–No digas eso. ¡Tú sabes que nunca juego Pascual! Que en todo doy la vida. He manejado 12 horas y volveré por el mismo camino.


Ya más calmado oí a mi padre decir:


–Esta tarde la vi a ella ¡hermosa! y a su marido que estaba uniformado. Todos saben que él duerme con la pistola lista en el velador de su cama. A todos teme, de todos recela. ¡Disparará, estoy seguro!
–¡Tú no te preocupes, hermano! ¡Nadie muere en la víspera!
–¡Por lo menos nos meterá presos! Nos enviará a una mazmorra.
–¿Sabes? He venido a despedirme para siempre de Santiago. Creo que nunca volveré. Hago una ofrenda. Y, ¿sabes? Eso le prometí a ella.


El rostro que había entrado radiante se puso sombrío, adquirió una tristeza profunda, como de quien busca algo y no lo encuentra.


–¿Y adónde vas esta vez, Lucho? Tú retas y retas a la suerte.
–Yo cumplo una misión en la vida. Pero esta vez presiento que no regresaré y de ella juré despedirme.
–Si no te conociera podría pensar que hablas en broma. Y, ¿adónde se puede ir de donde nunca se pueda regresar?
–¿Hay alguien? –preguntó antes de contestar.
–Nadie. Todos duermen a esta hora.


Conversaron bajando la voz, tanto que pensé que mi padre sospechaba que yo estaba despierto y oyendo la conversación. Ya un poco más fuerte le dijo:


–¡Anda, saca tu guitarra! ¡Te ruego!
–Tú nunca has rogado, Lucho. Primera vez que lo haces. Sé que nos matarán. Pero vamos. Voy a traerla.


3. Un cuchillo que tasajea la noche


Al entrar quise detener a mi padre, pero más fue la reacción de esconderme lo hice bajo el escalón. Cuando mi padre bajó con su abrigo y su guitarra apagó la luz de la lámpara en la sala y salieron.


Corrí a ponerme mis zapatos, que me los metí pisándolos y a saltos. Después cogí una chaqueta y cerré la puerta de un golpe.


Yo seguía a mi padre por las calles oscuras, temblando de miedo de que ocurriera una desgracia. De que, como él había dicho, pudieran matarlo.


Tomaron el rumbo de bajada por la alameda de mercado. Esperé que voltearan una esquina para luego yo avanzar a la carrera.


Cinco cuadras distan mi casa de la Plaza de Armas que las caminé a tientas, pues no había una sola luz, ni siquiera los ojos de los gatos que a veces duermen en el antepecho o el rellano de las ventanas.


Las dos sombras cruzaron la plaza en diagonal, bajo los árboles. Iban hacia el barrio San José. Se detuvieron delante de una casona que tiene un inmenso balcón enrejado. Conversaron un momento. Yo vigilaba detrás de la esquina.


Había una calma límpida en la noche, una honda serenidad en las piedras, en las paredes y en los cerros, hasta en el cielo sin luceros.


Entonces bordoneó categórica e irrevocable la guitarra con un sonido a la vez transparente y tembloroso. Las cuerdas tejieron y destejieron claridades en las cumbreras de las casas que empezaron a definir sus contornos. Una golondrina se escapó desde un tejado. Crujió la viga de un alero.


Entonces aquel hombre alto y huesudo que nos había despertado se transformó, porque elevó una voz afinada, límpida y poderosa: una queja que se eleva por el aire, un cuchillo que tasajea la noche, una criatura que nace o una tumba que se cava.

Cuando va muriendo el día
y va ocultándose el sol
¿no has visto cómo se alarga
la sombra de una colina?

 

Así se alarga mi amor
tras el sol de tus caricias
cuando más de mí te alejas
más y más crece cada día

Entonaba la música y vocalizaba la letra con una pena que llegaba hasta el fondo del alma, desgarrándola. Mi padre hacía la segunda entristeciendo aún más la melodía. Ambos estaban a muy pocos metros del balcón. Yo tenía el alma en vilo, pues me parecía que en cualquier momento iba a escuchar los sonidos secos de las balas y ver rodar los cuerpos yacientes sobre el empedrado.

Mañana recordarás
que me quisiste un día
entonces sabrás que hay penas
que nos acortan la vida...

Sílaba a sílaba había soplado su nombre como un cuchillo por la rendija de la puerta, Luis de la Puente Uceda, quien alzaba ahora su canto con el rostro hacia lo alto, como un ave que descubre inerme su pecho. Creo que esa voz sacaba de su sitio a las piedras de los cimientos, desmoronaba la cercha de las casas, y elevaba el pueblo al infinito:

Mis cartas recibirás
te servirán de consuelo,
las escribiré con mi sangre
tú las borrarás llorando...

4. Eran muy hondas e inalcanzables las aguas del destino

 

¿Escuchaba la mujer a la cual él dirigía su lamento con la serenata? ¿Sabría quién era el que cantaba? Quizá dejó su lecho y caminó hasta la ventana. O bien, ¿se quedó atenta y con los ojos abiertos en la almohada, tratando de adivinar el timbre de esas voces? O ella misma pensaría: ¡Imposible! ¡Aquel estaba demasiado lejos! ¡Quizá ya muerto!


¿O, quizás, y decidida a todo, salió de su lecho, sin importarle el marido que dormía a su lado, para quedarse de pie con su bata perlada, absorta y deslumbrada, atendiendo así a una cita de amor ineludible y a deshora que le deparaba el destino?


Afuera nada se movió, Ni pasos que se apuran, ni golpe de un objeto que cae. ¡Eso sí!, corazones que se sacuden y golpean atroces en las paredes del alma! La casona, ya un poco más precisa a mis ojos que horadaban las sombras, parecía sumida en un sueño encantado. Otra vez arrancó el bordoneo en las cuerda y la voz se alzó diáfana con otra canción:

¡Aún la nieve se deshace
ay mi dueña,
cuando el sol le comunica
su calor lento!
¿De mi amor la llama
de este vivo incendio
cómo ablandar no ha podido
tu duro pecho?

¡Qué inmenso! ¡Qué hermoso! ¡Qué sublime resonaba el yaraví en ese vértice!


¡Ahora sé por qué los aleros de las casas se inclinan hacia abajo y por qué las calles se tuercen y las paredes se desmoronan! ¡Es por las serenatas!


¡Ahora sé por qué los techos se arquean, tienen goteras y las tejas sin qué ni por qué se rajan, se llenan de musgo y se cubren de líquenes! ¡Es por las serenatas!


¡Ahora sé por qué las piedras enfrente de las casas se hacen turgentes como senos de muchachas y por qué las rejas de fierro de los balcones se carcomen lentamente, se tuercen los balaustres y las piedras de los muros resbalan y se quedan como suspendidas en el aire! ¡Es por las serenatas!


¿Y qué son dos sombras cantando en la noche frente a una ventana? ¿Tal vez, con un cañón apuntándoles el pecho descubierto? ¡En vano! Un disparo podría matarlos pero no detener las aguas turbulentas del destino. ¡Más podría asesinarlos el golpe de una rosa haciéndolos rodar ensangrentados por el suelo.!


Ahí estaban, el uno era mi padre y el otro ya no era Luis de la Puente Uceda, sino la tierra, el agua, la noche estrellada, el pueblo que eleva su endecha lastimera.


Luego del silencio, otra vez sonó la guitarra y un canto distinto se elevó implacable:

Una palomita a quien la crié
viéndose con alas volando se fue,
¿a quien pues me quejaré
de la acción que has hecho conmigo?
Malagradecida ayayayayay
mal pago me has dado...

Era un quejido y un reproche. La autoridad político-militar al sentir que su sueño era interrumpido deslizó su brazo hasta coger el mango de la pistola y la sintió pesada. Repentinamente se reconoció sin fuerzas para levantarla. Por esta vez fue incapaz de odio o de venganza porque las notas de aquel canto lastimero delataban que eran muy hondas e inalcanzables las aguas del destino que se encabritaban a esa hora, siendo inútil tratar de detenerlas. Retiró la mano de la cacha helada y se hizo el que dormía.

¡Yo le daba el agua ayayayayay
de mis propios ojos,
yo le daba el trigo ayayayayay
de mis propios labios!
¿A quién pues me quejaré
de la acción que ha hecho conmigo?
Malagradecida ayayayayay
¡mal pago me has dado!

Atravesado ya el río o el llano en que tenían que producirse los disparos, las voces eran libres, siderales.


A mí me dolía pensar que cuánto amor puede albergarse en el pecho y elevarse hacia el infinito y no se supiera. Peor aún, me dolía imaginar que en ese instante la mujer a quien se dirigía todo, arriesgando incluso la vida, no estuviera o no escuchara porque se había quedado dormida. Ya para terminar, ambos corearon fraternos, salvados y redivivos esta fuga:

Alelí, alelí, alelí
que bonita flor eres tú,
color de mis esperanzas
color de mis ilusiones.

Volteé mis ojos hacia el cielo. Titilaban tenuemente las luces de los primeros luceros. Puse las palmas de mis manos en la pared que tenía a mi lado y sobre ellas recosté mi frente. Yo estaba llorando.


5. La luz del alba en la ventana

 

Cuando terminaron de cantar aún estuvieron un momento agachados y luego el uno con el brazo en el hombro del otro desandaron en silencio las calles que habían caminado.


Tomaron el rumbo de la carretera de salida a Trujillo. Yo me detuve ya sin seguirlos. Dos cuadras más allá atronó el ruido del motor de una camioneta estacionada y se reflejaron chispeantes las luces de peligro. Vi que mi padre decía adiós con la mano cuando el vehículo partió, desapareciendo en la noche.

 

Un rato estuvo ahí de pie, detenido y cabizbajo con su guitarra en la mano.
Yo caminé de regreso hacia la casa.


En la oscuridad de mi cuarto volvía a escuchar esas notas apasionadas.
 

 

Sentía el amor como una brasa restallante, como un borbotón y ahogo en la sangre. Las distancias que se abrían, haciendo una llanura o un desierto por donde galopa un jinete conmovido en un caballo desvelado.


Sentí lo que es renuncia. Sentí lo que es no eludir un destino. ¿Adónde iba? ¿Qué otros motivos pueden ser más poderosos para arrancarse del pecho lo que se ama?


Largo rato estuve tendido sobre mi cama, sin poder dormir, viendo cómo se pintaba la luz del alba en la ventana.

 Danilo Sánchez Lihón

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