El Columpio 
Bertha Rojas López

Todos los días sábados del año, mis padres iban a la feria semanal de mi pueblo, llevando gallinas, patos, cuyes, granos para venderlos y con el dinero compraban panes, bizcochos, frutas arroz, azúcar, sal blanca para nosotros y sal negra para los animales: ah…, también ropas para mis hermanos y para mí.

Mi madre antes de salir de la casa me dejaba muchos encargos, las tareas eran casi imposibles de cumplir. 

Yo, era una niña muy vivaz y juguetona, me movilizaba tan igual que el picaflor. Ninguna tarea me era imposible de cumplir porque corría a la casa de mis primas, los llamaba y los convencía para ir a jugar y a la vez les pedía ayuda. Ellas cortaban el pasto para dar de comer a todos los animales, barrían el patio de la casa, las habitaciones, yo preparaba  el almuerzo y lavaba la ropa de toda la familia.

Terminada la tarea nos sentábamos sobre las yerbas, a veces nos quedábamos dormidas un rato; pero el cacareo de gallinas, el estrepitoso canto del gallo nos despertaba. Repuestas de energía salíamos a jugar con las muñecas de trapo, las ollitas de barro, la casita, la escuelita, el columpio y las escondidas.

Un sábado negro en el recuerdo, después de cumplir el trabajo arduo, decidimos jugar el columpio, para ello cogimos una soga gastada y exigimos a unos de los primos trepar al eucalipto más alto. Mi primo también quería jugar el columpio. Él se sacó los zapatos y trepó cual gato, luego colgó la soga en una 
las ramas.

Antes de empezar el juego sorteamos. Me tocó el último lugar. Había que respetar el turno. Entre risa y risa iniciamos. Al que estaba sentado en el columpio teníamos que ayudar a elevarse. En ningún momento y ninguno de nosotros pensamos que la soga podría romper por el peso o la rama podría quebrase en cualquier momento.

El turno le tocó a mi prima Dolores. Ella se sentó muy contenta y dijo: ¡ayúdenme a volar! Quiero coger un copo de nube blanca. Ella volaba y estiraba el brazo haciendo el ademán de estar arrancando un pedazo de nube.

Todos reíamos a carcajadas, en esas circunstancias escuchamos un ruido brusco y, vimos volar en el aire a mi prima. La pobre volaba sin destino, con los brazos extendidos pidiendo auxilio a gritos. 

¡Ay…! pobre mi prima cayó y, quedó en silencio estampada en el suelo. La levantamos con mucha delicadeza. Al ver el rostro ensangrentado, nos quedamos paralizados. Nadie lloró, sólo nos miramos, segundos después comenzamos a llorar a gritos.

Dolores parecía muerta, no se movía. El rostro estaba cubierto de sangre, daba la impresión que los ojos se habían reventado y la nariz había volado colgado en la rama. Todo fue una confusión, no sabíamos ¿qué hacer?, ni qué decir. Lloramos todos a lado de la accidentada, como si las lágrimas iban a sanar o calmar el dolor.

Una prima era mayor que todos, ella se fue corriendo a llamar a los familiares. Los otros seccionamos y, salimos a buscar alcohol y algodón. 

Llegó la mamá de Dolores, al verla a su hija se asustó. Sobreponiéndose a todo, la abrazó, la besó tantas veces en el rostro ensangrentado para reanimarla. Después le lavó la cara con agua y alcohol. La pobre lloraba y nosotros también a lado de ella. Dolores se puso de pie y entre todos la llevamos a su casa, a la víctima del columpio.

Toda la semana estuvimos a lado de Dolores, animándola, haciéndola participar de los juegos con las muñecas de trapo y las ollitas de barro.

Llegó el sábado, igual mis padres me dejaron las tareas. Corrí a llamar a mis primas y primos. Claro que ellos acudieron al llamado cual jilgueros bullicios que van a beber el agua a los manantiales, porque yo, era la que armaba los diferentes juegos.

Esperaba con alegría a mis padres para mostrar todo el trabajo realizado. Ellos al ver que todo estaba bien hecho, se quedaban en silencio y se miraban cómo preguntándose ¿cómo ha hecho para acabar con el trabajo? Después bajaban los bultos y me daban frutas y dulces para comer. 

Llegó otro sábado fui a llamar a mis primas y primos. Sólo acudieron dos primas y un primo. No fue posible cumplir las tareas. Llegó la tarde, llegaron mis padres y, los puercos comenzaron a gruñir de hambre, como unos condenados, los cuyes a silbar de hambre como unos adolescentes, los asnos a rebuznar más fuerte que nunca, las vacas a mugir juntos con sus becerros. Todos me acusaron que los tuve de hambre y sed. 

Mis padres se dieron cuenta que no cumplí la tarea, pero me dieron las frutas que más me gustaban. 

Un sábado más llegó, mis padres se fueron como de costumbre, pero retornaron al medio día para ver qué es lo que hago. Me encontraron lavando las ropas con ayuda de mis primas y primos. Los animales aún estaban sin comer. Recién así se dieron cuenta del trabajo que me daban.

Mi prima sanó, quedó las cicatrices en el rostro y el recuerdo del columpio.  Crecí más y, me fui de la casa para continuar mis estudios por mi propia cuenta.

Siempre que veo en el espacio, surcando el cielo una nube blanca, imagino el rostro de mis primas, primos, vecinos, especialmente con mucho cariño y una plegaria a Dolores, quién me ayudó a fraguarme en el yunque del trabajo. 

Hoy volviendo los ojos hacia atrás, encuentro el camino espinoso de mi infancia, el eucalipto que crecía cerca a la casa. Ese árbol que nos permitía jugar en sus ramas, nos obsequiaba su aroma, como el abuelo, el cariño a sus nietos. 

Jamás olvidaré aquel sábado infeliz, el momento en que decidimos jugar el columpio.

Bertha Rojas López

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