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Dimas Lidio Pitty o la fuerza de cantar
por Porfirio Salazar

Cuando retomo la lectura de la poesía panameña del siglo XX, siempre, durante la búsqueda, vienen a mí libros que pertenecen al ámbito de lo clásico en el sentido en que dicho término era entendido por Borges, es decir, obras que perduran en el tiempo y en la memoria de esa abstracción colectiva que es el público lector: polivalente y multiforme, acaso paisaje de líneas nunca cuadradas, más bien quebradas por el gusto, la época o el ambiente en que se forjan las obras escritas.

Decía que la búsqueda empieza y se detiene por arte de magia cuando, de pronto, van apareciendo esos libros valiosos y nuestros que me siguen deleitando por su belleza arquitectónica y por ese don del prodigio, propio de los auténticos artistas, guiados por el Hacedor que todo lo puede.

Raíces primordiales, de Moravia Ochoa; Libre y cautiva, de Stella Sierra; Laurel de ceniza, de Ricardo J. Bermúdez; El rastro de fuego, de Esther María Osses; El alba perdurable, de Rosa Elvira Álvarez; Poesía mía que estás en los cielos, de César Young Núñez, y Sendas fugitivas, de Bertalicia Peralta, me parecen obras indicadoras de un estado emocional y humano que no desdeña la forma, sino que la complementa con la fascinación del canto que emerge como humedal en los labios, como viento que arrasa los derroteros del sentido donde la estrella brilla y cae, vuela y sale por los ojos cuando una metáfora o un sentimiento nos recuerdan la tragedia y la dicha de vivir en un mundo, el nuestro, tal y como lo hemos diseñado.

Dentro de esa categoría de autores y obras con arraigo del fondo en la forma, sin traición ni chance de falsificación, hay un poeta, un vate cantor chiricano que me sorprende, porque sus libros no son un clisé patriotero, ni mucho menos la ideologización para tontos y estúpidos, perniciosa y resentida, de nuestra historia, ya que este autor hasta cuando trata temas de índole social o nativista forja, con talento, la música de la poesía que une tradición y ruptura, provocación y liturgia, piedra y llama, para conjugar, de una sola vez, un sitio donde la palabra vale por sí sola, donde se torna lluvia repentina y frescura.

Este bardo que ilumina es Dimas Lidio Pitty y lo cuento entre mis amigos por pertenecer al grupo de poetas selectos que han mantenido una trayectoria vital y lírica digna, sostenida en la solidaridad y en el compromiso con la obra de arte.

Cuentista, novelista, periodista y poeta, Dimas Lidio ha cumplido y sigue cumpliendo la misión encomendada: darnos una visión de la vida, en páginas esculpidas con el cincel de la armonía, sobre un retablo de vivencias en el que nos sentimos identificados: hijos y hermanos de todos los hombres.

Cultor de la décima para cantar, nos ha dado sus Décimas chiricanas, de excelente factura, pero también sonetos que concibo como estaciones en las que me debo detener para beber la lluvia porque están hechos con aplomo, con técnica impecable, sujetos sobre una arboladura que no agoniza ni cuando el poeta se hace viejo, porque su numen es pletórico de ansias, de volcanes, de amor y angustia en noches tumultuosas, recorridas a pie, transitadas con pasión.

He leído sus Huellas en el agua, y la impresión que me deja es que estamos frente a un poeta de verdad, no como aquellos que esconden sus incapacidades en el verso libre demostrando una carencia del auténtico sentido de la poesía: “decir, sí, pero sin dejar de hacer música con las palabras.”

La poesía de Dimas Lidio, a no dudar, dice mucho de la circunstancia histórica (recordemos su hermoso poema a Martin Luther King y aquellos textos en los que retrata lo que nuestro país ha vivido en la lucha constante por su identidad).

Se trata, pues, de una poesía conscientemente esculpida, alimentada de un vocabulario personal que aplaudimos por la riqueza de sus recursos y la estructuración de un discurso que debe ser contemplado con los ojos del entendimiento y los oídos de la razón, en voz alta, porque no traiciona lo que dice: su decir responde a una concepción que tiene fundamento en el Siglo de Oro Español (Lope, Góngora, Quevedo, Fray Luis y San Juan), y por ello Dimas hace lo que puede con la poesía: no es monocorde en su intención, sino que su intención es matizada por varias tonalidades: poesía de compromiso, poesía amorosa, a veces con lenguaje pardo, pero siempre entrelazada con destellos de canto; irradiada de fuerza expresiva.

Prefiero al poeta de Crónica prohibida y de los sonetos escritos con maestría que al poeta de las admoniciones que se nos revela en Rumor de multitud. Asunto de gustos. Pero de todas formas me atrevo a profetizar que el Dimas Lidio que la mayoría prefiere es profundamente clásico. Se trata de un autor que ha usado las isometrías del soneto y la décima, con un aliento actual y nuestro, muy panameño.

Sus sonetos son punto de forzoso arribo, porque no están hechos con la sal de antes. Quiero decir que son composiciones de talle y traje signados por la tradición, pero ocupados por la palabra de ahora, esa que medita y expresa estados colectivos e individuales a los que pertenece el poeta por ser un hombre de su tiempo, sin que su obra se reduzca a una moda o al gusto de la época.

Hay un soneto titulado “Mi madre” (localizado en el tomo II de Huellas en el agua) que traza, de manera cabal, la dirección que sigue su poesía: dominio de la forma para decir y describir un fondo que no se relata de manera arbitraria, sino todo lo contrario: apegado a los cánones de la composición en lengua castellana. El primer cuarteto dice así:

                                                              Mi madre habrá de ser (aquí la nombro)
                                                              rosa del alba, fuente constelada;
                                                              y en las noches será, por abnegada,
                                                              luminaria perenne del asombro.

En este cuarteto nos habla de la madre que “alienta y palpita en cuanto nombra”; pareciera que el poeta nos comunica una alabanza, una canción a la madre que lo ha levantado y lo ha hecho un hombre de bien; que lo ha hecho río portador de aguas mansas y preclaro tiempo humano de vivencias y recuerdos. 

No obstante, cuando el poema avanza en su procesión de significados y significantes, sobre las andas de la polisemia y el misterio, en el segundo terceto nos hace una revelación: “ya no pueden dañarla la tiniebla”, “ni la lluvia ni el viento ni el olvido”. Aquí el poeta se bifurca y habla de la madre, motivo de amor y redención, pero también parece hablarnos de esa otra raíz que en él nunca ha estado escondida: la poesía a paso lento y seguro, pródiga en regalarse porque “el sonido eterniza su acento de ternura”.

Dimas Lidio ha jugado con nosotros y lo ha hecho de manera inconsciente al deletrearnos una presencia sentida con el alma: la de su madre. Sin embargo, nos ha reservado otro homenaje: el amor por su madre, la Poesía, que le ha permitido ser quien es: ciudadano del mundo, amante amado, hijo de la ciudad y del dolor, hijo de la palabra suelta y las amarras verbales que transparenta el canto del cantor.

Sí, el soneto “Mi madre” es una doble alegoría: a su madre de carne y hueso y a esa otra madre invisible, pero presente, que a los poetas nos permite seguir viviendo en un mundo absurdo, lleno de guerras estúpidas, de religiones falsarias y embrutecedoras. Esa madre, la poesía, nos salvará acaso un día, “aunque cada guerra nos deje más pequeños”, como nos dice en su soneto “Los años duros”.

Sea este pórtico una expresión de reconocimiento a la obra de este insigne escritor panameño que ha derramado sílabas de sangre, sempiternas corrientes de rugidos y memorias para crear un mar donde los peces y los pájaros aún nos recuerdan que existe el mundo y es de todos. 

Porfirio Salazar

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