Una de las escenas más memorables del cine es la que da inicio a
City Lights. Una modesta multitud se encuentra concentrada en una
plaza pública. Se trata de un grupo compuesto por gente limpia, de
vestimenta arreglada, bien alimentada y maquillada –esa clase de gente
que, desde muy temprano, se nos enseña a entender como decente.
Un hombre robusto perora frente a la multitud; a su espalda, lo que a
todas luces es una estatua cubierta por una tela. El hombre gesticula
desde el podio, con la mirada perdida, alzada más allá del público y del
espectador de la película, como si atendiera al despliegue de un futuro
alucinado. Presenta a los notables que lo acompañan en tarima –uno de
ellos, por cierto, singularmente parecido a Lev Trotsky. Estrecha manos
con fruición. Llega el momento de la revelación: hora de mostrar al
público el monumento que, según lo anunciado, está dedicado a la paz y
la prosperidad. El trapo se alza como un telón. Dormido en el regazo de
la personificación marmórea de la prosperidad, se encuentra el vagabundo
que hemos llegado a asociar infaliblemente con la figura de Charles
Chaplin.
Mientras el vagabundo lucha infructuosamente por bajarse de la estatua,
lo primero que llama la atención es su ropa. Es, en cierto sentido, la
misma que visten aquellos notables tan pagados de sí mismos que
anunciaban el monumento hacía unos instantes. Pajarita, bombín, cuello
alzado, frac, bastón: están allí todas las insignias simbólicas de la
respetabilidad. Pero hay algo en ellas, en el desgaste que testimonian,
en el modo en que son llevadas, que las disloca, que las saca de foco.
Las prendas han sido tergiversadas, digamos. O mejor: han sido
traducidas.
Esta manera de acercarse a la vestimenta encierra la actitud de los
personajes que encarna Chaplin ante la realidad material que los rodea.
Tanto los objetos como los otros personajes son obligados a entrar en
una suerte de danza, cuyo eje es el personaje chaplinesco: ocurre un
vaivén, un ir y venir de cuerpos en el espacio, como planetas sometidos
a órbitas inéditas. Basta recordar otra escena célebre de City
Lights, la pelea de boxeo, donde la acción se despliega
subvirtiendo las reglas de este deporte. O aquella escena de The
Circus, en la cual el protagonista, escapando de la policía,
irrumpe en el acto del mago del circo, desapareciendo en un lugar y
apareciendo en otro. Alrededor del personaje chaplinesco, todo objeto y
todo otro personaje bailan al borde de sí mismos. El personaje
chaplinesco es un funambulista que hace equilibrio sobre las leyes de la
física.
Otra manera de decirlo podría ser: el personaje que Chaplin encarna en
sus películas realiza incesantemente traducciones. Todo lo que lo rodea
es susceptible de ser traducido. Todo está a punto de ser arrancado de
su lugar habitual en la sintaxis de la cotidianidad, para hallarse
súbitamente insertado en un nuevo circuito de sentido. Las cosas son
despojadas de su valor de uso, las personas son sustraídas de su función
y posición sociales. Chaplin los sumerge fugazmente en una zona de
indeterminación, un instante en el cual se hallan suspendidos en el
espacio, arrancados de la gravedad que los aseguraba, para luego
hacerlos significar insólitamente.
Así, Chaplin lleva a la pantalla un pasaje con el que todo traductor
debería estar familiarizado: la incertidumbre de las palabras. Ese
momento bisagra en el que las palabras de una lengua no han cuajado
todavía en las palabras de otra lengua. El horizonte de vacilación
semántica que hizo a Walter Benjamin imaginar una lengua en los
entresijos y pasadizos entre todas las otras lenguas. Pero no solo
ocurre con los cuerpos; también el lenguaje hablado, en algunas de las
películas de Chaplin, pasa por un proceso similar. Los discursos de
Hynkel, dictador de Tomania en The Great Dictator, son un
revoltijo de frases en inglés, alemán y sonidos que, sin significar,
significan. Construcciones fonéticas que juegan al doble sentido y a la
asociación puramente sonora. Equivalente acústico de la escritura
asémica. Otro caso es la escena del cabaret en Modern Times,
donde el protagonista encanta a la audiencia con una canción hecha con
retazos de inglés, francés, italiano y otras lenguas más; una canción
donde las palabras se deslizan de un idioma al otro sin aduanas ni
pasaportes.
En estas escenas cristaliza un instante ineludible en todo proceso de
traducción: el descubrimiento de que ningún vocablo tiene un genuino
homólogo en otra lengua, de que siempre conservará una medida de
fluctuación, un grano de opacidad. Esta falta irremediable puede
adquirir para algunos dimensiones trágicas, pero en ese respecto Chaplin
tiene algo que enseñarle al traductor: la indeterminación no es el lugar
de la carencia, sino el lugar del juego. La región donde una cosa
termina volviéndose otra con un guiño. André Lefevere escribió que los
traductores son los artesanos del compromiso; cuando pienso en lo que
Chaplin tiene que decir sobre el oficio de la traducción, termino
concluyendo: el traductor es el homo ludens por excelencia, el
artesano de la indeterminación. Hace flotar a las palabras en el
espacio, en una zona de gravedad cero, antes de volverlas a fijar. Y con
ellas también flota él: sus certezas, sus seguridades, sus convicciones
sobre lo que pueda ser el sentido legítimo de las palabras.
Flota. Así, como un astronauta. |