Instituto del Libro y la Lectura del Perú
y Capulí, Vallejo y su tierra

22 de agosto - Día Mundial del Folclore

Pliegos de lectura para el hogar

Ala con ala
Danilo Sánchez Lihón

1. Veremos si acompasan

Los maestros integrantes de la orquesta de cuerdas empezaron a llegar a la sala de mi casa cuando fui llamado por mi padre para tocar la batería. Los instrumentos hace días que se afinaban y los ensayos se habían hecho continuos para una velada literario-musical organizada por los planteles educativos.

–Esta noche va a venir el hacendado de Tulpo, –informó.

Habíamos interpretado ya algunas piezas cuando llegó un señor alto y jovial, de ademanes desenvueltos y de barba y bigotes castaños, de hablar fuerte y risueño.

Saludó a mi padre con cariño y a todos les tendió la mano, poniendo sobre la mesa una botella de pisco "del bueno", "para abrigarnos", dijo con una amplia sonrisa.

Junto a él habían ingresado dos niñas, casi señoritas, que permanecieron de pie y a quienes yo nunca había visto antes. Tenían un aire secretamente altivo, de rasgos hermosos por la firmeza de sus gestos y lo profundo de sus ojos.

Mientras el hacendado ya en su asiento reía y servía, alargando sus rodillas y estirando sus brazos, expresó:

–Estas son mis hijas, don Pascual. Veremos si acompasan en el baile.

2. Vírgenes del sol

Tenían ambas un gran parecido, pero la mayor poseía una belleza acaramelada, ojos vivaces y rasgos muy definidos. La menor grandes ojos negros y el color capulí en su rostro era de un brillo tornasolado.

Después de los brindis, mi padre dirigiendo una mirada a la orquesta indicó:

– Vírgenes del sol.

Marcando el compás con un leve movimiento de cabeza y hundiendo luego su brazo para levantar el arco del violín, dio la orden de empezar.

Unos bordones profundos de guitarra, de mandolinas y violines resonaron en la sala. Yo, con el bombo, seguí los acordes del fox incaico que como una crepitación de latidos descendía hasta los abismos y luego se elevaba hasta los picachos más empinados.

Las dos muchachas salieron hacia adelante, haciendo primero una honda inflexión y luego siguieron la danza con un compás libre y ungido a la vez, con una actitud agraciada y ceremonial; con una faja de arco iris que cogían con una mano, y en la otra un pañuelo que agitaban en el aire.

Ambas tenían faldas negras con flecos de colores cosidos a los bordes. Sus pantorrillas, al hacer los giros, se veían límpidas y perfectas.

Era tan hermoso el ritual, los pasos, los movimientos de sus brazos y el revuelo de sus faldas, que del padre las miraba orgulloso, y alzando su vaso en silencio brindó con los maestros-músicos que seguían la escena, sorprendidos, fascinados, arrancando de sus instrumentos notas que yo jamás había escuchado antes.

3. Como vicuñas que erguidas otean el horizonte

A mi padre muy pocos hechos y asuntos llegaban a satisfacerle plenamente y, cuando algo le conmovía, abstraía su mirada hacia el cielo raso de la sala, sin dejar de tocar y sin decir una sola palabra.

Pero yo le conocía bien cuando algo le hacía gozar muy en lo recóndito de su alma: se le acentuaba un haz de arruguitas en torno a las sienes que eran para mí su sonrisa íntima, señal de que ocurría algo extraordinario dentro de él.

En dichos momentos la mirada se le iba a las nubes, como si estuviese en un espacio y en un tiempo inalcanzables.

Esta vez cuando terminó la pieza hubo un silencio de arrobamiento.

–Bailan precioso las niñas, –se atrevió a decir don Panchito Miñano rompiendo el encantamiento.

–Nunca había sentido tan bella esta danza –acotó, con la dulzura en sus ojos, y visiblemente entusiasmado, don Luchito Donet, que abrazaba su mandolina.

Mientras los maestros se servían y afinaban otra vez sus mandolinas y guitarras, las dos hermanas se habían tomado asiento con los rostros arrebolados y siempre con el embrujo de sus ojos de ensueño mirando a lo alto.

Era hermosa la altivez de ambas, como vicuñas que erguidas otean el horizonte desde las cumbres intactas.

4. Flores que penden sobre los abismos

–¡La pampa y la puna!

Dijo con énfasis mi padre. Noté en su voz una inusitada agitación rara dentro de su talante calmado y severo. ¡Tan inusitado era que dejara trasparentar una emoción!

Nuevamente los instrumentos arremetieron con fuerza, pero esta vez con una cadencia y profundidad que oprimía el pecho. Desde la batería yo comprendí que todos éramos arrollados por las aguas de un río turbulento y recóndito, por un destino solemne e inextricable.

Otra vez las hermanas avanzaron al centro, bailando con un compás de mujeres que afrontan su designio; enlazándose y separándose con el ritmo de sus pasos, envolviendo la faja en sus cinturas, colgándola levemente en sus extremos de sus hombros, juntando con ella sus caderas y dando ágiles vueltas como si sortearan peligrosos remolinos. Dos flores y espigas de luces y colores primorosos pendiendo sobre los abismos.

–¡Maravilloso! –musitó esta vez don Julio Geldres distendiendo su gesto adusto y a quien hasta ahora nunca lo había oído decir "ésta boca es mía".

–¡Viva el Perú! –se exaltó con toda justeza el hacendado–. ¡Es grandioso nuestro pueblo! ¡Es único! –volteó a decirme convencido.

A mi padre se le habían puesto los ojos como unos manantiales. Cuando paró la música, al recibir su copa, la levantó verticalmente y vació el licor directo a su garganta haciendo un ruido áspero y pleno.

Nunca lo había visto hacer eso. Pasó el puño por los labios mientras ordenó:

–India bella.

5. ¿De qué oquedades afloraba esa gracia y genio bravío?

Trinaron las mandolinas. Se hicieron elevaciones y descensos en el diapasón las guitarras. Los dedos vibraron en las cuerdas de los violines, ¡y yo atroné en el redoblante y en los platillos!

Yo me había puesto casi de pie para golpear el pedal del bombo, tamborilear con las baquetas y hasta con los dedos de mis manos en el redoblante. Golpeaba la madera de los aros de la tarola hasta con los codos. Y con el envés de las baquetas los platillos extrayendo sonidos ora de clarines ora susurrantes. Definitivamente estaba loco y hechizado.

La faja ahora era de mil colores y las hermanas la cogían en lo alto con las dos manos. Se empinaban alzándola más arriba de sus cabezas. Ora daban saltos en fuga, ora eran lentos y maternales; a ratos con la cabeza erguida, a ratos profundamente inclinadas hacia sus senos y vientre.

¿De qué oquedades afloraba esa gracia y ese genio bravío? ¿Cómo era posible que surgiera repentina tanta belleza y absolutamente perfecta?

Recuerdo allí haber mirado tan hondo a la vida, sentido su pulso y su talle; esos rostros de almendra como frutos supremos de nuestros árboles, de nuestros campos y de nuestras peñas. ¿Cómo es que habían brotado? Y al fondo, detrás, al infinito, era el cielo que volvía a crearse en una conflagración de ventarrones, truenos y arcos iris.

–¿Es su hijo, don Pascual? ¡Qué bien marca el compás y hace maravillas con la batería este chico! ¡Es de oro puro, oiga usted!

Eso dijo el hacendado con un talante cordial y transparente, mirándome orgulloso.

Fue es ese instante que sentí como un fulminante esos ojos negros y lentos de la hija menor, que atravesaban mi pobre corazón totalmente inerme, desprevenido e ignorante de que pudieran haber relámpagos más intensos y enceguecedores que los que caían en las tempestades de febrero y marzo.

–¡El cóndor pasa!

Clamó literalmente, esta vez sí ostensiblemente obsesionado, mi padre.

6. Una torcaza envuelta en miles de colores

Todos los instrumentos juntos se elevaron como un viento impetuoso, y ellas entonces sólo fueron alas y pañuelos en el firmamento, más allá de las paredes estremecidas de la sala de mi casa y más allá del cielo infinito.

Yo pude morir en ese vendaval, porque se perdió la tierra bajo mis pies. Todo se volvió eternidad y el instante se convirtió en una torcaza envuelta en miles de colores, que baila rozando sus alas con mis alas, sus latidos fundiéndose con mis latidos, su destino con mi destino, en el espacio infinito y en el instante crucial.

Cuando terminó la música estábamos exhaustos. Un silencio imponente nos embargaba, pasmado más aún por el estallido de los instrumentos que había cesado tajantemente.

Solo los rostros de las hermanas permanecían fulgurantes y diáfanos.

Y los ojos de la menor detenidos para siempre dentro de mis ojos como si hubiera un misterio que me perteneciera desde el principio y el final del tiempo.

Los maestros tenían aún la mirada arrobada y húmeda de emoción cuando alzando nuevamente las copas el hacendado dijo gravemente:

–¡Brindemos!... ¡Por el Perú!

–¡Por el Perú eterno! –dijeron todos a una voz.

Terminados los saludos de despedida, el padre y sus hijas, que se echaron unos pañolones a sus hombros, salieron al frío, a la oscuridad de la calle empedrada y la bóveda sideral.

7. Me sorprendía encontrarme vivo

Esa noche al irme a dormir, me sorprendía encontrarme vivo. Me laceraba tanta felicidad. Sentía ser dueño de algo inconmensurable que jamás había soñado ni imaginado que existiera en el mundo. Era una emoción profunda, mezcla de hondo dolor y de un gozo sin límites.

Aún oía en mis tímpanos los sonidos agudos de los violines y el ritmo de esos pasos como cruzando precipicios. Como si la ternura se atreviera a retar y vencer lo aciago de la vida, del destino y de la muerte.

Al día siguiente miré largamente los balcones de recios balaustres de la casa grande y vetusta que tenía la hacienda de Tulpo en Santiago. Varias veces pasé delante de sus ventanales y cuando me decidía a regresar, al voltear la esquina y alzar la mirada, en uno de ellos encontré esos ojos negros en ese rostro encantado.

Era ella, envuelta en un pañolón oscuro que hacían su frente y sus mejillas más encendidas todavía, con un mechón de su cabello que caía hacia un costado.

–¡Hola! –dije, ahogándome.
–¡Hola! –contestó sonriente. Y después de unos segundos interminables preguntó–. ¿Cómo estás?

–Bien. ¿Siempre vienes a Santiago?
–Siempre. Pero mañana ya nos vamos.
–¿Y regresan?
–Ya no. Pero a mí me da pena.

Hay instantes en que el ave venturosa del destino aletea sobre nuestras cabezas, pero no tiene dónde posarte, porque debajo hay un torrente incontenible que todo lo envuelve y sepulta.

Pero sobre ellos se erigen instantes que son una eternidad, de una lentitud inacabable en la tarde silente y lluviosa. ¿Qué ocurrió?

8. Sus ojos eran mi largo e inabarcable camino

Esa noche hasta altas horas de la madrugada estuvo encendida mi lámpara. Yo escribí una carta de amor ferviente y exaltada. Cada detalle que veía o sonido que escuchaba a esa hora, era nítido y sublime. Tenía ganas de despertar y abrazar a todos, de ser bueno y generoso con la crisálida que a esa hora se posó en el vidrio de mi ventana, con la herida en la pared que dejaba ver el adobe carcomido, con el gusano que horadaba la madera de la mesa donde escribía, con las estrellas de la noche hacia donde me asomaba tratando de entender algo de la inmensidad del universo.

Había vislumbrado lo bello y lo cierto. Sus ojos eran mi largo e inabarcable camino. Su rebozo y su falda eran mi abrigo bienhechor y mi defensa perfecta.

El día siguiente era sábado y a mediodía salimos del colegio por la calle del campanario y nos detuvimos un grupo de amigos a conversar en una esquina de la Plaza de Armas.

–¡Mira, es la camioneta del hacendado de Tulpo! –dijo Octavio.

Disimulé como pude mi sobresalto.

–Está viajando con sus hijas a Estados Unidos, –acotó Tito.

El vehículo se detuvo frente al correo. Bajó el hacendado y con pasos largos entró a la oficina.

¡Luego bajó ella y avanzó a la vereda que contornea la plaza! Y, pronto, la siguió la hermana mayor.

–¡Mira!¡Qué bonitas son! –dijo Isidro embelesado.
–Parecen vicuñas, –acotó tímidamente César.

Vestían casacas y faldas ceñidas y unos pañuelos de colores intensos se mecían en sus cuellos.

Pronto volvió el padre introduciendo en sus bolsillos unos papeles. Arrancó el motor de la camioneta y antes que ella entrara por última vez el relámpago atroz y lento de esos ojos negros se eternizaron para siempre en mis ojos.

–¡Oye, has visto cómo ha mirado hacia aquí esa chiquilla!

Yo me despedí casi sin hablar, por el nudo que me oprimía la garganta.

9. Es siempre un raro misterio el único camino que seguimos

Al subir hacia mi casa avanzando por la esquina del Convento me encontré con Alberto quien me pidió que le escribiera una carta de amor para Estela, de quien estaba enamorado.

–¿Y, por qué crees que yo podré escribirla? –interrogué abstraído y aún mirando las aguas feroces y turbulentas de ese río que es el destino.

–Porque eres poeta pues.
–Mira –le dije para que no siguiera hablando–, aquí está.
–¡Ya ves! –Y, asombrado preguntó– Y, ¿desde cuándo la tenías escrita?

No le respondí por los manantiales prontos a desbordar en que se habían convertido mis ojos

Días después me habló:

– Gracias hermanito. Tu carta fue decisiva y la convenció. Pero primero me preguntó si yo la había escrito y le dije: ¿Y quién más puede sentir tanto amor y cariño como yo hacia ti? ¡Bueno!, me dijo, si tu cariño es así entonces te acepto. Ahí sentí que el cielo se me abría grande y luminoso y mi pensamiento corrió hacia a ti para agradecerte por haberme escrito esa carta.

Alberto y Estela con el tiempo se casaron en Santiago de Chuco y formaron un lindo hogar. Me hicieron padrino de su primer hijo y ella me comentó un día:

–Alberto también escribe. ¡Si fue con una carta que conservo cómo él me conquistó!

Ella no sabe que esa carta debe guardar aún el calor del bolsillo de mi pecho, donde la tuve guardada, y debe habitar en ella todo el temblor de mis latidos.

 Danilo Sánchez Lihón

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