Instituto del Libro y la Lectura del Perú, y Capulí, Vallejo y su Tierra

4 de junio
Los niños víctimas de la agresión
Hacer de la infancia la patria infalible
Danilo Sánchez Lihón
http://danilosanchezlihon.blogspot.com/ 

“La infancia nos llena la cabeza de luciérnagas
de polvo las rodillas y los ojos nos cubre
dulcemente. La infancia nos llena las manos
de globos y limosnas; la boca, de pitos y azucenas
y nos cubre las espaldas con sus plumas de cigüeña.”
Alejandro Romualdo

1. El niño, la mujer y el hombre

 

El niño es víctima invisible de la desorganización y caos en que viven nuestras sociedades que se debaten en crisis, por su situación de subdesarrollo y dependencia. Esto aún más que la mujer, que es otra de las sacrificadas, pero que siquiera su dolor aparece en los reportajes que se hacen recogiendo su parecer en los mercados, o su penuria se patentiza al expresar su protesta en calles y plazas.


El niño no aparece en los noticieros, ninguna cámara de televisión ingresa hasta los cuartos oscuros, hasta los patios y azoteas donde se lo confina después de los maltratos, después del desahogo que un padre o una madre inconscientes descargan sobre él.


Porque siempre la cuerda se rompe por el punto más débil e indefenso. Siempre lo que se afecta en situaciones de crisis es lo más tierno y sensible, y ahí en ese punto están precisamente los niños, como cuando las parejas se divorcian o separan.


Schopenhauer dividía la humanidad en tres escalones o estamentos: niño, mujer y hombre, afirmando que este último es “el verdadero ser humano”.


Si eso pensaba un filósofo, que es alguien confrontado con las ideas, los valores y los principios, ¿qué podemos esperar de un ser humano cualquiera, agobiado de problemas, con familia que debe sostener, y que precariamente vive en el extremo del Cerro San Pedro, en el distrito de la Victoria de Lima? Además: sin luz, agua potable ni servicios básicos. Imaginémonos: ¿cómo será allí la situación del niño?


Deduciendo de lo que predicaba el filósofo alemán, podríamos estar devorando a los niños, crudos o cocidos, servidos en diversidad de potajes puesto que ellos no son verdaderos seres humanos.

 

2. Tarde o temprano

 

De allí que hay en estos momentos atroz sufrimiento en una gran mayoría de ellos, o porque ven a sus padres padecer o porque éstos descargan en ellos sus traumas y frustraciones, que se expresa en el castigo y en el maltrato físico y moral de que se los hace víctimas.


Miradas así las cosas, ya es una pena para ellos la falta prolongada de sus padres en sus hogares, porque éstos tienen que recurrir al doble empleo para mantener a sus familias.


O, por el contrario, es una sanción su presencia amarga y hostil al interior de sus hogares. Lo mejor que debieran tener los niños –es decir sus padres– o no los tienen o los tienen pero mal, con abuso y opresión.


Y nosotros, los hombres, después de haber cometido una falta, un abuso, una ofensa o un atropello contra el niño, no somos tan hombres como para ir y pedirle disculpas o perdón.


Es más fácil arrepentirse ante la mujer, que hacerlo ante el niño, porque él “no es persona”, no tiene poder, no recurre a ningún ardid ni subterfugio para hacer sentir al otro su infamia y su maldad.


Tiene que tragar su resentimiento, tiene que reprimirse y desahogarse latigueando al suelo, apedreando un objeto, destrozando el juguete querido, haciendo rodar de una patada al gato, matando al pajarito en la escalera.


Él será aquel adulto de mañana, o de pasado mañana. Cavernícola erizado y recubierto de púas, malévolo y malvado, porque cuando era niño hicimos de él un cúmulo de resentimientos, un hato de rencor que tuvo que explotar tarde o temprano, acrecentando la violencia, haciendo subir al máximo el odio hacia su  sociedad y su mundo.

 

3. Son el presente

 

De allí, el feroz desarraigo de muchos jóvenes respecto a su realidad, su sociedad, su familia y hasta su propio país. De allí su apatía, su indolencia, su encostramiento.


Muchas veces salimos a protestar en las calles con nuestros carteles, en campaña loable por “lo mala que es la televisión”, “por la paz en contra de la guerra”, por “el consumo de drogas”, por aquellos problemas de afuera, “macros”, de política muy general.


Pero muy rara vez por lo cotidiano, menudo y corriente, por aquello que está metido en nuestra casa y en el interior de nuestra camisa o equipaje, bajo la piel que nos envuelve.


Por eso no clamamos alzando los brazos. Por eso no hacemos mítines ni marchas, ni manifestaciones ni pliegos de reclamos. Eso no  nos parece cuestionable, pasa como si nada, siendo más bien ahí donde está el verdadero problema.


Se dice que los niños son el futuro de un país, pero es falso; son el presente en nuestra sociedad; ellos esperan una comprensión más razonable acerca de su mundo.


Reclaman urgentemente desvelo y cuidado, debiendo nosotros afrontar, con relación a todo ello, varios aspectos esenciales que enfocaremos sucintamente y que guardan directa relación con la condición de vida y las categorías de valor con que estamos actualmente viviendo. Algunos de dichos problemas son los siguientes:

 

4. Negamos al niño la condición de persona humana


El primer asunto, y quizá el fundamental, es la negación de “persona humana” que hacemos o con que tratamos al niño en nuestra sociedad, actitud explícita o tácita, que tiene sus patronos y propugnadores ilustres, tan antiguos y modernos como Aristóteles o Schopenhauer.


El primero pensaba que “el niño es un papel en blanco en el cual podemos escribir lo que se nos antoje”, infundio, aberración y hasta atrocidad dicha nada menos que aquel maestro cuyo pensamiento ha prevalecido durante veinte siglos en la pedagogía y en el orden social, y lo siga haciendo. De allí que sea muy natural entonces pensar que el niño está para obedecer, acatar y someterse a lo que otros determinan que haga.


De allí que sea muy lógico imponerle nuestros gustos, no dejando que él decida por sí mismo. De allí que pensemos que él debe aprender de nosotros y grabar lo que se nos ocurra. De allí que debe ser tabla rasa o borde de playa mojada, válida solo porque graba nuestras pisadas. De allí que pensemos que su cerebro es un recipiente vacío que nosotros hemos de llenar indiscriminadamente, como si guardáramos objetos en un almacén o pusiéramos a cuajar adoquines en la nevera, concepción que ahora es fácil ver que no sólo es errada sino totalmente infame e inmoral.


Pero, en vinculación a todo esto, hay algo más perverso aún: exigimos que el niño sea lo que nosotros no pudimos ser. Le decimos: Yo quise ser médico (o ingeniero, abogado o lo que sea), pero no pude. Tú tienes que llegar a serlo”. Si ese padre no tuvo valor para ser aquello que quiso, ¿Qué derecho tiene entonces para imponer esta obligación a otra persona? Y es que esa es la cuestión: no damos todavía al niño la categoría de persona humana, con identidad, dignidad y capacidad de elegir.

 

5. Están en sus casas


Pero al niño no sólo le hemos abolido la condición de persona humana, sino que le negamos lugar, sitio y ambiente en donde estar. El no tiene espacio en nuestro mundo, en nuestra ciudad, en nuestro país: lo hemos expulsado, confinado, arrinconado.


Porque entre ceja y ceja hemos concluido o hemos adoptado el concepto de que éste es un mundo para nosotros los adultos, para hombres fuertes, para “machos”. O algo peor: actuamos así sin darnos siquiera el trabajo de tener el concepto, porque de lo contrario lo debatiríamos.


Contaré al respecto lo siguiente: Una señora que vino de otro país a Lima me preguntó al tercer día de su visita y de caminar por las calles de nuestra ciudad: “¿Dónde están los niños?”


Esa pregunta me reveló una realidad nacional de espanto, cual es el confinamiento en que los tenemos: no van en los ómnibus, no pasean por las calles, no ingresan a los restaurantes, no corretean por las plazas.


Claro, en ese momento no habíamos pasado aún por las esquinas en donde sí hay niños, pero en condición de mendigos: lustrabotas, limpiadores de lunas de autos, infladores de llantas en los grifos o de vendedores lastimeros en los vehículos de servicio público.

 

Pero a punto estaba de decirle, recurriendo a un lugar común:


– “Están en sus casas”.

 

6. Negamos al niño espacio y lugar

 

 Pero me contuve, reaccionando a tiempo, porque íbamos a visitar a varios amigos en sus casas en donde temí que no encontraríamos a niños ningún sitio, sino a “la familia”, todos lógicamente adultos.

 
Dicho y hecho. Así fue. No estaban los niños, ni siquiera los presentaron, no aparecieron por ningún lado. Ya de vuelta hacia su alojamiento me preguntó:


– ¿Qué porcentaje de población infantil tiene el Perú?
– Más del 50%” –respondí.
– ¡No puede ser! –me dijo espantada– debe haber un error. Pues se ven menos niños que en países en donde la población infantil es mínima o está desapareciendo.


Y es que el niño en nuestra realidad se le confina, se le trata como elemento de tercera o quinta categoría, se le esconde porque no es presentable y el lugar adonde se le determina estar es el patio trasero, o en la azotea junto a los trastos, los muebles y las cosas inservibles.


O están junto a las sirvientas –existen aún aquí personas a quienes llamamos y tratamos de ese modo– o al lado de las abuelitas, si a éstas se las trata mal, por supuesto.


El no puede estar en la sala porque está encerada, perfumada, lista para las amistades; porque allí rompe la vajilla, desportilla los muebles, reordena las cosas a su modo.


Porque el orden y la consideración se ha establecido desde la perspectiva del adulto.

 

7. El súbdito y esclavo que tenemos en casa

 

Tiempo después, al caminar con mis hijos por la ciudad, he comprendido por qué Lima (y en realidad todo el país) está deshabitada por los niños y es que no hay condiciones para que los padres lleven consigo a los pequeños, que es otro aspecto de esta realidad.


Nuestras ciudades están hechas para hombres físicamente fuertes, agresivos y hasta inescrupulosos, porque cada paso en nuestras ciudades es una lucha a muerte que hay que sostener y ganar para vencer y pasar adelante.


Es una batalla para apropiarse de un lugar, es una guerra donde hay quienes se imponen, que son unos cuantos, pero más hay heridos, contusos y perdedores. Y muertos de los cuales están sembrados los campos.


Otro problema no menos grave es la condición de súbdito y esclavo que hemos dado al niño en el interior de nuestras casas y hasta en las instituciones educativas dedicadas a ellos, o que tienen razón de ser en función de ellos.


Este hecho se hace evidente en las órdenes que imponemos con increíble brutalidad, que implantamos con violencia y presión condenables, con gritos, injurias e improperios; sobre quienes descargamos todo el peso de nuestro poder.


Él es la indefensa persona que soporta las peroratas ofensivas, en las cuales les sacamos en cara que los mantenemos, que les damos de comer, que los vestimos y educamos. Que él es un gasto inútil y un bulto pesado sobre nuestros hombros enaltecidos.

 

8. ¡Y que estén bien limpios!

 

Le decimos a él todo lo que no consentimos jamás que alguien nos lo diga a nosotros ni siquiera el ser más querido.


Por la centésima parte de lo que decimos a un niño, cualesquiera de nosotros encontraría justificación hasta matar.


Y nosotros le impetamos a nuestro hijo (o hija) como desahogo de lo que no hemos tenido el coraje de decir al compañero de trabajo, al cual consideramos un sinvergüenza; o al jefe que nos maltrata y de quien sabemos mil deshonestidades, o a la autoridad ante la cual nos deshacemos en genuflexiones. Sin embargo, con saña, alevosía y ventaja, se lo adoquinamos al niño o niña.


Y es que cuando les imponemos órdenes a ellos nos suponemos jefes, nos sentimos realizados porque tenemos, por fin, un súbdito y un menesteroso. En nuestro lado o al frente a un vasallo. Alí ronda por cariño al lado nuestro un ser precioso a quien convertimos en un mandadero que nos llena de orgullo que esté siempre atento a obedecer lo que se nos ocurra.


¡Qué nos interesa averiguar lo que pasa en su mente! Si está o no dispuesto a hacer lo que dictaminemos que haga. Si halla o no razonable lo que le enviamos a ejecutar.


Y lo hacemos sin conocer su opinión, sin pedirle “por favor”, como hacemos con la dama o con la señorita de nuestra oficina, almacén o bodega, ante quien nos deshacemos en halagos y en atenciones.

 

– Anda, compra dos cervezas para celebrar con mi compadre.
– No te acordaste de los cigarros. Vuelve por ellos.
– Ahora, ¡tampoco pensaste que necesitamos fósforos!
– ¿No ves que necesitamos vasos? Tráelos. ¡Y que estén bien limpios!
– Trae bancas para sentarnos.

 

9. La violencia y el derecho que nos arrogamos de ejercerla


Otra grave responsabilidad de la comunidad actual con relación al niño es la violencia física, moral y verbal que se ejerce en contra de él. Si descorremos esta cortina o destapamos este problema en sus reales términos, veríamos que nuestra sociedad en este punto llora, gime y se retuerce, porque es tan lacerante la condición del menor de edad, que nos oprime el alma conocerla y revelar esta situación en toda su crudeza.


Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, un niño se queja en la casa de al lado; suplica, pide perdón, implora; luego escucho insultos de una persona mayor y gritos de dolor de parte del niño. La madre que es soltera, le pega inmisericorde, lo acusa de ladrón y que por culpa de él ha destruido su vida.


Ella lo deja solo todo el día, encerrado con su perro, mientras ella se va a trabajar. Desde la ventana del segundo piso cuando me asomo, me hace muecas, tratando de llamar la atención, apunta sus manos y hace como que me dispara y me mata. Yo le pregunto por su mascota, a quien ha puesto por nombre “Nimetoques”. Después que entro, está como una hora tirando cualquier cosa a mi ventana, o a nuestro patio queriendo comunicarse con alguien.


Ya de noche llega la madre. Con frecuencia ella tarda, entonces él, que se llama Daniel, trepa hasta una pared porque teme la oscuridad y allí está durante varias horas esperando en silencio.


¿Con qué angustia en el corazón –digo yo– esperará ese niño a su madre? ¿Con qué ilusión, cariño y a la vez inquietud hincándole el alma. Pero cuando ella llega, encuentra que algo está mal porque descarga todo su furor en el pequeño de apenas 8 años. Y lo grita y lo insulta.


En el fondo él dirá: “No importa con tal de que llegues y me salves de tanto abandono y de tanta soledad. No importan tus insultos y tus golpes con tal de que tenga alguien a quien querer. Pégame si quieres pero no tardes tanto.” Pero, ¿hasta cuándo durará aquel candor?

 

10. Nada es más importante que un niño

 

En un reportaje a diversos niños del Perú, uno de ellos que trabaja de lustrabotas, y tiene 8 años como Daniel, dice estas palabras: “No soy malo, porque si no nadie me quiere. Pero tampoco soy bueno, porque si no abusan de mí”.


Esta es, lamentablemente, la condición de muchos niños en nuestro país: la de adultos precoces, la de doctores prematuros en cómo manejar acomodaticiamente el bien y el mal; la de conciencias perturbadas de lo atroz y terrible que resulta ser niño en estos tiempos aciagos.


“Nada es más importante que un niño”, escuché decir a un líder latinoamericano, proclama que es natural y de sentido común; pero ¡qué lejano e ilusorio resulta todo ello cuando lo cotejamos con nuestras realidades!, en donde condenamos, castigamos, vilipendiamos a un niño hasta por ser niño, es decir, por su capacidad de recrear el mundo, de descubrir su realidad, de experimentar y construir, hechos que los niños alcanzan a través del juego.


En nuestras casas, en la escuela, en la comunidad en que vivimos, niño juguetón es niño malcriado, “oveja negra”, "vergüenza de la familia”; porque queremos niños quietos; formales, súbditos; que no nos den problemas, que acaten y obedezcan, razón que hace que maltratemos, castiguemos y marginemos al niño, simplemente por su capacidad de ser despierto e inteligente frente al mundo.

 

11. Los condenamos y maltratamos por jugar

 

Rodrigo un día trajo su libreta de notas del colegio con 10 en conducta. Me preocupé, sin embargo tenía confianza en mi hijo. Me apersoné a ver lo que ocurría. El regente silbó de satisfacción. Oí que le decía: "Ya ves, ha tenido que venir tu papá". E invitándome a su oficina me mostró un bloque de papeletas sujetas con un agarrador de metal que tenía en su cajón. Era impresionante el grosor y el orden de aquel legajo.


– “¿Cuáles son sus faltas?", pregunté.
– "Aquí están. Se las voy a mostrar una por una xon día y hora de ocurrencia, señor”. "Por hablar". "Por reír". "Por jugar". "Por salir del salón". "Por cantar". "Por conversar con su compañero".
– "Bueno –repliqué yo– me voy contento, porque tengo un hijo que habla, ríe, juega, sale del salón, canta, conversa. Es decir está vivo. Le agradezco mucho señor por un informe tan loable y positivo".


Incurrimos en condenar aquello porque ignoramos que los hombres de éxito son aquellos que fueron muy expresivos de niños y ya de adultos realizan su trabajo como si fuera un juego, hecho que eso sólo es posible cuando en la niñez hubo experiencia plena de compartir, de hacer compañerismo, de integrar grupos  y ser felices, ¡o de tener libertad para innovarlo todo!


Si ordenáramos la educación, la familia y la comunidad –en donde fundamentalmente hay niños– en función de algo auténtico, tendríamos que hacerlo a partir de reconocer el juego como la clave fundamental para dicha organización, puesto que es lo que caracteriza al niño, dado que es la forma como él se relaciona armónicamente con el mundo.


Así, todas las capacidades, habilidades, destrezas y proyecciones las tendríamos afloradas para poder conducir todo proceso, siendo el primer resultado nuestra propia redención porque el primer beneficiado de esa comprensión será el adulto.

 

12. Difícilmente nos comunicamos con el niño


Otro aspecto igualmente fundamental, y que en este caso dejamos de hacer con el niño, es comunicarnos con él; que no es lo mismo a “hablar con él”, porque muchas veces hablamos para darle lecciones, pontificar acerca de las cosas, obligarlo a hacer algo que nosotros queremos que haga, hechos que indudablemente no son comunicación; porque ésta es una relación horizontal, de mutuo respeto, de expresar nuestras ideas y aceptar las ideas del otro. ¡Eso no hacemos! ¡Ni soportamos que se haga!


Nuestra relación o conversación con el niño es de consejeros, de “personas mayores y experimentadas” que van a prevenirle algo, prepararlo para la vida, “advertirle de los peligros en que puedan caer”, etcétera, asuntos de los cuales el niño  esta harto; que desprecia y abomina porque hemos perdido en el fondo “autoridad” ante él, porque conoce más que nadie nuestros dobleces y nuestras miserias, porque sabe que la ley es la del embudo: él debe ser bueno y correcto, pese a que los adultos nos portemos como patanes.


El niño necesita comunicación, aunque él demuestre no quererla, de ser ya ese erizo enconchado en sí mismo, cerrado y no dispuesto a soltar prenda de lo que le embarga y atormenta. Hace esto porque muchas veces tiene miedo, se espanta y teme establecer esa comunicación; porque ahí en su delante encuentra un abismo entre él y nosotros, abismo que los adultos ya no vemos ni reconocemos, porque solo sabemos endilgar reproches.

 

13. Recrear desde él y hacia él la vida

 

¿Nos importa ese miedo? No. Y, es más: Si lo sabemos, no lo aceptamos, ni reconocemos, porque tenemos también el prejuicio que todo miedo es debilidad. Y porque queremos hacer del niño un ser duro, sin escrúpulos, porque tememos que sea agredido, maltratado y hasta explotado y en esa inquietud hacemos de él un ser agresivo y un explotador.


“Que triture, pero que no sea triturado”, es nuestro lema; tornándolos en esos seres llenos de púas, recovecos y espinas, tanto que nosotros mismos retrocedemos al verlos cuando ya son jóvenes.


Pero hay otro aspecto de suma importancia y que guarda relación con este tema y es la otra expulsión, confinamiento y marginación, que se establece en la nula presencia del niño, en los medios de comunicación (siempre que no sea la utilización barata, comercial o el rol de telón de fondo, que se le da en las series sentimentales o en las propagandas que se difunden entre uno y otro programa); refiriéndonos con ello a espacios y contenidos preparados para recrear desde él y hacia él, la vida y el mundo.


La razón de esa ausencia flagrante es muy simple, nos lo explica la siguiente respuesta, que deja patente su tremendo cinismo y que la ofrece un empresario cuando se le pregunta por qué no hay espacios para los niños en la radio y la televisión, y él responde: “La realidad del niño en los medios de comunicación no vende; es totalmente antieconómica”.

 

14. El derecho a la imaginación

 

Para finalizar, precisaremos que hay un derecho de la persona humana, que lamentablemente no está considerado todavía en ninguna declaración de principios de los Derechos del Hombre y que tampoco está reconocido en ninguno de los instrumentos siquiera formales que abogan por los derechos del niño.


Él es el derecho a la imaginación, a la ilusión y a la utopía, justo aquello que caracteriza y define al niño, y que no reconocerlo es como no darle carta de ciudadanía al niño, porque un niño fundamentalmente es ciudadano de todo lo que es ideal.


Tal derecho a la imaginación es contrario a los esquemas, a los programas preestablecidos, a las organizaciones verticales, como son los sistemas educativos actuales en nuestras sociedades.


La imaginación es contraria a la miseria, sólo en parte determinada por la precariedad económica; porque la otra es la precariedad peor: la de las concepciones del mundo y la vida. Todo eso es lo que hizo gritar a Mark Twain: “¡Viva la ilusión!”.


La imaginación es contraria a la pobreza estructural en que vivimos, es opuesta a este régimen de ordenamiento en el hogar, en la escuela y en la sociedad en que ahora nos debatimos, porque aquella es creatividad, es vida, es generosidad; contraria al modelo de familia, a los padres y al mundo en que vivimos, y que es obligación hacer  promesa y juramento de cambiar, hasta morir en el intento.

 

15. Enarbolar y construir en lo más cimero

 

De allí que prometámonos hacer una sociedad que adquiera los valores de la infancia, viviendo en la transparencia, en la nobleza del espíritu, en valores como la ternura y la felicidad.


Prometámonos hacer del mundo un paraíso, donde el hombre se sienta niño sin recelos.


Prometámonos llenarlo de ilusión, de sonrisas; en donde las calles sean claras y reluzcan como fuentes.


Donde se aprecie que es una gracia y un don divino vivir. Donde todo sea lozano y bello.


Donde la gente confíe pasar una al lado de la otra; donde todos nos sintamos personas buenas y hermanadas.


Soñemos un país mejor y marchemos con los niños hacia las vastas, dulces y frescas regiones de la utopía, buscando la forma de hacerla posible ajustando las cargas en el camino.


Soñemos un país mejor; donde sobre lo valioso que es, construyamos lo valioso que falta.


Un país en donde a cada paso entonemos el canto a la vida. Y será así porque con ellos hemos vuelto a ser niños.


Y lo somos y seremos eternamente cuando sonreímos. Porque sólo siendo felices y niños podremos sentir la aurora y enarbolar y construir en lo más cimero las moradas del amor y la esperanza.

Danilo Sánchez Lihón

Instituto del Libro y la Lectura del Perú

Ir a índice de América

Ir a índice de Sánchez Lihón, Danilo

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio