Sor Juana, la última gran poeta del Siglo de Oro, una de las principales figuras
de la historia de la literatura mexicana, es hoy un referente de diversas
preocupaciones de nuestra cultura, sobre todo en las últimas décadas en que la
mujer ha avanzado a pasos difíciles pero constantes en la equidad de derechos y
libertades individuales. Esta búsqueda de referentes culturales nos ha llevado a
una lectura de la vida y obra de la escritora filtrada por los códigos actuales.
Para ampliar la discusión, propongo comentar algunos elementos del contexto en
que vivió Sor Juana y que ponen en duda la manera en que hemos entendido ciertas
actitudes plasmadas en sus textos.
Comenzaré con esa supuesta autoanulación de su propia valía como intelectual y
creadora. En 1689, su obra es publicada en Madrid bajo el título Inundación
Castálida —logro que, aún hoy, no resulta intrascendente—. Y el poema que
sirve de presentación al volumen advierte: “Estos versos, lector mío,/ que a tu
deleite consagro,/ y sólo tienen de buenos/ conocer yo que son malos”. Sor Juana
ya tiene 38 años, ya ha sido reiteradamente reconocida por sus pares, es una
escritora profesional: ya fue dama de la corte de la virreina Leonor María
Carreto y reconocida por la Condesa de Paredes y Marquesa de la Laguna; ya
recibe pagos regulares, de la Iglesia y de la corte, por sus villancicos y otras
obras por encargo. Ha sido, pues, un bestseller durante varios años.
¿En verdad se puede creer que afirme sinceramente que sus versos son malos o que
se considere a sí misma “Yo, la peor…”?
Antes de aceptar sin discusión que la poeta se imponía un autorrebajamiento y
que nunca creyó en su superioridad, convendría tener presente que cada escritor
de la época ha presentado sus libros con una declaración similar: por mencionar
sólo algunos, Cervantes declara en el prólogo del Quijote frases tan
lapidarias de sí mismo como “¿Qué podrá engendrar el estéril y mal cultivado
ingenio mío…?”. O, si nos vamos más atrás, el autor anónimo del Lazarillo de
Tormes recuerda a su lector que “No hay libro tan malo que no tenga algo
bueno”, frase que toma del para entonces ya no joven Plinio el Joven, escritor
del siglo I. En realidad casi todos los escritores, consagrados o incipientes,
acudían a expresiones como éstas.
La literatura, de la Edad Media a los Siglos de Oro, se compone de tópicos, es
decir, anotaciones a propósito de ciertos asuntos que vinculaban cada obra, ya
fuera un soneto o una novela, con la literatura culta —expresiones similares
sobre temas similares—; por ejemplo, el de “menosprecio de corte y alabanza de
aldea”, o despreciar la vida en la ciudad, con su artificio, competencia y
ambición, en favor de la vida en el campo, cerca de la naturaleza. También
tenemos el tópico de la fugacidad del tiempo, presente en Sor Juana en sonetos
como “A su retrato”. Y el tópico que consiste en autorrebajar el valor de la
obra o del autor es el tópico de la falsa modestia, un recurso muy antiguo que
poco a poco se llegó a convertir en una forma de soberbia. Ese tópico formaba
parte, a su vez, de otro: la llamada Captatio benevolentia, que indica
a cada escritor presentar una introducción a su discurso captando la
benevolencia del público mediante la modestia que halaga al lector: “Yo me
rebajo para halagarlos a ustedes, que saben más que yo”. La soberbia estriba en
que esta declaración de modestia alcanza 64 versos, una exageración para una
modestia y un autorrebajamiento sinceros.
Este tema me lleva a la terrible frase, sintetizada y recordada como “Yo, la
peor de todas”, con que firmó su renuncia a las letras y se encuentra en el
documento del Libro de profesiones del convento en el que solicita que
se anote el día de su muerte:
Suplico, por amor de Dios y de su Purísima Madre, a mis amadas hermanas las
religiosas que son y en lo adelante fuesen, me encomienden a Dios, que he
sido y soy la peor que ha habido. A todas pido perdón por amor de Dios y de
su Madre. Yo, la peor del mundo: Juana Inés de la Cruz.
Sin duda, es una declaración desgarradora, pero no podemos suponer que sea
sincera (y se considere “la peor”), sino que fue impuesta por las autoridades
que la juzgan y a las que se encuentra subordinada. Forma parte del documento
Petición, que en forma causídica presenta al Tribunal Divino la Madre Juana
Inés de la Cruz por impetrar perdón de sus culpas, correspondiente al
formato impuesto por la institución y alude, por la época en que debió firmarlo,
al conflicto que determinó su abandono de la vida “mundana”. Por lo que esta
autodenigración parece, más bien, parte de un castigo que debía hacerse público.
A pesar de la trama difusa que rodea la supuesta “falta” de Sor Juana, se sabe
que tuvo su origen en el comentario al sermón del teólogo Antonio Vieyra y se
complicó a causa de las intrigas y documentos que culminaron en el retiro. No
fue, sin embargo, un castigo derivado directamente de su condición de mujer y
escritora.
Baltasar Gracián, autor de prosas fundamentales del Siglo de Oro, como la
Agudeza y arte de ingenio y El Criticón, también cayó en desgracia
y el castigo fue impuesto por los dominicos —que parecen conocer bien el modo de
doblegar a un intelectual—: como a Sor Juana, se le prohibió disponer de tinta,
pluma y papel, y se le privó de su cátedra en el Colegio Jesuita de Zaragoza. Al
igual que Sor Juana, que murió dos años después de firmada esta renuncia,
Gracián no sobrevivió a esa separación de su profesión y murió al año siguiente
del juicio. Fue sepultado en la fosa común del Colegio de Tarazona. También Fray
Luis de León fue juzgado por haber traducido el Cantar de los cantares,
y él sí fue a dar a la cárcel. Entonces, tampoco podría asegurar que fue juzgada
específicamente por ser mujer —aunque el género, por supuesto, fue un factor
determinante—: en buena medida, por pertenecer a una orden religiosa, que era
como un régimen militarizado en el que cualquier atisbo de desobediencia es
castigado siguiendo protocolos durísimos. Así, creo que este rebajamiento final
es un modo de solicitar benevolencia para su caso, en un momento crítico.
Paso ahora a la homosexualidad de Sor Juana. Este tema es muy complejo, como
cualquier aspecto de la intimidad. Creo que, al insinuarlo, no se toma en cuenta
las condiciones sociales y morales de la época. Era un asunto no sólo religioso,
sino de jurisdicción civil. El Santo Oficio, nada más, era el que juzgaba, casi
siempre con penas de muerte, la homosexualidad. Era un pecado nefando, expresión
que señala el horror que implicaba. Al margen de ese hecho, las mujeres de la
calidad de la condesa de Paredes se encontraban permanentemente vigiladas por
sus pares: por eso tenían más de una dama de compañía. La posibilidad de
mantener un encuentro en solitario era mínima. De haber sido posible una
relación lésbica entre dos mujeres del prestigio de una virreina y la más grande
poeta de la época habría implicado un complejo sistema de complicidades que
habrían incluido a la pareja, a sus acompañantes —monjas, sirvientas,
cortesanas—, a los confesores de ambas mujeres y a los de las acompañantes y, de
paso, al mismo virrey. Si en esta época —en que se puede llevar una “doble
vida”— mantener en secreto la condición homosexual llega a representar un
auténtico conflicto, es un juego en comparación con el siglo
XVII,
cuando las mujeres ni siquiera eran dueñas de su cuerpo y mucho menos de su
fama; en tanto que ellas dependían del varón, de su condición y de la opinión
pública.
Se ha afirmado esta idea de la homosexualidad a partir del hecho de que Sor
Juana dedicó diversos poemas a Lysi (atribuida a la Marquesa de la Laguna),
Feliciana, Anarda, Lisarda, Clori, Laura. Pero también incluyó una serie de
nombres masculinos: Fabio, Julio, Silvio. En ese sentido, cabría inferir que la
monja fue bisexual. Y los versos más memorables, por recrear los tópicos más
apasionados del amor —los celos, el desamor, la indiferencia—, se encuentran en
los poemas dedicados a hombres; mientras que los dedicados a la marquesa
contienen los tópicos tradicionales de belleza y se ocupan de la ocasión para la
que fueron escritos: el parto, el recibimiento de la andadera para el hijo de
los virreyes. Escribir poemas a una dama con un nombre ficticio era uso común en
la lírica de los Siglos de Oro, como influencia de los italianos, comenzando con
Dante y Petrarca; la lógica de elección de los nombres era elegir uno que
denotara una cualidad y un refinamiento peculiar: Beatitud y Laureles. Si bien
esta “ficcionalización” de amor surgió con un propósito estético, también se
mezcló con el oficio de escribir para un mecenas, como el que ejercía Sor Juana,
con tal éxito que escribía para los virreyes. Los nombres que Sor Juana empleaba
para dirigir sus poemas a la virreina los tomó de Quevedo, con un propósito
evidente de lisonjear: era su modo de ganarse la vida, como lo fue de Lope de
Vega o Luis de Góngora.
Dejé para el final una de las cuestiones más polémicas: ¿feminismo en Sor
Juana?, o quizá: ¿qué feminismo ejerció la autora? Uno de los poemas más
populares de la escritora son las letrillas geniales conocidas como “Hombres
necios”. Tal vez los primeros sean los versos que casi cualquier mexicano podría
recitar de memoria. Y es uno de los argumentos más socorridos para declarar su
feminismo. Y sí, por supuesto, es una argumentación atinada, aguda, en defensa
de la virtud de las mujeres. La idea es muy clara: los hombres son necios pues
culpan a las mujeres de lo que ellos mismos provocan: “Si con ansia sin igual/
solicitáis su desdén,/ ¿por qué queréis que obren bien/ si las incitáis al
mal?”. Cada estrofa es una nueva manera de plantear ese mismo argumento: con
ironía e inteligencia, sí, pero también con naturalidad y musicalidad. Ahora
bien, no creo que haya sido gratuito el tema en una escritora que, como todos
los poetas de la época, tenía pocas oportunidades de escribir sobre temas de su
elección. Ella misma dirá que por su gusto sólo escribió el Sueño.
Entonces, si observamos otros textos relevantes del Siglo de Oro, hallaremos una
pregunta similar:
“¿Por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís
que me queréis bien?”. En efecto, en el Quijote, en el episodio de Grisóstomo,
el joven que se suicida por amor, sus amigos se declaran en contra de la ingrata
de Marcela, que lo rechazó. Marcela sale en defensa de su decisión y sostiene
planteamientos parecidos a los de Sor Juana: la honra y las virtudes son adornos
del alma, mucho más bellos que los del cuerpo. Entonces, si la honestidad es una
de las virtudes que al cuerpo y al alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha
de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquél
que, por sólo su pasión terrenal, procura que la pierda? Y sí, por supuesto, Sor
Juana era consciente de su condición de mujer, y debió demostrar su valía en
cada ocasión que se le presentó. Pero una defensa de la virginidad femenina no
es ser feminista, al menos según los criterios del feminismo actual.
Las ocasiones en que la escritora discutió su condición de mujer fueron las
mismas en que se le atacó o por lo menos se le condicionó: como la respuesta a
Sor Filotea, en la que declara sus deseos de estudiar y apartarse del mundo para
sostener esa determinación. Sus batallas eran más elevadas pues tuvo que
afrontar mayores obstáculos por su género. Incluso, irónicamente, cuando un
caballero peruano le sugirió el obstáculo que representaba ser mujer, ella
contestó entre otras agudezas: “Sólo sé que aquí me vine/ porque, si es que soy
mujer, ninguno lo verifique”.
El feminismo, como tal, no era un asunto de la época, y Sor Juana escribe en su
época. Es verdad que se adelantó a muchos planteamientos feministas,
principalmente con su actitud y determinación de desarrollar su ingenio hasta
donde fuera posible; mediante su renuncia a las labores de cuidado familiar
conferidas a la mujer, a cambio de la “habitación propia” que le costaba
someterse a un régimen casi militar; la inteligencia para integrarse al mundo
literario de concursos, amigos y mecenas sin salir del convento. En cuanto a sus
escritos, en cambio, no podemos comprenderlos sin las heroínas femeninas del
teatro, los discursos de defensa de las mujeres que redactaron otros autores, ni
las preceptivas de escritura lírica ni sus usos de lisonja profesional: un
discurso que no se debe confundir, hoy como en el siglo
XVII, con
la vida privada del escritor.
Bibliografía
ALATORRE, Antonio, “Sor Juana y los hombres”, en Estudios.
Filosofía/Historia/Letras, 7, 1986, pp. 7-27.
CERVANTES, Miguel de, Don Quijote de la Mancha, 2 vols.,
ed. Luis Andrés Murillo, Castalia, 2001 (Biblioteca Clásica Castalia, 100).
CRUZ, Sor Juana Inés de la, Obras completas I. Lírica personal,
ed. Alfonso Méndez Plancarte, México, FCE, 2004. |