Instituto del Libro y la Lectura del Perú

Evocaciones en el día de la madre

El encanto que surgía de tus manos
Danilo Sánchez Lihón

1. Una senda donde antes había un pantano

 

Recuerdo madre, cuando era niño, la vez que hicimos un camino para que la gente pasara por una calle que solía hacerse un lodazal con las lluvias de febrero y de marzo.


De noche, tus hijos cargábamos piedras y te las íbamos pasando mientras tú ya sin pañolón que habías tirado a un lado te inclinabas hacia adelante y ponías paso a paso sitios en donde asentar los pies, que luego rellenábamos con piedras más pequeñas hasta hacer un sendero seco y parejo.


Ahí mismo trazabas al borde de la acequia por dónde debía correr el agua que se empozaba, yendo calle abajo, alcantarillado que también empedrábamos.


Al otro día veíamos con gusto cómo la gente humilde, y la otra también, los niños, los muchachos, las mujeres, los ancianos y toda persona, transitaban ya por esa vereda tuya y nuestra que nadie sabía cómo de la noche a la mañana había surgido, pero que ahora la seguían seguros y confiados.


Así, creo que nos enseñaste a hacer caminos en esta vida, senderos posibles, y a cómo conducir el agua de las lluvias y tempestades.


Y a servir sin que se sepa quién había hecho el bien de trazar una senda donde antes había un pantano.

 

 2. Yo lucía en el pecho un orgulloso clavel rojo

 

Recuerdo, mamá, para esta fecha la actuación por el Día de la Madre en mi escuela. Y la mañana luminosa en el patio cuando teníamos que cantar a voz en grito las canciones.


Y yo salir a recitar un poema para ti, de Carlos Oquendo de Amat, en el corredor de arriba:

Tu nombre viene lento como las músicas humildes
y de tus manos vuelan palomas blancas
Mi recuerdo te viste siempre de blanco
como un recreo de niños que los hombres miran desde aquí distante
Un cielo muere en tus brazos y otro nace en tu ternura

A tu lado el cariño se abre como una flor cuando pienso
Entre ti y el horizonte
mi palabra está primitiva como la lluvia o como los himnos
porque ante ti callan la rosa y la canción.

Aquel día yo lucía en el pecho un orgulloso clavel rojo, intenso, ufano y entusiasta porque estabas viva. Y tú eras como yo siempre hubiera soñado que fueras: linda, preciosa y buena.

 

3. Teniéndote a ti incrustada en el fondo de mi alma

 

Pero en donde hacía fila mi sección había dos personas a quienes yo miraba con curiosidad lacerada, porque horadaban sus pechos unas inmensas e inconsolables flores blancas.


Una persona era el profesor Wagner La Portilla y la otra era un muchacho pálido, mofletudo y melancólico, que durante todo ese día tenía la mirada más perdida que nunca.


Cuando los chicos salíamos a recitar las poesías estas dos personas sacaban sus pañuelos desteñidos sin que el dolor les diera tiempo para esconderse y lloraban de pie al lado nuestro.


Lo hacían a grandes sorbos, con un llanto desgarrado que contrastaba con el cielo azul, las nubes albas de mayo y todo el regazo de la tierra hecha de olores estallantes y flores de mil colores.


¿Qué imágenes dolorosas cruzarían por su desolado corazón? ¿Qué recuerdos o ausencias hacían que se sacudan así sus cuerpos?


Ya en el recreo, cuando jugábamos, algunos compañeros decían al ver a aquel muchacho:


– Llamémoslo y seamos buenos con él, porque no tiene madre.


Esta frase, mamá, qué atroz resonó en mis oídos: “No tiene madre”. Porque es inconcebible. ¡Todos tenemos un origen y venimos de alguien! ¡Pero él no la tenía! Y yo lo miraba sin comprender ni entender nada.


¡Qué atroz y estremecedor destino!


¡Y qué dicha la mía, mamá, de seguir siendo, hasta ahora, ese niño presuntuoso y engreído, que se siente confiado y seguro en el mundo, teniéndote a ti siempre en la vida e incrustada en el fondo de mi alma!
 

4. Las malvas humildes y los secos rastrojos de los muros

 

Dentro de unos días viajaré a Santiago de Chuco. Caminaré hasta el cementerio y visitaré a papá en su tumba. Me acercaré hasta el nicho de mi abuela Rosa, y deslizaré mis dedos por la loza áspera y en las letras borrosas de su lápida.


Arrancaré flores silvestres que crecen por toda esa colina y las pondré en su nicho, para que la consuelen en su largo descanso. Con ella fui, como bien sabes, arisco, montaraz y rebelde, porque despreciamos amor cuando la vida nos colma de amor a manos llenas, siendo que después nos cobra cruelmente por lo indiferentes que fuimos. Aunque siento ahora que ella me perdona, me ayuda y ampara desde el cielo donde mora.


Así que pronto estaré comiendo choclos y habas verdes. Arroz con chungares y chupe de papas. ¡Y pediré cañas! Quiero ir al campo a ver esas flores azules y las otras de tenue amarillo que se mecen sobre el verde de los prados con el viento de la tarde.


Y las hablaré por su nombre a las “pacha rosas” entre las espinas, como siempre hago.


Y a esas otras moradas regadas en los campos humedecidos, que Amelia me enseñó a nombrarlas como “rostros de Cristo” las traeré a mi habitación para mirarlas mientras te escribo.


¿Y cómo se llaman esas otras que cubren con un manto de pasión celeste las chacras y las lomas?


Hay otras de amarillo intenso que las decimos “rompe ollas”, porque esa es la fama que tienen, y crecen en los cercos de los caminos.


¡Y tampoco no me olvido de las malvas humildes y los secos rastrojos de los muros!

 

5. La vida es el arte de forjarnos los mejores recuerdos

 

También, madre, algo que recuerdo mucho es cuando para el mes de julio hacíamos uniformes escolares para el desfile de Fiestas Patrias. Y vestidos de mujeres del campo para la Fiesta del Patrón Santiago.


En realidad no los vendíamos sino que con ellos hacíamos canje; trocándolos por gallinas, chivillos o algún marrano. O, tas con tas, midiendo en el sombrero, con granos de las cosechas que los campesinos traían en sus rebozos o alforjas.


Para ello, todos ayudábamos a hacer algo. Los hijos chicos ensartaban el hilo en las agujas, otro soplaba la plancha, a pegar botones, y los más grandecitos a hilvanar, doblar bastas, hacer ojales.


También hacíamos cristinas para la venta el día del desfile. Entonces tus hijos teníamos que hacer los rombos azules y rojos, con base de cartón y forrados con papel lustre.


O cosíamos galones con tantos sutaches como distintos años de estudio tenían los muchachos; e insignias con bandas rojas y blancas bordadas de filo amarillo.


Para ello poníamos el número de la escuela pegado en el centro con papelitos cortados; para lo cual coleccionábamos las hojas de almanaques y calendarios envolviéndolas en un paquete, con un rótulo grande que decía: “Manualidades”.


¡La vida es el arte de forjarnos los mejores recuerdos, mamá, y hasta en esto siento cómo es tan hermoso e intenso lo vivido!

 

 6. Hasta el primer cantar del gallo en la honda madrugada

 

En este, o cualquier otro trabajo, nos cogía y se hacía sentir, como un galgo rabioso, el frío de la madrugada. Porque pasada la medianoche en Santiago es hora densa, profunda y gélida. Entonces tú y papá, para darse y darnos ánimo, se entusiasmaban y decían:


– ¡Hagamos ponche de chicha!

– ¡Ya! ¡Hagamos pues! –Era la respuesta ilusionada.


Te echabas a los hombros tu pañolón y salíamos a la cocina a encender la candela. Si no había leña yo buscaba el hacha y me ponía a rajar los troncos en el callejón de abajo.


Era una proeza hacer que el fósforo prendiera en alguna astilla. Pero, ¡por fin se lograba!


Entonces hervíamos la leche, la vaciábamos en la vieja ponchera de lata y al batirla espumaba con la yema y la clara de huevo. Y luego tú agregabas la chicha.


¡Era feo el ponche madre!


A mí no me gustaba, aunque recién ahora lo confiese. Aunque lo tomábamos con gusto, por lo tierno de la hora y porque en realidad nos reanimaba en las tareas que estábamos haciendo.


Pero... uno a uno iban cayendo dormidos mis hermanos pequeños y los íbamos acostando en sus camas hasta quedarnos papá, tú y yo, trabajando en silencio hasta el primer cantar del gallo en la honda madrugada.

 

 7. Tener ese jardín artificial salido de tus manos, y puesto sobre su cuerpo

 

Tú confeccionabas para esas fechas, vestidos con flecos, grecas y encajes, como las cometas, que gustaban mucho a las muchachas del campo.


Además, ¡los componías de colores floridos y luminosos! Para ello combinabas una y otra tela, mirándolas con tus ojos ingenuos e ilusos.


Al otro día, yo hacía el colgador de un palo de eucalipto pelando su cáscara y dejando su superficie blanca y lisa donde amarraba un lazo para que cuelgue.


¡Era un orgullo ver lucir el vestido tan lindo en la pared de enfrente de la sala!, que para esa ocasión se convertía en tienda, abriendo de par en par la puerta por donde la gente pasaba y reflejaba ya de color lila el sol dorado de la pared de enfrente.


Desde el patio de adentro escuchábamos tocar la puerta ya desesperados, hasta a gritos, de tanto insistir sin que nadie les haga caso. Entonces salíamos corriendo.


Ahí estaban unos ojos cristalinos, embelesados ante tu obra de arte y maravillosa, ¡y lo único que querían en este mundo era tener ese jardín artificial y colgante salido de tus manos, y puesto sobre su cuerpo embelesado!


Apeaban el bulto que llevaban sobre su espalda y, así estuviera prometido al rey del universo, nos lo dejaban a cambio del vestido. A veces el bulto era una pava de cola jaspeada, que corría asustada a refugiarse bajo la silla, o un chanchito confianzudo que hociqueaba nuestros zapatos, o bien una gallina “flor de haba” que empezaba a cacarear buscando un nido para poner su huevo.

 

 8. El Día del Alba en nuestro pueblo

 

Madre, el vestido que llevaban ha dejado en mí un vacío imposible de llenar. Porque era irremplazable por sus colores, aromas y las evocaciones que despertaba estando en esa pared del frente de nuestra sala, que florecía bajo el encanto de tus manos para la fiesta de nuestro pueblo.


Por eso, mirando los jardines de Versalles en Francia, volví a mi infancia, a mi tierra y hacia ti.


Y estando allí escribí en mi cuaderno de notas este apunte:

 

Los paisajes
desprendidos de tus ojos,
de cómo
luego los ibas acomodando
y cosías
en los vestidos que salían
de tus manos
es la visión que guardo, madre,
del Paraíso
Terrenal y de todos los jardines
del universo.

 

Las flores
estampadas por ti eran el centro
del Edén.
Porque no he vuelto a sentir
ni esa ilusión
ni ese perfume en ningún jardín
del mundo
por preciosos que ellos fueran.
Ni
en el Taj Majal, ni en la Alhambra
de Granada.
Tampoco en Chapultepec,
ni
aquí en Versalles que he recorrido
pensando
sólo en ti, y en el día del alba
en nuestro pueblo

 

 

9. El titilar de las estrellas en el cielo severo de septiembre

 

Recuerdo también, aún con miedo, que a los conejos que teníamos en casa no les quedaba ya comida para esa noche ni menos para el día siguiente. ¡Y chillaban desesperados de hambre!


Entonces, ya con el sol oculto, te echaste el pañolón a la espalda y nos fuimos a traer hierbas del campo, a una hora en que ya se anunciaban las sombras.


Dejando las últimas casas al final del pueblo, fuimos por unas chacras sembradas de trigo, pasando “La pera” y en dirección a la quebrada que queda al pie de “Las Tierras Amarillas”. Por allí había unos estanques que se llenaban de berros, hierbabuena y azucenas.


Aún así, por más que buscamos no encontramos pasto que comieran los conejos. Pero, al fondo hay una poza grande y misteriosa, de aguas verdosas y quietas.


Todos los grillos cantaban a esa hora haciendo intrincada y conmovida la tarde. Al borde, subiendo ya por el cerro, ¡divisamos una mata coposa de acelgas! ¡Pero era monte y todo allí estaba mojado y resbaloso por la lluvia!


Entonces tú, agarrándote de unas ramas titubeantes, te empinabas más y más y casi tu cuerpo estaba suspendido sobre las aguas fantasmales. Yo temía, angustiado, que te cayeras hundiéndote en ese espejo insondable.


Arrancaste todas las acelgas, que me las tirabas. Yo las iba recogiendo hasta llenar un costal. Y con él regresamos abrazados, ya contentos, conversando, con el fondo del croar de los sapos, jugueteando con las lucecitas de las luciérnagas y el titilar de las estrellas en el cielo severo de septiembre.

 

 10. No nos perderemos incluso en el infinito

 

En tu última carta, mamá, me cuentas que has soñado que te llevo por un sendero, por donde vamos cogidos de las manos; pero algo, según dices, nos detiene, nos hace caer y después, ambos, nos buscamos sin encontrarnos.


Mis manos, mamá, en primer lugar, siempre van cogidas de las tuyas, y siempre serán las de tu hijo y las de un niño.


Después... es cierto:


¿Cuántas veces no te habré arrastrado –con porfía, porque así ha sido– a que me lleves o vayamos hacia algo que me pareció bueno y resultó equivocado, sin ver el hoyo acechante que se abría?


Pues, está bien que yo caiga –porque me lo merezco– pero no tú, mamá.


Me da pena, y siento a la vez una profunda ternura, por estar en estos lances siempre unidos; a tan altas horas de la noche y tan lejos, en tu desvelo.


Y, por último, mamá, yo me encontraré a gritos contigo, no nos perderemos, incluso en el infinito. Me cogeré a tus manos hasta cuando sea la partícula más ínfima de polvo en que se conviertan mis huesos.


Siénteme así, mamá. Seré una cascarita de trigo o cebada cogida al sol, a la luna o a un lucero.


Porque, ¿en qué me convertiré? En una poñita a tu lado.

 

 11. Para una madre no hay hijo que enmudezca, ni voz que le sea escondida

 

Me cuentas que sueñas que los dos caminamos por un lugar desconocido y lloramos. Debe ser por algo que tú y yo hemos anhelado mucho, hecho juntos... ¡y que se ha cumplido!


¡No ha de ser por nada malo, mamá!


¿Te acuerdas que era así de niño?


Cuando el aviar en la casa no alcanzaba y sin tener para comer ese día trepaba a algún terrado y ya teníamos algo que ofrecer a mis hermanos pequeños, sin que se entere el pobre y digno papá.


No estés triste, mamá. Lloramos sí, pero de alegría, por algo que sin duda es hermoso, quizá hasta chistoso, aunque haya sido arriesgado conseguirlo.


Como cuando buscaba y traía muy de noche higos, ciruelas o limones dulces, ¡porque de eso te antojabas en tus embarazos! Y el problema era ¡donde había a esas horas!


Pero, gracias por seguir tan abrazados. Tú y yo juntos, hasta esta edad. Después de todo tú eres mi mamá y yo soy tu hijo querido. Aunque no está bien que te haga sufrir así.


Pero tú estás lejos y hasta ahí no alcanzarán a llegar ni mi llanto ni mi congoja.


 Aunque sé que para una madre no hay hijo que enmudezca, ni voz que le sea escondida.

 

 12. Y... te ruego; ya no llores ni estés triste por mi culpa, mamá

 

A mis hermanos les dices que se preocupen por mí, que algo me pasa, porque al hablar por teléfono sientes que mi voz es triste y se quiebra.


Mamá, estoy bien. Mi lógica –te lo estoy mostrando– es firme y mi corazón es fuerte; aunque haya un acento que escape a todo dominio y un tono que nos traicione.


Confía en que tu pequeño sabrá salir adelante, que ha vencido de niño caminos adustos, que ha corrido veloz por oscuros atajos. ¡Tú me has abrazado y besado tanto por eso!


Que tu pequeño ha golpeado con sus pasos menudos baldosas terribles; que ha abierto intrincados obstáculos. ¿Te acuerdas cómo he conseguido remedios para tus ataques de pecho o tus dolores de vientre?


¿Te acuerdas, madre?


Te consta también, por que tú me has tenido en tu vientre, que mi pulso es bueno, mi pálpito es perfecto y mi ilusión invencible. Y, muy al fondo, hasta pareciera que sonrío.


Ten por seguro que mi alma está directamente conectada a los oídos de tu corazón.


Que mis manos –¡que tú has acariciado tanto y besado mucho!– como siempre están limpias y son valerosas.


Que tu pequeño sabe enfrentar desafíos, encrucijadas y peligros. Y mi ser, pese a la borrasca, está lleno de esperanza.


Y... te ruego; ya no llores ni estés triste por mi culpa, mamá.

Danilo Sánchez Lihón

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