Cleotilde
Juan Rulfo

Ya estaba todo ampollado de amarguras; ella las borró con sólo mirarme y dejar que yo la viera. Y es que, ver a una mujer como uno quisiera verla, sin nada entre ella y uno, sino únicamente la mirada de los ojos, es para volverse loco y perder el habla de repente. Esto tuvo que causarme buen efecto. Es lo que yo pienso.

Uno ha estado siempre solo. A uno se le ha muerto su gente desde hace tiempo y ha caminado por el mundo deshaciéndose como se deshace en el aire una lagrimita de nube. Uno va pierde y pierde grano a grano las esperanzas de encontrar lo que a uno le falta para tener alientos, y de pronto aparece con sus agujeritos en los brazos; con sus ojos parecidos al agua: con aquel modo de apretarse a uno y darse, enseñándole de pasada el remedio para no sentirse avergonzado.

Miro a la pared desde hace un rato y pienso en lo que acabo de contarles y pienso también en la manera de arreglármelas para que ella, mi tía Cecilia, estuviera viva. Pero no, nadie está vivo; ni mi padre que aquí vivió y al cual no llegué a conocer; ni mi madre tampoco, nadie más. En la pared sólo hay descarapeladuras y manchas de alguna cosa que alguien tiró ahí hace mucho tiempo.

Adonde no quiero mirar es al techo, porque en el techo, atravesando las vigas, sí que hay alguien vivo. Sobre todo en la noche, cuando prendo un cabito de vela, aquella sombra que hay en el techo se mueve. No se crea que es una figuración mía: es algo que no conozco: es la figura de Cleotilde.

Cleotilde también está muerta; pero no bien a bien. A Cleotilde yo la maté, sin embargo. Yo sé que todo lo que uno mata, mientras uno siga vivo, sigue viviendo. Eso es lo que pasa.

Hace casi ocho días que yo maté a Cleolilde. Le di muchos golpes en la cabeza, grandes y duros golpes, hasta que se quedó quietecita. No es que yo le guardara tanto rencor como para matarla: pero un momento de coraje es un momento de coraje y en eso estuvo todo.

Ella se murió. Después sí me entró rencor en contra de ella por eso, por haberse muerto. Ahora ella me persigue. Ahí está su sombra, arriba de mi cabeza; tendida a lo largo de las vigas como si fuera la sombra de un árbol despellejado. Y aunque yo le he dicho varias veces que se vaya, que no siga molestando a la gente, ella no se ha movido de ahí, ni siquiera ha dejado de mirarme.

Yo no sé exactamente dónde tiene ahora los ojos; pero me imagino que me está mirando no sólo con los ojos, sino con cada partecita de su sombra y, a veces, me parece que todavía destila sangre, porque yo he sentido caer gotas negras de su cabeza, como si alguien le estuviera exprimiendo los cabellos.

Cleotilde tenía unos cabellos muy bonitos y bien alisados. En ocasiones yo sueño estar acostado aún con ella, y tener escondida mi cara en aquellos cabellos tan lisitos que me hacían olvidar todas las cosas. Hasta de ella me olvidaba. Y a mí no me hubiera importado que Cleotilde se fuera de mi lado a la hora que quisiera, con tal de que me dejara sus cabellos para esconder la cara y remojar mis manos en aquella agua blandita que parecían ser.

Con todo, sucedió así. Mientras estaba conmigo yo tenía lo que más me gustaba, pero a últimas fechas, ella no se dejaba ver sino de tarde en tarde y a irse volteando ya la madrugada; de modo que yo nunca pude volver a saborear el mejor de todos los sabores que haya conocido.

Luego la maté. Me ha sobrado tiempo para arrepentirme: ocho días y ocho noches que tengo de estar sin dormir y en los cuales pudiera haberme arrepentido otras tantas veces. Y si no me acordara más del día en que la maté, hacía ya muchas horas que me hubiera sacado el arrepentimiento necesario para que ella me dejara en paz.

Pero resulta que me acuerdo de ese día muy seguido. Casi no me da lugar para acordarme de otra cosa y hasta me han crecido las uñas de puro estar dándole vueltas al día ese: no a la hora en que la maté, sino un poquito antes, cuando yo quise acariciarle los cabellos y ella se enojó.

De eso es de lo que me acuerdo. De la cara que puso y de lo que me dijo. ¡Ah! Si no me hubiera dicho nada, mi coraje se habría ido a dormir, como lo había hecho ya otras veces, todito acorralado de vergüenza y yo solo no hubiera tenido fuerzas para matarla.

Sin embargo, a pesar de que iba para cuatro meses que no dormía conmigo, y que no tenía ningún derecho para enojarse, ella se enojó: se puso como una avispa al pedirle yo que se acostara a mi lado. Ella era mi mujer y debía soltar el cuerpo cuando yo lo necesitara. Me dijo:

-¡Eres un muladar de babas!

Entonces yo me sequé la boca en una punta de la sábana.

-¡Cochino! Tu tía Cecilia debió criarte entre sus verijas- acabó por decir. Y luego me apretó sus palabras con un manazo que me dio en las narices.

Sus palabras ahí se quedaron un buen rato quietas, embarradas en mi cara. ¿Por qué dijo algo sobre mi tía Cecilia? ¿Qué le había hecho mi tía Cecilia para que hablara así de ella, ¿eh? ¿Qué le había hecho? Me levanté de la cama.

-¡Loco! -me gritó-. ¡Destripador de muertos!

Yo anduve dos o tres pasos. Volví a la cama y vi a Cleotilde de cerquita. ¿Había dicho que mi tía Cecilia era esto y aquello? ¿Quién era Cleotilde para hablar mal de mi tía Cecilia? ¿Acaso no sabía...?

Tomé a Cleotilde por los cabellos y se le soltó la furia.

-¡Déjame, loco condenado!

Pero yo ya la había agarrado con mis dos manos. La eché fuera de la cama. Estaba vestida como para ir de visita. Sólo sus pies los traía descalzos. Oí cómo sus pies rebotaban contra el suelo al caer parejos. ¡Verijas! ¿Hasta dónde quiso llegar con decir eso?

Tomé el tubo con que atrancábamos nuestra puerta y lo sacudí en la cabeza de Cleotilde. Ella se dobló como una silla rota: "¡Pobrecita de mí!", alcanzó a decir con una voz medio entumecida.

Después ya no supe por qué seguí golpeándola. Veía el tubo que bajaba y subía como una cosa que no estaba en mis manos. Veía mis manos empuñadas, con las venas hinchadas y enmorecidas de sangre. Y sentía que el rocío caliente que salía de la cabeza de Cleotilde me salpicaba los ojos y me enceguecía.

Cuando el coraje se acomodó de nuevo en sus lugares y volví a ver claramente todo a mi alrededor, ya Cleotilde estaba muerta. Me agaché para verla y acuclillado junto a ella, me estuve un rato contemple y contemple aquel bulto apeñuscado que se movía de tiempo en tiempo, al aventar chorritos de sangre molida por la nariz y por la boca.

Entonces me di cuenta de lo delgadita que tenía ella la vida y el poco trabajo que a mí me había costado quebrársela. Nunca pensé que fuera tan fácil matar a la gente. Eso se me vino encima cuando vi a Cleolilde ya sin esperanzas, con los brazos caídos y con el cuerpo flojo, como si todito se le hubiera deshilachado.

Nunca me figuré tanta facilidad para morirse. No. Ella no debía haberse muerto. Yo sólo quise asustarla. Darle un buen susto para que se le quitaran las ganas de andar maltratando el nombre de mi tía Cecilia y de ver si, de ese modo, se portaba mejor: no llegando a su casa a tan altas horas de la noche, mascando todavía los rastros del hombre con quien había estado acostada. Yo no quería que las cosas siguieran así. Yo no tenía tan duro el pellejo para aguantar siempre y ella podía comprender lo que iría a suceder andando el tiempo. Ya se lo había dicho yo alguna vez.

Aquella vez hablé muy a lo cortito. con palabras suaves, casi como platicando para que no se me fuera a enojar. Le dije:

-Mira. Cleotilde, yo ya estoy viejo. Acabo de cumplir cincuenta y nueve años y como puedes imaginar poco necesito de ti, de lo que es tuyo: pero me gustaría que ese poquito me lo dieras siquiera allá cada y cuando, con toda tu voluntad. A mí no sabes lo mucho que me gusta la forma como manejas esa voluntad que tienes para hacer las cosas. Verdaderamente no te cabe en la cabeza lo que a mí me gusta. Sin embargo, tú no quieres hacerme ni ese favor. Te vas con los otros. ¿Crees que no sé adonde vas cuando te desapareces toda la noche? Lo sé bien, Cleotilde. Has estado en tal y tal parte, con tal y tal hombre. Te he visto en la casa de Pedro, acostada con él, riéndote de las cosquillas que él le sabe hacer con la lengua, y te he visto también con Florencio, el que alquila cilindros. Y con muchos mas, Cleotilde, con muchos más que casi no sé ni quiénes son. Pero yo nunca te he reclamado. ¿Verdad que nunca te he reclamado nada? Cuando he pensado en hacerlo, me he dicho: "Al chayote no se le puede reclamar porque dé chayótes llenos de gusanos". Eso me he dicho y he cerrado la boca. Además, ¿qué sacaría yo con regañarte? Te me irías para siempre. Eso es lo único que yo conseguiría poniéndome pesado contigo y me duele sentarme a pensar que le me fueras a ir, así, simplemente, para no verte regresar más. Entonces sí sé que me sentiría de veras pobre, faltándome tú.

Le seguí diciendo otras cosas. Hubo un rato en que hasta me pareció decirle que no me importaba que se refocilara con los demás, ni que se acordara de ellos mientras estuviera abrazada conmigo. Me pareció que le dije algo de eso. Así tenía yo de atarugado el entendimiento. Y es que yo la quería. Bien podía verse a leguas lo mucho que yo quería a Cleotilde. Con todo, esa vez le prometí apaciguarla si no se corregía. O al menos, traté de decírselo. No la amenacé, como ustedes ven; mi intención fue encaminarle la voluntad para que ella se corrigiera por sí misma. Pero no se corrigió. Ahora hasta el pedacito de noche que antes pasaba conmigo lo fue recortando de tal modo que casi lo hizo desaparecer. Ya no veía ni siquiera a mirar la salida del sol desde su cama. Y la cama se enfriaba con sólo yo allí, con sólo yo, que no era suficiente para calentarla sin ella.

Los primeros días yo me conformaba con oír sus pasos. Abría los ojos y me quedaba quieto y sin respirar, esperando oír aquel irse arrimando de sus pisadas. Me conformaba con eso. Ella llegaba y se acostaba en el campito de siempre quitándose lo que traía, sin ponerse encima más nada que sus brazos. Luego se dormía. A mis ojos se les iba el sueño de puro ver el sueño aquel de Cleotilde: de verlo caminar por sus rodillas; tranquilizándola desde los dedos de los pies hasta las coyunturas de las piernas; acercándose a su vientre y aplacándolo; verlo subir por en medio de sus senos y recorrérselos suavemente para dormirlos: en seguida. ocuparla toda entera, dejándole sólo el aire sin ruido de su respiración, aquel subir y bajar como de humo que la llenaba sacándole lo cansado. Yo la veía, alumbrándome con esa luz azulita del amanecer y me conformaba con eso. Hubiera querido, a veces, tomarle una de sus manos y quedarme con ella para siempre; pero era difícil. Ella quería que la dejara dormir. Ella quería que no la manoseara. Estaba harta de manoseo y de todo lo demás. "¡Ponte en juicio'", me decía. "¡Estoy hasta aquí" Y se señalaba el cogote.

Ella acababa de llegar de con Pedro o de con otro fulano. Yo entonces, no la tocaba. Me la comía con los ojos, pero escondía mis manos para que no fueran a tentalear por su cuenta; las acomodaba debajo de la almohada, muy juntas, deteniéndose la una a la otra, por si alguna no aguantara el chincual de tentar aquel cuerpo azul que estaba a mi lado. Luego me ponía a esperar que Cleotilde tuviera ganas de abrazarse a algo.

En estos últimos tiempos no aparecieron por ahí esas ganas. Parecía tener pechiche y atiriciado el ánimo. Y es que Pedro o algún otro con quien había pasado la noche, la dejaban inservible. Eso era lo que sucedía.

Me causa mucho trabajo enojarme ahora por no haberme enojado entonces de lo que Cleotilde me hacía. Ella no calculaba lo desdichado que yo era al no hacerme caso. Y todavía de ahí, poner delante de mis ojos desvelados, entrecerrados, igual que si estuvieran mirando llenos de amor, pero sin mirar nada, y luego, arrimarme al desnudo calor de su cuerpo, como si tratara de encorajinar más mis malas intenciones.

-¡No te me arrimes' -me decía con su lengua hecha una bola de sueño.

Ella me provocó a hacer algo malo. Y lo hice. Hace ocho días que la maté. Tomé el tubo con que atrancábamos la puerta y se lo sorrajé en la cabeza a puros golpes. Así se murió. Después lloré. Me agaché para contemplarla de cerca y al verla en el estado en que estaba, lloré. Ella también ha de haber llorado, porque me acuerdo muy bien de que saqué mi pañuelo para limpiarle las lágrimas que salían a puños de sus ojos. Al ratito de eso, abrí la puerta y salí. 

(Este texto fue publicado en el libro Los cuadernos de Juan Rulfo, y formó parte del capítulo 2, titulado "Camino a la novela", donde se recogen manuscritos inconclusos de Rulfo.)

Juan Rulfo
El País Cultural Nº 571
13 de octubre de 2000

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