Capulí, Vallejo y su TierraConstrucción y forja de la utopía andina

Fiesta del alma en José María Arguedas
por Danilo Sánchez Lihón
www.danilosanchezlihon.blogspot.com 

1.

José María Arguedas sintetizó del siguiente modo las semejanzas y diferencias entre las comunidades campesinas de La Muga en España, adonde viajó a estudiarlas con una beca especializada en etnología de la Unesco, comparándolas en organización y vida, con las comunidades andinas, en donde él vivió de niño y adonde volvió siempre.

Expresó que los parecidos y coincidencias eran muchas, pero había una diferencia saltante, notable y radical:

Las comunidades españolas de La Muga eran silenciosas, calladas y lacónicas.

En cambio, las comunidades andinas son pletóricas de música, de canciones y de danzas. 

Y es cierto: ¿Qué pueblo, por pequeño que sea en nuestro país, no tiene una comparsa, una mojiganga y hasta una banda de músicos, con frecuencia moderna y perfectamente organizada?

Y es que la nuestra, en el mundo andino, es una cultura de fiesta, pero de fiesta del alma; de las emociones y los sentimientos en flor y transparentes.

Es fiesta del espíritu, en conjunción con la naturaleza.

2.

Es, la nuestra, Tierra de canciones, de música que brota desde arroyos y manantiales profundos. Y de danzas. Por la adoración que hacemos de toda manifestación de vida. Y de cada presencia del universo, que reconocemos sagrada. Es la índole de nuestra cultura la que explica aquella predisposición. El propio José María Arguedas nos lo advierte: 

...para el hombre quechua monolingüe, el mundo está vivo; no hay mucha diferencia, en cuanto se es ser vivo, entre una montaña, un insecto, una piedra inmensa y el ser humano. No hay, por tanto, muchos límites entre lo maravilloso y lo real. Una montaña es dios, un río es dios, el ciempiés tiene virtudes sobrenaturales”.

Surge entonces el arte por la plenitud de instalarnos de este modo en la naturaleza. Y es lo mismo que explica cómo surge aquí la música, las canciones y las danzas.

Y son estas expresiones, de cantos, bailes y tonadas, la sustancia de la vida de la comunidad andina y que le dotan de resistencia heroica.

Este hecho es trascendental y de una significación inmensa, ya que es reconocer que es la música, como también la poesía, lo que constituye nuestra savia vivificadora en nuestro acontecer vital como también en la vida y obra de José María Arguedas.

3.

Porque, si bien nuestra Tierra tiene silencio, y ese silencio tiene mucho de reflexión y de mensajes implícitos, son la música y la danza los factores de exaltación; de hervor, temblor y fervor en el mundo andino. 

Toda la ternura, la inocencia y la evocación están en ella contenidas; todos los sueños, los anhelos, las ilusiones pendientes. Como la esperanza fundida en su diadema.

Abren distancias, prolongan, trascienden. Son poderosas en cuanto a las emociones y los sentimientos que despiertan.

En carta que le escribe José María a Emilio Adolfo Westphalen, pese a la gravedad del mal que lo aqueja y a la desgracia que lo agobia, es colosal y tremendo lo que puede contarle y precisar, diciendo:

"Nadie ha sido más feliz que yo. Nadie, ni tú. ¿Te acuerdas cuando al oír la quena esa y la danza de coro de hombres, quena y wankar, que oímos en tu pieza de la universidad, tuvimos la evidencia de que los creadores de esa música eran algo más grande que todo lo grande que habíamos oídos hasta entonces? Pasé mi niñez siguiendo a bailarines y músicos de esas danzas, siguiéndolos noches de noches, imitándolos, hasta que gané el mote de "zonzo" que mi propio padre y hermano me lo aplicaban con todo convencimiento".

4.

Uno de los grandes gozos y consuelos de José María Arguedas, hacia adentro y hacia el fondo de sí mismo, fue la música andina, de su pueblo y de su gente.

Y no la música a secas, no la música llamada culta, académica o de prestigio. No aquella que es buena únicamente por la perfección de su arquitectura. No aquella que solaza escuchándola a solas, concentrados e inspirados, sino aquella contagiada con la vida de la gente, sea una, dos o más; ojalá la vida multitudinaria.

Él amó aquella donde estaba “el común”. La comunidad reunida y convocada, sea haciendo la siembra o la trilla, sea en la jornada de traída del agua por las acequias, sea o envuelta en los vellones de lana en el trasquile del ganado, que son las faenas en las cuales surgen huaynos, mulisas, yaravíes o wífalas. 

Él era demasiado sincero para complacerse con aquellas sofisticaciones de las personas cultas y refinadas que se solazan con la música clásica.

Él se arrobaba con la música de los pueblos, unida a la experiencia de los patios y corredores de las casas, unida al acontecer de las calles y el paisaje de los campos.

Es la música hecha verdad, porque se llena del mundo y se embalsa con la vida, se traspasa en lo telúrico, y es lo único que sobrevive de la circunstancia del tiempo vivido.

5.

Lo ama y prefiere porque lo practica el pueblo, porque está ligada a sus gozos y penurias de la gente, como a sus alegrías y tristezas.

Música que le gusta ir a encontrarla en la fiesta de las asociaciones de migrantes, donde reproducen las costumbres del lar nativo, donde se evocan tradiciones, personajes y modos de vida de los lugares distantes.

Y donde José María canta, porque le quedó eso de cantar. Es su consuelo.

Y canta porque cantar es regresar al poblado, al valle y al caserío, a la cocina de indios, bajo los techos cimbrados de tejas. Donde cantar es volver a cobijarse, otra vez, bajo el rebozo de la madre india, doña Cayetana.

Porque cantar es sentirse protegido. Es entrar al útero materno, otra vez como niño tierno. Es ser acogido por la Madre Tierra.

Es amar a los animales y a las plantas.

En Cuba siendo jurado del concurso de novela del Premio Casa de las Américas, en 1968, le asignaron hablar en una de las ceremonias.

Se disculpó diciendo que no era “discurseador”. Y anunció más bien que iba a cantar, un carnavalito de su comarca. 

Y cantó con soltura, con desparpajo, evocando su terruño, sus piedras y lar nativo. Todo esto resultaba extraño para los intelectuales encopetados que se miraban azorados.

6.

Y cantaba con voz rijosa, de cascajo y peña. Voz contraída, de quebrada, en donde al fondo se advierte lo sufrido y llorado, sobre lo cual se erige el valor tenaz de lo que ha fortalecido.

Donde aquel viento que ha entrado por sus pulmones sale sangrando, como empapado de sus pálpitos, sus esperanzas y sus sueños. 


Sybila Arredondo, su segunda esposa, contaba que se enamoró al escucharlo cantar.

Voz de cordillera, en donde están los ríos, los picachos, los nevados, como las profundas quebradas y abiertas las heridas.

Voz de serranía, en las inflexiones, en el dejo y en los acentos.

Voz de varón insigne. Voz montaña, paisaje. Quieto alarido.

Canta, y en su voz se transparentan mundos.

Voz para el mañana, para el mundo por venir. Voz que es gozne entre las oscuras sombras del hoy y la luz radiante del futuro por construir.

En este sentido José María Arguedas fue un apasionado recolector, difusor y defensor de canciones, de la música y las tonadas. Y de las danza andinas que no se cansaba de mirar.

Quien las indaga, las acopia y las defiende. Así como a sus autores y cantantes.


7.

Alentaba a uno y a otro intérprete a subir al escenario, a tocar, a ser conocido, a no tener vergüenza ni miedo. Era un devoto de nuestra música.

Y un estudioso consumado en toda la gama de sus manifestaciones.

No hay artista popular que no testimonie que antes de él todo era desprecio por la música andina. 

Fue él quien le dio ubicación, espacio y respeto. Enseñó a oírla y apreciarla con hermosura. 

Fue él quien la alentó, la condujo y protegió. Y para muchos artistas ahora famosos él fue su padre.

Se recuerda la presencia de Arguedas en la expresión de la música y de las artes populares en general como punto de partida y clave de llegada. Y flecha que se eleva disparada al porvenir.

Y como educador recomendaba el folclore para lograr una comunicación íntima y cariñosa con los niños y jóvenes.

Recomendaba conocer las manifestaciones culturales, plasmadas en la música y las danzas de los pueblos, para conocer el sentir y pensar de las personas de las comunidades que las practican.


8.

Y tenía toda la razón. Porque, ¿qué es el folclor para el pueblo andino? 

Es la manifestación más primigenia y espontánea de este mundo tan genuino.

¿Y la música? Es el hueso del dolor. Porque el dolor es tan hondo que se resume ya no en algo duro ni despiadado, sino en música que calma, abriga y consuela. Es de lo imposible lo posible.

Digno de este pueblo hermoso, que todo lo cree y todo lo acoge. Consagrado por algo muy profundo, cual es que nunca se le acaba la ternura ni la fe.

Que sabe brindar afecto, que se enamora. Que sabe querer y abrir su corazón, incluso a aquello que lo hiere y le quita la vida.

El canto andino es la identificación con los seres humildes. Es más, con los seres que sufren, por eso también lo abrazó José María.

Su amor por la música es también un amor dentro de ese gran amor, lleno de sabiduría, al mundo andino y sus expresiones.


9.

Por eso, el homenaje más auténtico y sencillo que podemos rendirle a José María Arguedas, es escuchando la música de nuestros pueblos de origen.

Es poniendo cerca a nuestro oído y muy al fondo de nuestro corazón, los acordes y aires, por ejemplo, de nuestros yaravíes.

O, por último, de aquellas bandas de músicos que van detrás de las procesiones en nuestras aldeas nativas. 

Porque él supo encontrar el gozo hacia adentro en la música, el canto y todo lo que asumiera.

Porque el nuestro es un pueblo que se mimetizado en la tonada, en el ritmo, en la melodía de algo, o en el pliegue de una falda; esta es nuestra fortaleza, nuestra proclama y nuestra consigna:

Ni el frío ni el hambre pueden contra nosotros, porque tenemos música en los huesos.

Es la resistencia andina. Es el regocijo del espíritu, la fiesta del alma. Es el canto quechua.

Y prueba este aserto el hecho de que para su entierro pidiera música y los toques de agonía en las cuerdas lacerantes de Máximo Damián.


10.

Pidió que lo acompañara en su entierro la música que él amaba, como consuelo o bálsamo para acompañarlo en el cortejo de su despedida y muerte. Como unidad en el cosmos. 

Así no estaría muerto. Estaría escuchando. Porque sino: ¿Qué indica que lo dejara escrito en su testamento? Él lo dice:

“Tardará aún la chiririnka que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando”.

Ahora él va presidiendo la comitiva. De niño él iba detrás de las bandas de músicos. Ahora el va adelante en su entierro. 

¿No hay aquí un ritual y una contraseña?

Porque ahora se trata del dolor más hondo, como de la alegría más estallante. De la noche más tenebrosa como de la claridad y del gozo más intenso; se trata del amor más profundo, como si de la roca se entresacara el diamante. 

¿Cual es esa dimensión? Está en la música, los sonidos, los instrumentos.
Pero también en la naturaleza, en el agua. Y en el amor auténtico. El amor cristalino, el compañerismo, la amistad verdadera.


11. 

Porque en vida José María caminó detrás de músicos y danzantes, pero de muerto va delante de ellos.

Delante porque detrás de su ataúd lo acompañan ahora y siempre sus amigos músicos Jaime Guardia, Máximo Damián y Luis Durand.

Uno tocando el charango, otro el violín y otro el arpa. 

Como contorsionándose de dolor y júbilo al mismo tiempo, van también en ese cortejo los danzantes de tijeras. 

Así la muerte es para siempre exorcizada por algo que está mucho más allá y más acá: la música.

Por algo que está más al fondo de todo lo que la muerte puede alcanzar.

Más atrás, del dolor y la esperanza fusionadas.

Y que juntas, hacen la eternidad, que es música. 

¿Escuchan? 

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                     José María Arguedas en Letras Uruguay

                                                             Danilo Sánchez Lihón en Letras Uruguay

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