Instituto del Libro y la Lectura del Perú, INLEC 
Leer es vivir mil vidas

En un verde alfalfar pastaba un caballo blanco
Danilo Sánchez Lihón

1. ¿Quién no va a tener un poco de conciencia y siquiera un poco de sangre en la cara? 

– Ya asentaron la denuncia en el Puesto de la Policía. Y también han ido al Juzgado. Están buscando al malvado que hizo tremenda fechoría.
– Dicen que a don Pablo Porturas lo han llevado de emergencia al hospital, porque casi le ha dado un infarto de la cólera que ha tenido.
– Hasta bala le han ido a echar a la casa de don Lizardo Geldres.
– Es que ese caballo don Pablo lo había prometido regalar por Fiestas Patrias al Presidente de la República y solo lo trajo al pueblo de paso y para que comiera la rica alfalfa que se produce en nuestra tierra.
– Pero fíjese la maldad de la gente, –dice mi tía Carmela.
– Aquí está metida la política, señora. Y cuando es así se contamina todo y ni los animales se salvan.
– Han tenido que ser ellos, los enemigos políticos de don Pablo, sino: ¿Quién más?
– Eso digo: ¿Quién no va a tener un poco de conciencia y siquiera un poco de sangre en la cara para evitar hacer tamaño daño, oiga usted? ¿Ah?
– Y el que lo ejecutó tiene que ser alguien muy temerario, oiga usted; porque si lo cogen ahí no más le meten bala y lo dejan tieso.
 

2. Si eso es cierto quiere decir que ya no se respeta nada

– ¡Cierto! Y, no hay duda que han ejecutado bien el golpe. Y es que hasta espías ponen en las esquinas.
– Y le han dado donde más le podía doler a don Pablo. Ya ve, casi lo han matado con un infarto. Y han pasado diciendo que todavía no se recupera por completo.
– ¡Ah, carajo!, pero también se han desquitado sus partidarios. ¡Han ido y casi le han quemado la casa a don Lizardo, solo que con ella iban a arder otras!
– Bien hecho para que haya tranquilidad en el pueblo, sino ¿hasta cuándo, oiga usted?
– Porque si don Lizardo no ha sido, por lo menos sabe quién ha cometido tamaña perversidad que es un verdadero atentado. Una cosa así no pasa si antes no le consultan su parecer.
– A la casa del hermano de don Lizardo también le han hecho destrozo y medio, le han roto los vidrios de las puertas y ventanas.
– ¡Jijuna! Pero el hombre que cuida el caballo dice que ha sido un niño.
– ¡Miente! ¡Cómo un niño va a poder hacer semejante cosa! ¡Y también cómo no va a poder cogerlo del cogote si es un mocoso!
– ¡O quién sabe si los enemigos de don Pablo se han valido de un niño para hacer esa maldad!
– ¡Si eso es cierto quiere decir que ya no se respeta nada, oiga usted!

3. Por donde se analice, no es otra cosa que política

– Pero, pero para mí que han calculado mal, pensando que no pasaría de una broma o una candonga que le darían, sin que le afecte mucho. Pero hasta lo han puesto grave al hombre. ¡Y con lo recio que es!
– ¡Es un atentado criminal!
– ¡Pero oiga usted, si hubiera visto pasar al caballo después que le cortaron la cola, se hubiera muerto de susto y sobresalto! Y, después, de risa, como a mí me ocurrió con el perdón de don Pablo. Porque caminaba como si a una mujer le hubieran cortado la falda por las posaderas y la pasearan por la calle. ¡Daba pena y risa ejemplar tan hermoso!
– ¡Hay mucha mala fe en el mundo, oiga usted! ¿Por qué –digo yo– atreverse a eso? ¡Solo es por hacer perjuicio! Porque, ¿a quién le sirve una cola de caballo? ¡Para qué!, digo yo. No comprendo.
– ¡Y cortarla de esa manera! Todavía si de allí un pobre pudiera hacerse una manta, o una frazada, o un abrigo. Pero, ¿de qué sirve una cola de caballo, salvo en el trasero del animal, oiga usted?
– Realmente, si lo pensamos bien, y por donde se analice, no es otra cosa que política.
– ¡Eso está claro, carajo!

4. Al momento de repartir solo quedaban unas hilachas en mis manos

Al escuchar esta conversación, poco a poco me fui agazapando debajo del mostrador, en la tienda de mi tía Carmela; charla en la cual intervenía toda la gente que entraba y que, felizmente, por lo oscuro y por lo oculto, no notaban que yo estaba pálido y muerto de miedo. Y sentía en esos momentos que todo en mí, mis manos y mi cuerpo, olían a cola de caballo.

Todo empezó en la clase de Trabajo Manual del día jueves, cuando el profesor Eladio Ruiz Cerna advirtió:

– Ya pasó medio año. El lunes próximo reviso asignaciones y quien no haya hecho la escobilla de zapatos será aplazado. Lo advierto: ¡guerra avisada no corta orejas! Hay algunos alumnos que no han presentado ni una cerdita de su escobilla. ¿Qué es eso? Tiene un nombre: desinterés, desidia, irresponsabilidad. ¡Alerta alumnos! El profesor no es quien jala. ¡Es el propio alumno quien se jala en el curso! Hay algunos alumnos que ¡nada!

Yo era uno de ellos. De la escobilla de zapatos que tenía que hacer solo había alcanzado a tener las dos tablillas recortadas en rectángulo, boleadas, y una de ellas agujereada a espacios de cinco milímetros que hice con una lesna ardiendo al rojo vivo. Tablas que tristemente las hacía sonar, una con otra, en espera de las cerdas que no conseguía por ningún lado. Mis compañeros del campo prometían traerme un poco, pero al momento de repartir solo quedaban unas hilachas en mis manos.

5. ¡No podíamos quedarnos impacientes esperando que ser jalados!

Solo unos cuantos alumnos habían logrado conseguirlas, y los demás probábamos con otro tipo de materiales sin resultados aceptables. Yo, hasta le había echado el ojo a las trenzas negras, lustrosas y lisas de mi prima Amelia y en verdad estuve rogándole que se las costara.

– ¿Para qué? –me preguntó, y yo creo que ya iba a cedérmelas. Pero se enfureció cuando le dije:
– ¡Para hacer mi escobilla de zapatos, pues!

En cambio los muchachos del campo que tenían chacras y animales ya habían logrado ir enlazando las cerdas manojo tras manojo, las mismas que introducían, jalándolas hacia atrás por el agujero, con un hilillo enverado, logrando que se doblaran, haciendo que queden tiesas y anudándolas en el anverso de la tabla, donde se acoplaría la otra pieza de madera.

¡Pero algo había qué hacer! ¡No podíamos quedarnos impacientes esperando que ser jalados!

El viernes por la tarde convenimos con Luis y Manuel en salir a buscar algún burro o vaca sueltos o dejados en el campo, de donde sacaríamos suficientes cerdas para cumplir con nuestro trabajo de manualidades.

6. Dije a mis compañeros que no se habían dado cuenta de mi arrebato

Quedamos en encontrarnos el sábado después del mediodía, luego que la gente almuerza y se adormila, para cogerlos desprevenidos y les recomendé sacar buenas tijeras.

Después de almorzar apurados y al encontrarnos les pregunté si tenían sus tijeras listas. Me dijeron que no habían podido extraerlas de los cajones en que las guardaban celosamente sus mamás.

Pero, como las mías eran grandes, con eso bastaba. Salimos por el canto del pueblo caminando lenta y parsimoniosamente.

Ni bien dejamos las últimas casas, antes de bajar a la carretera, en el camino hacia “La Pamplona”, se presentó ante mis ojos el trofeo que buscábamos.

En un verde alfalfar pastaba un caballo blanco como la nieve, cuya cola coposa y espléndida lucía provocativa en el sol del mes de julio, se levantaba airosa y latigueaba como fuego contra las abejas que ululaban por el campo.

Tanto subyugó mis ojos de estudiante que le tenía tirria a las malas notas y miedo al resondro y a la jalada de orejas por el delito de sacar un rojo en la libreta, que salté de gozo y emoción.

Pero luego, conteniéndome y casi en un susurro le dije a mis compañeros que no se habían dado cuenta de mi arrebato:

– ¡Miren!

Lucho y Manuel se quedaron alelados:

– ¿Qué cosa? –me dijeron.

7. Ejemplar del cual yo no veía más que la cola descomunal y exuberante

– ¿No se dan cuenta? ¡Ahí está, pues! –Grité eufórico. Y continué– ¡Y no se ve a nadie que lo cuide!
– ¡Pero ese es un caballo! –me precisaron al unísono ambos.
– Y, ¿cuándo vamos a hacer nuestras escobillas?
– ¡Además, no hay por donde entrar! ¡Tiene cerco de adobe y curahua!
– Por abajo. Mira, por abajo solo hay pencas y ¡cogiéndonos de las hojas se puede subir! –dije.
– No creo. –Replicaron a la vez–. Está muy alto.
– ¡A ver, vamos!, –insistí.

Ante mis ojos relumbraba, a la luz del cenit, el blanco níveo del caballo, ufano y soberbio en el verde alfalfar.

Bajamos lentamente y, como quien juega, nos sentamos a contemplar hacia la hondonada del río, a fin de no despertar sospechas.

Pero era un hecho, ¡parecía que no se podía subir por esa parte hasta donde estaba aquel soberbio ejemplar del cual yo no veía más que la cola descomunal y exuberante!

8. Verlo tan alto y deslumbrante, mirándome con sus ojos relucientes

Al principio, ciertamente, lo consideramos imposible subir, pero pronto, haciendo el intento de trepar, ya estaba yo agarrado en lo alto a unas ramas que colgaban, e impulsándome con los pies legué hasta el borde de la chacra, aunque con muchas espinas clavadas en todo el cuerpo y más en las palmas de las manos.

Veinte metros más allá de donde yo había acampado estaba ese ejemplar escultórico y majestuoso.

– ¡Si advierten algo me avisan! –alcancé a decirles hacia abajo a mis compañeros.

Y avancé, un poco agachado, hasta donde estaba ese gentil colaborador con mis tareas escolares. Al acercarme me cohibió un poco al verlo tan alto y deslumbrante, mirándome con sus ojos relucientes.

Temí un instante, pero más pudo en ese momento la idea fija en mi cabeza de que si ahora no conseguía las cerdas... “¡Es el propio alumno quien se jala en el curso!” Y, “¿Qué es eso? Tiene un nombre: desinterés, desidia, irresponsabilidad”.

9. Al parecer sin calcular que ya no tenía
el peso de la cola en las ancas

Algo le susurré al caballo antes de ir hacia atrás y cogerle la grupa, alzando el mazo de la cola en mis brazos, sintiéndola aceitosa y pesada. Apunté con la tijera tratando de que el corte fuera lo más arriba posible, pues me entró la codicia al ver esa cascada inmensa y sensual de pelos.

Al primer tijeretazo el nerviosismo hizo que las hebras pasaran entre las dos hojas sin cortarlas, pero en el siguiente movimiento el corte fue profundo, cayéndoseme de los brazos hatos y madejas de cerdas.

Al pasar la mirada alrededor y ver que nada se movía, proseguí con mi faena sin nada que me atormente, salvo los latidos acelerados de mi pecho y el ojo del animal que volteaba hacia mí y me miraba hacer el corte con un significado en sus pupilas que aún ahora, después de muchos años, me sobresalta sea que esté en sueños, sea que esté despierto.

Cuando me faltaba cortar solo una madeja insignificante, el peso de la cola en mis brazos era tan grande que me agaché y ahí fue que el caballo se asustó, relinchó y dio un salto que casi se va de cabeza, al parecer sin calcular que ya no tenía el peso de la cola en las ancas.

Al instante, desde el fondo de una casa escuché ruidos y vi a un hombre que se asomaba haciendo desesperados aspavientos con los brazos.

10. Una madeja de la inmensa cola se había quedado envuelta en mi antebrazo

Lanzó un grito que más pareció alarido y yo corrí hacia el lugar por sonde había subido, impulsándome con un salto directo hacia el vacío.

Demoré largo tiempo en el aire hasta que mis pies tocaron tierra y, hecho un ovillo, rodé incontrolable por la pendiente un largo trecho hasta poder frenar con la planta de los pies y lograr pararme y correr después detrás de mis compañeros que ya estaban lejos y habían ganado el cerco al pie de la carretera, por donde corrían encogidos.

Pronto pude alcanzarlos, aunque impedido en manos y pies por las cerdas que se habían quedado enredadas en mis brazos y canillas. Y no dejé de correr hasta llegar a la “Piedra bruja”. Y de allí, siempre veloces, avanzamos agazapados por la quebrada de “Las guitarras”, saliendo hacia arriba, por el camino de Yamanate.

Todo se fue cayendo. Solo una madeja de la inmensa cola se había quedado envuelta en mi antebrazo, tan rubia y sedosa que parecía el alfeñique de azúcar blanca que mi madre hacía y que batía feliz y apacible en el balcón de mi casa. ¡Pero ésta era otra circunstancia!

11. Alboroto que había entre la gente: grupos que pasaban armados

– ¡Casi me pescan! –les dije.
– ¡Tanto te has demorado! –me reclamaron, todavía.
– ¡Salieron de la casa! ¡Me asusté y salté al vacío! ¡Caí rodando y parecía que iba a llegar hasta el río!

Y es cierto, cuando hablaba con mis compañeros todavía tenía la sensación de una galga cayendo indetenible por la pendiente. Y, como buenos camaradas, repartí ese minúsculo tesoro entre los tres que éramos.

– ¡Esto no me alcanza para nada!, –exigió Lucho, aún más enojado.
– ¿No pudiste cortas más?, reclamó Manuel.
– ¡Corté la cola por completo, pero pesaba y con el susto todo se quedó al pie del caballo!

Convenimos en dar una vuelta e ingresar por el lado opuesto del pueblo.

Antes de volver a nuestras casas nos demoramos para no causar sospechas. Y ya, como a las seis de la tarde, entramos por las calles del “Pozo Sagrado”, notando el alboroto que había entre la gente: grupos que pasaban armados, otros con palos, muchos con machetes y uno que otro con carabinas y revólveres.

12. Suficiente evidencia de que el único propósito fue sacar de sus casillas a don Pablo

¿Qué había ocurrido?

Sucedió que tan pronto el hombre escuchó el relincho del caballo y salió a ver qué acontecía, se dio cuenta y se percató del “hecho delictuoso y criminal, perpetrado por mano oscura”, según decía el informe asentado en el libro de partes de la policía.

Al no poder saltar para cogerme, por ese cerco tan alto, y al no tener en ese momento arma con la cual dispararme, me vio desaparecer, según él, hundiéndome en el río.

De inmediato sacó al caballo y jalándolo de la brida caminó con vergüenza aquel ejemplar divino ofrecido al Presidente de la República por Fiestas Patrias, por las calles de mi pueblo en dirección a la casa del hacendado de Angasmarca, momento en que ocurrió el ataque al corazón de don Pablo. Y luego el camino proceloso al Puesto Policial a dar cuenta de lo sucedido.

El hecho de que el facineroso hubiera dejado la cola regada era suficiente evidencia de que el único propósito fue sacar de sus casillas a don Pablo Porturas, malográndole aquello que era su trofeo político, prometido públicamente en Trujillo al Lenin del Perú, el presidente Manuel Prado. Y el hecho de que el canalla terrorista se hundiera en el río era prueba que había un entrenamiento largamente ensayado.

13. Sobre todo de quienes se burlan y mofan del gobierno de turno

Los días siguientes fueron tensos. Se escuchaban balazos por las calles, la gente se recogía temprano en sus casas, hubo altercados en otros distritos, caseríos y haciendas de Santiago de Chuco. Una guarnición especial de soldados llegó de madrugada desde Trujillo.

Por supuesto que casi nos delatamos entre nosotros mismos, debido a que Manuel, de puro inocente, quería cumplir de todos modos siquiera presentando un muñoncito de su escobilla de lustrar zapatos con las cerdas de ese animal empíreo.

– ¡No lo hagas! ¡Nos van a descubrir! –le advertía.
– ¿Por qué?

Bastaba que encontraran una sola hebra en manos de alguien para que se desenrollara el ovillo y se supiera quién era el mocoso utilizado por el adversario histórico del bando enemigo de don Pablo y sobre todo de quienes se burlan y mofan del gobierno de turno. 

14. Bisoño e ingenuo provocador de enconos, rivalidades y hasta de probables matanzas políticas

– Pero, ¿quién se va a dar cuenta? –desvariaba Manuel todavía.
– ¡Compara pues zonzazo!, –le gritaba– las cerdas de este caballo son doradas, bruñidas de sol, refulgentes de luz.
– Son amarillas, nada más.
– ¡Míralas bien! Son abrillantadas, pulidas por los astros, hasta la luna ha puesto en ellas sus rayos de plata ¿quién tiene unas así? Ese caballo es del olimpo.
– ¿Y, qué vamos hacer?
– ¡Que nos jale don Eladio Ruiz! Basta que te vean y nos cogen presos a los tres. Y quizás hasta nos maten disimuladamente. O maten a nuestros padres. ¡Así que ya sabes!
– ¿Y, qué hago con este manojo?
– Enterrémoslo. Y olvídate para siempre. ¿Me lo juras?

Felizmente, y lo bueno de esta historia luctuosa, es que hubieron tres aplazados solidarios en el curso de manualidades, todo por no haber podido conseguir las cerdas para hacer sus escobillas de zapatos: Luis Aguilar, Manuel Angulo y este bisoño e ingenuo provocador de enconos, rivalidades y hasta de probables matanzas políticas.

Danilo Sánchez Lihón

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