Marzo en mi terruño

Flores en los muros
Danilo Sánchez Lihón

1. Jardines flotantes en la parte alta de los muros

Al frente de El Mirador y hacia abajo está –como he dicho– el horno de la abuela hasta donde un día un ave insólita –mientras comíamos– bajó desde el tejado, brincó a la canaleta de agua, y se atrevió a posarse en el castillo de leña, dejando atónitas a las aves que criábamos.

Luego saltó hasta el horno y picoteó la puerta como queriendo abrirla, hecho que fue tomado como un presagio, una señal divina o un misterio por descifrar y por lo cual rezamos contritos arremolinados junto al fogón.

Pero desde El Mirador se divisa otra clase de maravillas: los jardines flotantes que se hacen en la parte alta de los muros.

Aparte de los cactus, tunas y chumberas que se siembran a propósito como guardianes, crecen en ese lugar las malvas, las clavelinas, las lilas, algún maíz a la deriva y esas yerbas corrientes que llamamos "los chilenos".

Todas esas plantas se elevan allí quizá porque las abuelas diligentes le ruegan al primer peón que pasa para que eche sobre los rastrojos del muro algunas palanadas de tierra nueva, recogida del patio o del rincón junto al pozo.

Ahí seguro que van las semillas de esos vegetales y de esas flores que luego de las lluvias de enero y febrero –que caen inclementes sobre los techos y los patios– florecen en estallidos de azules, fucsias, blancos, amarillos y grosellas.

2. El furor amoroso de las aves

A veces aparece tímida –en esos altozanos– la flor del romero azul-violada, o una retama que amarilla, o un jacinto que vacila; y las mostazas infaltables por cuyos granos menudos vienen a picotear las palomas y otras aves que mi abuela las espanta porque desmoronan con sus alas el adobe de las ventanas.

¡Y es así, de irreparable!

Ellas cimbran las esquinas de las paredes o arriman hacia un lado las tejas, primero por la inseguridad de sus escarceos, luego por el furor amoroso de sus apareamientos y después porque se atolondran en sus vuelos.

Son por esos resquicios que después resbala el agua dejando la pared humedecida en donde se forma una arruga honda, una cicatriz de invierno, una profunda herida por donde tal vez se derrumbará el muro y la casa.

Pero más allá de la curahua vieja, con sus barbas de rastrojo en puntas y las espigas de plata de sus hierbas pasmadas, y mirando desde arriba, en la casa de mi abuela están esas plantas de ruda –hembra y macho– de color verde oscuro, que sobresalen de los pilares carcomidos en donde reposan sobre repisas polvorientas los maceteros estupefactos.

En los descansos de las gradas que suben al terrado, se adormilan dos o tres geranios escabrosos y recostados al alféizar de la ventana se han ensimismado para siempre dos hortensias galanas.

Abajo, junto a la acequia, hay musgo y tréboles. Para mi desdicha, ¡jamás encontré allí ni uno de cuatro hojas!

3. Esos huertos detrás de las puertas apolilladas

 ¡Ah, divisar desde El Mirador y a lo lejos el color de las sombras en los patios absortos!

¡Los corredores de los segundos pisos llenos de mazorcas de maíz, los de color morado todavía con sus cañas cuelgan atados de las vigas!

Sobre el piso, quieto de asombro, se extienden chiclayos, ollucos, y pallares, soleando su tersura de miel en las mañanas.

¿Y estos huertos detrás de las puertas apolilladas, clausuradas a la muerte de sus dueños? ¿Qué destino los espera?

¿Quién goza de ellos? Ya nadie pasea por sus senderos, apartando madreselvas y enredaderas. Desde la calle no se sabe nunca por dónde se puede entrar, porque están clavadas sus maderas.

Pero, por los agujeros de los techos solemos contemplar hacia adentro el sol extasiado en el limonero, la flor del tomillo embelesada, los tilos ya altos y florecidos y las campanillas de la indecisa flor "no me olvides", junto al zumbido inevitable y eterno de los abejorros del mediodía.

4. Ahoga unos suspiros y restrega en los ojos unas lágrimas

 Huertos que perennizan la muerte de sus dueños.

– ¡Ay, niña Sofía! Ya murió la Felipa.

– ¡Cómo! ¡De qué!, –se alarma mi abuela.

– ¡De pena ha sido! Desde que falleció su marido se ha ido secando. Ya no quería comer, ni vivir. No tenía gusto de nada.

– ¡Ay, la vida! Fijesiusté.

– ¡Pena no más sentía!

– De razón no la he visto.

– Cuándo siempre ella venía a sacar agua del pozo, ¿diga?

– Buena ha sido. Y sufrida.

– ¡Ya dejó de padecer la pobre!

– ¡Ya está en manos del señor bendito!

– ¡Ya es alma del cielo!

– ¡Voy a apagar las brasas de mi fogón e iré a acompañarla, mientras su cuerpo aún esté con nosotros!

Y encaminándonos a la casa siento cómo tiembla la mano de mi abuela que va sujeta a la mía.

Y con los hilos raídos de su rebozo ahoga unos suspiros y restriega en sus ojos unas lágrimas desconsoladas. Y repite hablando consigo misma:

– ¡Ya está en manos del señor bendito!

Danilo Sánchez Lihón

Instituto del Libro y la Lectura del Perú

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