Chaplin, el traductor y el astronauta

por Adalber Salas Hernández

Charles Chaplin obra del escultor Víctor Gutiérrez

foto del blog Vida de Peatón

Una de las escenas más memorables del cine es la que da inicio a City Lights. Una modesta multitud se encuentra concentrada en una plaza pública. Se trata de un grupo compuesto por gente limpia, de vestimenta arreglada, bien alimentada y maquillada –esa clase de gente que, desde muy temprano, se nos enseña a entender como decente. Un hombre robusto perora frente a la multitud; a su espalda, lo que a todas luces es una estatua cubierta por una tela. El hombre gesticula desde el podio, con la mirada perdida, alzada más allá del público y del espectador de la película, como si atendiera al despliegue de un futuro alucinado. Presenta a los notables que lo acompañan en tarima –uno de ellos, por cierto, singularmente parecido a Lev Trotsky. Estrecha manos con fruición. Llega el momento de la revelación: hora de mostrar al público el monumento que, según lo anunciado, está dedicado a la paz y la prosperidad. El trapo se alza como un telón. Dormido en el regazo de la personificación marmórea de la prosperidad, se encuentra el vagabundo que hemos llegado a asociar infaliblemente con la figura de Charles Chaplin.

Mientras el vagabundo lucha infructuosamente por bajarse de la estatua, lo primero que llama la atención es su ropa. Es, en cierto sentido, la misma que visten aquellos notables tan pagados de sí mismos que anunciaban el monumento hacía unos instantes. Pajarita, bombín, cuello alzado, frac, bastón: están allí todas las insignias simbólicas de la respetabilidad. Pero hay algo en ellas, en el desgaste que testimonian, en el modo en que son llevadas, que las disloca, que las saca de foco. Las prendas han sido tergiversadas, digamos. O mejor: han sido traducidas.

Esta manera de acercarse a la vestimenta encierra la actitud de los personajes que encarna Chaplin ante la realidad material que los rodea. Tanto los objetos como los otros personajes son obligados a entrar en una suerte de danza, cuyo eje es el personaje chaplinesco: ocurre un vaivén, un ir y venir de cuerpos en el espacio, como planetas sometidos a órbitas inéditas. Basta recordar otra escena célebre de City Lights, la pelea de boxeo, donde la acción se despliega subvirtiendo las reglas de este deporte. O aquella escena de The Circus, en la cual el protagonista, escapando de la policía, irrumpe en el acto del mago del circo, desapareciendo en un lugar y apareciendo en otro. Alrededor del personaje chaplinesco, todo objeto y todo otro personaje bailan al borde de sí mismos. El personaje chaplinesco es un funambulista que hace equilibrio sobre las leyes de la física.

Otra manera de decirlo podría ser: el personaje que Chaplin encarna en sus películas realiza incesantemente traducciones. Todo lo que lo rodea es susceptible de ser traducido. Todo está a punto de ser arrancado de su lugar habitual en la sintaxis de la cotidianidad, para hallarse súbitamente insertado en un nuevo circuito de sentido. Las cosas son despojadas de su valor de uso, las personas son sustraídas de su función y posición sociales. Chaplin los sumerge fugazmente en una zona de indeterminación, un instante en el cual se hallan suspendidos en el espacio, arrancados de la gravedad que los aseguraba, para luego hacerlos significar insólitamente.

Así, Chaplin lleva a la pantalla un pasaje con el que todo traductor debería estar familiarizado: la incertidumbre de las palabras. Ese momento bisagra en el que las palabras de una lengua no han cuajado todavía en las palabras de otra lengua. El horizonte de vacilación semántica que hizo a Walter Benjamin imaginar una lengua en los entresijos y pasadizos entre todas las otras lenguas. Pero no solo ocurre con los cuerpos; también el lenguaje hablado, en algunas de las películas de Chaplin, pasa por un proceso similar. Los discursos de Hynkel, dictador de Tomania en The Great Dictator, son un revoltijo de frases en inglés, alemán y sonidos que, sin significar, significan. Construcciones fonéticas que juegan al doble sentido y a la asociación puramente sonora. Equivalente acústico de la escritura asémica. Otro caso es la escena del cabaret en Modern Times, donde el protagonista encanta a la audiencia con una canción hecha con retazos de inglés, francés, italiano y otras lenguas más; una canción donde las palabras se deslizan de un idioma al otro sin aduanas ni pasaportes.

En estas escenas cristaliza un instante ineludible en todo proceso de traducción: el descubrimiento de que ningún vocablo tiene un genuino homólogo en otra lengua, de que siempre conservará una medida de fluctuación, un grano de opacidad. Esta falta irremediable puede adquirir para algunos dimensiones trágicas, pero en ese respecto Chaplin tiene algo que enseñarle al traductor: la indeterminación no es el lugar de la carencia, sino el lugar del juego. La región donde una cosa termina volviéndose otra con un guiño. André Lefevere escribió que los traductores son los artesanos del compromiso; cuando pienso en lo que Chaplin tiene que decir sobre el oficio de la traducción, termino concluyendo: el traductor es el homo ludens por excelencia, el artesano de la indeterminación. Hace flotar a las palabras en el espacio, en una zona de gravedad cero, antes de volverlas a fijar. Y con ellas también flota él: sus certezas, sus seguridades, sus convicciones sobre lo que pueda ser el sentido legítimo de las palabras.

Flota. Así, como un astronauta.

Charlie Chaplin - City Lights ending (fragmento)

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por Adalber Salas Hernández

 

Publicado, originalmente, en Periódico de Poesía, No. 108 / Abril 2018

Periódico de Poesía es una publicación mensual editada por la Dirección de Literatura - Universidad Nacional Autónoma de México

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