Con Carlos Fuentes: Entre la invención y la crítica

por Guillermo Saavedra

Carlos Fuentes (México, 1928) es una figura central dentro de la literatura actual en lengua española. Ha escrito una obra vasta y multifacética, que abarca casi todos los géneros literarios e incluye textos complejos y experimentales como La cabeza de la hidra o Cristóbal Nonato, pero también narraciones tradicionales como La campaña o Gringo viejo (llevada al cine por Luis Puenzo). Premio Cervantes en 1987 y reciente Premio Príncipe de Asturias 1994, Fuentes fue entrevistado cuando el escritor viajó a Chile para presentar su libro El naranjo.

-¿Hay una escena original, o varias, que usted vincule con su iniciación literaria

-Recuerdo con toda claridad los libros de lectura escolares. Yo estaba en los Estados Unidos cuando empecé a ir a la escuela y recuerdo todavía cómo me atraían esos libros de tapas verdes con dibujos de niños saltando, rodeados de vacas y perros y gatos. Fueron los primeros libros que atesoré, un poco, que quise guardar para ml. Pero eso se contrastó rápidamente -y creo que fue definitorio- con los primeros libros infantiles que compraba yo en México, cuando iba de vacaciones: los Clásicos Sopena. Eran ediciones para niños, en formato grande, con ilustraciones muy bonitas. Y claro, la ilustración que más me llamó la atención inmediatamente fue la de un caballero armado, montado sobre un caballo y arremetiendo contra unas ovejas, mientras su sangre manaba profusamente en la carátula de Sopena. Desde luego, era la edición infantil del Quijote, cuya lectura fue definitiva para mí. Y, por los azares de mi vida y de mis viajes, contrastaba con la parquedad imaginativa de los libros primeros de mi educación en inglés, que decían: "My name is Jane. I am a girl. I run".

-Supongo que los libros de lectura en México serían tan parcos como los estadounidenses. En la Argentina al menos, los niños también debían soportar oraciones del tipo: "Ema amasa la masa para su oso aseado".

-Bueno, yo hice mi educación primaria en los Estados Unidos; de modo que no pasé por los libros escolares en español. Tuve la suerte de entrar directamente en un mundo fabuloso, un mundo mítico, épico, de hazañas imposibles, nada menos que a través del Quijote.

Tuve una afición muy temprana por la lectura, por impulso de mi padre y por vivir en una casa atiborrada de libros. Mi padre era miembro de varios clubes de libros de la época y a mi me fascinaba que todos los días llegaran volúmenes que se añadían a los ya existentes. Vivía en una casa con mucha información. Como diplomático en Washington en una época muy tensa de las relaciones entre mi país y los Estados Unidos, mi padre recibía muchos periódicos, revistas y otros materiales que me acostumbré también a leer desde muy pequeño.

Por otro lado, estaban los clásicos de la literatura infantil norteamericana. Sobretodo Mark Twain, de quien leí primero el Tom Sawyer y luego el Huckleberry Finn, que supone una lectura de mayor madurez, en tanto ya no se trata sólo de un libro de aventuras sino de una obra que plantea cuestiones que, viviendo en los Estados Unidos, yo podía sospechar como conflictivas: el problema de los negros, la relación de un espíritu libre con una sociedad puritana y conformista.

Robert Louis Stevenson fue otra lectura temprana para mí. Y creo que él y Mark Twain fueron las que más me influyeron. Pero Salgari -de quien nunca había oído hablar en los Estados Unidos- y el Corazón de Edmundo de Amicis fueron las lecturas infantiles más importantes que hice en lengua española.

-¿Qué ocurrió con esa formación literaria cuando se trasladó con su familia a Chile?

-Esa es ya una etapa más adelantada de mis lecturas. Básicamente, leí a Julio Verne y a Alejandro Dumas, y tuve mi primer contacto con los autores chilenos y latinoamericanos. Pero mi verdadero ingreso en lo que podría llamar mi formación literaria se produjo cuando nos fuimos a vivir a Buenos Aires. Jamás olvidaré mi primer contacto con esa ciudad, porque fue también mi primer contacto con la obra de Borges. Leía también, a través de publicaciones de Emecé y de la colección Austral, a autores como Kafka y los clásicos de todos los tiempos.

-¿Y qué encontraba en el Quijote?

-Bueno, el mundo del Quijote era algo muy remoto para un niño como yo, de siete u ocho años; pero a la vez no me resultaba ajeno. Y esa doble sensación me impresionó mucho desde el principio. Era un mundo que no podía ver en las calles, a la vuelta de la esquina, y que tampoco pertenecía a las mitologías que nos enseñaban en la escuela estadounidense; sin embargo, yo lo sentía como algo muy vivo, extraordinariamente actual. Me provocaba una gran compasión el personaje de Don Quijote, había una identificación con él y con Sancho Panza. Y esa lectura me hizo sentir que el pasado podía ser nuestro. Esa es una revelación muy, muy profunda que me dio el Quijote, que uno pertenecía también al pasado, al pasado de la historia de la literatura ante todo.

-Y también al pasado de la historia de la lengua.

-Desde luego. Claro que eso, en una edición infantil como la que yo manejaba entonces, era menos notorio. Eso lo descubrí un poco más tarde. Pero ese sentimiento de que este caballero y su escudero eran contemporáneos, eran míos, en la medida en que también sentía que yo los estaba inventando al leerlos, es una sensación muy única; que en mi caso se repitió un poco leyendo a Stevenson, a Twain y a Dumas, pero nunca con la intensidad de esa lectura inicial del Quijote.

-¿Qué significó la lectura de Borges en ese momento?

-Borges fue para mí la lengua castellana: la plenitud que empecé a adivinar en el Quijote de la edición infantil. Leyéndolo, sentí que se podía deducir de allí todo el español. Como venía del conflicto de lenguas entre el español y el inglés y no sabía todavía muy bien en qué idioma me iba a expresar y, de inclinarme por el español, no sabía muy bien si lo iba a jugar como mexicano, como chileno o argentino, dado que no sabía en qué lugar iba a vivir el resto de mis días. Borges simplemente me resolvió el problema; me hizo descubrir que todo se puede decir en español. No hay límites. Todas las tradiciones nos pertenecen, todas las posibilidades son nuestras. La imaginación es nuestra.

Los inicios

-¿Cuando sintió que estaba haciendo realmente literatura?

-Cuando regresé a México -tenía yo dieciséis o diecisiete años-, participé en un concurso de cuentos que se realizaba en el colegio donde estaba estudiando. Varios amigos míos -muchos de ellos fueron más tarde destacados políticos mexicanos- también participaron. Uno de ellos fue Mario Moya, que llegó a ser candidato a la presidencia y muy amigo mío desde aquellos años estudiantiles. Había que presentarse con seudónimo y se otorgaban tres primeros premios. Nos reunieron en el salón principal del colegio para anunciar los premios, junto con los seudónimos y la identidad verdadera de los autores. El primer premio lo gané yo; el segundo premio lo gané yo; el tercer premio lo gané yo. Todos mis amigos renunciaron a la literatura y se dedicaron a la política.

-Ni la imaginación ni la crítica a la realidad se resignan a ceder el primer plano en su obra.

-Sí, en efecto. Eso ya se esboza en los primeros textos que empecé a publicar, en forma de cuentos, a partir de los dieciocho, veinte años. Recuerdo uno que se llamaba "Pantera en jazz" que apareció en la revista Ideas de México que editaba para la Facultad de Filosofía y Letras un excelente poeta español joven y exiliado: José Pascual Buxó. Esta es la historia de una pareja que, sin explicárselo, tiene una pantera escondida en la sala de baño. Es la historia de la vida cotidiana de ellos, que viven sabiendo que existe esa amenaza, y de la pantera, que los envidia, no soporta el amor de la pareja y termina comiéndoselos.

Ese cuento fue seguido por otro que transcurre en Nueva York, entre judíos exiliados que rememoran la desaparición de sus familiares en los campos de concentración. A mí me había chocado mucho, al ingresar en el colegio mexicano, descubrir que allí reinaba, como en todo México, un sentimiento pro alemán muy claro. México siempre vio en Alemania a la potencia opositora de los Estados Unidos. Casi fuimos aliados de Alemania en la Primera Guerra Mundial, y en la Segunda Guerra la simpatía mayoritaria corría a favor de Alemania. No sólo era el enemigo de los Estados Unidos, sino también el país al que le podíamos perdonar todo lo que le envidiábamos a los Estados Unidos: la eficacia, el progreso. Cuando yo llegué a México en 1944 o 1945 con noticias sobre el Holocausto nazi, nadie me quería creer, se reían de mí. Y yo les decía a mis compañeros, bien mexicanos, bien morenos: "¿Pero es que no se dan cuenta de que es una dictadura racista, que si llegaran aquí a ustedes los convertirían a todos en jabón?" Peró ellos no parecían entenderlo.

-¿Había ya en estos textos primeros algo de lo que sería después su propio estilo?

-Desde luego, en los primeros textos siempre hay un afán mimético muy grande, ¿verdad?

-¿Quiénes eran sus modelos?

-Joyce fue muy importante. También empezaba yo a leer poesía por esos años. Y lo primero que leí fue la poesía española de la Edad de Oro. Me lo hacían leer en el colegio, pero yo sufrí un enamoramiento que no ha acabado nunca con Quevedo, que desde esos años ha sido un ángel tutelar mío. Leía mucho la poesía mexicana contemporánea; yo era amigo de Alfonso Reyes y él me pasaba muchos libros. Conocía muy bien la poesía de López Velarde, de los contemporáneos, del propio Reyes y, también a través de Reyes, que cumplía conmigo esa función magisterial innata en él, he leído a Lugones, a Vallejo, a Neruda, a Gabriela Mistral.

-¿Qué le atraía de Quevedo?

-Sobre todo, algo que para mí fue fundamental y que era la tensión entre lo sublime y lo grotesco, entre la extrema vulgaridad y la inspiración divina y erótica. Eso es una constante mía que viene de mis lecturas de Quevedo.

-Hay textos de Quevedo como La fortuna con seso o La hora de todos que parecen escritos por Lezama Lima.

-Sí. Es de una modernidad aplastante. Sucede que, como la vida civilizada, el hecho de vivir en ciudades siempre tendrá este carácter barroco, conflictivo, enredado, en donde la gente se salva por la ironía, Quevedo siempre será actual.

-¿Hubo otras lecturas que contribuyeran a formar su background literario?

-Luego de esos primeros años, me fui a Europa para alejarme por un tiempo del bullicio de la ciudad de México que es muy atractivo y también muy devorante. Viví dos años en Ginebra. Fue una época en la que realmente depuré mis lecturas al máximo: leí a los clásicos griegos y latinos y empecé a leer en serio la novela contemporánea -Thomas Mann, Aldous Huxley, Virginia Woolf- y me sentí identificado con la cultura europea como algo propio, ya no como una cultura de aprendizaje para un latinoamericano sino como algo que me pertenecía por derecho propio y con lo cual no tenía conflictos. Y esos años fueron fundamentales para decidirme por la literatura. A mi regreso a México junté relatos que finalmente se publicaron como Los días enmascarados. Y empecé a escribir mi primera novela, La región más transparente, que publiqué a los 28 años, tras cuatro años de trabajo.

Ante todo la novela

-Usted ha abordado prácticamente todos los géneros. Pero es en la novela donde parece sentirse más cómodo. ¿Qué encuentra en ese género para preferirlo a los otros?

-Antes hablábamos del deslumbramiento frente al Quijote. Creo que junto al gran libro de Cervantes hubo otra obra de ficción. Los sonámbulos de Herman Broch -que compré en Nueva York a los 20 años con un gran temor de no entender nada-, que me fascinó como ningún otro. Y me permitió descubrir la inmensa hospitalidad de la novela. La novela como género de géneros. En Broch se incluía narrativa, poesía, física y matemáticas, periodismo, crónicas, cine proyectado como texto, filosofía, ensayo... Estaba todo ahí para crear realmente la plenitud de ese mundo para mí alucinante, donde se reúnen tres épocas de estilo romántico, decimonónico, un estilo experimental, de ruptura y un estilo moderno de desencanto y reflexión sobre lo que se ha dicho.

Fue para mí una experiencia extraordinaria que vinculé a la lectura del Quijote, en cuanto me di cuenta de que Cervantes había hecho lo mismo: tomó todos los géneros del momento -la novela de caballería, la picaresca, la pastoril, la novela bizantina, la novela de amor- y los entrecruzó con las aventuras de su personaje, haciendo estallar los géneros.

-Además de haber inventado ese gesto moderno que se conoce como metaliteratura: en la segunda parte, Don Quijote y Sancho se encuentran con gente que ya ha leído la primera parte y los conoce por ella.

-Sin dudas. Cervantes es el gran héroe de la era de Gutenberg. El escritor que entra con sus personajes en una imprenta, además, ¿no? Y, como siempre digo bromeando, guiados por la mano de Carmen Balcells.

-En su obra hay también una coexistencia de libros muy arriesgados en lo formal y en lo técnico y otros abordados desde una perspectiva más tradicional. ¿A qué se debe esa fluctuación?

-Hace un tiempo decidí que quería escribir una serie de novelas orgánicamente unidas en cierto modo por temas como el tiempo, la cuestión latinoamericana, la historia y nuestras respuestas frente a ella, y el uso social e histórico del lenguaje. Cuando empecé a ordenar mis libros en lo que hoy es "La edad del tiempo", me di cuenta que había algunos libros que debían ser encarados desde una narración más tradicional. La campaña, por ejemplo, va donde va y está escrita como está escrita porque es una novela que quiere hablar de una cierta época, de ciertas ilusiones, de cierta manera de ser que concebía la expresión del mundo de ese modo. No siempre tiene que ser así. Por eso la precedo por Terra nostra, que es también una novela histórica, una novela sobre la fundación del mundo hispánico, pero sin embargo totalmente experimental, en laque rompo todos los cánones que se me ocurren. Y luego me doy el reposo de decir: "Ahora voy a contarles una historia tradicional".

Esto obedece mucho a la influencia de Broch, pero también a la necesidad de tener valles y montañas en el conjunto, de ir modulando una serie de cosas. El lenguaje que empleo en Cristóbal Nonato no es, en efecto, el lenguaje que empleo para contar las aventuras de Ambrose Bierce en la revolución mexicana en mi novela Gringo viejo. Pero eso obedece a la necesidad de que haya matices en lo que aspira a ser una obra completa.

La máquina del escritor

-¿Cómo es su proceso habitual?

-Es muy difícil decirlo, porque hay un elemento tan misterioso en eso que uno no se atreve a tocarlo por temor de que se vuelva ceniza. Es una caja de Pandora que hay qur1ntener cerrada. Pero, en términos generales, le digo que he vivido con algunos temas muchísimo tiempo. Gringo viejo, por ejemplo, es una novela que empecé a concebir cuando tenía diecisiete años, cuando leí los relatos de Bierce, el mejor testimonio literario sobre la guerra civil norteamericana. Descubrí que estaban escritos por un hombre que murió en medio de otra guerra civil, la de México, y por decisión propia. Me fascinó el personaje y empecé a tomar notas. En 1964 hice un viaje por tren desde la ciudad de México hacia el norte, a Chihuahua. Y viendo el paisaje del norte de México, que fue el de la revolución de Villa, empecé a escribir los primeros borrones ya más formales de Gringo viejo: "El entró a México a caballo. Entró a morir. Cruzó la frontera...". Todo eso lo escribí entonces. Lo dejé. En 1980 decidí que tenía finalmente la concepción madura de esa novela. De manera que me tomó varias décadas escribirla. En cambio, hay otros textos que nacen así, de una inspiración, de un fogonazo y uno puede llegar a escribirlos en una noche.

Desde luego, es más fácil que esto ocurra con un cuento. Pero la brevedad de una narración no siempre implica rapidez en su escritura. Por años, durante mi adolescencia en México, me pasée de noche por las calles de la colonia Cuahutémoc, atraído como un insecto por la luz de una ventana abierta a la altura de la calle, a través de la cual todas las noches podía verse un féretro, con una muñeca adentro, cubierta de flores y rodeada de cirios. Y de día, cuando volvía para ver quiénes vivían allí, la casa estaba convertida en una casa común y corriente de clase media, con gente haciendo la limpieza; no había muñeca, no había flores, no había muerte. Llegar a la forma literaria de esa escena tan inquietante-que fue finalmente el cuento "La muñeca reina" -me llevó muchísimo tiempo, a pesar de que era un relato breve.

-¿Reconoce cuándo una idea es para un cuento o una novela

-Generalmente sí; pero a veces no. La cabeza de la hidra iba a ser originalmente uno de los cuentos de Agua quemada. Yo lo había dejado en un punto no explicativo, Si de suspenso, y luego se me fue convirtiendo en una novela breve y finalmente en una novela larga. Quizás debí dejarlo como una novela pequeña, más misteriosa y sugerente.

-¿Y la escritura misma? ¿Tiene usted una disciplina de trabajo?

-Es indispensable. Todo lo que estamos diciendo se convierte en puro aire si no nos sentamos a escribir libros que se niegan a escribirse solos. Hay que sentarse y hay que trabajar, como un buen artesano. Todos los días, si se puede. Cuando no estoy de viaje como ahora, sé que me levantaré y trabajaré todos los días, con la mayor concentración posible y sin interrupciones, desde las ocho de la mañana hasta la una y media de la tarde, para llegar a una primera versión de un texto. Soy muy amigo de ir la hacia adelante sin detenerme, para corregir después.

-¿Cuál es el criterio que usa para corregir? ¿Se pone en el lugar de un lector imaginario?

-Me pongo en el lugar del creador, desde luego; tengo todavía ese privilegio.

Todavía no soy lector. Y quizá nunca sea lector de mí mismo. Creo que un escritor nunca se lee a sí mismo. Acompaña la gestación de ese ser maravilloso o deforme -porque desde luego que uno puede engendrar a Ariel o Calibán dentro de la literatura- y, una vez que el libro se publica, ya no le interesa volver sobre él. Entonces les pertenece a los lectores, a los críticos, al... polvo, no sé. Pero, mientras uno está escribiendo, lo está viviendo muy intensamente, no quiere saber de otra cosa y la corrección se hace a solicitud de la obra, de lo que uno está haciendo, para que tenga más tensión, más coherencia y más belleza.

La corrección se vuelve un acto de amor en el momento de la creación.

-¿Le cuesta mucho encontrar el tono de una narración?

-Si lo he pensado bastante antes, no. Si he sido frívolo y no lo he pensado bien, sí. Y entonces me tengo que castigar a mí mismo y disciplinarme porque me parece una irresponsabilidad no haber pensado bien qué voz, qué tono voy a emplear para un texto.

La cuestión de la voz es muy importante en una narración como para dejarla librada a la suerte. Como decíamos ayer en la presentación, aquí en Chile: ¿quién habla? ¿de quién es la voz? Creo que es un problema radical no sólo de la literatura sino de la historia y, muy particularmente, de la historia de México, donde tenemos una tendencia a confundir las voces particulares, las voces individuales con una voz general, abstracta.

Y hay una tendencia crítica en México que me parece incomprensible. Lo que dice un escritor individual -y lo dice como tal es recibido como si ese escritor pretendiese hablar por todos, o decir la última palabra sobre cualquier cosa. A mi a veces se me ha criticado por pretender hablar en nombre del país. ¡Qué va! Hablo por mí, nada más. Y precisamente porque México es un país tan complejo, tan enredado, lo único que puedo hacer es aportar mi voz y esperar oír las voces de noventa millones más, si es posible. Desde luego que en mis libros me importa mucho encontrar una voz que diga lo que yo quiero decir.

-¿No le ha ocurrido que esa voz le imponga una voluntad más allá de sus intenciones como autor?

-Tengo unos libritos negros de notas con los que siempre viajo y donde apunto muchas cosas. Ya llevo más de cincuenta de ellos con anotaciones, ideas que parecen muy claras cuando surgen y uno las registra.

Y al llegar a la mesa de trabajo, todo eso se desvanece ose deforma y termina por resultar inútil. En definitiva, los coloco en un estante y no los vuelvo a ver cuando empiezo a trabajar porque, si no he asimilado para entonces lo que apunté antes, ya no me va a servir. Sé que tengo que estar muy abierto a ese fenómeno que no se explica pero que consiste en no perder el control de la escritura pero sí en ser invadido por factores que uno no calculaba, por flujos casi magnéticos a veces, por ríos que surgen de alguna profundidad, a tal grado que hay instantes de horror y de privilegio en que no se sabe si realmente es uno quien está escribiendo o si está saliendo algo insospechado, como si estuviese habitado súbitamente por otro escritor que está escribiendo en mi nombre.

-En la mayoría de sus libros hay una intención muy clara de ofrecer varias voces, distintos puntos de vista de la historia. ¿Esto surge de la necesidad de no imponer una única voz autoritaria a los lectores?

-Hay una tentación totalitaria. Al escribir, uno es el pequeño dios del que habla Rimbaud. Pero, como dice muy bien García Márquez, en literatura se puede hacer cualquier cosa siempre que sea creíble. Y para mí una de las maneras de la credibilidad es apelar precisamente al lector. Los textos más herméticos que se escriben son los best sellers; son libros completamente cerrados, como de hierro, no se pueden penetrar por ningún lado. Y por eso son fáciles, porque lo único que le queda al lector es decir: ah, qué bien, ya está todo resuelto. En cambio los textos considerados difíciles son aquellos que no quieren dejar de contar con el lector; los que le están diciendo al lector, de una manera expresa o implícita aquí estoy yo y aquí estás tú, leyéndome, y quiero que hagamos este trabajo juntos. Allí es cuando muchos lectores sc horrorizan, arrojan el libro y dicen: por qué me demandan esto, si yo lo único que quiero es entretenerme y no tener que pensar y colaborar en la escritura. Es evidente que yo no escribo para estos lectores.

Vasta producción

CARLOS FUENTES nació en 1928. Debido a los diferentes cargos que su padre ocupó en el servicio diplomático exterior mexicano, pasó parte de su infancia en diferentes países como Estados Unidos, Argentina y Chile. Considerado como uno de los principales exponentes de la narrativa mexicana contemporánea, Fuentes tiene una vasta obra que abarca desde novelas como La región más transparente (1958), La muerte de Artemio Cruz (1962), Cambio de piel (1967), Zona sagrada (1967), Terra Nostra (1975), La cabeza de la hidra (1978), Gringo Viejo (1985), y Cristóbal Nonato (1987), hasta libros de cuentos como Cantar de Ciegos (1964), guiones cinematográficos, literatura dramática y ensayos, como El espejo enterrado (1992). Con El naranjo se cierra el ciclo narrativo que él ha denominado La edad del tiempo.

 

Guillermo Saavedra
El País Cultural
25 de noviembre de 1994

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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