Lo clásico y lo romántico en Schubert  

Ensayo de Vicente Salas Viu 

Franz Schubert (1846), por Josef Kriehuber (pintor y litógrafo austríaco

El concierto público, como una nueva forma de sociabilidad, comienza a generalizarse en la época de Beethoven, que es la misma de Franz Schubert, cuya breve vida se prolongó tan sólo en un año después de la muerte de aquel genio. Sin embargo, sus obras sinfónicas y de cámara rara vez llegaron al contacto con el gran público. En la adversidad que presidió sus días, esta forma de gloria le fue negada como tantas otras satisfacciones. Sus lieder, con mucho la aportación capital de su obra entera, sus piezas para piano, sus cuartetos y hasta la mayor parte de sus sinfonías, cuando se ejecutaron, lo fueron ante esos auditorios reducidos de las tertulias burguesas que ahora se interesan por el arte y sustituyen a las reuniones de cámara de los príncipes y de la nobleza. El concierto público y la tertulia de artistas y aficionados son los nuevos ambientes que el siglo XIX ofrece para el cultivo de la música, sobre los tradicionales del teatro y de la iglesia. El arte de Schubert se dirigió principalmente a la más modesta de las dos nuevas especies de consumidores de música, a los amigos de sus “schubertiadas” con los que tan generoso fue de su talento. Aspiró también al otro, multitudinario gustador de la música, pero tuvo para él oídos sordos. Sólo en una ocasión pudo hacer interpretar sus obras para gran orquesta; las obras de teatro, o no se dieron o se dieron de precario. Con excepción de- parte de sus lieder y de algunas de sus composiciones para piano, su producción quedó inédita y perdida en amarillentos legajos que, no por entero, fueron rescatados y salieron a luz en la segunda mitad del siglo, hacia sus finales.

Todavía Beethoven, a pesar de su carácter huraño y de su independencia insobornable, vivió la vida del músico del siglo XVIII, protegido y sostenido por la nobleza y algún raro representante de la alta burguesía. Schubert corrió la senda amarga y mísera de los últimos años de Mozart que, para él, abarcó todos los suyos. Sus composiciones, deleite de los aficionados burgueses y de artistas más o menos “bohemios”, aunque el término aún no se hubiera acuñado, no le permitieron salir de una lucha continua contra el hambre. "Mis obras son hijas de mi miseria”, pudo decir con dolorido orgullo. El mismo que sentiría Berlioz y tantos otros de los músicos del siglo XIX.

Nació Schubert en el arrabal vienés de Lichtenthal en 1797, hijo de un maestro de escuela que, con sus contadísimos recursos, debía sostener la nada despreciable prole de diez hijos, sobrevivientes de los diecinueve habidos en sus dos matrimonios. El padre tenía un fino oído musical y algunos conocimientos de este arte, que Schubert asimiló con rapidez en la primera infancia. Pasó en seguida a completar sus estudios, como niño de coro, en la Konviktschule, la mismk donde estudió Haydn, con el maestro de capilla Michael Holzer. Su voz de soprano bien timbrada y su talento le llevaron a la Capilla de la Corte. Rucziska y Salieri completaron su formación. Al cambiar la voz, por muchas que fueran las pruebas que había dado de su genio, incluso como compositor precoz, no se justificaba que siguiera en su empleo ni dentro de la música podía ofrecérsele otro. Regresó al hogar y por tres años trabajó con su padre en la escuelita que regentaba.

No abandonó la música, su segunda naturaleza. Ocho óperas, cuatro misas, los primeros lieder, las primeras composiciones para piano y las primeras sinfonías brotan de su imaginación, al margen de los deberes escolares, antes de sus veinte años.

Cuando deja la escuela, la protección de algunos amigos, como el poeta Schober, le ayuda a mal vivir, mientras en cuerpo y alma se entrega a la música. Hasta su muerte, en 1828, no saldrá del mismo estado de total miseria, de ilusionado combatir ¡por su arte, mal o en modo alguno retribuido. Sólo conoce unos breves meses de bonanza, los veranos de 1818 y de 1824, en los que residió en Zellesz, Hungría, como profesor de música de las hijas del Conde Esterhazy. Fuera de ellos, Schubert es el músico que tiene que trabajar días seguidos metido en el lecho para que no se le entumezcan los dedos por el frío y que come cuando Dios quiere, como los pájaros del cielo. Fue organista de la Capilla de la Corte por corto tiempo y con un estipendio despreciable. Aspiró al cargo de Vicehofkapellmeister, vacante por la muerte de Salieri, sin obtenerlo, ni tampoco otros más modestos en los teatros vieneses. Los editores de sus lieder no pecaron de generosidad ni pudo sacarle de su aflictiva situación el único concierto organizado con sus obras en 1828, unos meses antes de su muerte. Enfermo de tuberculosis desde 1823, su lenta agonía, acrecentada por la obsesión de morir sin haber cumplido la obra a que aspira, se prolongó hasta la fecha que acabo de citar.

Las primeras sinfonías

El formidable legado que representan las nueve sinfonías de Beethoven pesa sobre todo el siglo XIX para condicionar en uno u otro sentido el desenvolvimiento de este género, Los músicos románticos y hasta los del postromanticismo tendrán que contar, quieran o no, con la presencia de aquella ingente obra. Tanto los que pretendan prolongar la tradición del gran arte sinfónico de Beethoven hacia nuevas conquistas, como quienes consideren que en tal sentido no era posible un paso más y se afanen en la busca de nuevos derroteros, tienen por centro de sus preocupaciones la aportación de aquel maestro. Al considerar la obra de los sinfonistas románticos, debe establecerse una clara divisoria entre ambas tendencias: la que sigue las rutas del sinfonismo clasico-romántico y la que deriva hacia el sinfonismo poemático.

Schubert, Schumann y Mendelssohn se sitúan en la primera corriente; Spohr, Berlioz y Liszt, en la segunda, cualesquiera que sean las diferencias entre sus personalidades. En el caso de Schubert, las tres cuartas partes de sus obras escritas en forma de Sonata, para orquesta o para conjuntos de cámara, corresponden a un cerrado clasicismo. Sólo en los últimos años de su vida, aparece de cuerpo entero el romántico en quien alienta un nuevo sentido de la música, estrechamente emparentado con el de sus lieder y sus piezas breves para piano.

Las tres primeras sinfonías de Schubert fueron compuestas entre 1813 y 1815, de los dieciséis a los dieciocho años del músico. Aunque Beethoven llevaba escritas e interpretadas todas las suyas, menos la Novena, ninguna influencia, ni la más tenue, se advierte del formidable renovador. La admiración de Schubert por Beethoven, profunda y decisiva como fue, se produjo más tarde. Entonces, todavía es Schubert obediente a los dictados de Salieri y sus modelos son Haydn y Mozart hasta donde su pobre técnica y su corta experiencia le permitían aproximarse a ellos. En las oberturas que escribió por esos años juveniles, como Der Teufel ais Hydraulicus, Schubert incluso no rechaza la moda italianizante que domina en la Viena del Congreso y sigue muy de cerca las fórmulas de Rossini. Todavía en 1816, cuando escribió las Sinfonías Cuarta y Quinta, Schubert censuraba a Beethoven una “excentricidad que une lo trágico con lo cómico, lo grato con lo repulsivo, lo heroico con lo vulgar, lo excelso con lo arlequinesco”. Es de suponer que se refería al Beethoven de la última época, puesto que los rasgos mozartianos que perviven en esas sinfonías alternan ya con otros procedentes de la Primera y Segunda de su muy excelso y nada arlequinesco contemporáneo.    1

La Primera Sinfonía de Schubert es poco más que una composición de cámara, de acuerdo con el conjunto casero con que pudo interpretarla, muy simple de escritura, formularia en su construcción. Se destaca sólo en ella ese poder cautivante de la melodía que triunfa de la pobreza de los otros recursos. Debió el propio Schubert considerarla un simple intento y ni siquiera la sometió a las correcciones de Salieri que se perciben en las dos siguientes. La segunda, en Si bemol, y la Tercera, en Re, de 1814 y 1815, muestran un considerable progreso. Están a mitad de camino de las Cuarta y Quinta, escritas en 1816, obras ya plenamente logradas. El “Tema con 'Variaciones” de la Segunda Sinfonía y su “Presto” final traducen una frescura de inspiración y un dominio en las formas consagradas que son más que anticipos del Schubert clásico que se prolonga hasta la Inconclusa.

La Sinfonía Cuarta en Do menor, mal titulada de Trágica por Schubert, en sus cuatro movimientos muestra un completo dominio de las formas del clasicismo, junto a rasgos muy personales que la diferencian de sus modelos, incluso con alguna audacia. Así ocurre con las modificaciones introducidas en el plan tonal del primero y cuarto tiempos y con algunos pasajes orquestales cuyo color romántico es indudable. El primer tiempo es un Allegro de Sonata, con una introducción Adagio, de carácter sombrío; más semejante en su expresividad a las introducciones sinfónicas de Beethoven que a las de Haydn. En las alteraciones que introduce al plan tonal hay mucho del libre sentido armónico con que Schubert procederá en sus demás obras. Expuesto el primer tema en la tonalidad fundamental de Do menor, el segundo no se presenta en la relativa mayor, Mi bemol, sino en La bemol. La reexposición se inicia en Sol menor, en vez de en Do menor, para recapitular el segundo tema en Mi bemol. Los pasajes en armonías cromáticas del Scherzo, que todavía se nombra Minuetto; el recurrir a lo popular en el Trío de éste; la forma de Sonatina, sin desarrollos, del segundo tiempo; la dilatación y las alteraciones del plan tonal del último tiempo, en forma de Sonata como el primero; el lirismo en los cantos, largas melodías, de las maderas; el nuevo valor que adquieren los cornos como elemento colorístico y no simple relleno de armonías, son otros tantos de los nuevos perfiles que esta Sinfonía presenta y que proseguirán en las restantes para ahondar los caracteres del sintonismo schubertiano.    .

La Quinta Sinfonía, en Si bemol, se beneficia con creces de todo lo experimentado en la anterior. Es más concentrada y está mejor resuelta. Avanza con mayor seguridad por el camino recién abierto, pues, como hemos dicho, la Cuarta y la Quinta fueron escritas a distancia de unos meses. También la beneficia el pié forzado del pequeño conjunto, sin timbales, clarinetes ni trompetas, para el que fue compuesta. Quizá, como se cree con algún fundamento, Schubert la rehizo después de la única vez en que pudo escucharla. Tovey se funda en ella sobre todo cuando defiende a Schubert de la imputación que de continuo se le hace sobre su torpeza, su falta de técnica para organizar las grandes formas. Expresa Tovey que estas deficiencias, indudables en sus dos últimas sinfonías, no se deben a falta de oficio, como demuestran las Sinfonías Cuarta y Quinta, sino a que Schubert no alcanzara en forma convincente la extensión que buscó de la Sonata para sus composiciones postreras.

El carácter de los distintos tiempos es muy semejante en las dos sinfonías. El primero de la Quinta es el mejor resuelto como forma. El primer tema, esencialmente rítmico, mantiene la extraordinaria animación de todo el Allegro. El segundo tiempo es un nostálgico lied, una canción de Schubert finamente orquestada. Es curioso en el Scherzo el recuerdo del Minué de la Sinfonía en Sol menor de Mozart, tal vez deliberado, y perceptible aunque sea más vivo el tempo. Sobre el Final gravita en cambio la sombra de Beethoven. En sus contrastes dramáticos, en su tensión ininterrumpida de principio a fin. Tiene un ímpetu sólo comparable al del primer tiempo de la Gran Sinfonía en Do mayor, allí refrenado por las excesivas, agobiantes repeticiones de uno y otro fragmento.

A la Sinfonía Inconclusa todavía se la numera como Sexta y como Séptima a la Grande en Do mayor. El error se debe al mucho tiempo en que estuvieron perdidas la mayor parte de las sinfonías de Schubert, sepultadas en los montones de papeles en desorden que dejó a su hermano Fernando o que poseían amigos suyos. La Sinfonía Inconclusa es, en realidad, la Octava de las compuestas por Schubert, y la en Do mayor es la Décima, si se toma en cuenta a la llamada Sinfonía Gasteiner, también en Do mayor, compuesta en 1825, sobre la que existen múltiples referecinas, pero que aún hoy espera quien la descubra. Algunos estudiosos creen que la Gasteiner Sinfonie no debió ser sino una reelaboración de la Sexta Sinfonía en Do mayor que pudo no satisfacer a Schubert y ser por él mismo destruida. La Séptima Sinfonía, en Mi mayor, fue en parte escrita en 1821. Es una Sinfonía Inacabada que «precede a la que conserva este nombre y es, sin duda, la más representativa de todas las de su autor. En suma, la Sexta y Séptima Sinfonías son frutos no maduros de la crisis abierta en el estilo de Schubert al iniciarse los diez años postreros de su vida, atisbos de cuanto en las dos últimas Sinfonías constituye el nuevo sello del lirismo romántico en el más elevado de los géneros musicales.

La Sinfonía Inconclusa y la gran Sinfonía en Do mayor

En 1822, Schubert compuso los dos tiempos primeros y los compases de presentación del tema del Scherzo de su Sinfonía Inconclusa, en Si bemol menor.

¿Es realmente una sinfonía inacabada?. El asunto se ha debatido con largueza y, por tanto, existen sobre él multitud de interpretaciones. Sin excluir las que mezclan lo absurdo y la leyenda sentimental, de subido tono romántico, a los hechos reales.

Se tiene la evidencia de que Schubert pensó componer una sinfonía normal en cuatro tiempos, como todas las suyas. Por el carácter de los dos que se conservan íntegros y el del fragmento del Scherzo, que tenía que ser un tercer movimiento no conclusivo de la obra; es decir, seguido del Final. Pero no es menos evidente que para Schubert el Allegro y el Andante terminados debieron darle la impresión de constituir por sí solos una sinfonía (como ha ocurrido para sus auditores en la posteridad) , cuando no tuvo reparo en enviárselos a Anselmo Hüttenbrenner, para que la interpretara en el Musikverein de Gratz,

La Sinfonía en Si bemol fue un proyecto que le ocupó un tiempo desmedido para el rápido hacer de esté músico. Aunque no trabajara en él de una manera constante, tuvo que suponerle un gran esfuerzo orientarse en los nuevos caminos que se le abrían. La anterior Sinfonía Inconclusa a que nos hemos referido y la rehecha en Do mayor hablan ya de los tanteos con que Schubert hace acopio de sus fuerzas creadoras hacia el paso decisivo que significa la Sinfonía de 1822. Este año, sobre ello no hay dudas, marca la rotunda divisoria entre el sinfonista clásico y el creador de la primera sinfonía del Romanticismo. Divisoria que exactamente se corresponde con la trazada en el resto de su producción en forma de Sonata. Todo el lirismo, el caudal melódico y las expresivas armonías qufc han enriquecido desde un comienzo el mundo de sus lieder, desembocan ahora en las grandes formas sinfónicas y de cámara.

El proceso de dilatación de la forma que se insinúa en las sinfonías precedentes, pero contenido en los moldes clásicos, en la Inconclusa los desborda. Su lirismo precisa de nuevos cauces y Schubert los busca. En el Allegro, el primer tema, ampliamente melódico, consta de dos miembros con un distinto carácter. Ambos miembros tienen una función equiparable en la construcción de este tiempo. El segundo tema es aún más cantable; la melodía que presenta el violoncello es ciertamente la de una canción. El arrollador lirismo de esta frase se sobrepone a todos los otros elementos, da su expresión al primer movimiento de la Inconclusa. Domina en la extensa sección de exposición y en la recapitulación, en tanto que el primer miembro del primer tema se impone en el desarrollo y en la coda. En el plan tonal, Schubert introduce modificaciones similares a las ya expuestas al comentar sus sinfonías, desde la Cuarta. El segundo tema está en la tonalidad de Sol mayor, en vez de en la relativa mayor de Si bemol menor. En la reexposición es presentado en Re mayor para modular después a Si bemol mayor.

La alteración que supone en el dispositivo formal el predominio del segundo tema y hasta el mismo lirismo de los dos miembros del primero, sobre todo el que es cabeza del tema; la falta de real contraste entre ambos grupos temáticos; la abundancia de repeticiones literales y, en fin, una como falta de ritmo interno, de auténtica fuerza cohesiva en el material empleado y en su desarrollo, debilitan la estructura de este Allegro de Sonata. Pero triunfa de todo su expresividad, su inagotable contenido emocional al que sirve una instrumentación de extrema belleza en gran parte de sus pasajes y siempre sutil, plena de espontaneidad y frescura, fiel en absoluto a los matices nostálgicos que llenan este movimiento e incluso se acrecientan en el siguiente. A un nuevo concepto de la música corresponde esta transparente sonoridad, con los añorantes timbres del oboe y de los cornos que resaltan con frecuencia del conjunto.

El segundo tiempo, Andante con moto, en forma de Sonatina, presenta un largo primer tema que, como en el Allegro precedente, consta de dos miembros bien perfilados. Sobre el segundo tema y el tratamiento de cada una de las secciones, habría qu.e repetir mucho de lo ya dicho al ocuparnos del otro movimiento. El melodismo schubertiano gana aquí su mayor relieve. Amplias líneas melódicas, expresivas armonías, cuya fuente está en los lieder de la última época y que encuentran en el empleo de los timbres orquestales matices que realzan su contenido. La abundancia de las repeticiones se acentúa en esta parte de menor dinamismo.

La Sinfonía Inconclusa no fue interpretada por Anselmo Hüttenbrenner, que no la hizo llegar al Musikverein de Gratz, en Stiria, conforme a lo que se había comprometido con Schubert. Guardada entre otras partituras por su poco celoso destinarlo, se hubiera perdido de no ser por las argucias a que recurrió para recuperarla Johann Herbeck, director de la Viena Gesellschaft der Musikfreunde. Supo que Hüttenbrenner poseía aquel manuscrito y, para solicitarlo, realizó un viaje a Gratz. Como temía no encontrar mucho interés en que se le entregase, comenzó por pedir a Hüttenbrenner una de sus oberturas para estrenarla junto con la Sinfonía de Schubert. Así fue hallada y se interpretó por primera vez en 1865. Herbeck cumplió su palabra y la obertura de aquel insignificante compositor figuró en el mismo programa.

El destino de la Gran Sinfonía en Do mayor, compuesta en marzo de 1828, el año de la muerte de Schubert, fue semejante al de la Inconclusa. Esta vez el descubridor fue Roberto Scthumann. La encontró en 1838 entre los manuscritos que conservaba Fernando Schubert, junto a otras obras de la misma o mayor importancia, como el Cuarteto de “La muerte y la doncella”. Schubert la escribió para el Musikverein de Viena. Se puso en estudio, pero no pasó de los primeros ensayos. Los músicos la encontraron excesivamente larga y complicada. Schubert, que aprovechó aquellas lecturas para corregir su partitura, se avino a que fuera sustituida por la Sinfonía en Do mayor de 1817, la Sexta. La deuda que Viena dejó impaga, gracias al entusiasmo de Schumann fue cubierta por Leipzig. En el famoso Gewandhaus se interpretó la última sinfonía de Schubert, dirigida ipor Mendelssohn, en 1839.

El ensanchamiento de la forma emprendido en la Inconclusa es extremado en esta Sinfonía. Los problemas formales planteados en las anteriores ahora se proyectan resueltamente hacia una solución que pretende ser definitiva: el establecimiento del nuevo tipo de sonata orquestal que reclamaba el espíritu de la época y que exigía el desarrollo de la música más allá de hasta donde lo llevó el genio de Beethoven, Quizás Schubert, bajo el presentimiento de una muerte cercana que agobió sus últimos años, quiso realizar un esfuerzo supremo, crear la gran sinfonía, en todos los sentidos grande, que coronara su labor. Lo hasta entonces realizado por él como sinfonista debió parecerle de muy escaso valor ante los propósitos que le animaban. Ya desde el primer tiempo de la Sinfonía Décima se advierte que la realización ha sido exigente, laboriosa.

Como las grandes sinfonías de Beethoven, se inicia ésta por una introducción dramática y de proporciones desmedidas. Es una canción tripartita, con repeticiones de dos de sus elementos. Presentados el primero, segundo y tercero, reaparece el segundo, con variantes, y se cierra con la repetición del tercero. Tiene así realmente cinco partes. El Allegro de Sonata subsiguiente, desde el punto de vista formal presenta semejanzas con el de la Inconclusa, pero aún más extendidas sus tres secciones. En el desarrollo, se hace uso de motivos de la introducción junto con el material temático. La coda final, muy elaborada, con grandiosidades de himno, incorpora también la primera frase de la introducción. Las repeticiones de extensos fragmentos no faltan y así se obtiene lo ‘'celestialmente largo” que ensalzará Schumann en toda la Sinfonía.

El segundo movimiento, Andante, es igualmente complejo. En su forma de Sonata intervienen: dos temas de amplio vuelo melódico, motivos extraídos de la introducción y de la codetta que sigue al primer tema y una especie de motivo rítmico relacionado con el primer tema, que se entreteje a los demás elementos» en continua variación de sus valores rítmicos y armónicos. Aunque se prodigan los momentos de gran belleza, como en todos los tiempos lentos de Schubert, falta consistencia a una forma que se siente artificiosamente prolongada.

En los dos tiempos siguientes esta falta de concentración, error básico en la Sinfonía, antes se acrecienta que disminuye. El primer miembro del Scherzo es una verdadera Sonata bitemática, como el de la Novena Sinfonía. Pero a Schubert le falta el vigoroso sentido de la construcción que tuvo Beethoven. Sigue un interludio que encadena con el Trío, hermosa canción entre las mejores de aquellas en que lo popular airea el estilo de Schubert. Concluye con la repetición del Scherzo.

El Final, en forma de Sonata, nutrido de material temático, que proviene de ambos extensos temas o de las varias codettas que enlazan sus secciones, con un divagador desarrollo y una reexposición ampliamente variada y prolongada, lleva al extremo cuanto hemos comentado.

Aunque en la escritura instrumental abunden los ejemplos de la exquisita sensibilidad de Schubert para la matización colorística o el subrayado de frases capitales que cobran una emoción intensa; aunque en la armonía y en otros aspectos se encuentren calidades asimismo excelsas, todo lo que parcialmente tiene este alto valor, desmerece en el conjunto de una obra desorganizada. O que no alcanza la organización en planos más amplios, en perspectivas tam vastas como buscó el músico. Inaugura la Décima Sinfonía de Schubert la serie, que se prolonga hasta Mahler, de vanos esfuerzos por ensanchar la Sonata Clásica sin que perdiese su auténtico sentido, su íntima razón de ser. Carente, por otra parte, de la arrolladora fluidez lírica de la Inconclusa, ésta fue y sigue siendo la aportación incomparable de Schubert a la música sinfónica y la más rica en valores perdurables.

La música de cámara

La evolución que siguen las obras de Schubert para conjuntos de cámara es paralela a la de sus composiciones sinfónicas. Salvo que en la música de cámara se produce dos años antes, en 1820, el cambio de estilo que lleva del Schubert clásico al romántico y que la maestría y originalidad de este músico, sobre todo en los cuartetos para cuerda, excede a lo que representan sus últimas sinfonías. Schubert es el creador del cuarteto romántico con tan altos y justos títulos como los adquiridos en su producción de lieder. Aun hay más: nada de igual significado ni de realización equiparable a los cuartetos de Schubert se produce durante todo el Romanticismo hasta la aparición de los cuartetos de Brahms. Si es que estos mismos no quedan por debajo de los tres admirables con que se cierra este aspecto de la obra schubertiana.

Compuso este maestro catorce cuartetos para cuerdas. £1 primero, cuando tenía quince años. Al que siguieron diez más hasta 1813. La abundancia de estas obras juveniles dentro del género cuarteto se explica por el amor y la experiencia adquiridos por Schubert en la práctica de este tipo de música, que tuvo lugar en su casa desde que el era muy niño. Para esas reuniones familiares nacieron sus primeros Cuartetos. Gozaron de la misma facilidad que sus lieder para la interpretación inmediata, con la tinta aún fresca.

Los modelos que Schubert sigue, al principio con ingenua torpeza, fueron los de las obras allí leídas: las de Haydn, Mozart, el Beethoven de la Opus 18 y músicos a la moda y de tan poco relieve como Fórster y Krommer. Muy pronto, la sombra de Haydin se desvanece y quedan las otras dos ilustres para ejercer su tutela sobre las tempranas creaciones de Schubert. Al lado de la fidelidad con que las sigue, paso a paso gana mayor relieve su propia personalidad, más lírica, más espontánea en su sentimentalismo siempre en primer plano. Como en las Sinfonías Cuarta y Quinta, sus hermanas gemelas, en los últimos Cuartetos de este período, la melodía resalta y lo mucho avanzado en los lieder en cuanto a la expresividad y audacia de los enlaces armónicos, halla su exacta contrapartida en las composiciones de mayores exigencias. Buen ejemplo de todo ello lo ofrece el Cuarteto en Mi mayor escrito en 1813.

Sin especial relieve, pertenecen también a estos años un Minué y Finale para octeto de vientos.

La producción de cuartetos se interrumpe en 1813 y no se reanuda hasta 1820. Después de un silencio tan largo para un compositor como Schubert, hasta fines de ese año escribe un movimiento para cuarteto en Do menor. En este tiempo para cuarteto, como en el Quinteto de “La Trucha” —por estar basado uno de sus tiempos en este lied—, para piano, violín, viola, violoncello y contrabajo, el salto respecto de lo anterior es enorme. Bien puede hablarse, como en el caso de las últimas obras de Beethoven, de un cambio de estilo. En la manera como están abordados y resueltos, sin caer en la servidumbre a los clásicos, los problemas formales que el contenido expresivo de su música plantea, en la amplitud de su sonoridad y en la riqueza de matices armónicos y rítmicos, hasta entonces desusados, que distinguen a ambas composiciones, Schubert ofrece una contribución que es más que un anticipo de la música romántica. Todo el Romanticismo está ya en estas páginas, lo mismo que en la Sinfonía Inconclusa, con la cual tienen más de un parecido. El primero de los tres últimos cuartetos, el Opus 29, en La menor, escrito en 1824, aún más de cerca corresponde, en cuerpo y alma, a lo que la Inconclusa significa.

Schubert no conocía entonces ninguno de los Cuartetos de Beethoven de la Op. 59 en delante. Sólo en el año de su muerte, cuando ya había escrito sus tres grandes cuartetos, se le reveló uno de los pertenecientes a la última época de Beethoven, el en Do menor. Karl Holz, testigo de la experiencia, ha referido la honda emoción, la extremada congoja que le produjo. ¡Qué horizonte de enormes posibilidades debió descubrírsele, más allá de lo mucho alcanzado por su propia intuición, cuando ya era demasiado tarde!

Conviene insistir en este extremo. Porque los tres cuartetos con que Schubert cierra su obra en este género no proceden, ni directa ni indirectamente, de los clasificados en la segunda y tercera maneras de Beethoven. La genialidad, sin abusar del término, de Schubert está en que con ellos irrumpe con fuerza y brillo inigualables en la música romántica para cuarteto y alcanza su cima sin otros antecedentes que la producción de los clásicos que antes hemos señalado y que en la de Beethoven no pasaba de los Opus 18. Dicho de otra manera, Schubert alcanza por su propia evolución, por sus solos y propios medios, esa penetración tan profunda en los nuevos reinos de la música del siglo XIX. Sin duda que, a lo menos en cuanto a la invención armónica, los últimos cuartetos de Schubert deben mucho a las sinfonías de su contemporáneo, incluida la Séptima, en La menor. ¿Adónde hubiera llegado el primero de los compositores románticos para cuarteto si igualmente hubiese recogido las muchas experiencias, técnicas y “de contenido”, que alientan en los de Beethoven de las Opus 127 a 135? Elucubración ociosa, desde luego.

Baste decir que la derivación hacia la nueva música que suponen los Cuartetos en La menor, Re menor y Sol mayor de Schubert se desvincula de la herencia clásica con mayor audacia que los tres del Op. 59 de Beethoven. Forman así una etapa, en cierto modo intermedia, de ensañamiento romántico entre esos Cuartetos y los que siguen a la Opus 95.

El Cuarteto en La menor de Schubert es el más equilibrado de los tres que comentamos. Lo hemos comparado con la Sinfonía Inconclusa y en lo que más se asemeja a ella es en este sentido de lo formal y en su riqueza de invención armónica, alterando las normas tradicionales. Como la Sinfonía, conserva una frescura, una espontaneidad inmarcesibles. Advirtiendo que el lirismo del segundo movimiento de la Inconclusa fluye por igual en todos los del Cuarteto y que el parentesco de éstos es más estrecho, por tanto, con el Andante de la Sinfonía que con el Allegro.

En el Cuarteto en La menor, como ya antes en el Quinteto de "La Trucha”, Schubert elabora uno de los tiempos sobre motivos extraídos de su lied ‘‘Die Góter Griechenland”. El Cuarteto siguiente, en Re menor, compuesto en 1826, presenta el tema con variaciones sobre “La muerte y la doncella”. ¿Es la obra maestra de Schubert, aparte del sin fin de obras maestras recogidas en sus lieder? La amplitud del discurso, sin merma de lo excelente de él de principio a fin; el vigor sinfónico con que están tratadas las partes; la invención melódica, rítmica, armónica inagotables, sitúan al Cuarteto en Re menor en una altura que sólo los últimos de Beethoven, como hemos repetido, sobrepasan. ¡Y ese maravilloso Andante del que emanan todos los matices de la melancolía!

El último Cuarteto, en Sol mayor, Op. 161, también de 1826, reúne las mismas cualidades. Para muchos estudiosos de la obra de Schubert incluso es la cima que yo creo ver en el de “La muerte y la doncella”. Es difícil pronunciarse sobre qué reinos de mayor belleza se logran en uno u otro. Para mí, si en algo desmerece de su contemporáneo, es en que la densidad del Cuarteto en Sol ya tiende, aunque en ocasiones, hacia la pesantez de la Gran Sinfonía en Do mayor. Pero entre ambos cuartetos sólo existe una diferencia de matiz, que puede hacer más grato, por simple vía emocional, al contenido del uno sobre el del otro. La obra reputada igualmente valiosa que estas dos, pero que, indudablemente, queda por bajo de ellas para nuestra sensibilidad, es el Quinteto con dos violoncellos Op. 163. Fue escrito en 1828 y, como la Sinfonía a que acabamos de aludir, traiduce el cansancio de aquel año postrero en la vida del músico y plantea problemas que no se resuelven en forma artísticamente suficiente. 'La dilatación de sus tiempos se resiente de las excesivas repeticiones. La estructura es, en consecuencia, débil y la adapción de un segundo violoncello muchas veces no se justifica sino para engrosar la sonoridad, en perjuicio del conjunto. Schubert quiso emular el admirable Quinteto ¡para cuerdas, con dos violas, de Mozart, y quedó lejos de su modelo y de las propias intenciones perseguidas.

El Octeto en Fa mayor, Op. 166, el Octeto con piano y el para vientos, mucho menos pueden situarse en un nivel cercano al de los tres últimos cuartetos. Para el Octeto Op. 166, de 1824, toma Schubert la disposición instrumental del famoso Septeto juvenil de Beethoven que tanto admiraba. Pero no consigue ni la sencillez de esa música, tan próxima a sus raíces en el Divertimento del siglo XVIII, ni las calidades románticas a que se inclina, mientras se abultan las digresiones, las repeticiones al pie de la letra, las “celestiales” larguras de Schubert en sus obras de gran tamaño de la última época. Asimismo, la escritura instrumental traduce deficiencias notorias. No es Schubert, horro de contrapunto, un maestro en la música concertante. El predominio en este Octeto del clarinete, el demasiado relieve del corno, aunque menor que el del clarinete, contribuyen a su monotonía. Sólo el Scherzo es un oasis en medio de una composición tediosa e interminable. Sin duda este Octeto es una de las obras más pobres de Schubert.

No ocurre lo mismo con los dos Tríos con piano, Op. 99, en Si bemol mayor, y Op. 100, en Mi bemol mayor, ambos de 1827. Como las composiciones para piano y cuerdas de los clásicos y de los primeros románticos, son obras de menor responsabilidad que los cuartetos. Quizá por ello rebosan de ese lirismo grácil, de esa movilidad de la escritura pianística, de esa emoción alada que distingue a su autor en los Impromptus y en muchos de los lieder.

Las composiciones para piano

En el proceso de ampliación, y disolución a la vez, de la forma Sonata que se precipita conforme avanza el Romanticismo, las diecinueve de Schubert para piano cumplen una función muy semejante a la de sus sinfonías[1]. El peculiar melodismo de este músico y su tendencia a lo divagatorio en las grandes formas, incluso es más radical en las tres últimas sonatas para piano que en las últimas sinfonías. Los desarrollos se reducen a veces a simples episodios entre las otras secciones, muy extensas y líricas.

En las primeras sonatas, Schubert se produce con mayor reverencia hacia los modelos consagrados. En las últimas, más ricas de contenido musical, el romántico vuelca íntegro el raudal de su espíritu. Espontaneidad, ternura, ensoñador lirismo pugnan con la estructura formal y la hacen desorganizada, confusa. En las Fantasías, incluida la escrita para cuatro manos, la mayor libertad beneficia sus cualidades expresivas. Schubert crea un nuevo estilo, íntimo y pleno de frescura como el de sus obras menores. 'La Fantasía a la romántica, como expresión de estados de espíritu y no simple divagación virtuosística, alcanza en éstas todo su significado. La libertad de desarrollo, el caprichoso tratamiento de los motivos, el juego rítmico, se desbordan con una inspiración que nada refrena. La escritura pianística es también más rica y variada. Son, sin duda, mucho más schubertianas que las sonatas.

Pero donde el genio de Schubert se manifiesta más deslumbrante de originalidad es en los Impromptus y en los Momentos Musicales. Lo conciso de estas obras favorece a un músico que, en propósitos más amplios, cae en la dispersión imaginativa. De un sólo impulso, Schubert crea el pianismo menor romántico en la suma de todos sus atributos. En este manantial beberán músicos como Schumann y Mendelssohn. En uno que otro aspecto, también le es tributario el sutilísimo espíritu de Chopin. Agrega así Schubert a la música una delicada provincia, de impalpable poesía, la misma de sus lieder. Con los que Impromptus y Momentos Musicales guardan estrecha semejanza de contenido y de técnica. En ésta, sobre todo, en cuanto al tratamiento del teclado y a la invención melódico-armónica. ¿Qué podría decirse para ensalzar el encanto de páginas como el Impromptus en Fa menor?

Nace este pianismo tan entrañablemente íntimo como fruto de una inédita posición ante la música. Es música de que se goza a solas, que no precisa de auditorio; más bien, que lo rehúsa. Música para acompañar nuestros pensamientos o entretejerse a nuestras imaginaciones, en comunicación tan estrecha como la del lector con el libro. Imposible hallarle antecedentes en la de Haydn, Mozart o Beethoven. Si Beethoven escribió obras, como él mismo dijera, que expresan un mensaje de corazón a corazón, el de estas piezas de Schubert, como después las de Schumann y Chopin, se produce en el ámbito cerrado de un corazón que se habla a sí mismo.

De una parte las Sonatas y Fantasías, de otra los Impromptus y Momentos Musicales, contienen lo más representativo de la producción pianística de Schubert. Los Valses Nobles, los Valses Sentimentales, los de Gratz, los Ländler, Escocesas y otras danzas, más las numerosas composiciones para piano a cuatro manos, tienen menos valor o un valor más circunstancial, aunque no les falten cualidades sobresalientes de su estilo.

El lied Romántico, suprema creación de Schubert

Si el Siglo Romántico es la época de exaltación de los sentimientos colectivos, también lo es del individuo solitario, perdido entre las conmociones del mundo. En la música, de igual manera que el Romanticismo impulsa el desarrollo de los géneros sinfónicos, para consumo de las multitudes congregadas en los conciertos ¡públicos, anima un cultivo del intimismo con una variedad y sutileza de matices como antes no se había conocido. Aludimos a esto al ocuparnos de la música de cámara y de las composiciones ,para piano de Schubert. El mismo fenómeno se presenta, con rasgos todavía más acusados, en la aportación capital de este músico, sus canciones.

El canto que acompaña a todas las manifestaciones de la vida, siempre a flor de labio, para traducir las alegrías, los ensueños y congojas más entrañables, es un producto netamente romántico. Aunque sus primeros brotes, como los de tantas otras especies del teatro, la poesía y la música románticos, se ofrezcan en ese prerromanticismo que es el Sturm und Drang Periode en Alemania y aunque el sentimentalismo Bieder-mayer les sirva de puente hacia su plenitud romántica.

La esplendorosa floración de canciones que ilustra el siglo XIX sólo es comparable a la que experimenta la poesía lírica en todos los países europeos; en primer término y con mayor abundancia y finura de matices, en Alemania e Inglaterra. En ambas naciones, la poesía lírica se enriquece al contacto de la popular y al fin revierte a ésta para vigorizarla. El mismo camino sigue el arte de la canción; sin duda, con caracteres más nítidos en Alemania. En los últimos años del siglo XVIII, el estudio de la canción popular (Volkslied) y la asimilación por los músicos de su contenido expresivo y de sus caracteres todos, llevó desde las formas sencillas del Volkslied a las del Kunstlied (canción de arte), estrechamente emparentadas con aquéllas. Dentro de una evolución o desgaja-miento de un tipo de canción al otro cuyas gradaciones son casi imperceptibles. Al fin y al cabo los músicos no hacían sino dar un acento personal, vertir sus propios sentimientos en el molde reverenciado del Volkslied.

De Zelter, entre los compositores de la iprimera hornada en la Escuela de Berlín, a Reidhardt y Schulz, en un estrecho margen de pocos años se consuma este proceso y se completa cuando las canciones publicadas con los nombres de sus autores en las primeras series de lieder que se editan a fines deí siglo XVIII, son tenidas, en las primeras décadas del XIX, por canciones populares, nacidas espontáneamente del (pueblo; música “natural”, según entonces se creía.

El Volkslied y el Kunstlied, un paso más allá de aquél, al igual que las canciones corales de inspiración patriótica que se escribieron para las Liedertafel, fundadas por Zelter[2], recibieron su impulso del espíritu liberal y nacionalista que estremeció a Alemania y Austria después de las guerras napoleónicas. Lo vernáculo se busca por razones artísticas, pero, al mismo tiempo, porque en lo esencial popular está la médula de la ipatria, lo distintivo, intocado del ser de la nación que así se reafirma. Ahora bien, los factores que gravitan sobre el desarrollo del lied en el Sturn und Drang son sólo su trasfondo en los años del temprano Romanticismo. La sentimentalidad Biedermayer se sobrepone a todos los otros elementos formativos de la nueva especie lírica.

Uno de los grandes méritos de Schubert como creador del lied romántico reside en como va todavía más allá de ese sentimentalismo y se hunde en lo profundo y sin tiempo de las emociones que expresa. Nadie supo cómo el plasmar en arte y llevar a tal altura el espíritu de la época a que con su obra se anticipa. Sin dejar de dar forma y ser imperecederos a lo que, en auténtico acto de creación, no puede referirse a éste o al otro momento de la historia o de evolución de los estilos artísticos.

Fue una inmensa fortuna para la música que Schubert se anticipara a entregar con sus lieder la suma perfecta de cuanto ha de ser la canción romántica, sin que, a la vez, dejara de pesar sobre este aspecto de su obra la formación que recibió como hombre del siglo XVIII. Para Schuber más que para ningún músico de su tiempo, el fermento nacionalista de la canción alemana pasa a un remoto plano. La tentación por lo pintoresco, por el color nacional o el pequeño interés patriótico, asimismo no le roza. En toda su obra y especialmente en los lieder, Schubert adopta ante lo nacional y lo folklórico una posición en absoluto semejante a la de un clásico dieciochesco, un Haydn o un Mozart. Cuando escribe, entre sus primeras canciones una española, “Don Gaiferos”, al componer el Rondó a la húngara, para piano a cuatro manos, o usar de elementos rítmicos y modales de la música húngara o de la popular alemana en muchas de sus composiciones, lo hace como Haydn empleó esos mismos elementos; como puros ingredientes musicales, asimilándolos a su estilo. Es la misma posición universalista, de músico que sólo obra como músico, sin acicates literarios, ¡pintorescos, ideológicos o de cualquiera otra mala índole, repito, de Haydn, de Beethoven en sus Cuartetos con temas rusos de la Op. 54, de Mozart en "La flauta mágica”, de J. S. Bach en los comienzos del gran siglo. Posición contraria a la del ya latente morbo nacionalista del arte romántico, no sólo el de la música, que hará a Mendelssohn componer tantas canciones de gondoleros y demás música “característica” al filo de la producción de Schubert y que inunda, con un sentido nacional alemán popularista, las creaciones de más bajo nivel o los momentos más episódicos de las óperas de Weber, su contemporáneo.

No debe pasar inadvertido este rasgo entre todos los excelentes del lied de Schubert, quien se encaminó sin vacilación, y desde sus obras de adolescente, hacia el lied de hondas raíces humanas, tan universal y, si se quiere, tan austriaco universal cómo el sinfonismo de Haydn, Mozart y Beethoven, la sagrada trinidad de la música supernacional del Clasicismo del siglo XVIII. A la que se opondrán los dioses menores y los idolillos de diversos colores y (pelajes, altas y bajas categorías estéticas, de los múltiples nacionalismos y regionalismos que brotan en los días románticos, crecen en el ocaso del siglo y se prolongan hasta el nuestro. Decidió así Schubert, también en este sentido, la gran ruta del lied romántico por donde marcharán Schumann y Brahms, para citar tan sólo a los que mejor pueden equiparársele.

Ninguno de los compositores de lieder a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX ya citados, ni los que podrían agregarse a ellos, tuvieron una apreciable influencia sobre Schubert. La que ejerciesen siguió una vía tan indirecta como la que el .propio Volkslied tuvo en su arte. Schubert no recogió sino rasgos generales de la canción popular. No recurrió a ella como a modelo deliberadamente adoptado. El único de los liederistas precedentes que, como señala Alfred Einstein en su “Music in the Romantic Era”, influyó en uno de los aspectos del arte de Sdhubert, en las Baladas, fue Johann Rudólf Zunsteeg (1760-1812). Incluso Beethoven, con todo lo que de prerromántico se encuentra en sus canciones, no guarda con Schubert una relación más cercana que la de aquellos otros músico. Ni siquiera los lieder sobre poesías de Gellert ni el ciclo “An die ferne Geliebte” tienen una vinculación con el estilo de poesía camada, vuelta música por la voz y el piano, del lied a que Schubert dio vida.

La prodigiosa carrera de Franz Schubert como creador de lieder comienza en su adolescencia, con las canciones escritas entre 1810 y 1811, a los catorce años, como "Vatermorder” y “Hagar Klage”. Lo insuficiente de su formación técnica le indujo a volcar el lirismo de que rebosaba en la forma más accesible para él. Así puede explicarse que cuando en los demás géneros musicales, por entonces y en los años siguientes hasta 1820, se muestre vacilante, sometido a múltiples influencias, sin acertar más que en remedos de los clásicos, en cuanto al lied aparezca en seguida pleno de maestría, con una personalidad inconfundible. El “Erlkónig”, “Gretchen am Spinrade”, el “Heidenroslein”, el “Wanderer Nachtlied” y otras muchas obras maestras, los compone entre los dieciocho y los veinte años.

Ya en los lieder primeros, como el ‘“Lamento de Agar” citado, la originalidad de Schubert se impone en el tratamiento de la melodía y en el ambiente creado por el piano. También entonces el piano contribuye en igual medida que la parte cantada a plasmar el contenido .poético. El valor lírico o dramático de la melodía, que recoge el más sutil matiz del texto; la función del piano, que no es simple acompañamiento nunca en Schubert, sino comentario, subrayado del texto, interpolación de lo inexpresable con palabras, diálogo a veces con la línea vocal; se ofrecen por la misma importancia y calidad poético-musical del primero al último de los seiscientos seis lieder que compuso. Y, sin embargo, dentro de éstos y otros caracteres sustanciales del lied de Schubert, hay una cierta evolución en su estilo. Cada vez más concentrado y ¡profundo, enriquecido en variedad rítmica y armónica, en flexibilidad de la melodía, en contenido psicológico.

En las primeras canciones alternan los pasajes en arioso o en recitativo, ambos no estrictos. Schubert se muestra ya como un maestro en hacer uso de ambos estilos de canto, según las necesidades del texto literario y para impedir toda posible monotonía. En las baladas de estos años, como el admirable “Erlkönig”, su dramatismo de nuevo cuño, la capacidad de caracterización de los personajes y de los episodios que el poema relata, superan todo lo que hasta entonces pudo hacerse, los artificios de escuela o el talento de los músicos que buscaron diversas maneras de resolver el problema que tan extenso tipo de canción planteaba.

En los lieder de la madurez, la mayor concentración de todos los elementos musicales es paralela a una cada vez más rigurosa unificación formal. Lo cantabile y lo recitativo se produce en fluctuación continua, sin límites perceptibles. Motivos característicos se entretejen entre el canto y el piano, pasan de la melodía al sustento armónico para mayor coherencia de la forma. De más está decir que este trabajo motívico, como siempre en la aparente espontaneidad de la música de Schubert, no da la sensación de “lo elaborado” y menos de lo mecánico. No hay “sistema” en Schubert ni otras leyes que las exigencias de la expresión y del desarrollo del discurso sonoro.

La servidumbre única a la expresión músico-poética hace a Schubert no tener preferencias ¡por ningún tipo de canción. En cada caso se inclina hacia el más apropiado para la obra que crea. En los lieder de la primera época predominan los de amplio desarrollo y contenido dramático. Pertenecen a ella sus baladas de Ossian, de Schiller o de Goethe. Abundan en ellas, para animación de los diversos episodios sin quebrantar su unidad, los cambios de tempo, los matices expresivos, los diálogos de la voz y el piano o repartidos entre los personajes supuestos en la poesía. Es también característico de estos largos lieder la tendencia orquestal de la escritura del piano.

Las canciones de alrededor de 1820, el que podría decirse período central en la producción de sus lieder, son en gran parte las de estrofas variadas. Una mayor penetración psicológica distingue a su contenido. Lo trágico ha sucedido a lo dramático, lo lírico a lo descriptivo. Sirvan de ejemplo, por poner alguno, las canciones extraídas del “Wilhelm Meister” (1816), el "Viaje al Hades” y la “Visión del Tártaro” (1817), “Antígona y Edipo” (1818), “Prometeo” (1819).

Desde 1822 a 1828, en su última etapa, cuando el músico empieza a sufrir en su salud el paulatino decaimiento que le lleva a su temprana muerte, una .penetrante melancolía se adueña de su espíritu, El rastro de ella se manifiesta en los dos ciclos de canciones sobre poesías de su amigo Müller, más acentuado en el segundo (“Winterreise”, 1827) que en el primero (“Die schóne Müllerin”, 1823). Pertenecen también a estos años las canciones sobre versos de Walter Scott o de Shakespeare, con sus temas novelescos y de ensueño, teñidos de acentos nostálgicos. Un paso más allá y surgen los lieder del último tiempo, los catorce recogidos en la colección llamada “El canto del cisne” (“Schwanengesang”), publicada después de su muerte. El músico que tantas admirables páginas tiene escritas, eleva el género lied a alturas que no serán superadas de austero patetismo o de alucinante penetración psicológica en canciones como el varias veces citado “Doppelgánger”, “Die Stadt”, “Ihr Bild” y “Aufenthalt”, entre otras.

En ese enorme legado, piedra miliar, como el pianismo de Chopin, de la música romántica, todas las especies abordadas de canción lo son con idéntica maestría. Desde el lied más sencillo, de estrofas iguales ("Heidenroslein”) al de estrofas variadas (“'Die Forelle”); desde la balada con un desarrollo dramático (“Erlkónig”), al puramente lírico ("Der Lindenbaum”); desde el más próximo a la canción popular (“Der Wanderer”) al de mayor hondura espiritual (“Der Doppelgánger”). En su estrecha compenetración con las palabras del poeta, son ellas las que condicionan la forma, las fluctuaciones de la música que sigue los infinitos cambios, la inmensa variedad de acentos y calidades que caracteriza a la lírica alemana desde Goethe hasta Heine, del Sturm und Drang a la plenitud del Romanticismo[3].

Toda creación artística, y más las que imprimen un nuevo rumbo o dan su sello a una época, es producto de dos factores dominantes: el genio del artista y el medio social que nutre esa creación y después la acoge, la siente, más o menos conscientemente, como cosa propia. La Ilíada es la obra de Homero y de la cultura griega en expansión hacia el Clasicisimo; el Quijote, la de Cervantes y la España en crisis, desencantada de su imperio, de fines del siglo XVI; el Fausto, la de Goethe y la Alemania de la Ilustración, en tránsito hacia el Romanticismo. En la creación de una gran obra artística existe siempre esa ley de necesidad, de exigencia, por la que el ser individual que la produce se hace intérprete del ser colectivo en un determinado momento de la historia.

Hemos seguido la creación magna de Schubert desde Schubert mismo. ¿Cuál es el otro factor que impulsa el nacimiento de sus lieder, con las peculiaridades que hemos señalado en ellos y que radicalmente los distinguen de cualquier especie de la canción anterior? ¿A quiénes se dirigen?  

El hogar del lied de Sdiubert es el salón burgués, heredero de las tertulias de aficionados y de artistas que nacen con la sociabilidad Bie-dermayer y se expanden con la romántica. El lied se dirige a un tipo de auditores y de intérpretes que hasta entonces no había existido y que está muy lejano de aquéllos de las reuniones de cámara de la nobleza o de la alta burguesía del siglo XVIII y, como es lógico, aún más de las de tiempos precedentes.    .

Con la “Schubertiada”, el salón burgués llega a la .plenitud de sus características. El ambiente donde los primeros lieder dieron sus frutos, se transforma en el salón romántico, distinto induso de aquél de donde inmediatamente procede: la tertulia ilustrada de fines del XVIII y comienzos del XIX, como las de la casa del Consejero Aúlico Goethe en Weimar, para citar un ejemplo ilustre.

En los conciertos de cámara tradicionales, el auditorio con frecuencia era más versado en música que los aficionados del siglo XIX; sin embargo, tuvo una función estricta y pasiva de oyente, de gustador de la obra musical que le ofrecen intérpretes (profesionales. A partir de la época de Schubert, las reuniones burguesas de artistas y aficionados anulan la distancia entre el intérprete y el auditor, funciones que se intercambian. Desde niño, Schubert participa en las reuniones de aficionados de su casa paterna y compone las obras que allí pueden ejecutarse por él mismo y los amigos que le rodean. 'Lo mismo ocurre en las famosas "schubertiadas”, donde se leen poemas, se discuten cuestiones artísticas, se danza y se interpreta música por unos u otros de los concurrentes. Allí lee Schubert las obras que van saliendo de su pluma, principalmente las compuestas para piano o los lieder. Como no es un pianista excelente, cuando la escritura de un lied excede sus posibilidades de ejecutante, lee por encima la parte pianística, la simplifica. Es sabido que éste fue el caso del “Erlkönig”, cuya parte de piano nunca pudo ejecutar Schubert como está escrita. Los poetas habituales de esas reuniones, Hölty, Müller, KosegaTten, Matthison, Schober, Spaun, Bauernfeld le ofrecen los versos para sus lieder, le orientan en la selección y le dan a conocer los de las figuras mayores de la lírica alemana. Toda la formación literaria de Schubert y su sensibilidad para la poesía de su tiempo y del inmediatamente anterior, las recibe al contacto con esos círculos de aficionados o de modestos cultivadores de las artes. Decisiva en este sentido para el joven músico fue su asistencia a las reuniones literarias de la escritora Carolina Pidiler, su amistad con Schober, el conocimiento de Grillparzer y la admiración que le dispensaron el pintor Von Schwind, al que se debe la deliciosa estampa de una de las “schubertiadas” de alto vuelo, el jurista y entusiasta cultivador de la música Sonneleithner, el Barón Von Schonstein y el cantante Michael Vogl. Este, difusor infatigable de sus lieder, fue quien primero los interpretó en público, en el único concierto en el que figuraron durante la vida de su creador y que tuvo lugar en Viena en 1821. Hasta entonces y por varios años después, los lieder se compusieron para y se interpretaron en casas de la honesta burguesía vienesa, como las de Frolich, de Hönig o de Spaun. Las delicadas muchachas, hermosas figuras juveniles de esas familias, fueran las musas alimentadoras de los sueños del músico y las intérpretes de la única realidad que éstos tuvieron, vueltos canciones[4].

Toda la vida de Schubert transcurre entre las aludidas relaciones amistosas, que le proporcionaron casi las únicas satisfaccionés que recibió de su arte, los paseos campestres por los alrededores de Viena, prolongación de las schubertiadas, y sus trabajos de compositor. Se ha fijado de él una estampa ingenua, alegre, casi despreocupada. Se repiten los apelativos cariñosos que recibió de sus contertulios por su espíritu brillante, por su ingenio y su música en las reuniones caseras, j Quién podría medir los abismos de soledad que, no obstante, le rodearon, junto ai continuo asedio de su miseria! Los que le conocieron con mayor intimidad aluden a su melancolía, recatada para tantos y siempre presente en sus creaciones, menos velada cuanto más profundos son sus acentos.

Las canciones para coros y la música litúrgica

En la producción de Schubert, como en la mayoría de la romántica, figuran buen número de canciones corales para voces solas —nos resistimos a usar el término "a caippella”—, o con acompañamiento instrumental. Schubert sigue la tradición de los Liedertafel, con sus canciones de carácter armónico y una gran simplicidad de escritura, en sus coros para voces iguales, masculinas o femeninas. Mayor interés tienen aquéllos en que se hace presente un lirismo vecino al de los lieder con piano. Igual ocurre con las canciones para coro mixto.

En la época de Schubert y, en forma más pronunciada, entre sus sucesores, la canción coral empieza a ramificarse en dos direcciones principales: la fielmente vinculada a los Liedertafel y las grandes sociedades corales de fines del siglo XVIII, con su carácter patriótico y nacionalista, y la puramente lírica, versión coral del Volkslied o del Kunstlied. Schubert sigue ya con mayor abundancia la segunda de estas corrientes, por donde marcharán a su vez Mendelssohn, Schumann y Brahms. Aunque haya canciones corales de Schubert que valdría la pena sacar del olvido en que yacen, el conjunto no presenta un relieve especial, como tampoco en los otros músicos que acabamos de nombrar.

Con la música litúrgica de Schubert ocurre algo muy parecido. Escribió siete Misas. Las primeras, con grandes deficiencias técnicas, a las que no salva ¡por completo su impulso lírico. Las dos últimas, en La bemol (1822) y en Mi bemol (1828), acusan el progreso y la madurez acelerada a que tanto nos hemos referido al hablar de los años que transcurren en su obra a partir de 1820. Son excelentes ejemplos de la Misa romántica, con sus cualidades, pero también con su blandura melódica, su poca profundidad religiosa. En estas dos misas, Schubert no olvida las de Mozart y aun las de Beethoven. Siendo tanto más subjetivo en la medida en que más parece haber querido seguir a sus modelos.

La Misa Alemana (“Deutsche Messe”) de 1827, ¿puede compararse con aquellas otras? En cualquier caso es una interesante manifestación del espíritu que llevó a Brahms, muchos años después, a la creación de su “Réquiem Alemán”, su magna opus en la música religiosa. Quizá también la única magna opus del romanticismo en esta esfera que pueda acercarse al nivel de la Misa Solemne de Beethoven.

'Las otras composiciones litúrgicas de Schubert (Ofertorios, Salves, Benedictus, Kyries, etc.) participan de las mismas características de sus Misas, más abundantes en su peculiar sentido de lo religioso o, dicho más corto, más superficialmente religiosas las que pueden ser tratadas con mayor libertad, A veces no faltan rasgos "a la Rossini”.

La música escénica

Entre los primeros maestros de la ópera romántica alemana, ninguno hay que pueda competir en importancia con Weber. Aunque Schubert compuso numerosas obras para el teatro entre óperas, operetas, singspiele y melodramas, y aunque en muchas de ellas el nuevo espíritu y la fecunda lírica de Schubert se muestran con largueza, el total de su producción escénica no exhibe el sello de lo logrado. El teatro lírico de Schubert, con excepción de la bellísima partitura de “Rosamunda” y de notables fragmentos de otras obras, no constituye más que un intento, tampoco consecuentemente sostenido, hacia la renovación que se imponía en la ópera con las auras románticas. Un gran número de sus composiciones de esta Mole son simples bocetos de operetas o de singspiele. Muchas están inconclusas. La mayoría no vio la luz de las candilejas.

El valor circunstancial de estas obras, salvo algunas a que nos referimos por separado, las hace resentirse de la moda del rossinismo imperante en Viena o del popularismo sin mayor trascendencia. Ello se da junto a las óperas que pretenden servir los ideales de la época, su sentimentalismo y su amor por los climas extraños, en la abundancia de temas legendarios (de la romantizada Edad Media), españoles, orientales, etc.

Su vena lírica, su sentido dramático, el genio que Liszt, un entusiasta del teatro de Schubert, le reconocía para encarnar en seres reales el pensamiento poético, no le bastaron para crear la ópera romántica, a la que hubiera podido dar vida como pocos músicos de aquel tiempo. Si en ocasiones se lo propuso, no parece que se entregara a esta labor tan por entero ni con la pasión que le impulsó en sus lieder, sus obras para piano, sus cuartetos o sus sinfonías.

Las obras de menor relieve entre las escénicas de Schubert son la farsa en un acto “Die Zwillingsbrüder”, dada con poco éxito durante seis noches en el Karnthnerthor Theater en 1820, más las operetas “Der Teufels Lustschloss” y “Der Spiegelritter” y los singspiele “Der Vierjäihrige Posten”, “Fernando”, “Die beiden Freunde von Salamanca” y “Die Verschworenen”, ninguna de las cuales se interpretó en vida de su autor ni han podido ser sacadas del olvido en sus tardíos estrenos de fines del pasado siglo o en años muy próximos del nuestro (“'Die beiden Freunde von Salamanca” se dio por primera vez en 1934). A este grupo hay que agregar los singspiele “Claudina von Villabella” y "Der Minnesanger”, no terminados. Dejó Schubert también inconclusas las óperas “Adrast” y “Sakuntala” y el melodrama en tres actos “Die Zauberharfe”, cuya obertura pasó a ser la de "Rosamunda”.

Una mayor altura, en una especie de fórmula de compromiso entre el estilo de Schubert y las influencias de Rossini y del teatro con danzas, no menos en boga ya entonces en la capital de Austria, alcanzan las óperas “Die Burgschaft”, compuesta en 1816 y estrenada en 1827, "Fierabras”, “Der Graf von Gleichen” y “Die Salzberwerke”, no interpretadas las tres últimas hasta fines del siglo.

Por último, la ópera en tres actos “Alfonso und Estrella”, compuesta en 1822, y la música de escena para “Rosamunda von Cypern”, de 1823, son el indicio más elocuente de lo que hubiera podido ser el teatro lírico de Schubert con mayor fortuna de la que tuvo en sus días o con una dedicación más entusiasta del músico a este género de composición.

La partitura de “Alfonso y Estrella” está elaborada con una atención que Schubert no solía prestar a sus otras obras teatrales. Alienta en ella el espíritu inconfundible de su autor y, pese a los absurdos del libreto, hay una calidad musical que se impone. La que impresionó a Liszt, el director de su estreno en Weimar en 1854. La había escrito Schubert para los músicos de Gratz y no pasó de los primeros ensayos por la misma razón que se quedó en ellos la Sinfonía en Do mayor. Encontraron excesivo el esfuerzo que se les demandaba.

La música para “Rosamunda”, también sobre un inconcebible libreto de Guillermina Von Chezy, está formada por la obertura, que ya dijimos que Schubert tomó de "Die Zauberharfe”, tres interludios, dos escenas danzadas, tres coros, un solo de soprano y la llamada “Melodía del pastor”, otro trozo instrumental. El más puro Schubert y el más delicado romanticismo impregnan a los once trozos. Fue estrenada en 1825 en el Teatro An der Wxen. A pesar de las excelencias de su música no arraigó en los escenarios. Corrió la misma suerte de tantas obras entre las más hermosas creadas por este músico. Perdida por muchos años, Grove y Sullivan la descubrieron en 1867. Así fue restituida al arte que, por expresar lo esencial y más hondo de una época, es imperecedero.

Notas:

[1] Se suele hablar de las veinte sonatas de Schubert porque se incluye entre ellas a la Fantasía Op. 78. Schubert realmente compuso tres sonatinas y diecinueve sonatas, contando las tres grandes sonatas posturnos, en Do menor, La mayor y Si bemol mayor.

[2] Sociedades corales formadas en sus orígenes sólo por coros masculinos.

[3] Los seiscientos seis lieder de Schubert están compuestos sobre poesías de ochenta y seis poetas alemanes. El poeta a quien más recurrió Schubert fue Goethe. Sobre versos de él compuso 73 lieder. Le siguen: Mayerhofer con 46, Müller con 45, Schiller con 42, los Schlegel con 26, Matthieson con 25, Hólty con 23, Komer con 13, Klopstock. con 13, Claudius con 12, Heine con 6 y Rockert con 5.

[4] La edición de los lieder de Schubert se inició hacia 1820. Fue tan lenta y esporádica que, doce años después de la muerte del músico, sólo se habían impreso cien de los seiscientos seis lieder contenidos en la edición de las obras completas hecha por Breitkopf en 1879.

 

Franz Schubert: El amor más grande y la pena más grande

12 dic 2016

Suscribirse al canal para más contenido: https://goo.gl/GLSuto

Más películas en español: https://goo.gl/s6sSG1

Haga clic aquí para comprar el DVD: http://www.allegrofilms.com/films/

Realizador Christopher Nupen sobre la película: "Schubert murió joven, y para su devoto e íntimo círculo de amigos estuvo subestimado durante su vida, y durante al menos un siglo después, porque no consiguió el reconocimiento público ni el éxito económico. Fue el primer gran compositor en la música occidental que vivió exclusivamente de su arte, sin mecenazgo, y que solo pudo ofrecer su música en un concierto público durante toda su vida. Cuando murió a los 31 años, su amigo, Franz Grillparzer, triste y con buena intención, aunque equivocado, escribió su epitafio: La música ha enterrado aquí grandes riquezas, pero mucho más justas esperanzas' Esas palabras permanecen en la lápida de Schubert y perpetúan lo que yo veo como un asombroso y duradero error: que Schubert nunca llegó a la madurez completa porque murió joven y no alcanzó el nivel de los grandes maestros. En mi opinión, estas dos ideas son claramente falsas. La película comienza con el funeral de Beethoven, en el que Schubert portó una antorcha, y la historia se cuenta casi al completo con la música compuesta por Schubert en los 20 meses que le quedaban después de esa fecha, además de citas de sus cartas y diarios y las palabras que eligió incorporar a sus canciones. Nuestro título, El amor más grande y la pena más grande, está sacado de un sueño que Schubert escribió el 3 de julio de 1822 y que se cita al completo en la película."

 

Schubert - Rosamunde - Amsterdam / Szell

64.253 visualizaciones

11 may 2013

incontrario motu

Franz Schubert Rosamunde, Fürstin von Zypern D.797

- Ouvertüre "Die Zauberharfe" D.644 0:00

- Ballet Music n°2 10:08

- Entr'acte n°3 17:17

- Entr'acte n°1 23:58

 Koninklijk Concertgebouworkest

George Szell

Studio recording, Amsterdam, 2-4.XII.1957

Ensayo de Vicente Salas Viu

 

Publicado, originalmente, en: Revista Musical Chilena Vol. 13 Núm. 63 Enero / Febrero de 1959

La Revista Musical Chilena es editada por el Departamento de Música de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile
Link del texto: https://revistamusicalchilena.uchile.cl/index.php/RMCH/article/view/12779

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

Email: echinope@gmail.com

Twitter: https://twitter.com/echinope

facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

Ir a índice de ensayo

Ir a índice de Vicente Salas Viu

Ir a página inicio

Ir a índice de autores