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Los convido con un café israelí
Joel Salpak

A pedido del amable público, regreso al blog, no sin cierta nostalgia: uno me dice que supuso que yo estaba de viaje – lo cual es cierto; otro, que simplemente estaba atacado de “pereza estructural” – también correcto; algunos, simplemente reclamaron… así que les daré el gusto: ¡retomamos el blog!

Una de las ocupaciones que me distrajeron en estos tiempos fue la lectura de un simpático librito del Catedrático de Estudios Italianos del University College de Londres, John Dickie, que hace unos años nos erizó el cabello con su “Cosa Nostra” (¿lo leyeron? – vale la pena también).

Este librito se llama “DELIZIA! – La Historia Épica de los Italianos y su comida” y trata de eso, los italianos, la comida, la historia, la sociedad… y entremezcla recetas medievales con anécdotas de Berlusconi, los escándalos papales con el queso Parmesano de una manera simplemente encantadora: hasta creería que lo escribió pensando en mí, un poco sociólogo, otro tanto hedonista, una pizca de comentarista político y un grano de chismoso.

Y – tras haber visto que un joven colega diplomático residente en Madrid comienza una serie de notas sobre la cocina israelí – decidí yo también incursionar por las sendas gastronómicas, que de eso mi cada vez más rotunda periferia me da autoridad suficiente.

Para no ir más lejos, en los últimos meses comí del plato de los chinos, los croatas, los montenegrinos, los italianos, los malteses, los norteamericanos y paro de contar porque no me alcanza el pasaporte. Por supuesto, no dejé de comer israelí, que entre viaje y viaje volvía al terruño a quemar las calorías de más y cargarme de nuevas.

Y, entre comilona y ágape, un buen café.

Hay malpensados que afirman que el café israelí es malo… y suelen tener razón: el ideal para mis compatriotas es un poco de polvo de café de ignota procedencia africana, molido finito (“a la turca” lo llaman en Argentina) mas o menos disuelto en agua hirviendo, con lo que se forma una espumita arcillosa en la superficie que se te pega al bigote. A esa bebida – que puede pasar cuando uno está de guardia en las frías noches de la reserva militar, pero es insostenible con su vaso hirviendo y su polvillo que se niega a dejar pasar el brebaje – lo llamamos “Kafé botz”. O sea, café barro. Saben por qué.

Lo hay instantáneo, que llamamos “Nes”, no tanto por la marca sino porque quiere decir milagro: ¡es un milagro que gente tome enormes tazas de instantáneo desleído con leche y diga que le causa placer! En las épocas fundadoras de Israel, los turistas y visitantes traían escondidas en sus valijas frascos de Nescafe para los parientes carenciados, y había que hacer durar el frasco hasta la otra visita, por eso le ponían mucho agua.

Todo esto estaba muy bien, o muy mal, hasta que hace unos 15 años la llegada del café “espresso” italiano nos hizo subir un peldaño en la escala de la civilización, como comentara oportunamente (en ambos sentidos) un periódico local: olvidemos el botz nostálgico y el nes de los años de escasez: hoy día en cualquier cafetín de mala muerte está la maquina a presión, y uno puede pasar el rato mirando a las chicas en Tel Aviv o resolviendo los dilemas de la política local en Tiberíades, con un espresso macchiatto no peor que el de Via Venetto.

¿Qué no será auténtico e israelí? ¡Qué me importa, si es bueno… y hasta viene descafeinado!

A propósito, ¿les conté del café a la turca y a la griega y a la egipcia? La vez que viene lo haré. 

Joel Salpak
joelita@netvision.net.il

Gentileza de http://joelsalpak.wordpress.com
Mayo 11, 2009

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