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Vivir en una lengua
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Estoy en silencio. Oigo cómo vienen de afuera los ecos de las voces mezcladas con la palpitación del cuerpo mío. Tengo este cuerpo, y este cuerpo soporta los ecos de afuera, ajenos, y los coros de dentro, ajenos también por estar atrapados en los muros de la constancia de la lejanía. Palabras dormidas, auscultadas por una memoria, de visitas furtivas. Soy una palabra rota, habito en un recinto de infancia, in fans: el que no habla; el que no habla, todavía.
Enhebro los abalorios del habla en una
cuerda y escucho las voces que son ecos; no hablan conmigo; prometo la
gravedad de la atención a los silabeos de las voces ajenas; acopio estos
víveres para la travesía de la lengua.
Pero no; la infancia no es el lugar de
donde vengo.
En el sueño, tonos y sonidos reverberan en
el número preciso del viaje: en el lugar de los nombres, de las cosas,
de los rostros desfilando a un lado y otro de la despedida. Veo que soy un peregrino, y no tengo de dónde venir. Pronto la lengua ajena desgarra la delgadez del alojo. Las diéresis, las siseantes fonéticas se adueñan del breve lugar en mí, de la reserva en la que han empezado a florecer el soneto, la corona, las cadencias graves de los once tonos. Hay sílabas, palabras alejandrinas que brillan como diamante. Paladas de frases de arena. Están sucias de pronunciación, de significado, de superficie.
En el umbral de la lengua se alzan las
grafías de escritos antiguos; es el hebreo, es el ladino, el árabe de
mis mayores, admonición sobre la palabra y sobre los treinta y seis
justos que sostienen el mundo. No me muerde aún el idioma. Apenas ha hundido sus colmillos en el corazón de lo gregario; la comunidad, deshecha y esparcida por las diásporas, me confina en lo callado.
Gutural, materna, la lengua de oriente
rumia en la duna y en la alta barda costea los restos de coral, y
sangra. Las rimas gorjean en la melodía del destierro mientras las hablas desentonan aquí y allá; son las afonías de la despedida, son las endechas mudas, espigando la orilla del corazón biendicho. De noche, los tártaros abandonan el desierto; merodean al borde del sueño, sacan provecho del cansancio y dejan prefijos encajados entre las palabras graves, en las arcadas.
Hoy he cedido a la entonación, a la rima
pobre, a la desinencia. Me nace una frase monstruosa en un giro de aliento que alberga una pausa entre tono y tono.
Aguamarina es una piedra dura, es un peso
en el cabo de la cuerda que me mete al mar. El castellano viene a ser vasija, tribu, punta de flecha de obsidiana, manta funeraria, tango; Andenken; sirve para adornar el anaquel de la civilización.
Sigfrido muere sobre el dorso de una carta
entremares. Debo conservar puro el castellano, bien que haya sido y esté siendo el idioma de la confesión forzosa; el idioma del mal del sur. Tenemos los gestos, me dicen los compatriotas del idioma que han enmudecido junto conmigo.
La nave de Islandia está quebrada en el
mástil, mientras aprendo a hablar la lengua de los asesinos. El escrito flamea hacia el abra tendida entre los muros de palabras y mi silencio. Abajo, una melena de algas. Sobre esos líquenes no crece tallo, no florece flor, sólo tradición sepultada de raíz. Los nombres pierden sostén, ambulan por el recuerdo, simulan ser los mismos. Es la palabra ajena que labra una anomalía en el corazón, en el alma forastera. Trebejos que se deslizan sin orden, marañas de voces que atestan el umbral de la razón. Las pausas trazan los atajos del relampagueo de las palabras maternas entre el follaje de la Sprache, Ptehk, shalom, kainenore. A dónde ir con los cuadernos mestizos, con este injerto.
Una oración de tenacidad a largo plazo
tañe por los crepúsculos y mora a la fuerza en el rumor de las palabras
vecinas: callar, fue nuestra virtud. El escrito flamea en el abra tendida entre los muros de palabras y mi silencio. Parpadea de acento en acento. Habito en una lengua, que no es la mía. |
poema de Susana Romano Sued
de “Journal. Diario de las cosas”, El Emporio, Córdoba, 2009
gentileza de Rolando Revagliatti
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