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Instituto del Libro y la Lectura, INLEC del Perú

y Capulí, Vallejo y su Tierra

25 de octubre
Día nacional de la cocina y gastronomía peruana
Sabroso el chanchito al horno
Danilo Sánchez Lihón
www.danilosanchezlihon.blogspot.com 

1. Apuro y alegría

– ¡Corran! ¡Corran! ¡Cayó el gato! ¡Cayó el gato en la trampa!

Eso exclamaba mi tía Carmen, lo más fuerte que podía para que la oyéramos.

Su alarido bajó la escalera en donde estaba subida, corrió por los muros del dormitorio, entró a la sala, salió por los ventanales al corredor, atravesó el patio.

Zigzagueó vertiginoso por el otro corredor con filos de piedra en donde está el horno. Entró como un grito pelado a la tienda donde algo estábamos haciendo aquella mañana en que el sol brillaba fuerte afuera en las paredes y en las veredas de la calle.

Corrimos atropellándonos hijos y sobrinos y la encontramos aún subida en la escalera, mirando hacia arriba y al fondo, con todo el nerviosismo y la efusión de un triunfo largamente esperado.

Con las manos bien agarradas del borde del terrado y el cuerpo prácticamente colgando de donde había subido a ver, pero bien cogida a la viga aunque con las piernas colgando en el aire.

Pero su voz definitivamente reflejaba apuro y alegría, pues durante semanas y hasta meses todo lo que se guardaba en el terrado, o donde fuera, era devorado por el indómito felino.

2. Las cosechas de las chacras

Había causado destrozo y medio el gato montaraz que ya no sabíamos cómo evitar los perjuicios que venía cometiendo.

Lo último a lo cual recurrimos fue alquilar una buena trampa en donde quedó finalmente hecho prisionero, probablemente en la madrugada de aquel día y mientras todos dormíamos.

Toda otra trampa había resultado inútil e insuficiente. Y solo ésta logró la proeza de enjaularlo.

Antes, el aborrecible animal había dado cuenta de ollas enteras con cecinas.

De los huevos de las gallinas que hacían pacíficamente su nido en cualquier parte bajo los aleros.

De los jamones guardados para irlos sacando poco a poco y durante el transcurso del año. Y sobre todo cuando llegaban los tíos de Lima.

De los pellejones conservados en lonjas dobladas que rezumaban su manteca al fondo de las latas.

De las cosechas de las chacras de mi tía en Urupamba que guardaban envueltas en costales y hasta en barriles con tapa que no sabemos cómo el gato los abría y devoraba todo lo que encontraba adentro.

3. Advirtiéndonos a nosotros

– ¡Pero ahora has caído, malvado!

Hasta la manteca que se guardaba en latas las abría y dejaba esparcida por el suelo. Y todo para sacar los chicharrones que había hacia el fondo dejando in fraganti sus huellas digitales, representadas por los tremendos arañazos que se hundían en esa masa blanda, exquisita y casi etérea por lo sumisa.

Nosotros mismos mientras la mirábamos no resistíamos la tentación de hundir nuestro dedo índice y hacer que se pegue una porción para delectarla con la lengua y el paladar, mientras los adultos lanzaban quejas, lamentaciones e improperios al gato ladino.

– Hay que bajar la jaula pero con cuidado para que no se vaya a escapar este dañoso.

– Primero cúbranlo con esta lona porque les puede morder y transmitir su rabia. Porque rabia es todo lo que debe tener un ser tan avieso.

– Son malos estos gatos. ¡Son fieros! –, decía mi abuela desde abajo.

– ¡Pero ya cayó el perverso!

– ¡A los malos algún día les llega su castigo! –decían, como advirtiéndonos a nosotros los pequeños, para nunca cometer fechorías.

4. Turbio rencor

Ya en el patio, al quitar la manta y descubrir el armatoste de palos a la luz del sol, nos deslumbró un soberbio ejemplar de gato, de un blanco inmaculado reluciente y más albo que el armiño, pese a que su alma era tenebrosa y llena de miles de pecados.

Tenía los ojos fulgurantes, de un rojo diáfano, agudo y esplendente. 

Primero nos enseñó a todos sus colmillos puntiagudos que relumbraron a la luz del sol abriendo su boca amenazante.

– ¡Pese a que está preso todavía intimidas maldito! –Bufó mi tía.

Y saltó contra nosotros felizmente dándose contra los barrotes, de lo contrario hubiéramos caído bajo sus garras y no nos hubiera soltado hasta solo ser huesos devorados por las hileras de esos dientes afilados.

Se revolcó como queriendo destrozar la armadura de palos que apenas resistía a sus embates.

– ¡Ay, ay, ay, maligno, todavía que estás acorralado te das tus ínfulas! –Le dijo mi abuela.

A lo que respondió el gato con una mirada de turbio rencor y después de amarillo desprecio.

5. Temerosos por lo que estaba sucediendo

– ¡Maten a ese animal!–, volvió a decir sentenciando mi abuela. –Es capaz de sacarnos los ojos. Y si se escapa comerá a un hijo así lo encuentre despierto o dormido.

– Y que pague con su vida todas sus fechorías

– Parece que fuera el mismo demonio.

–No solo comió sino que es perverso, dejó regada por el suelo toda la carne que tenía guardada. 

– Pero ya cayó este malvado. Todo se paga en esta vida

Arremetió otra vez contra las tablas, ágil y robusto; como si se estuviera burlando de lo que se hablaba y él comprendiera lo que se decía. 

Para nada se lo veía compungido o temeroso, sino arrogante, soberbio e incluso insolente, pese a estar ya bajo rejas.

Cuando lo sacaron entre chillidos, brincos y correrías, costó mantenerlo dominado. Los vecinos trajeron sogas y hasta frazadas para lanzarse encima del felino y para lo cual antes hubo que llamar a varios peones para que nos ayudaran. 

Veinte manos tuvieron que sujetar el envoltorio, pálidos de susto, mientras gallinas y pavos se habían escondido nuevamente bajo los aleros donde dormían, temerosos por lo que estaba sucediendo en el patio en esa mañana inusitada.

6. Su belleza sin par

Costó a los hombres adultos atarlo por las patas por los arañazos que les produjo en brazos y hasta en el cuello de algunos de ellos.

Costó tirarlo sobre unos leños y cortarle el pescuezo.

Cuando chisporroteó la sangre fue un chorro de rubíes haciendo un arco que nos alcanzó a manchar la ropa y los zapatos.

Esto, pese a que nos habían ordenado que si queríamos seguir el desenvolvimiento de estos sucesos, nos retiráramos a una distancia no menor de seis metros.

El animal herido de muerte, todavía quiso escapar manchando su inmaculada pelambre, mientras se debatía mirando con un furor y un vilipendio sin límites a todos, incluyendo al sol que lo reverenciaba poniendo un aura de oro en cada una de sus cerdas.

Este gesto le caía muy bien a su belleza sin par y a sus impulsos feroces, hasta quedar tendido y degollado sobre las cuatro rajas cruzadas de leña seca.

En los corazones de todos nosotros quedó la sensación de un crimen perpetrado no contra un indefenso y débil ciudadano sino un magnicidio cometido contra un tirano, un déspota y un monarca implacable.

7. Provoca, el bandido

Esto es, admirable por su talante de guerrero sin tacha. Y prodigioso en sus gestos. De todos modos, nos dejó desolados como si hubiéramos atentado contra las nieves eternas de los picachos lejanos.

– Saquémosle pronto el pellejo para hacer un tapete que luzca en la sala, –dijo mi madre despertándonos de nuestras cavilaciones y congojas.

Con ayuda de mis tías y antes de que se enfríe, despellejaron al gato que empezó a botar un vaho intenso por todos sus poros, parecido al humo o al aliento, pero esta vez exhalado por la piel de un cuerpo desnudo en que se iba convirtiendo.

Y así quedó ya sobre la mesa reverente.

Era una carne límpida y robusta que motivó que una voz, al principio delgada, titubeante y casi como pidiendo disculpas, se dibujara en el aire, diciendo:

– ¡Da ganas de comerlo!

– ¡Provoca, el bandido! –adujo por allí otra voz ya menos dudosa.

– ¡Cocinémoslo entonces, qué les parece!

– ¡Hagamos estofado de gato! –abonó alguien.

8. Fascinados en ese cuerpo

– ¿Por qué no lo preparamos y echamos al horno?–, Agregó otra voz que vino de quien estaba a mi costado.

– ¡Hagamos de él chanchito al horno! –dijo mi madre.

– ¡Sí! –Aprobaron todos.

Estas palabras provocaron risas, miradas interrogantes, gestos cómplices y atingencias prácticas, quizá porque todos pensaban igual, mirando ese cuerpo apetitoso, que aún estando crudo daba ganas ciertamente de hincarle el diente.

Coincidía además la idea con el hecho que ese día mis tías y mi madre se habían puesto de acuerdo para amasar juntas e iban a venir a casa a almorzar todos mis tíos, para lo cual ya se habían encendido los fogones y puesto a hervir algunas ollas.

Cuando miramos a mi abuela Sofía que aún tenía las huellas de todo el susto y la tensión que nos había producido el gato, vimos con sorpresa que no protestó ante la idea de preparar al gato, sino que sus ojos y su rostro, que estaban puestos y casi fascinados en ese cuerpo provocativo, esbozó más bien una sonrisa.

9. Yo pico la cebolla

– ¡Yo lo preparo!–, dijo, ¡cuándo no! ¿Quién creen? 

¿Quién iba a ser sino mi madre?

Y ahora ¿qué iba a ser de nuestras ollas?

– Yo te presto la olla grande, –dijo mi tía Carmen.

– ¡Eso si que no!, ¡en mi olla no!–, protestó la abuela, lo que nos dio a entender que en el fondo estaba aprobando que se cocinara al gato.

– Primero hay que hervirlo y lo doblamos para que entre en la olla que yo tengo –ahí estaba siempre metiche mi mamá–. Y en esa olla después haría el tallarín que a mí tanto me gusta. Y yo jurando en silencio no comer nunca más de lo que ella luego fuera a cocinar en aquella olla.

– Ustedes, cuidadito con decir nada, –nos advirtieron a todos los que éramos chiquillos.

– Yo voy a sancochar papas.

– Yo pico la cebolla.

– Yo hago la ensalada.

– Yo voy a hacer ají molido en el batán.

10. Y así lo hicimos

Las mujeres procedieron con entusiasmo febril a abrir al gato, a sacarle las tripas, a lavarlo tal como si se preparara un chanchito para meterlo al horno, aunque con más diligencia, devoción y aplicación singulares.

Después, y casi entero –excepto la cabeza, el rabo y las patas– lo hicieron hervir con agua y sal. 

Luego lo picaron bien. 

Después lo condimentaron con ajos, pimienta, cominos y orégano; tal y como si fuera un chanchito, puesto en una bandeja de fierro que apenas entró por la puerta del horno.

Y ciertamente, cuando salió asado, la grasa de su gordura había hecho que todo pareciese un lechón delicioso y crocante.

Todo estaba bien. Salvo la denuncia de los muslos y las patas largas que no podían ser jamás de un chancho y que mis tías pronto disimularon cortándolas.

– Ahora vayan a llamen a sus tíos y a sus papás a comer, –fue la orden que nos dieron más tarde. 

Y así lo hicimos.

11. Resistir la tentación

Cuando tuvieron los platos en su delante mis tíos y papá, con gusto inusitado, se dedicaron a picar con el tenedor, a cortar con el cuchillo y a llevarse considerables bocados del “chanchito” a la boca que engullían con deleite.

El horno había puesto a la carne unos dorados intensos que bajaban desde el bruñido chamuscado, pasando por el rojizo sangre de los costados al amarillo perla del vientre.

Mientras, mi madre y mis tías entraban y salían por la sonrisa que se dibujaba en el rostro y que se convertía en risa por los corredores y la sala de no poder disimular el nerviosismo que les daba ser cómplices de estar dando de comer gato a sus respectivos maridos.

Y sobre todo de ver la voracidad y el gusto con que lo comían.

– ¡Que rico chanchito les ha salido!

– ¡Tiernito el lechón!

Sin embargo, yo vi que ellas mismas no resistían la tentación de llevarse a la boca pedacitos de esa carne apetitosa. 

Y de paso querían dárnosla a nosotros que la rechazábamos de plano con un movimiento contundente de cabeza de izquierda a derecha y de pasos alejándonos de tentaciones malignas.

12. Estallido de risa y carcajadas

Y otra vez repetían el plato para los varones, que lo servían con un rico arroz graneado de mote y papas revueltas.

Cuando mis tíos y mi padre ya terminaban el segundo plato, ya iban a aceptar el ofrecimiento de una repetición más, cuando mi abuela sentándose a comer se le escapó decir:

– ¡A mí no me vayan a servir gato!

Lo que provocó primero el espanto de mi madre y mis tías, y luego un estallido de risa y carcajadas ante el asombro de mi tío Leoncio, de mi tío Panchito, de mi tío Juan y de mi propio padre que miraron presas de pánico sus platos ya terminados.

Y, retirándolos de cerca de sus cuerpos, decían:

– ¿Es chanchito, o qué?

– ¿Qué es señora Sofía la comida?–, preguntó mi tío Francisco con ansiedad y dirigiéndose a mi abuela.

– ¡Nada! ¡Nada! –saltaron a decir mi madre y mis tías–. ¡La mamá no tiene por qué responderles nada!

– ¿No es chanchito al horno?

13. ¡Qué va a ser!

– ¿Qué hemos comido, mujeres?

– ¡Es gato!–, les espetó con toda franqueza la abuela, mientras las mujeres no dejaban de reír doblándose hacia delante y hacia los costados. Y hasta cayéndose por la risa que las hacía sentarse mal en las sillas.

– ¿Es gato? ¡Qué va a ser gato! –Seguían preguntándose y consolándose asimismo los hombres.

– ¡Les vamos a creer! ¡Tratan de asustarnos! –dijo el tío Juan, tranquilizando a los demás. 

– ¡Esto es chanchito, adonde se vaya!

– El gato no creo que sea así.

– ¡Jamás! ¡El gato me han dicho que por más que se cocine bien es aguachento! 

– ¡Esto es chanchito y del bueno!

– ¡No se asusten, muchachos! ¡Las mujeres siempre son bromistas!

– ¡Qué va a ser! ¡No creo que estas mujeres sean capaces de hacernos eso, a nosotros que tanto las queremos!

– ¡Elvira! –Llamaba papá a mamá, que se desternillaba de risa por afuera.

14. Díganme si existe amor

– ¡Hijos! Ustedes, ¿han visto?

– Es gato–, les dijimos los niños que habíamos estado todo el tiempo al frente de ellos mirándolos comer. 

Y para eso les mostramos la cabeza, el rabo y las patas ensangrentadas que sacamos de la lata donde lo habían escondido las mujeres.

Mis tíos empezaron a carraspearse. A rasparse con la voz la garganta. A toser. A tocarse el estómago para ver si les dolía.

Inmediatamente mandaron a pedir chicha, “para que no vaya a hacerles daño”. Y con la efusión de los vasos de chicha descolgaron las guitarras y se pusieron a cantar dirigiéndose en todo como reproche a donde estaban las mujeres. 

Primero cantaron el vals: “Desilusión”, que dice:

Mujer de todos mis ensueños
no sabes cuánto te quiero,
por ti siempre tanto he sufrido
por ese tu ruin corazón.
Después aquella cuya letra comienza así:
Un día en perfecta paz
llenos de armonía dos
díganme si existe amor
donde hay tanta vanidad.
15. Cómo en un día podemos  apagar la luz del sol

Faltó chicha y ya tenían el calientito que habían preparado sus propias esposas para demostrarles que a pesar de todo eran buenas y los querían. Se animó la reunión. Ellas pidieron cantar algo. Y lo hicieron empezando así:
Quisiera confesarte mi cariño
quisiera que comprendas mi dolor
no sé cómo podré explicar
mi afecto, mi pasión, mi amor…
Con lo cual se hicieron las pases y todo después fue cariño sincero.

– ¡Pero qué rico que había sido el gato! –decían. –¿Ya no hay más?

Otra vez les sirvieron gato, que devoraron ya sin escrúpulos.

Y hasta pedían más gato ¡si lo hubiera! Pero la carne había desaparecido. 

Yo creo que comida a hurtadillas por mis propias tías y mi mamá, que lo había preparado.

¡Y hasta devorada a hurtadillas por los mismos niños que habíamos presenciado cómo en un día podemos apagar la luz del sol y encima comérnosla a pedacitos!

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