El otro Juan Rulfo |
Cuenta Antonio Alatorre que cuando fundó la revista Pan (Guadalajara. No. 1. junio de 1945) junto a Juan José Arreola, se encargó de alcanzarle un ejemplar a Juan Rulfo. Este no formaba parte del circulo de escritores que se nucleaba en torno a la revista. Más bien, según la impresión de Alatorre, pertenecía al grupo de la revista América, que tenía, por lo menos para Rulfo, a Efrén Hernández como figura aglutinante. Alatorre dice que como contrapartida a la lectura de ese primer número Rulfo les dio un cuento para publicar. Confiesa que ni él ni Arreola estaban enterados de que Rulfo escribía. Agrega además, al amparo de los años pasados y las famas adquiridas, que Arreola y él no consideraban que Rulfo estuviese a su altura en preocupaciones literarias. Admitían que en un estante de la pieza prolija que habitaba Rulfo (¡hasta tenía un pasadiscos, artefacto inalcanzable para ellos dos!) se ordenaban algunas novelas de autores que no eran habituales en los círculos intelectuales de Guadalajara. Pero consideraban a Rulfo apartado de las lecturas entusiastas, desordenadas de poesía contemporánea que sí practicaban (y ejercían) Arreola y Alatorre. El cuento que Rulfo entregó para ser publicado en Pan apareció en el número dos de la revista, en julio de 1945, como portada de la misma: se llamaba "Nos han dado la tierra". Este cuento, que volvió a aparecer en la revista América el 31 |
de agosto del mismo año, abre la serie de anticipos del futuro volumen El llano en llamas. La relación con Pan tuvo una instancia más. Rulfo les había acercado para publicar otro cuento, "Macario". Como Arreola viajaba a Francia, Alatorre pidió a Rulfo que lo acompañara como codirector de la revista: en su modalidad parca, no dijo que no y en el número 6, de noviembre de 1945, apareció "Macario" y Juan Rulfo figuró por única vez, junto a Antonio Alatorre, como responsable de la publicación. PREHISTORIA. Que Arreola y Alatorre no supieran que Rulfo escribía puede ser cargado a la cuenta del descuido de ambos, pero sobre todo, debe ser atribuido a la forma reticente, silenciosa con la que Rulfo se presentó en el panorama de las letras mexicanas desde el principio. Porque, como lo reconoce el propio Alatorre en el testimonio citado, ellos, que estaban alertas a las novedades literarias, se enteraron entonces de que Rulfo no sólo escribía sino que ya había publicado un relato. Era este el titulado "La vida no es muy seria en sus cosas", un cuento extraño que algunos fechan con toda exactitud como publicado en América No. 40. el 30 de Junio de 1945; y otros, con absoluta imprecisión remontan a 1942. Este cuento tiene poco que ver con el Rulfo que el lector de El llano en llamas reconoce: quizá por ese motivo Rulfo no lo incluyó en ese libro y el cuento tuvo que esperar hasta ser recogido en la Obra completa que reunió Jorge Ruffinelli en 1977 para la editorial Ayacucho de Caracas. "La vida no es muy seria en sus cosas" trata de una mujer embarazada de ocho meses que teme que su hijo se muera. El temor está provocado por dos fantasmas: un hijo mayor que murió y su marido, también muerto, todos portadores del mismo nombre: Crispín. El cuento hace mención a sentimientos y sensaciones del no nacido y plantea, a través de la mujer, una especie rara de continuidad y diálogo entre ese mundo por venir y el de los muertos. La cierta claridad con que las líneas anteriores resumen el relato surge forzando oscuridades, elipsis, la fuerte carga subjetiva de la narración y el final misterioso, difícil de definir. La mujer va a salir para visitar el cementerio, no sin antes avisarle a su futuro hijo; pero "un viento frío, agachado al suelo" la obliga a regresar por un abrigo. Tiene que trepar al ropero y cuando se baja "bajó muy hondo" dice el cuento. Y concluye: "Algo la empujaba. Debajo de ella, el suelo estaba muy lejos, sin alcance...". Los lectores de Rulfo no encuentran aquí los paisajes y personajes rurales que habitan los cuentos de El llano en llamas. Podrá conformarles la obsesión por la muerte que amenaza, cierto animismo de la naturaleza o un fluir narrativo que impregna de subjetividad hasta los datos más exteriores. No es raro que se vinculen estas primeras experiencias narrativas de Rulfo a la lección de quien fuera su compañero de trabajo y mentor literario: Efrén Hernández (1903-1958). Esta figura singular, que según C. Domínguez practicó la literatura en extrema soledad, naufragó entre los vozarrones de la novela de la revolución y la línea más previsiblemente innovadora del grupo y la revista
Los Contemporáneos, a los que no fue del todo ajeno. Así y todo en las letras mexicanas suele ser apreciado como el cuentista más personal del siglo XX. Efrén Hernández cultivó una prosa poética que no abandonó, sin embargo, un decisivo talante narrativo. Xavier Villaurrutia, Alí
Chumacero, Octavio Paz v otros reconocieron la importancia de ese mundo menudo, interior, divagador, que no olvidó del todo la modalidad cronística a la manera de Azorín. No es fácil observar esas características en los cuentos de Rulfo. Sí es posible denunciar la impronta lírica, que pudo originarse en el contacto con Hernández; pero, sin duda, los cuentos de Rulfo se cargaron de otras preocupaciones. Rulfo insistió en numerosas ocasiones que fue Efrén Hernández el que lo leyó primero y lo alentó a seguir escribiendo: también el que lo puso en el camino de la publicación. En el libro de inéditos publicado en 1994, Los cuadernos de Juan Rulfo, que aumentó apreciablemente la obra conocida del escritor, aparece, como capítulo 2, una serie de textos que la especialista y ordenadora del volumen Yvette Jiménez de Báez reúne bajo el título "Camino a la novela". Se presentan como lo más antiguo en la trayectoria rulfiana y, dice la compiladora, "deben haber pertenecido a la etapa en que escribía El hijo del desaliento". Su lectura y observación atenta desconciertan. Algo más de cinco páginas están ocupadas por listas de frases, difíciles de hilvanar, que responderían, en parte, a una descripción que el propio Rulfo hace de sus tanteos novelísticos: "Escribir ideas, datos, frases sueltas, cuentos". Algunas son especie de refranes o modismos. Otras parecen recordar detalles de una historia o servir como recurso mnemotécnico. Aunque fuera arriesgado y exagerado, podría advertirse en las expresiones cierta "cosmogonía rural" o la referencia a un mundo agrario, de cielo abierto, de rayos y de cerros, de creencias primitivas. Se habla de enfermedades y dolencias pero también de curanderos. Hasta se establecen series sonoras muy reveladoras: "agraristas = agrios = garrientos. Hechos garras". Otro texto, aparte de estas series, está titulado "Después de la muerte". Es un fragmento intensísimo que asume la queja de quien fue enterrado vivo, y sufrió un purgatorio en el que el cuerpo no soltaba al alma. Las "Imágenes" que continúan insisten en el mundo nocturno de la muerte y en los dolores del cuerpo por el desprendimiento. Estas reflexiones construidas sobre una imaginación poderosa no tienen radicación alguna que no sea la conciencia alerta del personaje que habla. Parecen sostenidas por una especie de delirio controlado que hace caudal de la muerte y sus manifestaciones. Si estos textos coincidieron en el tiempo con la escritura de la novela destruida, poco parecen tener que ver con lo que el propio Rulfo describió como materia de esa novela. Más bien seria posible adivinar, entre los pliegues de estos segmentos, los sufrientes caminos hacia el mundo de los muertos de Pedro Páramo. La violencia, otro de los grandes temas en la literatura de Rulfo, está presente en dos fragmentos de esta sección, que evidencian una relación argumental: en ellos un personaje masculino cuenta, acostado en la cama de su tía, que ella se murió y lo dejó desamparado. En el fragmento que sigue, otro narrador, que puede ser el mismo personaje, mata a su mujer porque lo evita sexualmente y le recuerda la mala educación que le prodigó su tía. Estos mundos cerrados, marcados por la frustración, la muerte, el incesto y la impotencia preparan el clima de la novela mayor de Juan Rulfo. PREGUNTAS. El tercer capítulo de Los cuadernos de Juan Rulfo se presenta como "Fragmentos de Pedro Páramo" y divide su material en tres partes que llama "primera, segunda v tercera versión". La organizadora de los originales, sobre todo cuadernos y hojas sueltas que escribía Rulfo, establece que estas "versiones" son borradores a máquina que no quedaron en la revisión final de la novela y que corresponden a distintas etapas de su elaboración. Las tres "versiones" surgen de un ordenamiento hecho de acuerdo a ciertos rasgos de estilo y a su distancia con la versión última de Pedro Páramo: la tercera es ya prácticamente la definitiva. El investigador rulfiano Juan Manuel Galaviz, que estudió la documentación que dejó Rulfo en el Centro Mexicano de Escritores mientras estuvo becado (1953-54), había publicado ya en 1980 un trabajo que seguía los pasos desde "Loobina", nombre primitivo del cuento "Luvina", hasta Pedro Páramo. Con "Loobina" Rulfo intentó presentar una conciencia dividida en un personaje que monologa y fabula el lugar que va a conocer. Cree que ese viaje (el viaje es otra de las construcciones con una fuerte carga emblemática) lo llevará a un mundo muerto y entonces crea para sí, entre las palabras y los silencios, ese espacio fantasmático. La versión final de "Luvina" evitó la complejidad del desdoblamiento. Sin embargo el cuento, sin presentar ningún componente no realista, desrealiza la materia narrada a partir de las técnicas del relato (el falso diálogo, el montaje, la eliminación de la anécdota). Es probable que los sucesivos pasos que tuvieron como nombres provisorios "Los desiertos de la tierra", "Una estrella junto a la luna" y finalmente "Los murmullos", representaran versiones que se aproximaban cada vez más a la fórmula de ruptura con el realismo. Incluso en su versión definitiva el clima fantasmagórico de la primera parte de Pedro Páramo recién se confirma como sobrenatural en la mitad de la novela cuando, una vez muerto Juan Preciado, todo se presenta como un diálogo de ultratumba. La aparición de textos anteriores y preparatorios de Pedro Páramo abrió la posibilidad (y generó la ilusión) de volver a responder esas preguntas que la crítica ya se había hecho, y no había agotado, acerca de la evolución de la narrativa de Juan Rulfo: de qué manera aparecía en ella el imaginario rural; si sus inicios, según se dice, habían tenido que ver con las representaciones desencantadas de la ciudad: por qué se recurra al tipo de realismo que predominaba en los cuentos de El llano en llamas: cómo ese mismo escenario rural se desplazaba hacia una fórmula que parece ser hoy la más consagrada y consagradora del realismo maravilloso. No hay por qué pensar, por cierto, que estas preguntas se ordenen linealmente. Para responderlas se puede dar un rodeo que incluya a otro escritor, casi diez años menor, pero también casi diez años más precoz. Se trata de Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1927) quien en 1947 publicó sus primeros relatos, hoy casi irreconocibles a la luz de su narrativa posterior. García Márquez elabora cuentos en los que predomina una intrincada subjetividad. Parecen presa de una suerte de intimidad existencial que "descubre" la muerte y la ficciona simulando la conciencia y la objetividad" de los procesos interiores que ella genera. Por esa vía, la lucidez que se vuelca sobre la trasgresión de los límites de la vida propone el relato en el ámbito de lo fantástico. Estos cuentos del colombiano, reunidos hoy en el libro Ojos de perro azul, pueden ser el resultado, como en el caso del primer Rulfo, de un efecto aculturador: las preocupaciones cosmopolitas asombraron, se impusieron al mundo de imágenes rurales, primitivas que ambos traían. En una segunda instancia, y de cara a una producción perdurable. Rulfo y García Márquez debieron liberar (si ya no lo habían estado haciendo) su mundo simbólico original que respondía a una cosmovisión de impronta rural, oral, popular, alimentada de creencias y leyendas de procedencia variada. Por cierto que este mundo agrario tenía sus antecedentes en un grueso tronco de la narrativa latinoamericana. A él se acercaron los nuevos narradores pero con, por lo menos, tres prevenciones o reformular los medios de representación. El proceso transculturador se hacía cargo, ahora, de manipular el viejo mundo rural, sus mitos y sus leyendas cargadas de violencia ritual, con un nuevo instrumental narrativo que evitaba el realismo de la vieja novela de la tierra y lo abría a nuevas soluciones imaginativas: de esta forma, gracias a renovados procedimientos técnicos, el tronco caduco revivía, se hacía reusable, se "modernizaba". El aprendizaje en lo que podría llamarse la lección de las vanguardias (o del modernismo, en el sentido anglosajón) fue lo que permitió a Rulfo, García Márquez y otros narradores de la nueva novelística del medio siglo recurrir al universo simbólico rural y plantear a través de él los conflictos presentes de las comunidades a las que respondían. No pocos de esos conflictos tenían que ver, por cierto, con ese proceso modernizador (1). En las "versiones" preliminares o sobrantes de Pedro Páramo es posible observar la preparación de los personajes y del escenario que luego tendrá la novela. Los nombres irán cambiando pero ya en la primera versión hay un pronto cacique que se llama Maurilio Gutiérrez. También está el cura, que aquí lleva el apellido Villalpando, (trasladado a otro personaje en la versión definitiva), cismando su culpa y los remordimientos que le provoca servir a los poderosos. A Maurilio Gutiérrez se lo encuentra en el final de su vida, derrotado: corresponderá, en la versión definitiva, a su abandono luego de la muerte de Susana San Juan. Este personaje femenino, que será fundamental en la segunda parte de la novela, también tiene un anticipo en esta primera versión. Pero la página más impresionante de estos textos primitivos está titulada "Mi padre". La escena de la madre que viene a anunciar al hijo la muerte de su padre se postula como un eco anticipado de la que se incorporará definitivamente a
Pedro Páramo: la madre de Pedro-niño le anuncia, llorando, la muerte de su padre, mientras su cuerpo, en el umbral de la puerta, impide la llegada del día. La primera versión incluida en
Los cuadernos... parece más cargada de autobiografía: "Él nos ha dado la vida y si sentimos que hay día es por él, y si sentimos que hay vida es por él. No puede
morir", afirma negando el personaje de esta primera versión, que se resiste a que entierren a su padre y trata de evitarlo entregándose al sueño. Es posible atisbar en ese desenterrar o sustituir simbólicamente al padre muerto una misión liberadora y a la vez, en aparente paradoja, una fórmula de arraigo frente al sentimiento de ajenidad que aqueja al escritor. El convencionalismo que asistía a una imaginería urbana ("crecimiento desmesurado de las ciudades, sin previa revolución industrial", afirma Ruffinelli se vuelve autenticidad apenas Rulfo articula la obsesión de sus pérdidas mayores (padre y madre), que funcionan a la manera de mitos personales, con la historia a la que esas pérdidas están ligadas: una historia de aridez e infertilidad campesina, de despoblamiento rural, de fracaso de la Revolución y de su reforma agraria, de guerras cristeras, de religiosidad agreste. El fantasma del incesto, que en la novela definitiva estará sostenido (aunque no en exclusividad) por la relación de Susana San Juan y su padre, se consagra en la "segunda versión" de los manuscritos. El incesto alumbra el riesgo del deseo de recuperación de esas figuras, extraviadas en una memoria que va destruyendo la saga que se va gestando. Esta vía regresiva, la de un recuerdo disolvente, es la que conduce al mundo de los muertos y permite el paso decisivo a la zona del realismo maravilloso. La construcción simbólica es, por otra parte, un componente inevitable del lenguaje literario en la generación del medio siglo. El modelo que deja Joyce al renovar la lectura del mito de Ulises será un faro para escritores de varias promociones. Muchos serían los ejemplos de lenguaje o arquitectura joyceanos, desde el primer Onetti a Leopoldo Marechal. Pero si se quiere un caso próximo a Rulfo en el tiempo y en el espacio piénsese en Malcolm Lowry y su novela
Bajo el volcán. El ingreso al mundo de los muertos, que tenía una larga tradición literaria (sobre todo por
La divina Comedia) estaba prefigurado en el extenso drama del capítulo 15 de
Ulises. Las formidables elaboraciones novelísticas que dejaron un repertorio notable a lo largo de tres o cuatro décadas estuvieron jugadas a grandes movimientos de representación simbólica: de una manera voluntaria se dibujaron sobre los mitos que subyacían a la vida moderna. Esta formulación mítico-simbólica ayudó, en el caso de Rulfo, al desplazamiento desde las zonas esfumadas del realismo en que se movieron sus cuentos, al mundo maravilloso que planteó en el subsuelo de
Pedro Páramo. |
Oscar Brando
El País Cultural Nº 571
13 de octubre de 2000
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