Prólogo
de "Querida
Zoelia", de Luis Cabrera Delgado
- Ediciones Capiro, Santa Clara, Cuba, 2009 - |
El
destacado escritor cubano Luis Cabrera Delgado publicó el año pasado una
novela para la cual la editorial me pidió un prólogo que recogiese el
conjunto de su obra. Aprovecho esta primera colaboración con Letras de
Uruguay para dar a sus lectores una muestra de mi labor crítica y para
presentar al laureado colega y compatriota. |
París,
2 de mayo de 2009 Muy
apreciado lector: Espero
que al recibo de estas letras te encuentres bien, en compañía de tus
libros más queridos. Te
cuento que desde que el editor de Querida Zoelia me encargó
ocho a diez cuartillas sobre la narrativa de Luis Cabrera Delgado, he
vivido sumergido en sus libros, en los artículos que han sido escritos
sobre su trabajo, y en la correspondencia y los recuerdos que guardo de más
treinta años de amistad y colaboración con tan prolífico y talentoso
escritor. Me
recuerdo en esta hora de muchas cosas, de cuando nos conocimos en casa de
María del Carmen (González, que por entonces pasaba por la mejor autora
de literatura infantil de Santa Clara), de cuando me propuso leer su
primer cuento, de toda la emoción de nuestros pininos literarios… Luis
Cabrera debutó en el mundillo intelectual de Santa Clara con un puñado
de cuentos para adultos. El primero que leí, bastante cruel pero
extremadamente penetrante y eficaz, tenía por tema la incomunicación
sexual de una pareja. La capacidad para construir personajes vivos y creíbles,
el interés por las problemáticas humanas más hondas y la habilidad para
tejer historias sorprendentes, ya eran rasgos del que no tardaría en
convertirse en el mejor escritor que haya dado su natal Jarahueca, en una
de las grandes figuras de la literatura villaclareña, en notorio
abanderado de la narrativa infantil cubana y en un nombre que comienza a
sonar en el ámbito hispanoamericano. |
Su
primer libro infantil, Narraciones de Jarahueca lo conocí “en pañales”.
Yo vivía todavía en Santa Clara y, entre una y otra sesión del taller
Juan Oscar Alvarado nos intercambiábamos manuscritos imperfectos y críticas
que a veces “acababan con la quinta y con los mangos”. Enseguida me di
cuenta de que aquel narrador poseía fuerza y originalidad muy superiores
a las mías, y me concentré en ayudarle a mejorar su estilo, por entonces
un tanto descuidado. Esto último no pude impedirme de “sacárselo”
cuando el libro obtuvo mención honorífica en el Premio UNEAC de
1979. En la nota “Ver con los ojos lo que no ve el corazón”, que
perdió mi firma en el taller del periódico Vanguardia donde fue impresa
aquel 14 de diciembre, saludé un conjunto de relatos “que nada tiene
que ver con lo que se ha escrito en Cuba en esta materia” y deseé su rápida
publicación. Mejor me hubiera callado porque parece que ese día tenía
yo la lengua torcida y hasta la fecha solo se han publicado dos de sus
ocho textos en la colección Pintacuento de la Editorial Capiro, insigne
institución villaclareña que acoge el libro que tú, afortunado lector,
tienes ahora en mano... Así que espero no volver a meter la pata
anunciando ahora su publicación por Ediciones Luminaria, de la provincia
natal de Luis Cabrera. Fue
solo tres días después de aquella primera nota indeseadamente anónima
que pude explayarme, siempre en el órgano villaclareño, sobre esos
relatos… basados
en anécdotas y experiencias de la propia infancia del autor, que las ha
elaborado de forma que el niño, al leerlas, las sienta como suyas. Para
ello, Cabrera se vale de su profundo conocimiento del pensamiento, el
lenguaje, los gustos y posibilidades intelectuales de los pequeños, a
quienes ha podido estudiar a lo largo de años trabajando como psicólogo
del Hospital Pediátrico de Santa Clara. Los ocho cuentos se caracterizan por ese vuelo imaginativo propio de los
niños que les permite, sin evadirse de la cotidiana realidad, vivir su
mundo singular, invisible para los ojos de los adultos. Igualmente están
presentes el humor y el suspenso, la gran variedad de las situaciones,
cierta sutil ternura y un tono fresco; valores todavía infrecuentes en
nuestra narrativa para muchachos (…los cuales) junto al respeto con que
Cabrera trata a los niños, hacen que los elementos didácticos de su obra
no influyan negativamente sobre el argumento. Corresponderá
al segundo libro de Luis Cabrera Delgado la suerte de inaugurar su
bibliografía. Antonio el pequeño mambí es también realista y se
apoya en la Historia; pero no en la contemporánea, de la que fue testigo
el autor, sino en la de mediados del siglo XIX. Y lo recreado es nada
menos que la infancia del mayor general Antonio Maceo. Cuando
en 1981 Luis Cabrera circuló entre sus compañeros de la Brigada
(Hermanos Saíz, que desempeñaba entonces el papel que hoy cumple el
comité provincial de la UNEAC) el original de este libro, hubo tres
reacciones que evoqué en el periódico Vanguardia el 9 de febrero de
1986, cuando el libro comenzaba a llegar a las librerías de todo el país: (…); para
unos era inadmisible que se restauraran anécdotas mal conservadas o que
se reconstruyeran, basándose en indicios –datos de época y del
posterior comportamiento de los personajes–, situaciones probables, pero
en modo alguno comprobadas. Tratándose de una figura histórica de tanta
relevancia, les parecía obligado amoldarse a la más estricta veracidad
factual. Algo parecido opinan los que –sin oponerse al recurso un tanto
arqueológico, de componer la infancia de Maceo– estimaban mucho más
eficaz y útil aplicar las artes de la ficción a recontar los grandes
hechos de la biografía conocida del Lugarteniente General del Ejército
Libertador. Para
mí no había duda de que Luis había acertado en su decisión. Que la ternura y firmeza del ambiente doméstico, la sencillez de la vida
cotidiana y pequeñas aventuras de un niño y sus hermanos, sean los
resortes principales de la reconstrucción de parte de la vida de Antonio
Maceo no tiene nada de paradójico con el hecho de que entre los objetivos
del autor esté, en primer lugar, trasmitir a los niños cubanos una
imagen más cercana de uno de los más grandes guerreros, políticos y
patriotas de nuestra historia (…) Es que no es lo mismo contar a los
muchachos la admirable biografía de un héroe ya adulto, que la reconocible
e imitable vida de otro niño. Lo verdaderamente relevante en este
caso es que el niño y el héroe son una misma persona… El
tercer libro de Luis Cabrera Delgado, Pedrín, también vio
retardada su publicación (¡en once años!). Pero al margen de esta
circunstancia editorial, en lo estético se trata de algo radicalmente
diferente. Se perfila así lo que será un rasgo característico de la
obra de nuestro autor: su extraordinaria capacidad de renovación (no solo
de la literatura infantil cubana, sino de su propia obra). Pedrín es
quizás el primer libro psicoanalítico de nuestra serie literaria
infantil, comparable solo a lo que desde hacía unos pocos años estaba
escribiendo la brasileña Lygia Bojunga Nunes. En este originalísimo
libro, “llama la atención, entre escenarios convencionales de cualquier
ciudad cubana, un espacio psicológico materializado: la planta alta de la
casa del protagonista, donde se alojan –personificados como tíos– sus
miedos, angustias y complejos”[1].
Superando con pasmoso vigor el realismo de Narraciones de Jarahueca
y Antonio el pequeño mambí, nuestro autor da sus primeros
pasos en lo que Aimée González Bolaños ha calificado acertadamente como
“cotidianeidad fantástica” y que le dará sus mayores éxitos: Tía
Julita, Carlos el titiritero y ¿Dónde
está la Princesa? Tía
Julita
es el más conocido de los libros de Luis Cabrera Delgado. Y no solo
porque se alzó con el codiciado premio de la UNEAC en 1982, sino porque
lo hizo con una propuesta que puso en crisis el canon ejemplarizante y
pontificante que todavía dominaba el discurso literario infantil cubano. Tía
Julita no marca el nacimiento de la primer hada criolla pues,
por ejemplo, El valle de la Pájara Pinta gira
en torno a un personaje de este tipo. Pero Luis escribió su libro
antes de la tardía publicación de la novela de Dora Alonso
en 1984; cuatro años después de alzarse con el premio Casa de las Américas
y dos después de que el manuscrito de nuestro autor entrara en un proceso
editorial igual de dilatado.
Tampoco
Tía Julita es el último libro
que carga la mano en mensajes formativos, pero al margen de la renovación
del concepto de protagonista mágico en un mundo bastante real, sus
mensajes resultan relativizados por un masivo desembarco de recursos
postmodernos. Lo más sorprendente es que Luis no llega a esta innovación
estética inspirado -como harían varios de sus émulos- por la más
moderna narrativa infantil europea, brasileña o argentina, sino por
propia incubación y desde una visión irónicamente amorosa de su familia
y de la realidad. En
el segundo artículo que dediqué a esta noveleta, el 16 de marzo de 1988,
en el periódico Granma, destaqué cómo el Premio Ismaelillo 1982: … narra, con una peculiar mezcla de desaliño y poesía, de recuerdos de
infancia y delirante fantasía la aventura de una tía y sus sobrinos.
Todos conservan sus nombres reales (...) y muchos de sus rasgos de
personalidad y anecdotario: Sin embargo, el autor, lejos de dejarse
atrapar por las húmedas trampas de la nostalgia, compone un texto criollo
en su “ajiacósica” revoltura de alegría, amenidad, ironía, visión
hiperbólica, profundidad ética, compromiso social, folclor, filosofía,
crónica familiar, experiencias personales, síntesis de nuestra historia,
costumbrismo y otras viandas igualmente suculentas. Al
comienzo del mismo artículo destaqué, con prosa incomible, lo que me
parecía sentar las bases para una nueva etapa de la literatura infantil
cubana: Lo verdaderamente renovador de estos textos no lo da el colocarse en una o
en otra perspectiva de la actividad cognoscitiva y estética del hombre,
ni tampoco el situarse en uno y otro lado simultáneamente, o
alternadamente: lo que a mi modo de ver saca chispas más fuertes de estos
yesca y pedernal es que los escritores de niños ya no se comportan como
simples contadores de historias, sino que participan con toda su biografía,
con sus sueños, obsesiones, experiencias y limitaciones. Y por eso su
obra, más sincera y profunda, llega más… Como
ocurre en muchos libros –anteriores y posteriores- de nuestro autor, Tía
Julita está estructurada como un viaje. En este caso los
lugares son reales e imaginarios, paródicos o simbólicos y asumen, entre
otras funciones, la crítica del individuo y la sociedad (mucho antes de
que el procedimiento sea puesto de moda y reclamado como sello característico
por la generación de los 90). Cada capítulo, cada anécdota, viene a ser
la explicación de las trece pintorescas definiciones presentadas, a modo
de prefacio, por los niños que acompañan en su viaje-aventura a la
criollísima tía-hada. Pero aunque a Julita corresponde un papel todavía
un tanto tradicional (es ella, como adulto referente, quien aporta la
solución a los obstáculos que se presentan en el camino), los sobrinos
no son pasivos, puesto que evolucionan: crecen y van descubriéndose a sí
mismos a lo largo de un viaje que es también interior. Los
calamitosos
no fue el primer manuscrito que Luis me envió por correo. Hacía ya algún
tiempo que yo vivía en Santiago de Cuba y habíamos continuado intercambiándonos
los cuentos y novelas que escribíamos. Pero esta nueva obra me desconcertó.
Atribuyo al estrés (yo estaba divorciándome, mudándome para La Habana y
obligado a conseguir un nuevo empleo) mi incapacidad momentánea para
digerir la mezcla de naturalismo, esperpento y grotesco con que Luis,
siempre en renovación, había condimentado este conjunto de relatos que,
por primera vez, no dedicaba a los niños sino a los adolescentes (en la búsqueda
de ese lector total, sin edad, que ha definido como el suyo). Hoy
no puedo menos que coincidir con la brillante interpretación de Aimée
González Bolaños: Cejas de Pedro Barba, un pueblo pequeño enquistado típico de nuestra
historia neocolonial, funciona como resumen y compendio. A semejanza de
Macondo, Santa María o Montecallado, la naturaleza del pueblo resulta una
naturaleza social, sobre todo moral. La reflexión sobre la condición
humana, sin borrar los signos de la figuración costumbrista, se condensa
artísticamente en personajes paródicos hiperbolizados, mitificados, a
partir de sus vicios, de sus calamidades “humanas”, creándose la
singular mitología de un bestiario pueblerino, de un Olimpo criollo.
Figuras extraordinarias por lo grotesco de su proceso de alienación como
el Señor de los Sapos, las Arpías o Doña Sepulcro implican una búsqueda
de lo imposible verosímil. [2] De
la vasta obra de Luis Cabrera Delgado, Carlos el titiritero es, al
menos en lo formal, mi preferido. Es su novela más experimental, al mismo
tiempo que la más divertida. Marca un punto de inflexión en su
narrativa, llevando a su máxima expresión los más significativos
hallazgos de los libros anteriores y prefigurando algunos de los caminos
que va a recorrer en la siguiente etapa. Por otra parte, une aquí los
principales géneros de su praxis: novela, cuento y teatro, sus dos
destinatarios: chicos y adultos, y sus tres fuentes de inspiración:
experiencia personal, tradición literaria universal y cultura popular
cubana. Un
resumen de la trama induciría a creerla simple: Carlos parte acompañado
por sus dos títeres preferidos, Vicaria y Cundiamor, con la misión de
encontrar al Niño Triste. Tras dos hallazgos fallidos, a la tercera dan
con uno que, colmado de bienes materiales y sobreprotegido no se lo creería
infeliz, pero está realmente necesitado de ayuda. Como en Tía Julita,
es un viaje lo que aporta su estructura exterior al libro; pero se trata
de un viaje a saltos, con marchas atrás, rodeos, pausas (una de ella dura
tres años), entradas y salidas del tiempo de la trama al tiempo
“real” e incluso al tiempo de lectura. La complejidad del relato está
dada por las variedades de discurso a que recurre Luis, pero también
porque “El trayecto está sembrado de dificultades y pruebas que propician el
conocimiento y crítica de aspectos diversos de la realidad cubana, así
como el desarrollo del protagonista (que conocerá el amor), de Vicaria
(que padecerá el letargo de la Bella Durmiente, aunque solo sea durante
tres años) o del escritor mismo (que sabrá de la angustia ante la página
en blanco y de la implacable exigencia de los lectores).
El párrafo arriba citado pertenece a mi primer
artículo consagrado enteramente a Luis Cabrera Delgado en una publicación
internacional: la Revista Latinoamericana de Literatura Infantil y Juvenil
(número 5, enero-junio de 1997) que editan en Bogotá los comités
latinoamericanos de la Asociación del Libro Infantil y Juvenil, IBBY. Lo
subrayo porque a esas alturas ya nuestro escritor comenzaba a alcanzar
cierto renombre allende nuestras fronteras (ese mismo año sería finalista del
prestigioso premio latinoamericano de narrativa infanto-juvenil Norma-Fundalectura).
Si
rotulé este artículo “Luis el titiritero” no fue por el mero placer
de jugar con el título, sino para apuntar un rasgo determinante de esta
obra: la irrupción del autor en las páginas que escribe. Es algo que ya
habían hecho Cervantes, en el siglo XVII, y Sterne y Diderot en el siglo
XVIII; pero es como recurso postmoderno que lo reinventa el siglo XX, y
Cabrera lo introduce con audacia en la literatura infantil cubana. Desde
la página 5 (la primera de texto) el escritor –e incluso el lector–
son movilizados, puesto que junto a los tres protagonistas de ficción ya
nombrados se unen otras “personas que también aparecerán en esta obra:
Tú /y yo”. Una segunda injerencia del autor ocurre apenas siete páginas
después: “Dicen que mi abuelo tenía un mulo cerrero en el que salía
por el campo a vender botones, hilos y dedales. Pues precisamente en este
mulo de los cuentos de mi mamá, fue en lo que a Carlos el titiritero, se
le antojó salir a buscar al Niño Triste”. El que así habla es el
narrador, quien explica, a través de una hábil ficcionalización, un
rasgo de su poética: utilizar sus recuerdos personales para hacer
cabalgar a sus personajes. Ya en la página 87, cuando la trama se ve
frenada por un “fallo” del autor, quien no sabe cómo sacar a su heroína
Vicaria del sueño en que la ha sumido durante la representación de
Blancanieves, los lectores deben aceptar que el escritor Luis Cabrera
Delgado, el hombre de carne y hueso que firma el libro que tienen entre
manos, entre en una trama perfectamente ficticia y nada realista para
cumplir su verídica función de redactor: “Mis amigos, los más
queridos, los que leyeron lo escrito hasta allí, no estuvieron de acuerdo
conmigo y comenzaron a sugerirme, aconsejarme, rogarme y, por último ¡exigirme!
continuar”. En
Carlos el titiritero destacan los recursos intertextuales e
intergenéricos: alternan con la narración convencional diversos trozos
de escritura dramatúrgica adscritos a géneros tan diversos como el drama
clásico español, el teatro bufo cubano y el moderno espectáculo
interactivo. Igualmente irrumpen aquí y allá elementos de nuestro
folklore (el Gallo de Morón, el chucho escondido, la Gallinita Ciega) o
de la tradición universal (Cenicienta, El Patito Feo y hasta Sherlock
Holmes y el doctor Watson) y hasta referencias al dibujo animado y el
cine. Después
de esta obra maestra Luis Cabrera tardó algún tiempo en revolucionar su
propia praxis. En modo alguno estoy insinuando que sean piezas menores Raúl,
su abuela y los espíritus, un divertimento a base de supersticiones
criollas, o Catalina la maga, donde la realidad cotidiana de una niña
es contada con chispeante humor desde la perspectiva que aportan sus
poderes mágicos (esta deliciosa novelita permanece inédita en Cuba, para
vergüenza de nuestros editores e injusta privación del lectorado
nacional). Por si no fuera poco, a este período pertenece Ito, la
tragisórdida historia de un niño condenado al desprecio y la represión
(incluida la auto represión) por no encajar en el pétreo molde del
machismo criollo. Creo
que Luis trajo el manuscrito de ese libro en el floppy
(aquellos flexibles disquetes de computadora, ¿se acuerdan?) con que llegó
a Dinamarca, invitado a un coloquio con motivo del quinto centenario del
“descubrimiento” de América. O quizás lo leí un año después,
cuando pasé en Cuba dos meses y conseguí actualizarme en todo cuanto él
había escrito… El caso es que nuestro país atravesaba el peor momento
del Período Especial y el relato transparenta aquellas duras condiciones
de vida en la amargura de la mayoría de sus personajes adultos. Ito
es
uno de los libros más intensos de nuestro autor (termina con un auténtico
puñetazo: en las ilusiones del protagonista, que espera iniciar una nueva
vida en Secundaria, y en la esperanza del lector de recobrarse, con un happy
end, de las
muchas penas leídas). El lugar que corresponde a esta breve novela dentro
del realismo crítico que estrenaba por entonces la narrativa infantil
cubana, no ha sido suficientemente reconocido. En mi opinión es una de
las obras más pertinentes, duras y al mismo tiempo poéticas, de la
tendencia. Volviendo
a Raúl, su abuela y los espíritus y El aparecido de la mata de
mango, nadie debe dejarse engañar por su similitud de ambiente
y tono. Ambas novelas se apoyan en las supersticiones criollas, cierto.
Pero si en el primer caso los “aparecidos” se insertan en la
“realidad objetiva” de un relato humorístico e hiperbólico que
recorre, en simbólico círculo, la zona norte de la provincia espirituana
de la que es originario nuestro autor, en el segundo caso lo sobrenatural
viene a poetizar el mundo, que los “normales” prejuzgamos limitado, de
un “retrasado” mental. En
Pedrín, Luis había sido uno de los primeros –si no EL
PRIMERO– en evocar, en un libro cubano para niños y sin enfoque
conmiserativo, una discapacidad; pero lo que le falta al héroe de El
aparecido de la mata de mango no es un simple brazo, sino un completo
dominio de su raciocinio. Es
en Raúl… y en El aparecido… que lo cubano adquiere
“su punto” en la narrativa de Luis Cabrera Delgado. Como destaca Elena
Yedra en “Raúl, los espíritus y el encuentro de una identidad”, uno
de los artículos del dossier dedicado a nuestro autor por la revista
En julio como en enero (número
14, diciembre de 2002): la tonalidad cómico-humorística de la novela contribuye a la
representación literaria de diversas aristas de la identidad cultural
cubana, al mismo tiempo que la integra, porque este humorismo no es
neutro: se involucra y solapa con la esencia misma de lo fantástico, y así
en la función acentuadamente lúdicra del relato, y como va silueteando
un imaginario, las situaciones, el habla, desde el mismo nivel de la
enunciación. Por
si no he sido suficientemente claro, quiero precisar que lo que veo en los
libros “cabrerianos” (¡vaya neologismo!) de la segunda mitad de los
90, es que lo novedoso se mide en un nivel más cuantitativo que
cualitativo. Sin romper totalmente con lo logrado hasta entonces, nuestro
autor explora ángulos y asuntos; pero con la contención del atleta que
trata de hacer un buen tiempo en la carrera de impulso para un salto largo
que es el que va a darle su medalla olímpica. Ese
salto sin par es ¿Dónde está la Princesa?, el libro más
importante, más trascendente y más comprometido de Luis Cabrera Delgado;
un libro que habla de la muerte, de la enfermedad, de la soledad… y de
la esperanza. Algunos
libros infantiles cubanos ya habían abordado el tema de la muerte. Nersys
Felipe lo hizo con mucho talento en su primer libro; pero en Cuentos de
Guane, como en Román Elé, se trata de la muerte de un anciano
–cosa natural y que todos, infantes incluidos, sabemos inevitable. Sin
embargo en ¿Dónde está la Princesa? asistimos, paso a paso, a la
escalofriante danza de la muerte en torno a un niño. La
ronda es mortal y lo sabemos. Si el estilo de la narración no bastara
para convencernos del fatal destino de Germancito, la trama lo ratifica
con cada una de sus visitas al Séptimo Cielo (en compañía de Bamboleo),
La Nada (con Medellín), El Paraíso (junto a Vida Triste), y el penoso
recorrido de la Vía de la Purificación (acompañando a Le Monde). En
ninguna de esas representaciones del no-lugar que cierra el libro de la
vida, el pequeño protagonista es aceptado. Está compliendo un katábasis
(viaje iniciático al reino de la muerte) y solo cuando también su padre
fallece, se entreabre la puerta para que Germancito complete su ciclo y
pueda reunirse con la Princesa. Este
libro fue concebido en una época en que todavía no existían la
triterapia, y demás medicamentos y tratamientos que están permitiendo
vivir casi normalmente a los portadores del virus del SIDA. La situación
ha cambiado radicalmente (al menos en los países que disponen de los
medios necesarios) sin que ¿Dónde está la Princesa? haya
perdido su vigencia. Es que las obras de auténtica literatura jamás
dependen enteramente de las cambiantes circunstancias que llamamos
“objetivas” y, como me ha confiado el autor, su intención era
reflexionar, con el SIDA como telón de fondo, sobre las filosofías de la
muerte. En
todo caso, estamos ante un libro sobre la muerte deseada –sin el menor
regodeo escatológico– por el más sensible e inocente de los
individuos: un niño que ha perdido a su madre y está dispuesto a todo
por reunirse con ella. Un libro sobre “la muerte amiga” (Martí dixit)
que libera de la verdadera enemiga que es –sugiere Cabrera, filósofo–
la soledad. Por
todo esto estimo que, pese a su tragicidad, ¿Dónde está la
Princesa? es un libro sobre la esperanza. A continuación, nuestro ya prolífico narrador da un giro de 180º y
crea uno de sus libros más chispeantes: Vino
tinto y perejil,
obra galardonada en 1999 con el Premio Fundación de la Ciudad de Santa
Clara y publicada por Ediciones Capiro en 2002,
que descubrí en su versión ampliada: Maritrini quiere ser escritora,
publicado por Alfaguara en Chile, cuando compartí con su autor la Feria
del libro de Santiago. Esta una de las novelas más hilarantes de Luis:
habilísima combinación de costumbrismo contemporáneo, visión crítica
de la familia, humor desopilante, reflexión sobre la literatura, burla de
la cultura de masas y parodia de los libros basados en textos no
literarios como las recetas de cocina. Al
resumirla en su reseña para el boletín electrónico madrileño
Encuentro.com (30 de junio 2003), Carlos Espinosa Domínguez subraya la
ironía que domina la novela sin perdonar siquiera a la propia literatura
infantil: Su prima Elena, que estudia en la universidad y es la única persona a
quien se lo ha dicho, le sugirió que escribiese un libro para niños.
Pero Maritrini, con muchísima pena, descartó la idea por considerar que
no es la más acertada. Su argumento es muy juicioso: "¿Cuándo has
oído hablar de un escritor de libros para niños que sea famoso? Bueno…
los de antes, pero esos ya están muertos". Así que como las autoras
más famosas publican libros de recetas de cocina (ahí tienen a la
mexicana Laura Esquivel, cuya novela Como agua para chocolate se
vendió como rosquillas... Maritrini
decide utilizar las recetas de su abuela paterna, recetas tan disparatadas
como parece ser la propia señora. Esta, por cierto, es el único
personaje positivo de la familia, pero como no se patentiza en el relato
¿debemos dudar de su existencia? Es que los otros son una partida de inútiles,
frustrados, rústicos, retrógrados y amargados. La punzante comicidad que
caracteriza este libro tiene su “colmo” al final, cuando la
protagonista-narradora, que ya sabemos bastante mitómana y algo
inescrupulosa, se autocensura declarando al lector que todo cuanto ha
contado de su burdo entorno familiar es mentira; que su madre, su padre,
su abuela materna, su hermano... son dechados de virtud. Por supuesto, no
la creemos; nos han resultado demasiado convincentes sus confesiones… y
esa familia se parece a tanta gentecilla que tenemos la mala suerte de
frecuentar. En
los últimos 20 años, Luis Cabrera y yo hemos seguido intercambiando
proyectos, manuscritos y libros ya publicados. He tenido el placer de
leerle en todas las ciudades donde he residido desde entonces: Río de
Janeiro, Copenhague, París, Buenos Aires, Bilbao, Munich... Nos ha unido
el correo y, desde hace una década, Internet. Pero también en carne y
hueso nos hemos encontrado en Dinamarca, Francia, Brasil, Chile… y en
Cuba, por supuesto, donde hemos hecho trueque de textos en proceso de añejado
y o recién descorchados, tanto de narrativa como de reflexión; puesto
que como sabes, informado lector, estamos hablando de un inspirado creador
de ficciones y piezas teatrales, pero también de un curioso investigador
y atrevido teorizador de la literatura infantil. Los
libros de Cabrera le han seguido, precedido o acompañado a Argentina,
Brasil, Colombia, Chile, Ecuador, México… Por no hablar de países
donde ha estado y (todavía) no le han publicado, como Bolivia, España,
Estados Unidos, Venezuela, Noruega y Suiza, o lugares donde por el momento
solo se ha traducido –en aperitivo seductor– algún cuento o artículo:
Rusia, Austria, Suecia, Italia... Este deambular y esa inquietud por
conocer mundo, han terminado por reencarnar en libros de escenario múltiple
como Vueltas de vidas revueltas (un auténtico thriller
geográfico), Los caballos de Miguel (otra vertiginosa vuelta al
mundo, que demuestra que este no es, finalmente, más grande que un buen
corazón) o “El maravilloso viaje de Soneb, el príncipe egipcio”,
novela aún inédita que narra el extraordinario deambular de un faraónico
personaje por los más insospechados rincones de nuestro planeta... y por
sus más variadas épocas. La
obra más reciente de Luis Cabrera, El secreto del pabellón hexagonal
la leí dos veces, siempre en París. Primero fue en el excesivo
manuscrito que repartí entre la pantalla de mi computadora y hojas
impresas –por ambas caras, porque soy tan ecológico como algunos
personajes de la novela– y finalmente en la flamante edición de Gente
Nueva. El
título (quizás el de más “gancho” que ha imaginado el paladín de
este prólogo) ampara con sabia ambigüedad una historia cubanísima que,
sin embargo, no podemos situar en una época presente, pasada o futura,
sino en una dimensión paralela, a la vez presente-pasada-futura donde hay
un Parque del Burro Perico, un Capitolio y un pueblo llamado Jarahueca que
reconocemos a la vez que experimentamos la sensación de descubrir. Es que
el tiempo es el verdadero protagonista de esta novela (donde también se
viaja un poco, no se crean). Una
vez más, el bardo de Jarahueca (permítanme el picuísmo puesto
que en torno a esa localidad, debidamente poetizada, se ubica lo central y
enigmático de la trama) se atreve con un tema descuidado por la narrativa
infantil cubana: la relatividad en torno a la edad, los prejuicios y
estereotipos que se aplica a juventud y vejez, la verdad sobre la nunca
hallada –porque nunca perdida– Fuente de la Eterna Juventud… Aunque
te resistas a creerlo, incrédulo lector, Luis nos ha escrito una juvenil
novela de aventuras protagonizada por jubilados, sesentones y otros “ocambos”,
y lleva su osadía a introducir como único personaje con menos de 30 años
a un mocetón de pocas luces (¿será el Minguito de El aparecido de la
mata de mango, que ha crecido y ahora todos llaman por su verdadero
nombre, Alirio?). Hablando de nombres, nuestro autor recurre una vez más
a su tribu familiar (recuperando también algo de las respectivas
personalidades, sospecho), pero también hay patronímicos inventados por
puro regodeo verbal: Paco Paz, María Micaela Bobadilla viuda de Urrutia,
de Machado Rey y de Pérez Caro; Segundo Segovia, Santemos y hasta el
sabio doctor José Asunción Silva, homónimo del poeta romántico
colombiano en una alusión deliberadamente oscura (a Luis le complace
embromar a los investigadores de su obra, dejando aquí y allá huellas
falsas y juegos de perspectiva engañosos). A
estas alturas de nuestra “relación” ya sabes, sufrido lector, que soy
un crítico caprichoso. A veces parece que hablo de mí y no de Luis
Cabrera (será que me he contagiado de su manera de entretejer su persona
y sus ficciones). El caso es que no me gusta escribir de libros que he leído
recientemente. Antes sí, cuando era joven: leía hoy, escribía mañana y
publicaba pasado mañana; pero con los años me he vuelto de digestión
lenta. Así que no diré nada más de la más reciente entrada en la
extensa bibliografía del homenajeado… salvo que gira en torno a un
misterioso Instituto de Vida y que el final es digno de los Deus ex
machina del teatro clásico griego. No
puedo terminar estas notas sin mentar Querida Zoelia, libro
que fui contratado para prologar. Diré poco, porque… no sé tú,
suspicaz lector, pero yo soporto mal que me cuenten lo que me dispongo a
leer, que me digan lo graciosa, apasionante, instructiva o pulcramente
escrita que es la obra que aún no caté; como si yo no pudiera percatarme
solito. Si no me doy cuenta de los valores “bocineados” por el
prologuista es porque no son tan cabales, y tampoco voy a verlos porque un
señor, licenciado, doctor, o mondo lirondo jure y perjure que ahí están,
visibles como una oveja blanca en medio de un rebaño de dromedarios
colorados. Querida
Zoelia
es un libro epistolar. Pero son cartas ficticias... destinadas a una
persona real, de carne y hueso, que será la primera en recibir un
ejemplar dedicado por su muy atento redactor. O sea que los sesudos amigos
de diarios, memorias (Luis todavía tiene mucha vida que patear antes de
pensar en escribir estas últimas) y compilaciones de correspondencia (con
tanto detalle verídico como, a menudo, aburrido o indescifrable) se han
equivocado de libro. Me arriesgo a decirlo porque a estas alturas no
puedes, si es tu caso, devolver este ejemplar a la librería. De hecho,
sería una estupidez, puesto que el supuesto cliente devolvente (no tan clarividente como tú, que me seguirás hasta el
final, oh resignado lector) se perdería una revisión de algunos de los
momentos más pintorescos del Período Especial (véanse las fechas de las
cartas, que corresponden a las del real intercambio de misivas entre el
verdadero Luis y la auténtica Zoelia). En
fin que, una vez más, nuestro escritor mezcla ingeniosamente realidad y
fantasía, pero aquí no se incluye él, ser real, en una historia salida
de su imaginación, sino que rellena con sus mejores delirios unas cartas
que recogen bastante de su auténtico accionar en aquellos años. Querida
Zoelia
no es literatura infantil, aunque cualquier niño grande también puede
disfrutarlo (la proposición inversa es válida para todo adulto, que
tiene mucho que disfrutar en los libros específicamente infantiles de mi
talentoso prologado). Estamos ante un libro de humor, un libro
costumbrista como aquellos que tan bien sabían escribir los acuarelistas
de la realidad criolla en el siglo XIX; pero rabiosamente moderno. Mucho
de lo que he escrito en este prólogo, que al fin acaba, también vale
para Querida Zoelia. Si conoces, cultísimo lector, los títulos
arriba comentados, el presente coronará tus Lecturas Completas de nuestro
infatigable autor. Si en cambio, esta es la primera vez que te pones bajo
los ojos la prosa “cabreriana” (no iba a privarme de repetir este
exclusivo adjetivo), te garantizo que no podías haber caído mejor… Eso
sí: sigue, no pares hasta completar tu conocimiento del egregio
“jarahuequense” (otra jerigonza; me estoy poniendo pedante y más vale
que me calle de una vez). Gracias
por la paciencia, Joel
Franz Rosell Notas: [1] JOEL FRANZ ROSELL: “El
patio de mi casa es particular: Aproximaciones al paisaje en la narrativa
infantil cubana”, Lazarillo,
(10): Madrid, otoño 2003. y http://artedfactus.wordpress.com/2008/09/18/el-patio-de-mi-casa-es-paticular/ [2]
Aimée
González Bolaños: “Tres textos fantásticos
de Luis Cabrera Delgado: ¿la imaginación muere o despierta?”, La
literatura infantil cubana ante el espejo (selección de
comunicaciones presentadas en el Encuentro Nacional de Crítica e
Investigación de Literatura Infantil de Sancti Spíritus), Ediciones
Luminaria, Sancti Spíritus, 1998, p. 75. |
Joel Franz Rosell
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