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Diálogo de Giselle con el ángel. 
Propuesta para una comprensión de la obra de Odalys Leyva Rosabal

por Xiomara Maura Rodríguez Ávila.

   “…el ying y el yang encarnados en una sola persona?

                 Parece representar formas de dualismos,

                                               la conjugación de lo masculino y lo femenino,

                                               colas de sirenas androginales

 que se enroscan mutuamente”.

Lezama. Las eras imaginarias: La biblioteca como dragón.

 

El andrógino en las raíces de la poesía universal como rasgo de pureza aparece entrevisto en los poemas que las geishas rasgaban en sus abanicos, en la parsimoniosa voz de Safo, los destellos aurífices de Anacreonte, la vastedad discursiva de la Odisea en la aventura del océano y la espera de Penélope oficiante en su nuevo rito de mujer moderna, la sacralizad del medioevo agostado a la penumbra de las celdas inciertas oteantes de la eternidad, los dominios de la imagen en el dolci stil nuovo y los tercetos del Dante visionario de la Divina Comedia con la sacralización de Beatriz travestida a símbolo teológico en el Paraíso, la disertación filosófica del Barroco hispano en Quevedo y Góngora entrelazados en los retos a la modernidad de la ilustre monja mexicana Juana Inés de Asbaje y Ramírez, el mítico embrujo de las divinas voces de la rima hispanoamericana latentes en Juana de Ibarborou, Alfonsina Storni y Gabriela Mistral, más la dulce y compulsiva ternura de una Gertrudis Gómez de Avellaneda más avisada para los giros épicos de su tierra natal, pero es urdimbre que inserta a su gracia gestora de profundidad inquietante la voz del varón soterrado a la agudeza de las sirtes mediterráneas.  

Pretender la definición de una obra poética que hila finísima desde sus despuntes de astralidad y cercana inmanencia como la de Odalys Leyva Rosabal precisa acudir a los orígenes del discurso, para establecer sus fundamentos en la teoría, porque “el verso es un tipo especial de discurso, un peculiar sistema de expresión, que se diferencia sustancialmente tanto del habla cotidiana como de la prosa artística”, nos dice el crítico ruso L. Timofeiev, “el verso constituye un sistema estilístico expresivo íntegro, un determinado tipo de discurso, y sólo abordándolo así se puede estudiar en grado suficiente y profundo, como una faceta de la forma estilística de la obra que encarna su contenido inmediato”. Este complementa su idea con el juicio de que “las raíces del verso se hunden en un lenguaje de tipo emocional, es decir, en el lenguaje que presenta la exaltación subjetivo-emocional del que habla ante unos determinados fenómenos de la vida. El verso constituye una forma de matización emocional del discurso condensada al máximo, concentrada, y por así decirlo, hiperbolizada. Es una forma en la que resulta perceptible nítidamente cada palabra, cada pausa, sonido, ritmo del habla”. En este caso en particular la maestría de la poetisa queda evidenciada en su capacidad para apresar cada catarsis semántica con su característico ritmo interior, su peculiar compulsión rítmica aunada a la integralidad genérica en la expresión de la imagen, donde la lengua hispana es el vehículo idóneo para transmitir matices del sentimiento, figuras y tropos de urdimbre universal y belleza cósmica, mediante el uso de la espinela, el verso dramático y formas libres de versificación española, con sus indudables raíces de cubana traslaticia, caracteres que determinan el concierto de una polifonía dinámica, gestora de meditaciones y sugerencias eternales, en su despliegue de la imagen, en la síntesis artística que logra al abordar temas arcanos atraídos hacia la modernidad, su mutatis mutandis de vivencias plásticas, sonoras, musicales, donde persiste la búsqueda de la belleza como carisma personal desde su “yo lírico” indagador en las esencias de la raza humana y los mitos ancestrales. Sus claves son las del oficio, sus medios expresivos desconciertan por una auténtica madurez ajena a la cierta juventud de la autora de textos como Ciudad para Giselle, (Editorial Sanlope, 2005), en el que ya la presentación del volumen con obra pictórica que expone un rostro de mujer en meditación, tomado de perfil por el pincel etéreo de Roberto Fabelo; éste cristaliza la peculiar expresión de unos ojos mágicos, irreales, estelíferos, cual los de la inapresable Ligeia de Poe, la inefable Beatriz de Dante en el paraíso, adonde acude todo eco de autenticidad y deleite hacia la palabra, en versos que nos convocan a meditar con Lezama: “¿Por qué ese afán de definir lo indefinible? ¿De expresar lo inexpresable? ¿De apresar lo inapresable?”, en los ojos de Odalys Leyva Rosabal y en la concreción misteriosa de su volumen poético a que se hace referencia, subyacen propuestas desde un sistema lingüístico integral, que acierta a proponer –a promover- la autora por una voz y su alter ego hechos nostalgia y presencia en Giselle, donde Odalys confiesa su verdadera identidad, ella, habitante de un ciudad germinativa e inepocal como un sueño o la ciudad peregrina de los cristianos, en búsqueda de fe y ‘dulce abismo’: “¡Qué nostalgia me seduce/ en el umbral de esta puerta!/ Es la ciudad que no acierta/ a desvestirme. (No luce/ como un abismo, y quien cruce/ sus escalones tan viejos/ tendrá duendes…)” Ya la música le invade por la fijeza de los arcanos, y los reflejos de la imagen, hecha espejos que ignotizan y decantan la gloria, nos imanta lo eterno, el concilio y el convite del mito, las disquisiciones filosóficas e interrogantes del andrógino, sus diálogos de astralidad y misterio, sacralizad que dulcifica y cincela una lujuria soterrada, toda delicadeza e ingenio, el alter ego que decursa con sideral sapiencia; sorprende la sagacidad innata, agudísima, con afluencias de vasta plasticidad y sonoridad en las imágenes, su voz androginal y antigua de sibila délfica y ángel que sueña en la ribera encantada y el centro de la ciudad endiosada y laberíntica, que evoca temas tal la elección divina, el poder de Tánatos, el fatum, la sacralizad y el misterio de la creación, a través de su alter ego recurrente: “Giselle, no busco la muerte./ He sido el ángel de Dios/ que danzaba en el feroz/ encanto de poseerte”; es la suya una sabiduría profética que nos envuelve y deleita, compulsa a nuevas indagaciones en lo estelar difuso, donde restalla lo épico en los dominios reales de la Isla, porque “Los gemidos son mi aliento/ mi dolor el testimonio”, ese es el riesgo de Giselle: no callar su dolor y juicio de senectud juvenil en el escondite de las multitudes que pueblan la ciudad-isla. Es una poesía que dota de espacio magifiscente y circundante al tiempo, y en la que el reloj-los relojes son un símbolo, a veces de serenidad total, otras de inmortalidad, mientras nos sacude la presencia de una lúcida eticidad. Ciudad para Giselle, como texto poético, se afianza en la cuerda coriánime de la música, que percute el alma desde el esplendor de la imagen y el ritmo, para continuar y enhebrar la saga del magistral ballet y el vuelo de las parábolas que gráciles decursan por encima de la ciudad y el abismo, eco de ensoñaciones y delirios sugerentes, para con su “yo lírico-épico” convocar a su ruedo vivencias, reminiscencias de la familia y el sitio natal, mitos y axiomas universales. La ciudad es un enigma y Giselle nuevo sofisma que indaga hacia la belleza y la luz, el verso una ciencia, una seductora ciencia en los dominios de la lengua hispana y su sideral turgencia.

Los modos gráciles de la espinela pulsean en Convicta de la gloria (Ediciones Holguín, 2007) de una manera un tanto más coloquial y diáfana; en este volumen surgen juegos verbales de primera instancia, con versos que se encadenan en el aguzado caracolear de una voz en fluencia de imágenes filosóficas, como cascada o surtidor de pompas que atisban la penumbra cadenciosa, donde la poetisa cuestiona anatemas humanos, tales como la mentira y la traición: “Traición es sólo mentira/ que nos clava sus venablos./ No somos dioses, ni diablos:/ ¿con qué traición se nos mira?” Los versos encabalgados en este libro se entrelazan no por inercia ni insuficiencia e incapacidad, sino por versátil juego de experimentación y magia; la estructura innovadora de la diadema decimal, plena de elegancia y seductor dominio de la forma, de atisbo e interés hacia los nuevos ecos y derroteros por los que decursa la espinela cubana, atrae la reminiscencia afiligranada e imaginativa de voces de la Hispanoamérica barroca tales como Sor Juana Inés de la Cruz. Por estas espinelas fluye la presencia de los arcanos como del vaso órfico que derrama luz y penumbra indagatoria, donde temas y figuras griegascuales Morfeo y el aventurero héroe oceánico de la Odisea, fluyen, hacia la minuciosa indagación, allende los poderes del fatum y los orígenes de la raza y la actualidad que resulta de ello, el destino, la lumbre que nos arrastra al naufragio de la vida: “¿O es que mi barco naufraga/ inútilmente en el mar?”, se pregunta la poetisa, y Alfonsina embriagada del misterio y el descuido de la muerte presagiada irrumpe: “Voy a torcer la mirada/ levemente hacia lo eterno/ y despojarme el invierno/ que a golpes me vuelve nada”, y entre clarividentes aciertos e innovaciones formales vuelve “la música de un sonido cómplice” del Eros y el llamado del treno abisal que surge de las islas mediterráneas y de ellas viene, donde sus “senos son espirales/ (presagio de noche y viento”. Palpitan vivencias hogareñas, lo cotidiano anuncia su cercanía a ella, se allega la maternidad como anunciación del ángel, y es llamado que le urge: “¡Ah, cigueñas, qué acertijos/ traen los naipes de mi azar!”, junto al mito folclórico en su infantil arcaísmo aleve en las legendarias alas de la cigüeña familiar. En este volumen abundan los conjuntos decimales, la conjunción de aparente prosa poética y el verso en su estructura simple, más la diversidad métrica que denota una maestría ejercida con pulsión creadora. Así es el universo de odalys, su voz que define divinas esencias y expresa los eternales axiomas del mundo plasmados en el instante de la penuria o la gloria; cada poema suyo propone una tesis, en ellos la autora torna a enlazar la cadencia de la música a la danza en una poesía que rezuma valores pictóricos, todo ese universo que le conmueve y compulsa a la meditación y la reflexión, en su fino lirismo está presente además el personaje épico, el que se yergue de momento entre la multitud de seres y referencias líricas que la habitan, procedentes de la cultura universal: “Un siglo no es el final/ que nos acerca a la gloria./ (Una mujer trae su historia/ como un abismo carnal./ ¿En qué ritual/ Cristo me nombra su escudo?” En otros fragmentos aparece nuevamente, con sideral fijeza, el símbolo recurrente del reloj, ese que mide el tiempo de una espera grávida. La segunda parte del poemario aparece titulada “Óleos para el absurdo” y expone a la mirada audible un rondel de cuadros en galería magnética, cual espejos de la eternidad reflejada a la vista de la autora, los que muestran el cáliz de una cristalización desde figuras prometeicas, mercuriales, diáfanas, que constituyen raíces de la nación cubana, sus simbiosis y algoritmos de historia y poesía vitral, tanto desde la estirpe hispana y sus mitos, como de la cultura universal que forma parte de toda vivencia, de cualquier ruedo mutante, pues la poetisa recurre también a los temas bíblicos, como la expulsión de Adán y Eva del paraíso abismados en la prohibición y el símbolo de su identidad primigenia; desfilan pasajes de la mitología grecolatina, como el nacimiento de la diosa Venus de esa espuma germinal, en simbiosis de cosmogonías, fecundada por la sangre de otro divino ser, toda Eros y poesía, madre de la raza cual la Venus Urania: “Soy la virgen, la reina en el envés/ de otros mares, en comarcas de regios/ que eligen el desliz de mis arpegios/ (ternura hasta el espanto donde inerte/ me salvo en cada siglo por la suerte/ de mi dulce mirada./ Sortilegios/ aprisionan la miel de mis licores/ y el peligro destroza mis quedejas/ de pálida ternura”. En la tercera parte, “Un dios que salta a la ausencia”, se recompone el mito de la resurrección de Jesucristo, en ella se destaca en su estilo de franca innovación formal la espinela embozada en la estructura prosista, que ha intercalado en otros momentos a la factura total; el tema de la muerte es otro de los tantos espejismos y símbolos de esta obra: “La muerte, rabiosa, oscura,/ reina sobre el precipicio”, y trae al héroe que regresa invicto en la figura de otro personaje épico: Guillermo Tell en dualismo inmortal con el maestro de la prosa tunera: Guillermo Vidal Ortiz. En la “Sombra del arpegio” el tiempo sigue el hilo de Ariadna, para develar nuevos atisbos en el misterio de la danza y la delicada afrodisis, entre versos que dilucidan la mercurial lucidez de una decimista que devana cadencias avizoradas en lo interno del andrógino epocal, a su modo “lírico-épico”, por su voz de ágil y punzante melodía, la que se alza contra el rigor de la costumbre y la culpa, como en los tercetos dantescos, para dejar plasmada su eticidad, la rispidez de los rituales de los días y la inutilidad del acto de frotación a la lámpara en la saga aladinesca de nuestra época. Esta poesía es como de círculos concéntricos, entrelazadota de quimeras, para regresar convicta de la gloria entre el rondel de nombres ilustres donde prevalece de modo final Jesús.

Diálogo sagrado de las vírgenes (Editorial) afianza una inteligente selección de temas o referencias, los exergos elegidos denotan la soltura y el dinamismo de una gracia indagante y conocimiento genuino de la cultura universal, como en todos los volúmenes consultados, acrisola conceptos tal la eternidad que fluye de nos frente al adverso, la música fluye del daimon secreto con unción, para exhalar desde los dominios de su ser la sílfide primordial: “Música interior que llora/ al fondo de una espinela./ Música  que en mí revela/ toda la savia que aflora/ en su esplendor”. La poetisa recrea su mirada en la tierra, los hombres, los dioses, con imágenes atroces, certeras y profundas, ya es el erotismo de la otredad compartida, o regodea el verbo muellemente en las situaciones y circunstancias del “yo lírico”, íntimo y a la vez legendario, fúlgidamente lúcido, todo luz e imantación, ella aquí regresa por momentos, a soplos de idoneidad, a su coro familiar, entreteje asuntos marinos y compulsiones de la tierra y los ríos paradisíacos, como en “EL jardín de las delicias” del Bosco, su voz invita a dialogar con las presencias cercanas que fluyen de los mitos y los orígenes del mundo, recrea sus matices afrodisíacos, que son, entre otros, Adán y Eva en la leyenda del trébol montaraz, la serpiente, la fruta prohibida, el venablo de la pasión antigua, los ancestros que nos habitan o junto a nosotros sueñan; el Eros aparece fundido a conceptos tan actuales como el machismo, su eficacia la lleva a nuevas referencias bíblicas que se imponen con sagrada y primaveral elocuencia de festividad y convite primigenio; destella la imagen omnipresente de la madre/ Jaula de mi sol; más el deleite del Eros subraya delicadamente la femineidad del aeda: “Mi sexo es pan y vino/ en mis olores los reyes despiertan/ dicen que mis muslos son incontenibles/ la sed es fuga de aves/ y los relojes no tienen que ver conmigo”. Su tono es único e inigualable en estos poemas de soplo estival, muy diferente al de otras poetisas vernáculas. La invocación de lo hogaño le pulsea con ternura de raíz sempiterna y zodiacal: “Convoco a mi padre/ para que se postule a ser rey de los dioses”; alterna el ritmo con trozos de prosa poética, concluye cada fragmento con una sentencia, cosechada del laberinto nutricio interior, lo que le otorga fuerza a cada final de poema; danzan las vírgenes, su danza compele a los convites del Eros, a extasiarse en la belleza meditativa y salvaje de las vírgenes, porque ellas “son como flor  diabólica del río”; expone una filosofal y suspirada, altiva humildad, en la delicadeza de la exposición de los ritos sexuales y su voz rezuma arcaísmo e hispanidad: “Una mujer pega sus labios a la tierra/ en el hostal que es flor y lejanía/ ¿Cómo otear la música del deseo?/ ¿Dónde beber el vino del ángel sin que las redes/ atrapen la vaguedad de mi caricia?” . Los viajes en ella son el pronóstico de la resurrección y la vuelta, porque en México ha quedado expresada la sentencia de que “siempre mi padrenuestro fue conocer otras islas”, para concluir el periplo indagatorio de la ternura en el seno de la hogaza sangre tras el regreso, donde la meditación es la espora que deposita la lejanía en ella: “Mi país es sitio donde ha de parir mi lente,/ aunque traigo fantasmas:/ la Iglesia de San Telmo,/ la catedral de Morelia”, es decir, el fuego de la escritura y la cogitación, como Lezama diría. Las épocas idas son también para ella como eras imaginarias, para retomar otra expresión del escriba sublime ardida en la alquimia de la magia y el mito, apertura a novicias y reclamantes cristalizaciones; sus referencias a la religión cristiana, símbolos como el ángel, las catedrales y monjes, a elementos naturales como la luna asociada a la magia de la palabra y la creación, a la música, que ahora allégase con la cadencia de las guitarras de Aranjuez: “He descubierto las crines/ escucho las aguas de la tarde,/ miradas difíciles de mi abuelo,/ él sabe que me nombro Giselle” en el embrujo estelífero de la danza como parábola de poesía e imagen. Diálogo sagrado de las vírgenes precisa, apoyándose en lo hogaño y traslaticio y el misterio de los orígenes, la soterrada esencia de una aproximación y un recuento hacia la primavera de la raza y su presencia en la actualidad, como esas galerías que festejan la mirada exclusiva del verso, entre aclamados cuadros tal Monna Lisa, su mirada angélica inmersa en la fascinación, la sonrisa opresa en el misterio meditabundo de una ternura universal, ángel extemporáneo de todo poema.

El último libro publicado hasta el presente por Odalys Leyva Rosabal obtuvo el Premio Iberoamericano Cucalambé 2008, y en su prólogo ha sido idealmente presentado por el poeta y crítico cubano Pedro Péglez González, quien iniciala su discurso al decir soslayando que “La recreación de contextos históricos de relevancia para el devenir de la humanidad –en especial los enmarcados en lo que alguna vez se dio en llamar la Grecia Antigua- ha sido uno de los procederes más frecuentes en la literatura contemporánea, a resultas de la dominante cultural de la posmodernidad” y “en esa línea exploradora se inscribe Los Césares perdidos, un bien construido retablo recontextualizador de aquella Roma clásica… con cuya arquitectura grave y aristocrática se diría que ha sabido Odalys Leyva contaminar la armazón léxico-tropológica de su conjunto poético”. Desfilan por el poemario los arquetipos invocados: Artemisa, Penélope, Cleopatra, Arsinoe, Ganímedes, César, Teseo, Eurídice, cual columnarias estatuas del presente y el pretérito redimido por él, este presente que erige al hombre de hoy rey de su destino inconcluso, propenso al error y la caída, el desorden existencial; rescata sagas antiguas de la Roma imperial que coexiste en la humanidad de nuestro tiempo como galería contigua supradimensional, en nueva confrontación de divinas y bestiales esencias. El estilo fluye más denso que en los volúmenes anteriores a resultas del logos propio de ese universo del que se adueña y rescata con plena actualidad la autora. Fluye el Eros volcánico de la Romas ancestral en este siglo que dimana la venalidad de una culpa tangente: “La Habana duerme. Mi gloria/ anda en busca de Teseo./ ¿Por qué me agobian? Soy reo/ en latifundios de euforia”. Existe la denuncia de una cierta eticidad en la expresión de ese Eros desatinado: “¡Quemo barcos! ¿Quién desflora/ mi senda? ¿Cuál ironía/ satisface la oración/ de un dios conplebe dichosa/ cuyo sexo es la rabiosa/ manera de salvación?”. La poetisa yérguese contra el infortunio y la derrota en la elegante espinela estructurada de modo prosífice: “Nací un trece. No fue en Roma, el tren no existió en la ida ni hubo un César en mi herida espléndida; nada asoma vestigios… Era martes, nací un trece ‘en brazos de una partera’. El reloj partió la esfera del milagro. ‘Nadie merece’, dijo mi madre”. Expone el pudor como escudo contra la infidelidad de su tiempo, el desborde o el delito, la corrupción, en la interrogante donde expresa la preocupación del artista, heraldo de su época, ante la sideral pregunta: “¿Existe salvación? ¿No habrá presagio/ que desdeñe la savia de tu boca?” En esta poesía prometeica, como en gran parte de la literatura moderna, se funden los tres géneros abarcadores: lírico, épico y drama, confluyen para desnudar la esencia de las profecías y los conciliábulos funestos en que se abisma la humanidad de nuestros días, el sexo, el desvío, la herejía sin límites, la deslealtad, la impiedad, la traición, la corrupción sin ley ni denuncia, asuntos de por sí enormes para el tratado poético, de ahí la simbiosis y sublimación de los géneros, y es cuando acude a los mitos: los Jinetes del Apocalipsis, el Juicio Final, a la voz dulce y soterrada como una caricia, de Jesús, al esplendor del arte que anima y pacifica las almas en períodos como la época de Augusto, al diálogo entre el redentor de los hombres y Calígula como ante la expiación y la culpa, el desorden y la bondad divina del ángel; la obra palpita de reclamos para el espíritu alerta del artista ante la simbiosis de las culturas y el reto o peligro del uso de las nuevas tecnologías, porque más allá de toda ciencia o anuncio está la ambición desmedida de los césares del mundo moderno, su impostergable deseo de poder: “Imperator César,/ soy como de la patria el dueño,/ un militar con empeño./ (A la democracia voy/ si en las monedas estoy)./ ¿Mi efigie en oro aparece?”. Todo ello germina de inquietudes epocales donde repercute la dualidad de Eros y Tánatos: “Somos la muerte, el anverso/ de la flecha de Cupido”. Son todos puntos álgidos de meditación sobre la especie humana en el mundo actual, imbuida en el hálito de eternidad de que la proveen los mitos y el posible peligro de la caída en el error y la desaparición final a despertar de Apocalipsis: “La eternidad me complace/ y ante un jinete suspiro/ para salvar el retiro/ que mis naufragios rehace”. Colisiones que tocan de cerca de la Isla, no por gusto la autora nombra a Carpentier, descubridor de confluencias y por voz de Cortázar al mítico e imantado arquetipo del Ché, hace reaparecer en concierto de cosmogonías el santoral cubano en Ochún, Ogún, Elegué, como totalidad y summa de teorías en simbiosis étnica, religiosa y cultural tal nuestra imagen traslaticia lo es. Su poesía, como toda obra genuina, en atinados diálogos de astralidad, sacude la pirámide autoral de Cuba e Hispanoamérica, donde su “nombre va/ seguro del Paraíso”, ese que habita el ángel, jugando a fundir trapecios de la mano de Giselle, para promover la sacralizad desde una voz que dice a la otredad compartida y luminiscente: “No soy yo./ Eres tú mismo/ quien busca la eternidad”. 

Xiomara Maura Rodríguez   
xarahlai@ltu.rimed.cu  o xiomararodrguez@yahoo.es

Lunes 21, Marzo 2011

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