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18 al 21 de febrero
Fiesta grande es el carnaval
Carnavales de mi tierra

Danilo Sánchez Lihón
inlecperu@hotmail.com

 

1. ¡Son globos, para mojar

Fiesta grande es el carnaval en Santiago de Chuco, mi tierra natal.

Empieza silenciosamente una mañana cuando el jueves anterior al Miércoles de Ceniza, encontramos en el pozo de la acequia al Tashano –¡cosa rara!, ¿él agachado en el pozo?– haciendo algo a todas luces sospechoso.

Al mirarlo ha tenido el gesto de complicidad y de querer ocultar algo.

– Shhh, –nos indica.

A estas horas de la mañana el sol, sabiendo que pronto lo ocultarán los nubarrones, dora caprichosamente todo lo que toca: los campos llovidos en la noche, los techos desvelados por los aguaceros, los cerros aledaños que al verde de los sembríos añade los vellones blancos de la neblina que suben como rebaños sigilosos desde lo profundo de las quebradas.

Febrero es el mes en que el sol aparece fulgurando entre rediles de nubes alborotadas que se apelotonan en el cielo.

– ¿Qué haces Tashano?

– ¡Cállate! –rezonga–. ¡Habla, pero despacio! ¡Son globos, para mojar a las muchachas que pasan!


2. De todos los colores

En el depósito que esconde hay como unas frutas estupendas: ¡globos de carnaval! que se balancean y deslizan como peces inquietos de diferentes colores en el balde de agua.

Se agacha otra vez hasta casi desaparecer en el pozo y con la mano lleva el agua a la boca.

Infla los carrillos, endurece los labios, apretuja los ojos y hace ingresar unas bocanadas de líquido que introduce con grumos de arena a la delgada piel de jebe que se estira, redondea y cuyo color de va haciendo cada vez más translúcido.

Este es el anuncio subrepticio del inicio de los carnavales: ¡los globos que están allí como duendes extasiados o demonios escondidos! Siempre el carnaval comienza así: clandestino.

Mientras, en la piedra de al lado hay una bolsa entera de esos canutos aparentemente extenuados, con su boca abierta, redonda y de labios salientes y abultados, esperando ser llenados de agua.

Entonces así se hacen balas que lanzadas zumban por el aire para ir a estrellarse en los hombros, en la cadera o en la espalda tentadora de alguna muchacha en la edad de tener novio, que la travesura de los juegos porfían en mojar.

– ¡Coge para ti los globos que quieras!, –me dice. Y yo escojo de todos los colores.

3. La flecha de sus ojos negros

¡Qué maravilla inflar estas tripitas de colores opacos que poco a poco se hacen brillantes, y después de un dorado tenue reflejando en sus matices la calle y las casas con sus puertas y ventanas, adoptando forma de peras y paltas, de mangos, duraznos y pepinos que repletos de agua vuelan malvados y perversos por los aires hacia algún cuerpo núbil, pero casi siempre exuberante!

Mientras el Tashano pugna por hacer ingresar la primera bocanada yo le traigo una vasija y le voy alcanzando el líquido que sale con arena y todo.

Aprovecha la parte de encima y lo del fondo lo separa diciendo:

– Bota esa agua y pásame otra más limpia.

Refulge el sol en las paredes blancas y extiende su pelambre amarilla por los ventanales entreabiertos. Cae, dejando algunos retazos de luz por las calles de tierra humedecida. Brilla el rocío tembloroso prendido aún en las copas de los árboles, en las malvas y espigas desafiantes brotadas encima de los muros.

Y así llenamos un balde lleno de globos que luego él dispara a todas las jovencitas que pasan ensimismadas, y que gracias a él por primera vez las veo correr como vicuñas en peligro para refugiarse en la casa más próxima de alguna vecina. Asustadas primero, molestas después y luego sonrientes, atravesando a su agresor con la flecha de sus ojos negros llenos de reproche, pero también de picardía y regocijo.


4. Entre la algarabía de las comparsas

¡Ha empezado así la magia del carnaval, lleno de claves, secretos indescifrables, sugestiones y sentidos ocultos!

El sábado pasa, de subida al barrio alto, la Banda “Par y non” que contrata el Municipio, entonando aquella marcha que dice:
 

Arriba caballo blanco, ciluló
ya llegó carnavales, ciluló.
A la una, a las dos, a las tres
qué lindo es, qué lindo es.
 

– Ya van a bajar al Ño Carnavalón. –Dice la gente.

– Subamos a ver desde el techo.

– Mejor desde el balcón nomás.

– Será para que nos lluevan los globos de los muchachos, –dice mi tía que aunque recién casada se sabe todavía muy hermosa y codiciada.

– ¡Vamos al techo! –Dice mi madre–. Porque desde ahí se divisa el Estanque de Agua donde preparan al Ño Carnavalón y lo montan en un burro.

El Ño Carnavalón es un muñeco grande, con una cabezota gigantesca y deforme aunque siempre graciosa e inocente, que preside un desfile por las calles embelesadas, entre la algarabía de las comparsas, los grupos de enmascarados y los compases de la banda que hace resoplar su única y desolada trompeta y su único y desolado clarinete.

– ¡Ya viene el Ño Carnavalón!

– ¡Que viva!

5. Por la cual ofrendarán hasta la vida

Y aparece montado en un burrito indulgente, que no se inmuta con los cohetes y avellanas que revientan en sus orejas, sostenido por un jovenzuelo intrépido que va montado detrás y lo coge y hace que mueva los brazos como si saludara a la gente.

Delante, a los costados y detrás todos bailan a los acordes del conjunto musical que es el único punto adonde no se pueden hacer estallar globos ni arrojar harina, ni tirar baldes de agua con añilina, aunque los músicos soporten envueltos en sus uniformes la acometida de alguna muchacha que le espolvorea la cara, que significará para aquel varón un gesto que no olvidará por el resto de su vida ni en el momento en que muera.

Por la tarde es el primer combate entre el bando de "Lo verde", perteneciente al barrio alto de San Cristóbal, en lucha fragorosa y denodada con el bando de "Lo rojo", del barrio bajo de San José.

– ¡Viva lo verde!

– ¡Viva lo rojo!

Pero antes, las patotas han ingresado a alguna tienda y piden al griterío de “¡Cupo!” “¡Cupo!” “¡Cupo!”, un retazo de tela que el dueño corta con manos apuradas y temblorosas. Y que flameará pronto como bandera por la cual ofrendarán hasta la vida.


6. Ahí vienen nuevas y memorables trifulcas

También el comerciante regala cualquier otro cachivache para contentar a la turbamulta con tal que se respete su negocio, sus clientes y su mercadería.

Y sigue el tropel por las calles, cada vez más imbuido de un fervor idólatra a su bandera que es un trapo sin mástil, hasta que los bandos se encuentran.

Entonces se inicia una batalla campal por arrebatar la bandera del enemigo, en movimientos de ataque y defensa, con ardor y denuedo, peor que Aquiles y Héctor con sus ejércitos en la captura y defensa de Troya.

Varias cuadras abarca la contienda en que nos trenzamos a golpes unos contra otros. Allí se escucha el rechinar de dientes, arengas, quejidos, blasfemias y agonías, hasta que un grupo logra arrebatar la bandera del otro y entonces huye por las calles entre gritos de júbilo:

– ¡Lo verde!

En tanto que los otros maldicen y se arrojan al combate pisándoles los talones, ya para nunca sanos, de sus contendores que siguen corriendo aunque totalmente maltrechos.

En el grupo vencedor flamea la bandera victoriosa que los identifica y la otra humillada y totalmente vencida, clamando venganza de parte de sus correligionarios.

Ahí vienen nuevas y memorables trifulcas de unos por recuperarla y de otros por retenerla.


7. La lluvia se desata tempestuosa

¡Riñas y peleas que se prolongan por cinco días en que las calles son campos de batalla!

Yo he seguido de cerca, aunque al final de la tropa, esas reyertas que abarcaban varias cuadras.

En el choque de los bandos los grandes se trenzan con los grandes, los medianos con los medianos y los pequeños con los pequeños quienes traspasan la columna enemiga hasta encontrarse al centro con sus pares.

En esa turba que nos enciende de entusiasmo y pasión los mayores luchan con las cabezas amarradas con pañuelos floreados, agigantados en la querella y en las proclamas.

Mientras, detrás de las puertas y ventanas las mujeres se desmayan en el intento de adivinar si están aún vivos o ya están muertos los que yacen regados por el suelo.

Se escucha un griterío de:

– ¡A la bandera!

Después del fragor en donde la carne se retuerce se oye el griterío:

– ¡Tenemos la bandera! ¡Corran!

Entonces se huye por las calles anegadas de lluvia que de un momento a otro se desata tempestuosa.


8. Jincana en la Plaza de Armas

Huimos si es que poseemos el botín de la contienda, que es la bandera, o nos lanzamos a recuperarla, si es que nos la han arrebatado, pasando de perseguidos a perseguidores.

El domingo es coronación de la reina en el Palacio Municipal, acompañada de sus damas y pajes, iniciándose el desfile de carros alegóricos por las calles principales, donde desde los balcones vuelan las serpentinas.

Nunca se vio a muchachas más hermosas ni atuendos más ufanos.

En la noche es la Fiesta de Disfraces con el concurso respectivo y el reparto de títulos nobiliarios que anuncia el Canciller de la Orden de Ño Carnavalón:

"¡A don Francisco Villalobos se le nombra Archiduque de Cabracay!”. “A don Marcial Jaramillo primer violinista de la corte”, “A don Estuardo Sánchez Príncipe Heredero de Samada" y así, hasta desternillarse de risa.

Los trajes para el baile de disfraces se hacen en secreto a fin de que nadie adivine quién es la dama o el galán que lo ostenta. Se usan finas telas de pana, de satén y de organdí, que llegan a las tiendas importadas directamente de sus casas proveedoras de Hamburgo en Alemania, de Marsella en Francia, o de Liberpool en Inglaterra, desembarcando los pedidos en el puerto de Salaverry.

El lunes es la Jincana en la Plaza de Armas, con ollas colgadas repletas de pinturas, unas. Y otras colmadas de billetes.

Hay carrera de encostalados. De burros al revés. De glotones con las manos amarradas.


9. Un lloriqueo de viudas

Por la tarde es el baile de agradecimiento, primero en el mejor club social y después en la casa de la reina del carnaval en donde se ofrece una fiesta fastuosa con orquesta, comida en abundancia y, lógicamente, danza; en donde el arrojo de serpentinas cubre el suelo y las parejas hasta por encima de las rodillas.

Abundan los festejos por todos los contornos del pueblo, en los clubes deportivos, en las casas de familia, con desfogue de chisguetes de éter que explosionan al calor de las manos y hasta concursos "de gallos enterrados".

– ¡Ahora le arranco la cabeza! –Es la voz.

Son famosos los "cilulos", árboles plantados y cubiertos de obsequios. Célebres son los de cada barrio. También el de los trabajadores del mercado, del club los Andes, del Deportivo Alfonso Ugarte; en torno a los cuales se baila, se golpea con un hacha el tronco y al final se derriba entre el jolgorio general y el agua que se arroja de todos los balcones y veredas.

La víspera del Miércoles de Ceniza es la quema de "Ño Carnavalón".

Pero antes, en la Plaza de Armas se lo pasea en un ataúd y se lee su testamento, satírico, punzante, de críticas corrosivas a los malos funcionarios, a los comerciantes deshonestos, a las autoridades corruptas, a los maestros borrachos.

Y, después, se procede a enterrarlo con un lloriqueo de viudas que lo acompañan en un coro gemebundo –muertos de risa– detrás del grotesco personaje y catafalco.

10. Lo cual será una deshonra

Pero, lo más intenso del carnaval, que yo veía es el juego dentro de las casas y principalmente en las de las grandes familias y en donde hay varias muchachas casaderas.

Allí la broma empieza primero jugando con harina, luego con afrecho, pronto con agua y después con todo lo que pintarrajee la cara.

Todo ello con el consentimiento de los padres y hasta bajo supervisión de una junta de familia que contemplan los desmanes desde un corredor o balcón. Y participan secretamente siempre a favor de las damas.

Vence la facción que hace una captura estratégica.

Si es una muchacha la hamacan y arrojan luego a la poza de agua donde se bañan los patos, tragando varias bocanadas de agua sucia.

Ese es suficiente motivo para que el enojo con sus captores y verdugos le dure para siempre y de por vida.

Si es varón el vencido, y no han podido recuperarlo sus congéneres, después de quitarle la ropa, lo arrojan a la calle pero con polleras de mujer, lo cual será una deshonra que le recordarán hasta a sus nietos y tataranietos.

11. Una industria para esas fiestas, o mejor decir batallas

Precisamente, para esos juegos de carnaval, mi hermano Juvenal y yo fabricamos un año, con ingenio y curiosidad de empresarios cándidos pero con imaginación malévola, un producto contundente que consideramos inapelable, mercadería auténtica de la zona para mayor orgullo, con la cual pensábamos obtener pingues ganancias y un éxito económico estupendo.

Era el “humo de pez”, cuyo insumo extrajimos durante meses de toda pared en donde por las noches humeaba un candil, una lámpara o un mechero expuesto al viento, sea en la cocina, en el callejón de la abuela o en la teja de la portezuela del horno.

Disimuladamente lo recogíamos de toda casa adonde entrábamos, rascando el sitio y obteniendo el artículo que envolvíamos en un papel y después guardábamos en latas.

Y es que en los sitios en donde la candela arde y roza una pared se aglomeran unas hinchazones de negro humo, como si fueran hongos o grasa temible que deja el fuego que roza sus lenguas rozagantes cuando el viento lo bate.

En esa superficie, después de ponerse negra, se va acumulando una capa subyugante de humo de pez hasta hacer unas bubas pletóricas que nosotros ya dueños de nuestro proyecto, mirábamos extasiados. Para después confabulados y en complicidad con mi hermano, ir a rascarlo, proyectando una industria para esas fiestas, o mejor decir batallas.


12. Ricos legalmente con el sudor de nuestras frentes

Nuestra planificación estratégica había proyectado este producto como un buen recurso y hasta como un arma eficaz para los pleitos que se armaban en los carnavales.

Esta empresa la concebimos con meses de anticipación, como correspondía a la modernidad impuesta en los negocios que se precien de llamarse tales.

Pero también había otro sitio en donde nuestra imaginación supuso y acertó que podíamos proveernos de ese recurso vital y precioso para nuestra “Sociedad Anónima Limitada de Humo de Pez para los Juegos de Carnavales”, como denominamos a nuestra Compañía, en nuestro anhelo de hacernos ricos de la noche a la mañana. ¡Pensamos haber descubierto una mina de oro! Y en eso no nos equivocamos en nada.

Ese yacimiento detectado con verdadera clarividencia era el interior del tubo de la chimenea del fogón de nuestra cocina que, con sospechosa adhesión al trabajo, pedíamos limpiar cada cierto tiempo; uno de nosotros arriba en el techo dando vueltas a un madero esquinado y otro abajo metido en el fogón aún apagado, recogiendo el tizne, con hollín y todo, en pliegos de periódicos para echarlo luego en unas bolsas que guardábamos solícitos y mal intencionados.

Días antes de la fiesta de carnavales empezó el apasionante trabajo y el cálculo de hacernos ricos legalmente con el sudor de nuestras frentes.


13. Muy visible sobre todo el precio

Aunque algo inconscientemente nos remordía y daba escrúpulos, cual era que sabíamos que así no estábamos contribuyendo con algo favorable al bienestar ni al progreso de la gente. como hubiera sido nuestro profundo anhelo.

Pero a eso habíamos llegado y había que ser fuertes sacando una empresa hacia adelante.

Confeccionamos hasta altas horas de la madrugada cajitas y también bolsas de papel ¡a cuál más primorosa! en donde, medido a cucharaditas introducimos ese material excelso.

Porque basta con que respiremos y un grumo de humo de pez vuele a posarse en nuestro brazo para que en el intento de sacarlo quede una marca negra imborrable que se introduce en los poros de la piel, y todo porque es esencia del infierno ya que ha ardido a llama viva y ha sido hecho a fuego lento.

Porque, ¿qué deja una candela que roza un muro sino esos grumos pegados a las paredes, oscuros peor que la muerte? Sobre ese material diabólico edificamos nuestro negocio, al ver cómo la gente dizque juega en los carnavales.

Pegábamos y sellábamos, dibujándole rótulos, escribiendo ¡formas de uso! y colocando muy visible sobre todo el precio, de acuerdo a la cantidad contenida en cada caja o sobre.


14. En los días de pugilato

En la puerta de nuestra casa, de color verde esmeralda, colocamos un letrero de cartulina blanca con letras rojas, producto de la mano fina y artística del primer alumno en aprovechamiento durante toda la Educación Primaria como era mi hermano Juvenal, aviso escueto y muy profesional que decía:
 

“HUMO DE PEZ”
PRODUCTO MEJOR QUE EL BETÚN
PARA USO EN EL CARNAVAL

 

Sin embargo, y pese a ser así, hasta ahora me pregunto: ¿cómo es que nuestros padres, tan meticulosos en conservar la dignidad de nuestra casa, maestro de escuela muy estimado uno de ellos, nos permitieron estas licencias de hollar la imagen adusta y hasta solemne de nuestro hogar, con estas innegables supercherías de niños?

No sé. Hasta ahora juro que no lo sé.

Lo cierto es que en los días de pugilato, cuando oíamos que se estaban matando la gente en alguna casa y los ayees se oían venir de las cuadras y esquinas cercanas, con el argumento de que estaban jugando a los carnavales, nos mirábamos en complicidad con mi hermano y abríamos la tienda de par en par. Yo sujetaba el banco para que mi hermano subiera con sus pantalones cortos y colgara el letrero en la puerta.

Y nos sentábamos a vender nuestro producto maligno.


15. ¡Fíame, por favor!

En realidad nos cansábamos de esperar que alguien lo comprara. Nadie venía ni se interesaba en absoluto. Y pronto ya estábamos entretenidos en otros juegos.

Pero de un momento a otro venía la avalancha. Arremetía de improviso un tropel de clientes con sus perseguidores detrás que en un instante se llevaban todo el cargamento de humo de pez que nosotros habíamos enfilado en una mesita que, siempre con mala intención, habíamos puesto con dos patas ya sobre la vereda, es decir invadiendo la calle frente a la puerta de nuestra casa.

– ¡Fíame humo de pez Fredyto, por favor!

– ¡Juvito, sálvame dándome humo de pez!

– ¡Después te pago, Fredyto!

– ¡Ay, dame que me cogen!

– Te dejo mis zapatos.

– ¡Mi plata la dejé en mis pantalones!

– ¡Después te traigo lo que vale!

– ¡Te pago el doble, pero dame pronto!

– ¡Yo te pago el triple!

– ¡Te pago el cuádruplo!


16. Como si yo tuviera algún compromiso

Detrás venían las mujeres también acesantes, suplicantes, llorando.

– ¡Fíame tizne, por favor!

– ¡Pero pronto!

Y de las súplicas pasaban a dar órdenes:

– ¡Dame, caracho!

Ya había desaparecido la mitad de la mercadería y no había ninguna moneda en la cajita preparada para dar vuelto.

Si había una tía sanguínea –que siempre las hay– se creía con derecho de usurpación por el peligro inminente en que se encontraba su integridad mujeril. Ella no rogaba sino que era imperiosa y mandona. Y lo peor es que nos ponía de su bando.

Y nosotros que éramos neutrales, para mantener la línea moral y técnica del negocio, resultábamos enrolados en sus filas. Entonces nos daban órdenes ya en el papel de artilleros de aquellas tías:

– ¡Pásame cinco, pero abiertos! –decían mientras bufaban amenazando a sus enemigos.

– ¡Ponlo aquí! ¡Embadurna mi mano!

– ¡Diez! ¡Pásame diez bolsas!

– ¡Dámelas abiertas!

– ¡Empapa el tizne aquí en mi mano. ¡Mira, en esta! En esta que no está como puñete, que es para darle si alguien se propasa, sino en esta otra que está abierta.

– ¡Ponme más en mi mano! ¡Abre varios paquetes! –vociferaban todavía, como si yo tuviera algún compromiso con ellas.


17. Nombres que ahora no quiero revelar

Todos despedazaban las cajas con dos garrotazos mientras hacerlas nos había costado horas de trabajo, ahínco y desvelo.

Ese momento de demanda suprema duraba a lo más de diez a quince minutos, en los cuales la gente peleaba sobre nuestras cabezas, en nuestra tienda y siempre nos caía cualquier cochinada en la ropa o en la cara.

Teniendo como materia prima el humo de pez, que convertimos, procesamos, embolsamos y etiquetamos como un producto bajo la ley de la oferta y la demanda, creemos que dio lugar a la industria más explosiva de mi pueblo, puesto que, aunque durara solo un instante, atrajimos las batallas campales a nuestra calle, frente a nuestra puerta, peor aún: dentro de nuestra tienda.

Y ¡el colmo de sorprendente! Lo atrajimos al interior de nuestra propia casa, porque en el afán de salvarse entraban hombres y mujeres por cualquier puerta y tras de ellas encontraban a mis padres que por más que corrían a esconderse ya tarde en algún dormitorio, resultaban embarrados, implicando hasta a mi abuela que dormitaba en su sillón y que resultaba con la cara tiznada.

Y, sobre todo, a la muchacha que nos ayudaba en casa y que no salía en estas fechas por miedo a ser mojada y que resultaba tiritando en un rincón escurriendo agua como de un estropajo.

Allí he visto cómo varios de los que hoy son doctores eran arrastrados hacia fuera, sacados desde debajo de las camas en donde trataban de esconderse. Nombres que ahora no quiero revelar porque desestabilizaría a varios poderes públicos del Estado y hasta al gobierno de mi país.


18. Piedras, carbones y limallas

Eran instantes en que hacían tanta falta nuestros productos que nada en el mundo resultaba más urgente, indispensable y vital.

Tanto así que nos mandaban a gritos y alaridos a idear nuevos cargamentos y, si es posible, a fabricarlos.

Corríamos en verdad y rascábamos la pared de la cocina que caía con piedras y todo sobre el papel de periódico viejo y ya mojado por el agua que se arrojaba.

Del fogón sacábamos carbones e intentábamos molerlos saltando sobre ellos. Y de la chimenea extraíamos el óxido y hasta la pintura rojiza que caía en el papel, limallas que envolvíamos apuradamente para traerlo al lugar de la batalla en que se convertía nuestra casa de suyo apacible, pedruscos que pasaban a restregar y herir algunas nucas, frentes y mejillas.

Con eso se embadurnaban la cara entre unos y otros. Enemigos tontos y gratuitos a nuestro parecer, pues peleaban entre primos, hermanos y amigos del alma.

Flagelación que les costaba caro porque varios días duraba a que se les cicatricen las heridas y rasmilladuras que piedras, carbones y limallas les ocasionaron en los pómulos o en la frente, haciéndoles cortaduras hasta en los labios.


19. Si lo hubiera previsto otra sería mi vida

Después de lavados y cambiados, afeitados y maquillados empezaba la jarana ya en sus casas.

Y ya para nunca más se acordaban que nos debían, por más que pasáramos mirándolos lentamente a los ojos, para ver si algo nos decían.

En nuestra caja de ingresos, que habíamos hecho sitio para los billetes hasta de a cien, para soles, medios soles, pesetas y reales no había nada, ni la más mínima moneda. ¡Ni siquiera de un céntimo!

¡Nada!

Pese al éxito fulgurante de nuestro negocio, que como en ningún otro del mundo les mandan pedir nuevos cargamentos en el momento mismo del trabajo de la obra o de la faena que se ejecuta, en nuestra empresa el balance fue: cero en ingresos.

¡Todo había sido fiado! ¡Y nadie se acordaba de sus palabras, que en el instante en que se dieron habían sido juradas y rejuradas!

Lo peor que me ha sucedido en la vida, he pensado después, es que no hicimos, con la letra hermosa de mi hermano Juvenal, un letrero que dijera:
 

AQUÍ NO SE FÍA
 

El no haber confeccionado ese letrero es lo que me quita el sueño hasta ahora, porque pienso que si lo hubiéramos previsto y ejecutado, y puesto en la otra ala de la puerta, otra sería mi vida.


20. Daban abrigo y cobija a las grandes utopías

Aquellos que nos habían fiado cien o doscientas cajas y bolsas de humo de pez, para nada se acordaban que nos debían.

Nada les evocaba nuestros ojos cuando los mirábamos y saludábamos detenidamente en la calle, o en cualquier sitio donde los encontrábamos.

Eran deudores de cargamentos que a nosotros nos había costado mañanas, tardes y noches de dedicación y desvelo de semanas enteras.

Y, sobre todo, que representaba las ilusiones que tuvimos de comprarnos hasta un auto.

Pero si yo fuera financista hubiera esperado, tal y como lo he hecho, hasta ahora.

Y hoy los cobraría con intereses y todo. Porque todos esos vándalos de entonces son ahora ilustres personajes del foro, de la milicia, de las ciencias médicas y de las ingenierías.

Y si no tuviera vergüenza los cobraría pasándoles cuenta pormenorizada del humo de pez que consumieron cuando eran jóvenes en los juegos de carnavales de mi tierra. ¿Quién los proveyó de ese excelso producto?

Y ni la deuda externa del Perú sería tanta como el monto que me tendrían que pagar por los intereses acumulados desde aquellos lejanos tiempos, épocas que podían dar abrigo y cobija a esta como a otras grandes utopías.

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