Identidades diseminadas en la escritura: La muerte me da de Cristina Rivera Garza
ensayo de Berenice Romano Hurtado
Universidad Autónoma del Estado de México

brhurtado@gmail.com

Resumen

El artículo propone la revisión de la novela La muerte me da, de Cristina Rivera Garza, desde la autoficción y la idea que subraya la imposibilidad de crear una identidad. La escritura, la sexualidad, el género literario, entre otros, se presentan como categorías que no se pueden fijar y que, bajo la imagen del castrado, se entienden vacías y ausentes. El análisis, asimismo, del poemario La# muerte# me# da, mostrará la postura de Rivera Garza frente a una estética citacionista y escrituras noriginales. Se propone una lectura que ponga en diálogo estos conceptos con la postura de Jacques Derrida sobre la diseminación y la différance.

Palabras claves

Identidad; escritura; corte; prosa; poesía.

Disseminated Identities in Writing: La muerte me da by Cristina Rivera Garza

Ábstract

This paper reviews the novel La muerte me da, by Cristina Rivera Garza, from the point of view of autofiction and the idea that highlights the impossibility of the creation of an identity. Writing, sexuality, literary genre, between others, are presented as categories that cannot be set and that, under the image of the castrated, are understood as empty and absent. Analysis of the collection of poems La muerte me da will also show Rivera Garza's stance on a quotationistic aesthetic and nonoriginal writings. A reading that shows a dialog between these concepts with Jacques Derrida's stance on dissemination and the différance is proposed.

Keywords

Identity; writing; cut; prose; poetry.

Él era, él temía cual mujer castrada.

Él era, él temía cual mujer castradora.

Él era, él amaba cual mujer afirmativa.

Todo a la vez, simultánea o sucesivamente,

según las zonas de su cuerpo y las posiciones de

su historia.

                 Espolones. Jacques Derrida

El grado cero de la escritura (1953) de Roland Barthes, que ya había publicado en 1947 algunos de sus capítulos en la revista Combat, puede considerarse uno de los antecedentes fundamentales del posestructuralismo. Propone entender a la escritura como “escritura blanca, libre de toda sujeción con respecto a un orden ya marcado del lenguaje. [...] [como una] nueva escritura neutra [.] hecha precisamente de su ausencia” (78), es decir, una escritura que se aleja de una Historia que no le pertenece para dejar en total libertad al pensamiento. En este sentido, para Barthes “la forma es la primera y última instancia de la responsabilidad literaria [...]: provoca una ética de la escritura” (85), que entiende, a su vez, a “la palabra como un objeto que debe ser tratado por un artesano, un mago o un escribiente” (79), un “hacedor” que sepa que en la forma que dé a la palabra estará configurando también una posición ética frente al mundo. En esta orfebrería de la escritura se presenta “una mutilación otra: la del lenguaje. Una mutilación más relevante que pone en escena la materialidad de la lengua y su potencialidad para representar el sentido que interrumpe la significación, que la corta” (Prieto Rodríguez 20).

En términos generales, esta posición frente a la escritura, como el sitio en el que los discursos pueden liberarse de posiciones preconcebidas y abrirse a cualquier camino crítico, fue la que un buen número de filósofos franceses tomaron para desarrollar sus particulares aportaciones a la reflexión en torno a diversos asuntos del arte, la cultura y la sociedad occidentales. Entre ellos sobresalen Michel Foucault, Julia Kristeva, Gilles Deleuze, Jean-Luc Nancy, Judith Butler y Jacques Derrida, quienes se reconocen como los precursores del postestructuralismo. Derrida, en particular, se considera como el principal representante con su propuesta sobre la deconstrucción y quien, en De la gramatología, llevó por otros rumbos las ideas iniciadas con Barthes respecto de la escritura.

La muerte me da (2007) es una novela de la mexicana Cristina Rivera Garza (1964), que narra las circunstancias alrededor del asesinato de cuatro hombres. La historia se hace de muchos hilos que van desde lo narrativo hasta lo estructural. La forma en que Rivera Garza vincula la anécdota de esta historia, con la organización textual que hace de ella, es parte del quehacer escritural que se puede rastrear en su obra. Este rasgo importante en su escritura ha llevado a los críticos a vincular su proceder en la literatura como postestructuralista.

En este artículo propongo revisar, por un lado, los juegos discursivos con los que Rivera Garza organiza su novela para desarrollar una anécdota de crimen por castración y, por otro, su vinculación con las posibilidades del concepto de “corte” de Derrida como recurso fundamental en la escritura, ambas rutas con el propósito de reflexionar acerca de una identidad que se desfigura en la forma de la autoficción y el género negro[1],.

La prosa: pedazos de identidad autoficcional

La muerte me da es un texto complejo que se presenta como una autoficción con tintes de novela policiaca, aunque desde una subversión del género en el que ahora los personajes son femeninos y las víctimas masculinas. Más allá de establecer la correspondencia de esta obra con algún género o subgénero, se debe reconocer que su naturaleza no permite ubicarla en una casilla fija sino más bien hablar de modo del discurso. Es decir, la novela se construye de distintos fragmentos que a veces se dicen a la manera de un discurso policiaco y otras con ciertos rasgos de autoficción, ambas en relación a su vez con escrituras que se representan como periodísticas, académicas o poéticas.

Como se puede deducir, la anécdota de la presunta novela queda un poco detrás de los recursos narrativos que organizan el texto y se muestran como fundamentales para entender la historia que se narra. Esta se disuelve en los juegos de escritura que a su vez ayudan a la comprensión del relato, de tal forma que la obra se presenta como un artefacto literario hecho de fragmentos —argumentales y estructurales— que a su vez tienden hilos en distintas direcciones para sugerir múltiples perspectivas de lectura.

En este artículo se sigue la pista de la autoficción, particularmente lo que corresponde a la idea de una identidad barrada, es decir, una identidad que desde distintos aspectos de la novela no se completa nunca, aparece fragmentada o resulta, incluso, confusa, por lo que en estricto sentido no se presentaría verdaderamente como identidad[2].

De entre los distintos cruces que hay entre ficción y escritura autobiográfica que revisa Manuel Alberca, la autoficción es la que resulta más escurridiza al momento de querer definirla. Como es bien sabido entre los estudiosos del tema, fue Serge Doubrovsky quien nombró al género, aunque desde luego la forma existe desde tiempo atrás[3]. En términos generales, se entiende como un texto narrativo en el que hay coincidencias entre el autor o autora y el personaje protagónico de la novela; tales como el nombre —que puede ser explícito o sugerido—, la ocupación, la nacionalidad y cualquier referencia real conocida que haga creer al lector que el personaje es el autor real del texto.

Sin embargo, como se señaló arriba, desde cierta postura crítica se puede entender a la autoficción más como un modo o manera de escritura que como un género en sí mismo; y esto es así porque entenderlo de esta forma permite concentrarse en la forma y estructura del texto por encima de las coincidencias biográficas. En particular en la novela de Rivera Garza, las referencias que da llaman la atención del lector sobre el hecho de que se trata de un texto autoficcional, sin embargo, también da muchos indicios de que le importa más como un recurso de escritura que como sitio para desplegar una autoficción más conservadora que se apegue a la vida de la autora, con la salvedad de que nunca afirme decir que escribe una autobiografía.

La mujer que encuentra el primer cuerpo, en un callejón de una ciudad que muy probablemente es Toluca[4], se llama Cristina Rivera Garza y es una escritora adscrita al Tecnológico de Monterrey de la misma ciudad. De principio se está frente a un texto en el que la escritora “como centro o héroe [heroína] de la historia, transfigura su existencia real en una vida irreal, indiferente a la verosimilitud autobiográfica” (Alberca 152). El “yo fingido”, como lo llama Manuel Alberca, es uno que emula algunos rasgos del autor real, pero que, a diferencia de la autobiografía, se presenta en la historia como un personaje.

Si bien hay autoficciones que se apegan más a una autobiografía y narran gran parte de la vida del autor o autora[5], en el caso de Rivera Garza la autoficción funciona más como una partícula estructural del discurso que determina la escritura y la lectura de la novela. En este sentido, cabe recordar que para Derrida el corte se refiere a un recurso de escritura en el que se entiende que el texto se hace de una cadena infinita de sustituciones de nombres que nunca se impondrán como conceptos o ideas propias. No hay nombres únicos por lo tanto no hay textos únicos.

El gran texto que supone la vinculación infinita entre los discursos, permite que el corte, el fragmento textual, hable más en la ausencia que aparentemente produce, que de la presencia que no está. Esta idea que, como se dijo, organiza una textualidad, rige el texto de Rivera Garza y los distintos temas que en él se tratan.

En alguna de las conversaciones que el personaje Cristina tiene con la Detective, la escritora piensa: “¿Cómo decirle a la Detective que todo poema es la imposibilidad del lenguaje por producir la presencia en él mismo que, por ser lenguaje, es todo ausencia?” (55)[6], y que en la novela hace alusión a su vez a la imposibilidad de dar presencia a una identidad, sea esta de género sexual o literario. La castración, entonces, carga la idea de vacío, la falta del lenguaje que no se fija, que es pasado, nada y muerte.

De ahí que la autoficción en su novela sea un cuestionamiento acerca de una identidad que se fragmenta continuamente, no sólo en distintas personas, sino en otros géneros —sexuales y literarios— y en otras materias: de la mujer a la palabra, por ejemplo. La différance[7] derridiana, que alude al movimiento del corte textual, se realiza en La muerte me da literal y simbólicamente. Desde el epígrafe de la filósofa Renata Salecl con el que abre la primera parte de la novela, “Los hombres castrados”, se revela el interés por comprender la identidad como fragmentada y fuera del individuo: “La castración le permite al sujeto entender a los otros como Otro en lugar de lo mismo, ya que sólo después de experimentar la castración simbólica el sujeto empieza a preocuparse por cuestiones como ‘¿qué desea el Otro?’ y ‘¿qué soy para el otro?’” (13). De acuerdo con Lacan, la castración simbólica rompe con la creencia de que el falo provee de omnipotencia, por ello, de acuerdo con Salecl, implica la aparición del Otro como distinto a mí, lo que, entre otras cosas, lleva a preguntarse por el sí mismo.

En la castración literal que se da en la novela, en la que se cortan tanto los testículos como el pene, hay dos planos discursivos que se dirigen cada uno a los dos modos que como recursos narrativos organizan el texto. Por un lado, los crímenes per se son el primero de varios elementos que estructuran la historia al modo de la novela policíaca; y, por otro lado, y de forma más compleja, representa el movimiento escritural que estructura las distintas formas de decirse que carga la anécdota. Simbólicamente, también, podría señalarse que al castrar se riega la semilla, lo que representa un sentido diseminado en distintos niveles. Diseminar es desmontar la escritura, de acuerdo con Derrida:

La diseminación no es simplemente la castración que entraña [.] porque [.] el concepto de castración ha sido metafísicamente, fijado. El vacío, la falta, el corte, etc. han recibido un valor de significado o, lo que viene a ser lo mismo, de significante trascendental: presentación por sí de la verdad (velo/no velo) como Logos. (La diseminación 40)

Es decir, si “la diseminación abre, sin fin, esta ruptura de la escritura” (Derrida 41), resignifica “el vacío, la falta, el corte” que es la castración. De la misma forma que lo hace la novela, y asimismo en relación con el proceso de escritura. Esa ausencia que parece gestarse en el movimiento de la diseminación — que se sostiene en la différance—, y que es literal en los cuerpos sin genitales, es la escritura “regada” a lo largo de la novela y manifiesta en los distintos géneros literarios y sexuales que la conforman, que implica, como señala Cécile Quintana, que el cuerpo se ubique en el lugar del lenguaje (131).

Los cuerpos que se encuentran están mutilados y se completan, o cubren la falta, con los poemas de Pizarnik que la supuesta asesina deja como una especie de firma en las distintas escenas de crimen. Señala Derrida que “ninguna cosa es completa por sí misma ni puede completarse más que con lo que le falta. Pero lo que falta a toda cosa particular es infinito; no podemos saber por adelantado el complemento que pide” (La diseminación 453); en este sentido, los cuerpos violentados se multiplican en las distintas posibilidades que se pueden imaginar en torno a lo que los llevó ahí, pero también en las variadas escrituras que engloban la novela, y que también la lanzan fuera de ella misma.

El primer cadáver está acompañado por un poema de Alejandra Pizarnik escrito sobre un ladrillo con “esmalte para uñas color coral” (22): “Cuídate de mí, amor mío/cuídate de la silenciosa en el desierto/de la viajera con el vaso vacío/y de la sombra de su sombra” (22). La escena, dispuesta con un orden particular del cuerpo y la escritura, carga una plasticidad que la presenta como una instalación, como una puesta artística horrorosa: “Ahí donde deberían estar el pene y los testículos se encontraba, en su lugar, la carne mancillada, terrena. La falta en rojo.

La castración” (23), que, no obstante el horror que representa, queda enmarcada por la poesía de Pizarnik, que en ese contexto se vuelve enigmática para la detective, y sugerente para el lector que puede reconocer en ella “la «operación» de lectura/escritura [que siempre] pasa por «la hoja de un cuchillo roja»” (Derrida, La diseminación 449), es decir, por el corte del fragmento que se arranca de un lado —el poema de Pizarnik— para completar en otro —la escena de un crimen—; escribe la asesina, la viajera con el vaso vacío: “El que analiza, asesina. [...] El que lee con cuidado, descuartiza” (88).

El juego que el texto hace sobre la idea de identidad involucra más allá del yo que se enuncia como Cristina. La mutilación que la presunta asesina decide hacer en los cuerpos de sus víctimas arranca también, simbólicamente, el género que identifica a esos cuerpos. Y con el género, toda la identidad que los representaba en vida como varones, con privilegios de varones, con decisiones y aspecto de varones. El sexo que supuestamente se roba una mujer, enfrenta al lector con la aparente contradicción de que el criminal sea femenino y la víctima un hombre —“pensé [.] en el término asesinatos seriales y me di cuenta de que era la primera vez que lo relacionaba con el cuerpo masculino” (29)—. Que el crimen, además, tenga una connotación sexual en la que la violación es una penetración literal, hacia las entrañas del sujeto —“Alguien penetra. Alguien mutila. Desea” (46)— para robar su identidad simbólica, y con ello cumplir con la sentencia del personaje Cristina: “La víctima siempre es femenina [...] esta palabra los castrará una y otra vez” (30), literal y figuradamente[8].

El “complemento” de la falta, según señaló Derrida arriba, en este caso, si bien es infinito, también se puede decir que es la identidad que se anuncia con la escritura. De alguna forma se “usurpa” el yo de la víctima con el de la que se enuncia como la “silenciosa en el desierto”, “la viajera con el vaso vacío”, que paradójicamente es, a su vez, una identidad hueca que en las palabras de Pizarnik se siente de humo. Los versos que anteceden a los que elige Rivera Garza del Arbol de Diana dicen: “sólo la sed/el silencio/ningún encuentro” (Pizarnik, Poesía 105), es decir, la necesidad que no se cubre. La identidad que no se revela.

En la mano del segundo cuerpo se encontró, con letras recortadas de periódicos o revistas, una nota con otro poema de Pizarnik, también del Árbol de Diana: “AHORA BIEN: Quién dejará de hundir la mano en busca del tributo para la pequeña olvidada. El frío pagará. La lluvia pagará. Pagará el trueno” (31). La nota, que supone una especie de intervención al poema de Pizarnik, por un lado, y a los periódicos y revistas, por otro, señala en el movimiento de cortar, pegar y añadir, el deslizamiento de identidad en la escritura. Ya no se trata de los espacios que originalmente albergaron las letras recortadas —“letras castradas” (31), dice Cristina— o los versos que se sacan del poema completo, ahora se instauran en otro contexto y se encadenan a otros elementos con los que no se habían relacionado antes. La identidad de la escritura, entonces, tampoco es una entidad inamovible y terminada, sino un sentido continuamente diferido que lleva a “mutilar” textos para resignificarlos en otros espacios, como la escena del crimen que se transforma en una especie de instalación.

Fuera del poema, los versos que recorta la autora Cristina parecen aludir al crimen que se cometió sobre el cuerpo que con una mano apresa las palabras. Lo mismo sucede con el mensaje en el tercer cadáver, escrito con lápiz labial sobre el pavimento: “dice que no sabe del miedo de la muerte del amor/dice que tiene miedo de la muerte del amor/dice que el amor es muerte es miedo/dice que la muerte es miedo es amor/dice que no sabe” (32). Los versos, que aluden al crimen y, de alguna forma, a los crímenes pasionales (sexuales) —a la “muerte por amor”—, también está señalando la modificación de un material textual que ya existe fuera de las páginas de la novela, y que le añaden a ésta sentidos que a su vez cambian al leerse en otro sitio.

En esta línea, la palabra se vuelve plástica al refigurarse no sólo porque originalmente pertenece a otro discurso, sino porque en la novela se revela en la historia por medio de materiales que tampoco son en principio los suyos. Ni el ladrillo, ni el papel recortado ni el asfalto son la página primera en la que los versos de Pizarnik se organizaron. Los versos escritos con lápiz labial, además, se le presentan al personaje Cristina en una fotografía que le muestra la Detective: “La fotografía de un poema. Eso tenía entre las manos: la fotografía de un poema” (32). La alusión a tenerla en la mano no es gratuita; señala una puesta en abismo en la que una forma de artificio contiene a otra[9]. El poema de Pizarnik hecho fragmentos en la pluma de la autora Cristina, quien lo introduce a la escena de un crimen a partir de un lápiz labial que transcribe ese corte en otro espacio, que a su vez se convertirá en el sitio de la fotografía que se posa sobre la mano de Cristina personaje. Esto para volverse un reflejo infinito, porque los versos, si bien no tienen nada que ver con la novela de Rivera Garza cuando se producen, tienen absoluta relación cuando se insertan en las escenas de los crímenes. Y esto es así porque Cristina autora ha querido leer el poema de ese modo; ha leído, por ejemplo, el prólogo que hace Octavio Paz al Arbol de Diana, de Pizarnik, en el que dice que “el mito alude posiblemente a un sacrificio por desmembración: aun adolescente (¿hombre o mujer?) era descuartizado cada luna nueva, para estimular la reproducción de las imágenes en la boca de la profetisa [...] El árbol de Diana es uno de los atributos masculinos de la deidad femenina. Algunos ven en esto una confirmación suplementaria del origen hermafrodita [...] de todas las materias”.[10] (“Árbol de Diana” 101). El poema Árbol de Diana ha sido mutilado para refigurar una textualidad distinta, que lo incluye y no.

En el apartado 6 de la novela se refiere nuevamente a la disolución de la identidad que atraviesa toda la historia. Con el verso de Pizarnik, “Yo y la que fui”, el personaje Cristina titula esta parte de la historia en la que comienza señalando que para muchos su campo de acción como escritora es la narrativa, para ella, “secretamente” (38), corresponde a la poesía. La idea resulta sugerente en cuanto a propuesta de escritura, sea la de la autora o la del personaje Cristina, porque una vez más se subraya el hecho de que la poesía y la prosa se cruzan y difuminan sus fronteras genéricas. Literalmente, la novela se va tejiendo con los poemas de Pizarnik, que sostienen en gran medida la trama. Además, la idea a la que alude el título como esa otra que ya no se es, también lleva a confundir a ese yo con Pizarnik, tal vez, pero sobre todo con Anne-Marie Bianco,[11] la supuesta autora de la cara poética de La muerte me da. También alude a la posibilidad —que se contempla en el azar que puede mover los papeles en tiempo y espacio— de que esa que fue sea la asesina. La idea de suplantar —ya sea la prosa por la poesía o un cuerpo por otro—, se subraya con la descripción que hace el personaje Cristina del encuentro sexual con el Amante de la Gran Sonrisa. En el encuentro ella pronuncia las palabras “Estos son dos cuerpos. [...] un cuerpo dentro de otro, imbricados, exhaustos” (40), y entonces recuerda “La piel erizada por lo que observo: la falta. La inaudita castración. Por lo que no se puede observar” (40); y entonces, la poesía llega a suplantar la ausencia, “a tropel y sin invitación a posarse sobre la almohada: Ahora/en esta hora inocente/yo y la que fui nos sentamos/en el umbral de mi mirada” (40). El cuerpo sexual y el cuerpo textual se imbrican; en el corte de la castración, la palabra se arranca de otro cuerpo para injertarlo en este y volverlo a la vida. En los versos confluyen todas las identidades que no cruzan ni hacia adentro ni hacia fuera de la mirada; así quedan en suspenso entre lo que se es y lo que se fue; desde luego hacia lo que será. La simiente que se riega en la castración, entonces, brota en la palabra:

Germinación, diseminación. No hay primera inseminación. La simiente es primero dispersada. [...] Huella, injerto cuyo rastro se pierde. Se trate de lo que se denomina “lenguaje” (discurso, texto, etc.) o de inseminación “real”, cada término es un germen, cada germen es un término. El término [.] engendra dividiéndose, injertándose, proliferando. Es una simiente y no un término absoluto. Pero cada germen [.] tiene su término no fuera de sí, sino en sí como su límite interior, formando ángulo con su propia muerte. (Derrida, La diseminación 453)

En la novela, los poemas de Pizarnik funcionan como brotes que germinan en un discurso diferente para dejar de ser versos solamente y convertirse en pistas, detonantes de sentido y fragmentos inquietantes para los personajes. Así, la investigación policial en La muerte me da es una especie de analogía sobre el proceso de la escritura y la lectura. El corte, como se ha dicho, también fragmenta el género que no corresponde plenamente ni a la novela policial ni a la autoficción; el texto se compone de apartados fuera de la narración, que completan la trama con fragmentos más cercanos a la poesía y que, por ello, más que añadir a la historia que se relata, suman al estado de inquietud que flota en la novela y permanecen como entre paréntesis por encima de lo que se cuenta. En el apartado 9 “El adjetivo, que corta”, se insiste en la ambigüedad de la identidad: “La pregunta: ¿eres tú? [.] La respuesta: a veces. [.] La pregunta: ¿es mi voz? La respuesta: es mía. [.] La pregunta: ¿es tu cuerpo? La respuesta: y el mío” (47-49); el caso de asesinato se imbrinca con la escritura y la incertidumbre que construye. La personaje Cristina, escritora, se confunde con la Detective en el juego de pistas que supone un crimen enmarcado con poesía: “Es un caso difícil [...] [señala la detective] Lleno de recovecos psicológicos. De oscuridades poéticas. Trampas de género. Metáforas. Metonimias. [...] Transnominaciones -murmuré acoplándome a esas palabras que no eran suyas sino mías [dice Cristina] [...] sintiéndome una impostora de mí misma” (55).

En Los muertos indóciles, Rivera Garza dedica parte de su reflexión al trabajo dialógico que supone “la práctica incesante de la reescritura” (2013 81). La muerte me da se hace de esta forma para configurar un “texto citacionista [.] un texto con-ficcionado” (81), que descree, fundamental y radicalmente, del concepto de originalidad”[12] (81). En la novela, la autora Rivera Garza se apropia de la poesía de Pizarnik para intervenirla y producir otros sentidos a partir de ella. Pero no sólo lo hace con la poeta, también interviene su propia escritura cuando, por ejemplo, el personaje Cristina suple la imagen que vio del castrado con la instalación Great Deeds Against the Dead de Jake y Dinos Chapman, en la que “atados y desnudos [.] los hombres que colgaban de los troncos carecían de genitales” (23). O también cuando esta imagen le trae “ecos” —huellas para Derrida— de Tristes presentimientos de lo que ha de acontecer, de Francisco de Goya. Los mismos epígrafes representan esta apropiación escritural en la que se suman al diálogo Renata Salecl, Hélene Cixous, Vladimir Jankélévitch, María Negroni, Salvador Elizondo, Jonathan Swift —y todas las alusiones a Los viajes de Gulliver—.

En el apartado 15, “Autoría”, se presenta una escena en la que el personaje de Cristina discute con sus alumnos sobre la idea de hablar de una escritura con género. La detective está entre los asistentes y le pregunta “¿Usted escribe como mujer? [...] -A veces” (67), le responde. Con lo que refiere, una vez más, a la identidad evasiva que mantiene la incertidumbre sobre todos los personajes de la novela: “Yo también era A-Veces-Ella”, concluye el personaje Cristina. Que podría llevar a su vez a afirmar con Cécile Quintana que la autora es también, no sólo los personajes, sino la escritura misma: “proponer [agrega Quintana] una teoría del autor que hace del mismo texto una unidad corporal vertebrada con la que se confunde metafóricamente el Autor. [...] presencia del cuerpo dentro de la escritura” (“El cuerpo-escritura” 131).

Cuando la escritura se vuelve autorreferencial, de algún modo también se está apuntando a la identidad o naturaleza de la escritura. Los pliegues de la escritura la llevan continuamente hacia fuera y hacia adentro de su propio decir. Se hace de otras escrituras, de los vasos comunicantes entre ellas; “Se trata, sobre todo, de procesos escriturales que privilegian el diálogo y, por lo tanto, el meterse directamente con, cuando no apropiarse, las palabras de los otros” (Rivera Garza, Los muertos 87). Pero esas otras escrituras se absorben y se vinculan con un acto que hacia adentro interviene en la organización del texto que se enuncia. En este sentido, para Rivera Garza la autoreferencialidad de la escritura de ficción le permite jugar no sólo con el sentido figurado de los versos o de cualquier frase dentro de la novela, sino con los literales13]. De ahí que se pueda decir que parte de lo que se reflexiona, al lado del género literario, es su naturaleza ficcional, ambigua.

El título La muerte me da corresponde a una frase que la autora toma de los diarios de Pizarnik, que dice: “La muerte me da en pleno sexo” y que corresponde en la novela al mensaje, hecho con piedras de río sobre el piso, que acompaña a la cuarta y última víctima: “Es verdad, la muerte me da en pleno sexo” (70). En la novela, la línea que puede ser enigmática, se vuelve literal en la castración de los hombres asesinados, sin embargo, paradójicamente, esto no quiere decir que lo que expresa se agote en su literalidad. La oración da título a la novela y carga con su presencia la ausencia de todo lo que no está explícito en ella, pero que va sugiriendo conforme avanza la historia. En el texto se revela la inter e intratextualidad, el vacío de la autoría, la falla en el cuerpo, el juego de la escritura. Anuncia la presencia, siempre ausente, de Alejandra Pizarnik, menciona los temas: la muerte, el cuerpo, la escritura, la violencia. A los hombres asesinados, la muerte les dio en pleno sexo, literalmente, pero también se da o sucede en la sexualidad, es decir, en otros cuerpos que no se identifican con los muertos, incluso en el cuerpo de quien comete el crimen. En esta línea, la cita de Cixous en la que señala que todos somos asesinos de otros, literal o textualmente, se vincula cuando agrega: “Todos los grandes textos son víctimas de las preguntas: ¿quién me está matando?, ¿a quién me estoy entregando para que me mate?” (76). Lo que carga de nuevo preguntas sobre la propia identidad; como en uno de los mensajes que la asesina, que también escribe, le envía al personaje Cristina: “Nada está oculto, Cristina. Los signos van abiertos. La frase va abierta. Todo está roto. Partido en dos. En tres. Desmembrado. El cuerpo. El texto. Todo es superficie. Una grieta. Corte. Pausa” (87). En este sentido, se trata de una escritura “cuya práctica hace que la lengua natal castre (55), que el cuerpo humano equivalga al texto en cuanto ambos son superficies en la que se inscribe un deseo, un suceso, un yo, un cadáver, una historia” (Prieto Rodríguez 2018 22).

Los pliegues de la escritura, estos “signos abiertos”, también describen la construcción-desmontaje de la identidad dentro de la historia; la supuesta asesina le escribe al personaje Cristina “siempre es necesario estar un poco fuera de uno. Fuera de sí. [.] A final de cuentas uno nunca sabe a ciencia cierta de quién son las palabras. [.] de confiar en alguien, confiaría en alguien como esa mujer-fuera-de-sí que eras tú. O yo. [.] ¿Podré?, te lo preguntabas tú, transformando el pronombre ausente en un yo que viajaba de ti hacia mí y de mí hacia ti” (77-78).

Derrida señaló que “existe escritura desde que se tacha el nombre propio dentro de un sistema” (1998 142); esta idea cruza toda la obra de Rivera Garza, y en este artículo se ha tratado de subrayarla en relación con la autoficción que en La muerte me da se convierte en relato policiaco ante la imposibilidad de construir una identidad y dar con la asesina. Como se ha dicho, esto descansa en afirmar que no hay una escritura original y que todo texto se hace de la relación dialéctica con otros discursos. De ahí que la autoría, la firma de un texto e incluso el nombre propio, adquieran tintes que los vuelven difusos. Desde el planteamiento de la deconstrucción que entiende a la escritura inserta en un sistema de diferencias, “el nombre propio borra el propio que anuncia, se rompe o se anula, es la oportunidad de la lengua, destruida inmediatamente: nombrar desnombra” (Bennington 1994 124).

Esta propuesta subyace a la novela y se desarrolla en dos líneas; en la primera, los personajes que aparecen para cumplir una función, se designan con el papel que cumplen y que ayuda a dar la ilusión de novela policiaca, estos son la Informante, que también es Cristina —y simula ser la autora—, la Detective y la Periodista de la Nota Roja. El nombre genérico borra cualquier rasgo de identidad para dejar en el imaginario del lector el retrato de personajes tipo, que ayudan a que la historia encaje, en apariencia, en el género negro. En la segunda línea, la mutación continua de la asesina subraya el sistema de sustituciones en el que se sostiene la diseminación, cuando en los mensajes que le envía al personaje de Cristina va cambiando continuamente de nombre: “Me llamo Joachima Abramovic. Y no sé, en realidad, quién soy” (79). “Un día encontré el nombre y lo tomé. [...] Joachima, me dije. Y Joachima fui. El Abramovic llegó luego. [...] Tú no soy yo. Yo no eres tú.” (81).

Los nombres se combinan, pero importa sobre todo que cargan identidades que se intercambian y que, desde luego, ponen en duda la del personaje Cristina, quien, por otro lado, no sólo es la informante, sino la escritora que no es la autora. Más adelante la asesina cambiará y le escribirá a Cristina: “Ahora soy Gina Pane y tengo frente a mí una colección de hojas de afeitar [.] Me llamo Gina Pane y acabo de cortarte” (84-85). Más adelante: “Si pudiera, te diría que estoy enamorada. Y soy, ahora, Lynn. Me llamo Lynn Hershman” (88). Es significativo, también, que las identidades en las que va cambiando esta supuesta mujer —que en realidad es sólo escritura y de ahí su posibilidad de sustituirse—, sean las de artistas performativas que se interesan por el arte en el cuerpo y las intermedialidades, materias que asimismo le importan a Rivera Garza. Los nombres, entonces, no designan, desnombran, como señaló Bennington; la Viajera con el vaso vacío le escribe al personaje Cristina: “Y mi nombre, como te lo imaginas, como lo sabes, como en tu propio caso, mi nombre soy yo” (92).

A la mitad de la novela se inserta un artículo sobre Alejandra Pizarnik que firma la “Dra. Cristina Rivera Garza [adscrita al] ITESM-Campus Toluca” (177); se señala que el artículo fue sometido a dictamen —no que se haya publicado— en la revista Hispamérica. El artículo se titula “En anhelo de la prosa” y comienza con una cita de Pizarnik que dice: “Lo que yo deseo es escribir prosa” (179), para desarrollar en adelante un texto de tono académico en el que se “dilucida[n] [...] los hilos que se enredan en el anhelo pizarnikiano de la prosa” (181).

En este escrito, el nombre de Cristina se desdobla en la firma que le asigna la autoría del texto que se lee y que, en efecto, como parte de la novela, independientemente de que sea realmente un artículo hecho para publicarse como tal o no, es de la autoría de la escritora Rivera Garza. El texto va a revisar en los diarios de Pizarnik sus angustias en torno a la que siempre creyó su imposibilidad para escribir prosa. Al respecto, Rivera Garza comenta que “la obsesión de Pizarnik por la prosa, una práctica que ella asociaba a la morada o al refugio, me parecía demencial. Quería alejarme de nociones esencialistas de la violencia y el mal [.] y reconocer su génesis en esto que nosotros hacemos: esculcar, partir, diseccionar, abrir. Pensar, decía María Zambrano, es un acto de violencia” (2015 22).

En el análisis que se desarrolla en el artículo —que al ser parte de la ficción es ficcional—, subyace el problema de la identidad que en otros puntos de la novela se ha señalado. La hibridación genérica —“escrituras colindantes” de acuerdo con Rivera Garza, un “entre géneros”— que se da en el texto, que reúne poesía, narrativa, ensayo, encuentra su punto más sobresaliente en el cruce entre poesía y prosa. Tanto la poesía de Pizarnik como la de Rivera Garza es poesía en prosa, y ambas entienden también cada uno de esos espacios textuales como ajenos entre sí a pesar del cruce que hay de ellos en sus respectivas obras. En el supuesto artículo que escribe la supuesta profesora Cristina, se explica que el tratamiento que la poesía le da a los temas es difícil de desarrollar en la prosa, que reclamaría una belleza que, según Pizarnik, no puede alcanzar. En este sentido, lo que se dice en prosa resulta ajeno porque, “en sentido estricto, toma el lugar alterado y funda, por lo tanto, el lugar del otro” (187). Tanto la prosa como la poesía, entonces, cargan otredades que se cree no se pueden alcanzar plenamente porque son identidades ajenas. Cita el artículo a Pizarnik: “deseo doloroso de escribir sobre algo o alguien que no sea yo ni se relacione conmigo” (187), lo que la lleva a “cortar” otros textos, a tomar de Valentine Penrose partes que le sirvieron para crear la prosa de La condesa sangrienta, a la manera de Penrose. El “molde”, que a Pizarnik le gusta seguir en otros escritores, es una especie de identidad prestada que le permite entonces el cruce de identidad genérica. Escribe en su diario el 2 de julio de 1962 “Yo quisiera escribir una novela pero al decir yo no pienso en mí sino en la que quisiera ser, la que sería capaz de escribir una novela” (2013 419), pero en Pizarnik, esa búsqueda termina con frecuencia en una sensación de oquedad, y en esas identidades que se mezclan es la “muda; la alucinada; ciega, la devastada [.] la de la lengua castrada” (2013 451), que trata de responder a una “urgencia vacua. La necesidad de escribir y la no necesidad de transmitir nada” (2013 741). “¿Qué pasa dentro de la prosa? [se pregunta] No pasa nada” (2013 1046).

En este punto, confluyen dentro de la novela la imposibilidad de definir una identidad en los géneros literarios y de fijar un yo en la escritura. Ambas ideas se encuentran en el libro espejo La muerte me da que publica Rivera Garza bajo otra identidad: un escrito poético por Anne-Marie Bianco, que se incluye al final de la novela.

La poesía: el nombre propio en líneas rotas

En verdad, ¿quién puede alegar que descifra una firma entera?

                             Memorias para Paul de Man, Jacques Derrida

El libro de poesía de La muerte me da ofrece de entrada una “inconsistencia” en el nombre que firma el libro. El mismo título con dos nombres distintos, en dos géneros distintos, lleva a preguntarse por cuál es “el original” y cuál la copia. Motiva a pensar en el plagio y la autoría, precisamente algunos de los temas que a Rivera Garza le interesa desmontar. Tanto la novela como el poemario son del 2007, en un juego en el que no se puede decir cuál fue el primero. En el texto “duplicado” se pueden rastrear los temas que Rivera Garza ha trabajado insistentemente en su obra. La violencia, la autoría, la escritura, lo propio y lo impropio, la identidad tachada. En los dos libros, todos estos motivos se bifurcan cada uno por un camino distinto: uno hacia la prosa, otro hacia la poesía.

La primera edición de la novela es de 2007 y se publicó en TusQuets Editores; el poemario tiene una primera y única edición de 2007 que publicó Bonobos, una pequeña editorial de Toluca, en coedición con el Tecnológico de Monterrey. Esa primera edición está agotada, pero se acaba de volver a publicar en un volumen que reúne toda la poesía de Rivera Garza y que tituló Me llamo cuerpo que no está (2023) y que edita Lumen. Si bien, como se dijo, el poemario está al final de la edición de la novela de TusQuets, rastrear la edición de Bonobos para comprobar su existencia supone seguir pistas que han confundido a más de un crítico creyendo que la editorial es ficticia, por ejemplo, pero que dan información que no está ni en la edición de la novela ni en la poesía reunida. Tanto la supuesta página legal de la versión de la novela como la nota a pie de página del reciente compendio de poesía señalan que la edición es del 2006, sin embargo, la primera edición dice 2007, incluso mayo de 2007, lo mismo que el catálogo de Bonobos que describe el libro y lo anuncia agotado. La página legal de esta edición señala que los derechos de la obra pertenecen a Bonobos, al Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, Campus Toluca, y a la familia Bianco. Los nombres de las autoras, las editoriales, la falta de coincidencia en las ediciones, así como lo idéntico en los títulos, ayuda a crear la incertidumbre propia de la novela policial.

En la novela, después de la parte dedicada al poemario, todavía hay una última sección que se llama “No le digas a nadie que estamos aquí”, en ella, el personaje de Cristina dice que recibió el libro de poesía de Anne-Marie Bianco. Ahí afirma que la autora real es la Periodista de la Nota Roja, y ya que el libro relata la historia de los crímenes, es también la asesina; incluso el poema que se titula “Una confesión”, termina con el verso “Yo soy en realidad una periodista” (2007 38). En su conversación con la Detective esta define el libro: “algunos dirían que esto es poesía, ¿no es cierto? [.] una colección de líneas rotas. Una colección de ilegibles, tachaduras, corchetes” (342); y el nombre de la autora: “Un nombre raro, ¿verdad? Un nombre falso, ¿no es cierto? -Un nombre sin cuerpo [...] O un nombre con el cuerpo equivocado en todo caso. Algo que parecía ser de mujer, pero quién sabe. -Un nombre que es muchos nombres escondidos” (348). Lo que alude también al vacío que enuncia, a la falta en el castrado, aquello que en su ausencia no desaparece sino que se multiplica, “el nombre, el otro, el escondido, el original si cabe el término, no quiere ser enunciado” (349).

El jueves 24 de enero de 1963, Pizarnik escribió en su diario “Te dices estoy muerta; pero no es cierto. Es más: tus juegos constantes con el suicidio no implican más que una muy alta vocación sexual. Es verdad, la muerte me da en pleno sexo” (2013 553). El título que nombra los dos libros es una línea rota, que se completa en otro sitio y con otro sentido, por lo menos aparentemente. En los textos de Rivera Garza nuevamente se juega con el lenguaje y esa frase, que en el “original” alude al suicidio, en la novela y el poemario se realiza literalmente en el cuerpo de los castrados, otra vez, la frase se vuelve performativa.

Este movimiento de corte e injerto derridianos, hace que los textos se transformen al momento de ser intervenidos. En este sentido, no se puede decir que el poemario que se incluye en la novela como el capítulo VII, sea el mismo texto que el poemario publicado por Bonobos. En la novela se organiza de forma fragmentaria, de tal manera que donde está el epígrafe se numera la entrada, como en todos los apartados anteriores, y se pone “75 El Epígrafe”; así, en los siguientes tramos del poemario, se vinculará la novela con él a partir de títulos que de alguna forma explican cada grupo de versos que, a su vez, tienen su propio título, que corresponden con los del poemario de Bonobos.

Aunque en un sitio distinto según el orden de cada libro, los dos comienzan con una nota del editor de Bonobos, Santiago Matías. En ella se crea un contexto paradójico con el que se busca, al mismo tiempo, mostrar un cruce entre realidad y ficción —propio de la autoficción— y dar verosimilitud a la autoría del poemario; lo que en sí mismo también supone una paradoja y otro juego de espejos.

Pese a que esta combinación de ficción y realidad ha confundido a algunos críticos y los ha llevado a creer que Santiago Matías no existe, lo cierto es que Santiago Noel Matías Lázaro sí es uno de los editores de Bonobos y uno de los poetas en su catálogo[14]. Sin embargo, no se puede decir sino que el Santiago Matías dentro de la ficción es también ficcional. La presentación del poemario, que corresponde al apartado 77 de la novela, y que en ambos espacios se titula “Ciertos lujos”, narra una historia. Es el relato de cómo, de forma misteriosa, el manuscrito del poemario llega a las manos de Matías. Cada evento alrededor de este hallazgo se desvincula del siguiente, lo que no permite armar una narración que revele plenamente ni a la autora ni al poemario; pero que arma perfectamente la atmósfera de secreto que cubre tanto a la novela como a los poemas.

En la presentación, el personaje de Matías cuenta que el manuscrito llegó a su casa de infancia con una nota en la que se le pedía que lo considerara para su publicación. El tono del editor es el que introduce al lector en una situación que en realidad no debería parecer inquietante; sin embargo, para él todo está rodeado de misterio. Que el manuscrito llegue a una casa en la que dejó de vivir desde los trece años, el nombre de la autora que, sin embargo, después le recuerda a un escritor italiano, Bruno Bianco —que se pensó mucho tiempo era el seudónimo de un grupo de poetas—, y que tenía textos de “una factura [.] rota e inquietante” (La muerte 8).15 El mismo Matías señala la contradicción en el nombre de Bruno Bianco, oscuro-blanco, alguien que tal vez “jamás existió (al menos físicamente) [...] el poeta abstracto” (9). Se trata, entonces, de un poeta que posiblemente es sólo un personaje y quien, sin embargo, se dice puede ser el padre de la autora Anne-Marie Bianco. Alguien que, por otro lado, rondó a Matías, incluso con la solicitud extraña —según narra él— de una cita, en la que se encontró “esperando a un fantasma en el lobby de un hotel lleno de gente que, como yo, daba la impresión de estar perdida, de buscar algo” (10), y a la que la autora nunca llegó. Termina la presentación señalando que, a pesar del misterio, una editorial pequeña se puede dar el lujo de:

Publicar a una autora sin rostro en un mundo donde el rostro se ha convertido en una especie de dictadura. [...] [también] apostar por un texto, por un puro texto, por el texto. [...] Es el texto que, sin rostro, se abre con la parsimonia de una pregunta, de un acertijo. A los lectores les corresponderá, si así lo deciden, construir ese rostro e implicarse, si fuera necesario, en el enigma. (11)

El puro texto remite a la línea postestructuralista a la que Rivera Garza se apega al aproximarse a la literatura desde su materialidad. La textualidad, la ecriture en Derrida, supone comprender la elasticidad del discurso literario, sus posibilidades para vincularse fuera de sus páginas y diseminar su sentido. En este marco, la autoría se disuelve; el rostro de Anne-Marie Bianco, que nunca se muestra y que parece ha sido engendrado por un padre poeta que no existe, no sólo pone en duda la identidad de los sujetos, sino que resta toda importancia a la autoría como el nombre de una persona que se denomina autor de un material escrito, y le devuelve su relevancia cuando se piensa esta autoría en otros términos.

La textualidad del poemario de Bonobos se “manipula” todavía cuando se agrega antes de iniciar los poemas una “Nota a la edición” que empieza con un “Sólo un par de señalamientos” (Bianco 12), en la que se dice que mediante corchetes —señalamientos— se indican las partes ilegibles o eliminadas por la autora. Se asume, entonces, que es un texto intervenido por la misma escritora, quien lo entregó con todas esas marcas y tachaduras que, desde luego, también significan. La nota cierra diciendo que al final del poemario se agregan los únicos dos textos que el editor pudo localizar de Bruno Bianco. No sabe por qué lo hizo así, afirma que “todo responde a un impulso [.] ánimos de correr otro riesgo, de creer a ciegas en el puro texto” (2), con la “irrupción” de estos poemas al final del libro, el propio editor está, también, poniendo un injerto en el texto. Ni esta nota ni los poemas de Bruno Bianco se incluyen en la novela, sí están en la compilación de Lumen.

El epígrafe, que en la novela se ubica antes de “Ciertos lujos” y en el poemario después, es del libro Los cursos imantados de la poeta cubana Caridad Atencio, también publicado por Bonobos. El título del libro sólo aparece en el poemario; en la novela, únicamente está el nombre de la poeta: “Un libro —para mí, hecho por mí—, el viaje de la conciencia por un estado” (16). El epígrafe subraya la materialidad del texto, la factura; señala el hecho de que sea el artificio de alguien, de un artesano de la escritura, de acuerdo con Barthes[16], y la idea de que este quehacer de la escritura es un tránsito, un ir de un punto a otro en un modo de ser que es temporal. Un estado poético, tal vez, una condición que hace maleable la identidad de quien firma, como es moldeable la escritura. Un estado que habla de una materia cambiante, que se mueve, que no se mantiene estática y se transforma.

Como se ha dicho, el poemario cuenta los hechos que se narran en la novela, sin embargo, como se sabe, el tratamiento que se da en un género literario o en otro determina el sentido de una obra. En este caso, se puede interpretar que el estado al que refiere el epígrafe que se toma de Atencio, en los dos textos de Rivera Garza refieren al modo con el que los mismos acontecimientos son tratados. Es decir, a la manera en que esa materia textual será organizada en función de un efecto distinto en cada caso. El primer poema se titula “El lugar de los hechos”, y comienza: “Me pides una historia. Me [tachado]/un regreso: a la sangre (esa sangre): me pides /mis notas” (Bianco17). Los poemas, sin embargo, tienen un sentido distinto al leerse después de conocer la novela. Se sabe, por ejemplo, que estos versos reflejan la interacción entre la escritora Cristina y la Detective; no obstante, los versos crean su particular atmósfera, en la que se conjugan desde el comienzo los hilos que tejen la historia: el relato que se demanda, la violencia de la sangre, la escritura tachada. El verbo que falta en el verso no habla de la presencia de la palabra que, se puede adivinar, es “pides”, sino de la ausencia que en sus infinitas posibilidades suple esa acción para abrirla. Es importante en el verso que aquello que supuestamente está tachado en el manuscrito, no se supla con corchetes y puntos suspensivos, como suele hacerse, sino que se incluya entre corchetes la palabra tachado que, como se ha visto, no implica la desaparición de la palabra, sino su transformación. El poema se liga al epígrafe en los versos: “Una manera de adjetivar [...] Una manera de narrar [.] (una manera de enunciar) [.] una manera de decir” (Bianco 18), en los que se subraya el estado de adjetivar, narrar y enunciar, y por ello, se vuelve a hablar sobre la escritura al tiempo que se escribe y se hace poesía a partir de una acción de violencia espantosa[17].

En la novela, aunque nunca queda completamente claro, se señala que la asesina es la autora del libro de poemas La muerte me da, sin embargo, lo que llega a ser una afirmación dentro de la narración, entra en el bucle de la puesta en abismo en el que Anne-Marie Bianco es Cristina Rivera Garza, en el plano de la realidad, y una autora fantasma en el plano de la ficción; lo que lleva, en ambos casos, a la imposibilidad de determinar la identidad ni del personaje Cristina, ni de Anne-Marie Bianco ni de la asesina. ¿Quién es, después de todo, ese yo que se enuncia en el poemario y que le habla a un tú que, de acuerdo con la novela, sería la Detective escribiendo a Cristina?: “Me pides mis notas. Me pides mis ojos vueltos atrás. [...] Me pides [...] que [...] me descubra, abierta como una noticia, desmembrada como tus muertos, frente al espejo de tu página. Tu deseo” (Bianco 19). En relación con el título de las dos obras, la línea fracturada de Pizarnik, indica un vínculo entre la idea de apertura como herida —en la novela el apartado es “Esta herida (Que es una palabra herida)”— y la entrega de esa herida en la imagen de los genitales femeninos que se reproducen artificialmente en la castración, y que en ambas imágenes se carga la idea de deseo y muerte, el deseo de muerte: el suicidio en Pizarnik; que en la escritura se liga también con su deseo, de acuerdo con ella fallido, por la prosa. En el poema “El cuerpo y la línea”:

Nunca hablamos de Pizarnik tú y yo.

[...]

[.] De su deseo por la prosa. De su deseo

(insatisfecho) por la prosa.

[...]

[.] yo cortaba la frase. Gustosa

abría la línea [...]

la probabilidad de otra línea. Bifurcaba

[...]

[...] el cuerpo

marcado por la apertura de la línea caía. Desangrado.

[...]

Debemos hablar de la prosa. La prosa es [ilegible].

Cosa por hablar. (Bianco 21)

Igual que en la novela, el poemario desarrolla la analogía entre escritura y cuerpo, y con ella la de corte textual y corte de la carne. En el poema “Quien versifica no verifica”, está el verso “La línea entra y, entrando, rompe. La línea es el arma: [ilegible] [.] La línea que te parte en dos./¿Quién versifica?” (Bianco 2425), que es como preguntar, ¿quién corta?

La identidad que continuamente se desliza mantiene tanto el modo autoficcional como el tratamiento policiaco de las dos obras. En el poema “La víctima siempre es femenina”, los versos “¿Quién habla ahí? Quién es la primera persona de/ nuestro singular? ¿Dónde lloro?” (Bianco 26), subrayan la imposibilidad de señalar una sola identidad que corte. El oxímoron, nuestro singular, remarca esta imposibilidad y la idea del colectivo detrás de esa falta de unicidad, porque a Rivera Garza le interesa el “yo, en efecto, pero no aisladamente. [Le] interesa el yo plural, el yo en conexión íntima y difícil con otros. El yo relacional. Dolerse es mi manera de entender esa transición” (“El novelista” 22); lo que para ella debe ser escribir sobre el yo cuando se vive en medio de la violencia.

El poema “Es verdad, la muerte me da”, comienza:

En tu sexo

(armadura tajadura tachadura) (ranura)

en el aquí de todas las cosas del mundo, me da

la muerte (que es este paréntesis) y (este)

[...]

[.] la muerte es verdad

me da [.] en el sexo plural.

[...] (Bianco 28)

En este poema se vislumbra la vinculación del título con Pizarnik, que alude al sexo sin identidad, el sexo plural, que bien puede ser esa ranura que es este paréntesis, este, o el lugar donde da la muerte y se tacha, se taja en la castración. La autorreferencia al paréntesis y lo que deja suspendido, muestra de nuevo la posibilidad de la escritura como intervención, en este caso del mismo discurso que se fractura y resignifica con la marca de los corchetes, la tachadura, el paréntesis.

En el poema “La imaginación masculina”, que en la novela es el apartado 85 que se titula “La imaginación femenina”, la escritura se transforma en prosa; en ella se afirma: “El culpable: el deseo de cortar. [...] El juego se llama yo soy. [...] Algo camina sobre la página que no tiene explicación. Un asesino o una asesina. [.] El juego se llama aquí. [.] Hay una boca. [.] La boca dice: el juego se llama yo soy” (Bianco 30). El corte, igual que los corchetes o los paréntesis, deja líneas rotas que no permiten configurar una identidad y que suman a la inquietud que flota en el poemario por no saber dónde está la asesina, quien, como se intuye, sólo puede estar en el trazo de la escritura en el yo soy que parece afirmar una presencia, pero que se disuelve en la tachadura de la página.

El paréntesis que supone estar dentro, entre la entraña de algo o de alguien:

Alguien dentro de ti alzó el filo dentro de mí

(la música que se oye es de insectos)

alguien dentro de mí elevó el grito dentro de ti

(el espacio que se atisba es del hambre más larga)

alguien dentro de ti tocó el instrumento dentro de mí

(una guillotina y su eco) (un botón) (el entrecejo)

alguien dentro de mí cortó la mariposa dentro de ti

(la roca en el despeñadero)

[...]

Dentro de mí alguien dentro de ti cercena arranca

extirpa mutila daña

(una cuarta colección de verbos) (Bianco 32)

Este poema, “Dentro de ti dentro de mí”, se desarrolla en una estructura especular en la que un alguien, un y un yo se confunden. La herida que se reproduce como un eco de un cuerpo a otro y a otro, no pertenece a una sola identidad ni la inflinge una sola mano. La violencia como el silencio son colectivos; el pronombre indefinido, alguien, disemina la identidad ante la imposibilidad de ubicarla única. La muerte en el poemario y la novela se expresa como tal sin preocuparse por definir un yo que la represente. Por eso la muerte es ella misma el tú, el yo y el nosotros, porque no hay cuerpo sin muerte y “lo propio de la muerte es desnudar” (Bianco 34).

Por eso, en “Las escenas visibles”, se describe: “El cuerpo en el centro [.] Un personaje de ficción: el cadáver./ Un personaje de ficción: el muertero./(una historia de amor) [...] (este no es un poema narrativo)/El escritor: un forense que anota lo que sale de adentro./El lector: el ministerio público que testifica los hechos./(una historia de amor)” (Bianco 34).

La violencia se transforma en escena en la ficción; escena cinematográfica: “Close up: el ojo que mira. La sangre que acaba de manar” (Bianco 37); escena de novela con los personajes de ficción que no se representan a sí mismos sino que cargan con todos, con una identidad que se multiplica. En “Los orígenes del arte dramático”, se incluye en el poemario una breve nota sobre las plañideras “el primer proyecto del coro antiguo. A su cargo está el expresar por todos un dolor que no es propio. [.] El que plañe finge. El que plañe actúa” (44), como la escritura; dice la asesina: “Escribo un libro para mí. En voz alta leo lo que me escribe y me desnuda (desnudar es lo propio de la muerte). La frase corta la página en dos. La lengua. El cuerpo. [...] el libro que escribo para mí me lee (interpretar es lo propio de la muerte)” (45).

Tanto en la edición de Bonobos como en la recopilación de Lumen, el poemario cierra con el poema “En tanto nos atañe, la muerte nos convoca. (sobre un texto de Santiago Kovadloff)”, concretamente el ensayo “El enigma del sufrimiento”. De aquí, Rivera Garza retoma algunas frases que reformula en sus líneas fracturadas: “El difunto ha dejado de morir. [...] [es] aquel que está cumplido. [...] Ese sitio donde el difunto ya no está es el nuestro/Es el sitio del poema. Éste” (Bianco 49). Kovadloff añade, además, que nadie es más ajeno a nosotros que el que muere, nadie difiere de nosotros más que él. La muerte, entonces, desliza las identidades de tal forma que el muerto es ya sólo eso, lejos del resto que no acaba de definirse tampoco.

La novela no incluye esta última parte ni los poemas de Bruno Bianco. Cierra con un último capítulo: “No le digas a nadie que estamos aquí”; en él, “El proceso de trituración” habla de cómo la escritora Cristina recibe por correo el poemario de Anne-Marie Bianco, igual que antes lo recibiera también por correo Santiago Matías. En esta parte se revela que la autora del libro y de los crímenes es la Periodista de la Nota Roja. La escritora recibe el texto como una suerte de confesión, pero también como la revelación de una serie de “líneas rotas” (341), que ni ella ni la Detective alcanzan a comprender. Para ellas, el libro es el resultado de “el proceso de trituración. El manar del juego. El extracto” (341), que remite nuevamente a la castración, el corte y el injerto, porque, señala la novela, “la castración le permite al sujeto tomar a los otros como Otro en lugar de cómo lo mismo” (346). La Detective le dice a Cristina: “-Algunos dirían que esto es poesía, ¿no es cierto? [...] Una colección de líneas rotas. Una colección de ilegibles, tachaduras, corchetes. Apenas si alcancé a decirle que sí y a decir que no al mismo tiempo” (342).

A pesar de que pareciera que se llega a una revelación cuando se recibe el poemario, al final lo que queda es la imposibilidad de conjugar en una sola escritura —o en un mismo crimen— una y la misma mano. Al final, la Detective y su ayudante Valerio seguirán dando vueltas a la imposibilidad de concretar algo: “-Anne-Marie Bianco [...] Un nombre raro, ¿verdad? Un nombre falso, ¿no es cierto?” (348), que lleva a pensar en el propio nombre de la autora real, quien firma bajo ese nombre raro una obra derivada de otra anterior que carga su nombre en la portada, pero que además lo desdobla, lo tacha, lo fragmenta, lo corta en el interior de las páginas. “Un nombre sin cuerpo [dice la Dectective] O un nombre con el cuerpo equivocado en todo caso. Algo que parecería ser de mujer, pero quién sabe. -Un nombre [agrega Valerio] que es muchos nombres escondidos” (348). Al final, se puede decir de Rivera Garza lo que la Detective señala de la asesina, que todo esto: “Significa [...] que el nombre, el otro, el escondido, el original si cabe el término, no quiere ser enunciado [.] que no quiere que la encontremos” (349).

Como conclusión

En La muerte me da se propone no sólo una historia de tintes policiacos que se detona, como suele ser, a partir del hallazgo de un crimen. Tampoco se la puede reducir a los límites de la autoficción, que si bien son amplios, en el caso de la propuesta que se revisa el interés por el género radica en el juego de identidades que se dan en distintos planos y registros discursivos. El texto propone pensar en el problema del original, que para Rivera Garza será impropia, en la dificultad de identificar la autoría, en la falta de correspondencia entre nombre y firma, en la hibridación genérica, en la sexualidad indistinta, las referencias plásticas y performativas, el impulso de muerte.

La autoficción ofrece un espacio ambiguo en el que se pueden desarrollar desde distintos sitios las inquietudes que, en torno a la escritura, la violencia y la identidad va resolviendo —o enredando— la autora. Los paratextos con los que se topa el lector continuamente apoyan el discurso que se va desarrollando en la trama; los epígrafes, los poemas y partes de diario de Pizarnik, el artículo que firma la Dra. Cristina Rivera Garza, las notas periodísticas e incluso el poemario La muerte me da, alimentan la veta teórica que se expresa en la novela, en los fragmentos de los fragmentos, la línea que invoca otra línea, la prosa y el verso cruzados. Todos estos trozos de sentido configuran la obra y lanzan hacia otros discursos sus redes; los fragmentos son a la vez elementos estructurales y puentes que entran en diálogo con otros autores y otros escritos. Como señala Prieto Rodríguez, en “La muerte me da [.] Rivera Garza realiza un ejercicio de escritura que es esencialmente un aco de lectura textualizado y convertido en relato novelesco. [.] desde el título de la novela se presentan dos tendencias [.] la fragmentación de la oración [.] [y] la estética citacionista y la desapropiación” (20).

El trabajo dialógico que Rivera Garza hace con otros autores refiere a una “estética citacionista” (“El novelista” 21), que subraya “la orgánica relación entre fondo y forma” (21), y acerca de la que señala: “dentro de una poética citacionista —siempre trabajando de cerca con el lenguaje de otros—, desapropiando más que apropiando ese bien común que es la materia prima con la que trabajamos: el lenguaje de otros” (22); es decir, la idea de la desapropiación como un hacer de la escritura un sitio de comunidad, en el que la escritura esté sucediendo continuamente, sin concluirse nunca. Esta manera de proceder en la escritura, en la que no se busca construir un discurso nuevo, sino intervenir otros para cortarlos e injertarlos, fractura la idea de la autoría para moverla del centro de la producción escritural. Si bien no se puede decir con Barthes que el autor haya muerto, sí se puede afirmar con Foucault que el autor es una función que se desliza para dejar lugares vacíos que pueden ser ocupados por otros: “esta función-autor [...] conlleva a nuevas determinaciones cuando se intenta analizar en conjuntos más vastos” (307), como al entrar en diálogo con otros textos.

A partir de una escritura performativa que amalgama el corte al cuerpo mutilado con el corte al texto fragmentado, Rivera Garza edifica un juego textual y discursivo en el que se subraya la plasticidad de la literatura; una materialidad — textualidad— que le da su carácter de artefacto estético. En el epígrafe de Renata Salecl con el que abre la novela, no sólo se señala qué es la castración sino sobre todo lo que provoca: mirar al Otro que ocupa el lugar del vacío; en este caso, mirar a la mujer violentada, a la escritura silenciada, al género sexual y literario marginados:

La escritura [.] afirma el yo a través de la ficción, porque tanto Cristina como Alejandra parecen decirnos que no existe otra realidad sino el lenguaje [...] un lenguaje literario que proyecta una experiencia fragmentada del yo. El nombre y presencia de Alejandra Pizarnik, el nombre de Cristina Rivera Garza no regresan a un referente, sino a una construcción subjetiva del lenguaje literario que emerge del texto y es cortado una y otra vez, por el lector, por la escritora, por la misma Pizarnik como dice una parte de su poema “Sólo un nombre”: Alejandra Alejandra/debajo estoy yo/Alejandra. (García y Lizardo 108)

La única forma de decirse, entonces, es el lenguaje literario; un espacio en el que la identodad que se conforme —del yo, del género, del sexo, de la escritura— no puede ser sino una que espejea a otros reflejos fuera de ella, múltiples y reververantes en otras escrituras, de otros tiempos en un lugar lejos del nuestro.

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Pozuelo Yvancos, José María. Figuraciones del yo en la narrativa: Javier Marías y E. Vila-Matas. Universidad de Valladolid, 2010.

Prieto Rodríguez, Adlin de Jesús. “La muerte me da (2007), de Cristina Rivera

Garza. Cuerpos desmembrados y de(s)generamiento o instrucciones para leer una novela”, Kipus. Revista andina de letras y estudios culturales, no. 44, 2018, pp. 13-31.

Quintana, Cécile. “El cuerpo-escritura de Cristina Rivera Garza”. Graffylia. Revista de la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP, no.16-17, 2013, pp. 130-142.

Rivera Garza, Cristina. La muerte me da. TusQuets, 2008.

....................“El novelista, sampleador del lenguaje”, entrevista de Carolyn Wolfenzon para Revista Buensalvaje, no. 2, 2015, pp. 20-22.

.................... Los muertos indóciles. TusQuets, 2013.

Sánchez Becerril, Irene. “Subversión del género en La muerte me da, de Cristina Rivera Garza, y Efectos secundarios, de Rosa Beltrán”. Concepción

Reverte Bernal (ed.), Diálogos culturales en la literatura iberoamericana. Actas del XXXIX Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana. Verbum, 2013, pp. 1264-1275.

Notas:

[1] Definir el género policial o negro en la novela de Rivera Garza no es el interés central de este artículo. Sin embargo, quiero referir al artículo de Elena Castellano Ortolá, “La novela negra como ‘transgénero’: éticas transnacionales en la feminización del canon”, donde señala que: “la novela negra, que consideramos un ‘transgénero’, o género transfronterizo, y dentro de la cual estudiaremos La muerte me da, de Cristina Rivera Garza [es] una narración polifónica en que la autora, convertida en personaje, interactúa con el resto de protagonistas al hilo de fragmentos del diario de Alejandra Pizarnik, renovando el clásico anglosajón bajo un orden femenino diverso, coral” (319).

 

[2] Sin entrar en mayores detalles aquí, me refiero al sujeto tachado o cubierto por la barra (/) de acuerdo con Lacan, y que retoma Derrida también para hablar de significantes que al estar cruzados esa barra —barrados— son y no son lo que aparentan.

 

[3] Pozuelo Yvancos señala, por ejemplo, el caso de Roland Barthes y su Roland Barthes por Roland Barthes en el que, justo como parte del juego posmoderno de la escritura, señala desde el comienzo de su texto autobiográfico que será el relato de un personaje de ficción (11-36); una autoficción publicada en 1975, dos años antes de Fils de Doubrovsky. El caso de Barthes es particularmente interesante porque él narra la parte autobiográfica con fotografías, mientras que la ficción la deja en la escritura. Lo que dice, entonces, parece poner en duda lo que muestra. Este recurso plástico, como se verá, será importante asimismo en Rivera Garza, en ella en lo que refiere al lenguaje poético.

 

[4] En el tiempo en que se escribe la novela —al final del libro lo fecha: Toluca, Estado de México 5 de abril de 2003— Rivera Garza vive en Toluca y trabaja en el Tecnológico de Monterrey. En la historia no se menciona el nombre de la ciudad, como para mantener la ambigüedad de la autoficción, pero se dice que está a más 2000 metros sobre el nivel del mar y que tiene “un cielo escandalosamente azul” (37), un rasgo que en otros sitios ha señalado sobre Toluca; en El invencible verano de Liliana, por ejemplo.

 

[5] Tal es el caso de El cuerpo en que nací de Guadalupe Nettel, o de Radicales libres de Rosa Beltrán, por ejemplo.

 

[6] Trabajo con la edición de 2008 de TusQuets. En adelante sólo pondré el número de página entre paréntesis frente a cada cita.

 

[7] Manuel Asensi explica que “Différance [...] conecta con el ‘differo’ latino, que significa fundamentalmente ‘esparcir’, ‘diseminar’, y que alude claramente a la diseminación semántica de todo signo, dado su carácter iterativo. Conecta, asimismo, con el significado del verbo ‘diferir’, es decir, ‘aplazar’, ‘posponer’” (42-43).

 

[8] En la misma línea, Ivonne Sánchez Becerril señala que: “Los cuerpos exánimes son doblemente castrados, física y simbólicamente, sexual y genéricamente han sido privados de su miembro y son denominados víctimas, pues, como afirma la voz narrativa de la novela, “La víctima es siempre femenina” [...] condenados así a una continua castración discursiva” (1265).

 

[9] Como cuando la supuesta asesina escribe en uno de los mensajes a Cristina: “Sueño que, dentro de mi sueño, hay alguien como yo con un vaso vacío entre las manos. Y luego sueño que camino dentro de ese vaso. Y, a veces, salgo del sueño en el que camino dentro de mi vaso para despertarme dentro del sueño donde alguien como yo avanza con un vaso vacío entre las manos de otro” (82). La escritura fractal de la escena alude a la propia escritura de Rivera Garza que sale de sus páginas para engancharse con otras escrituras; pero también al recurso especular de reproducir la escritura dentro de la escritura misma, como Pizarnik dentro de Rivera Garza, en una reapropiación de la escritura.

 

[10] En la misma idea, se puede citar a Derrida cuando señala en Espolones: “Se sabe, o se cree saber, cuál es la figura simbólica del paraguas: por ejemplo, el espolón hermafrodita de un falo púdicamente replegado en sus velos, órgano agresivo y apotropaico a la vez, amenazador y/o amenazado, objeto insólito que no se descubre todos los días por el encuentro fortuito de una máquina de coser sobre una mesa de castración” (87).

 

[11] En la segunda parte de este artículo se desarrollará esta idea.

 

[12] Nuevamente se puede rastrear aquí la propuesta derridiana que subyace en la diseminación como movimiento de la différance; el discurso, señala, “no podrá de una cierta manera sino repetir o producir un contenido de sentido [.] no hará [.] más que sacar afuera un sentido constituido sin él y antes de él” (1989 201). Lo que, desde luego, tiene implicaciones en lo que se entiende por autoría y firma; que termina siendo de nuevo el problema de la identidad. La firma para Derrida supone “un signo escrito [como todos, que] se adelanta en ausencia del destinatario. [.] Pero esta ausencia ¿no es sólo una presencia lejana, diferida o, bajo una forma u otra, idealizada en su representación?” (Memorias 356). A partir de estos planteamientos, la identidad que flota como tema sobre los cuerpos castrados se relaciona con esta ausencia que alude a la escritura, la huella de una escritura e identidades previas y la desapropiación del cuerpo y el discurso.

 

[13] Es una especie de escritura performativa que alude a la materialidad de la palabra. La novela tiene juegos en los que mientras dice algo, lo representa: “ejercicios que [.] consistían en transcribir, de manera literal, párrafos enteros [.] y que, con el paso del tiempo, consistieron en imitar ciertas marcas de estilo —la manera como algunos guiones abrían [.] el lento final que resultaba a veces de las comas— hasta que, ya domado, ya rendido, ya exprimido, me sentía con el derecho de desechar tanto el estilo como la escritura de ese estilo” (106-107).

 

[14] Santiago Matías es Premio Nacional de Poesía López Velarde 2023.

 

[15] De acuerdo con Prieto Rodríguez, “Bruno Bianco fue, en efecto, el seudónimo con el que aparecieron firmados un par de poemas en la década de los noventa, mismos que se incluyen, a modo de genealogía ficcional [y como una forma de cruzar referentes reales y ficcionales], después de los poemas firmados por Anne-marie Bianco. Este seudónimo imposible, se ha dicho, reunió la autoría de, al menos, Guillermo Fernández, Francisco Hernández, Vicente Quirarte, entre otros” (25 n. 6). Todas las citas del poemario son de la edición de 2007 de Bonobos. Dejo el año en cada referencia para distinguirlo de la novela en la que, como señalé líneas arriba, sólo consigno el número de página.

 

[16] En El grado cero de la escritura, Barthes señala que la imaginería del escritor-artesano viene no de la finalidad de la escritura, sino del trabajo que cuesta. Para él vale más el trabajo que la genialidad al momento de escribir (66).

 

[17] Aunque no es el tema central de este artículo, desde luego la violencia es uno de los hilos argumentales más importantes de la novela y del poemario. Al respecto, Rivera Garza señala en entrevista con Carolyn Wolfenzon: “Si la violencia marcada en el cuerpo femenino [...] parecía no alertar a la población, ¿pasaría algo si la violencia se inscribía en el cuerpo masculino? Más que una venganza simbólica, lo que hay de fondo, creo, es una pregunta de otredad. Un reclamo. Una interpelación” (“El novelista” 22).

 

ensayo de Berenice Romano Hurtado
Universidad Autónoma del Estado de México

brhurtado@gmail.com

 

Publicado, originalmente, en: Catedral Tomada - Revista de Crítica Literaria Latinoamericana Vol. 11, N° 21 (2023) Dossier: Perspectivas: Narradoras mexicanas en el presente siglo

ISSN 2169-0847 (online)

Catedral Tomada This journal is published by the University Library SystemUniversity of Pittsburgh as part of its D-Scribe Digital Publishing Program and is cosponsored

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Link del texto: https://catedraltomada.pitt.edu/ojs/catedraltomada/article/view/624
 

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